Ladrones, atracos, secuestros, venganzas; un delincuente que en ocho años de encierro en la cárcel ha llegado a la conclusión de que lo que más le importa en el mundo es su hija, ahora adolescente, y que para recuperar su respeto -y si es posible su cariño- lo mejor es cambiar de vida, y un ex compinche, hoy enemigo mortal, que no está dispuesto a permitírselo antes de recibir la indemnización a la que se cree merecedor, aunque para eso deba pegarle a su rival en donde más le duele: la vida de la chica. En fin, nada que no haya sido visto en decenas de thrillers. Por dar un ejemplo, Búsqueda implacable también hablaba de un padre capaz de todo con tal de recuperar a su hija secuestrada (y lo hizo con tanto éxito que ya ha tenido una variación como secuela). A esa referencia, el dúo West-Cage suma otras, varias vinculadas con viejos éxitos del actor, Con Air incluido, aunque aquí el conejito se ha convertido en oso. En cuanto a la carrera contra el tiempo, en esta oportunidad derivada del muy breve plazo que el secuestrador en cuestión concede para que la mentada (y varias veces millonaria) "indemnización" opere como rescate, es un recurso tan viejo como el cine mismo. A esta altura nadie espera demasiada originalidad de un thriller de acción, si bien siempre es posible añadir a la fórmula alguna innovación, o por lo menos aplicarla con rigor, algo de humor, tensión y nervio narrativo. Aquí sólo lo hay en dosis módicas y en especial durante los primeros minutos, cuando se muestra el rebuscado y millonario atraco a un banco en escenas paralelas (la acción de los ladrones, encabezados por Cage, que es el número uno de la especialidad en Nueva Orleáns, y la de los agentes del FBI dispuestos a frustrarlo). Es un comienzo falsamente prometedor (que Mark Isham sabe cómo ilustrar musicalmente), y no sólo porque la misión termine en fracaso, con el protagonista en la cárcel, uno de sus compinches lisiado y el botín desaparecido, sino porque desde ahí la historia cambia de rumbo, empieza a girar en torno del secuestro, del bandido casi jubilado que se ve forzado a ejecutar una última misión delictiva (hay que salvar a la nena) y de los increíbles recursos de que se vale para lograrlo, entre ellos los de buscar el auxilio de su ex perseguidor del FBI. Ni los rebuscamientos ni los clichés alcanzan a disimular lo insostenible del guión. Los fotogénicos escenarios de Nueva Orleáns y el colorido de su carnaval apenas consiguen distraer de la rutinaria dirección de Simon West, que sólo apuesta por el vértigo. Cage ahorra algunos tics, quizá porque prefiere atender a su papel de padre angustiado, quizá para no competir con el villano sobreactuado hasta el exceso por Josh Lucas. Entre los dos, el policía de Danny Huston es un descanso.
Quizá las numerosas estrellas que integran el elenco de Proyecto 43 quisieron participar de esta torpe colección de episodios de humor escatológico del más grueso calibre para mostrar que son tan humanos como cualquier criatura y que su condición estelar nos los exime de las molestias de la fisiología. Quizá creyeron, como desdichadamente les habrá sucedido o les sucederá a algunos espectadores, que se trataba de otra apuesta, tal vez más arriesgada o desbocada, por ese humor llamado irreverente y por lo general bastante rudimentario que suele divertir a público habituado a la peor televisión. En fin: es difícil explicar el porqué de sus presencias. Y lo que más cuesta entender es que el proyecto de esta presunta extravagancia humorística anduvo dando vueltas varios años antes de concretarse -se dice que a la espera de coordinar los tiempos de actores tan sobrecargados de compromisos-, sin que ninguno advirtiera la puerilidad de los libretos, su irremediable estupidez. Aquí hay de todo menos gracia, salvo que se considere gracioso y agradable de ver cómo un enamorado sumiso se apresta a satisfacer los caprichosos deseos sexuales de su noviecita coprófila o asistir al penoso espectáculo de un Hugh Jackman que allí donde debería mostrar la prominencia de la nuez de Adán expone otros atributos de su masculinidad para los que la naturaleza reservó sabiamente un sector del cuerpo mucho menos expuesto. Los episodios -algunos todavía peores- están interconectados con el pretexto de que un trío adolescente anda a la pesca en el mar de Internet de la película más ultraprohibida del planeta. Apenas se generan esporádicas risas en el capítulo final sobre los arranques de celos de un gato animado y alguna línea de diálogo en el que muestra los temores de un equipo de basquebolistas negros que debe enfrentar rivales blancos. Lo demás -curiosamente a pesar de que los autores son diversos- exhibe una rara homogeneidad: todo es mediocre, tonto, y muchas veces tan desagradable que resulta ofensivo. Hay más voluntad de escandalizar que ingenio y no asoma ni una mínima intención de renovar este fatigado humor de baño, que, de todos modos, irrita más por su tontería que por sus "atrevimientos".
Como realizadora, Julie Delpy sabe trasladar a sus films el mismo encanto y la misma inteligencia con que sedujo a Ethan Hawke en la ficción de la serie que los dos comparten con Richard Linklater ( Antes del atardecer, Antes del anochecer y la esperada Antes de la medianoche ) y a los espectadores de medio mundo. Ya se lo comprobó en Dos días en París , donde les sacaba el jugo a diferencias y afinidades entre norteamericanos y franceses, y lo corrobora ahora con este ligero, cálido y agridulce retrato de familia que tiene bastante de autobiográfico y mezcla nostalgia con homenaje cariñoso al mundo doméstico en que transcurrieron aquellas vacaciones de verano durante las cuales empezó a abandonar la niñez para ingresar en la adolescencia. Una especie de pintoresca crónica familiar de una época que desde estos tiempos de crisis se ve con añoranza, o acaso un modesto Amarcord íntimo a través del cual se filtran algunas observaciones sobre los pequeños gozos y sombras de las relaciones humanas. El cuadro se conforma en torno de Albertine. Hoy adulta, casada y madre (una fugaz aparición de Karin Viard), repite con su propia familia el mismo viaje en tren de París a Saint-Malo que en el verano de 1979 la llevó con sus padres, Jean y Anna (Eric Elmosnino y la propia Delpy), actores callejeros de ideas liberales, y con su abuela materna (Emmanuelle Riva), a la casa de campo donde se iba a celebrar el cumpleaños de la otra abuela (Bernadette Lafont). La evocación se impone. En aquel rincón de Bretaña la espera una multitud de tíos, cuñados y primos, entre los que hay abundante variedad de puntos de vista y opiniones políticas -de los que quedaron marcados por la guerra de Argelia o por las discrepancias sobre Vietnam a los que adhirieron a mayo del 68 y a la revolución sexual-. De modo que los días de convivencia, con sus asados, sus comidas copiosas y sus brindis, harán aflorar diferencias y discusiones o algún viejo recelo. También habrá chismes, tardes de juego y diversión, jornadas de playa, incluso una nudista, y para los primos más crecidos -entre ellos Albertine, de 11 años- la visita a un boliche bailable y una primera decepción amorosa. Nada es demasiado novedoso, pero, salvo alguna nota disonante, como la vinculada con la experiencia militar de un tío, todo lo que se cuenta es placentero, en especial la segunda parte del relato, donde los que asumen el protagonismo son los chicos. El clima nostálgico ayuda, apuntalado por la fotografía y la selección musical, además de una cuidadísima recreación de la época en los ambientes, el vestuario, el lenguaje y la gestualidad de los personajes. Los actores -entre los que conviene destacar a glorias como Riva, Lafont o Noémie Lvovsky, a Vincent Lacoste (un hallazgo como el primo de 17 que posa de adulto) y a la propia Delpy- son responsables de buena parte del indudable encanto del film.
¿Y dónde está el humor? Los lugares comunes, materia prima al parecer indispensable para nutrir las fórmulas que con tanta perseverancia aplica el cine norteamericano a productos que suelen resultarle rendidores, tienen también su costado útil. A veces, pocas, permiten que algún realizador con ingenio les de una vuelta de tuerca y los convierta, exagerándolos, en caricaturas más o menos críticas pero siempre divertidas. Claro que también sucede, y para colmo bastante a menudo, que otros realizadores de vuelo más bien bajo, poco seso y gusto más que dudoso crean que basta con repetirlos, amplificarlos, amontonarlos y desquiciarlos (preferentemente agregándoles chabacanerías o procacidades de cualquier calibre) para hacer con eso lo que ellos denominan una parodia. Es lo que sucede con esta pobre ocurrencia de Marlon Wayans y Rick Alvarez, que con esos recursos tan elementales intenta burlarse de cierto cine de horror (más especificamente el que se organiza en torno de metraje encontrado como Rec, Actividad paranormal o El proyecto Blair Witch ), enlazando una serie de escenas presuntamente risueñas en torno de las pesadillas que vive el protagonista (Wayans) a partir del momento en que decide compartir la casa con su novia (Essence Atkins), ya que con ella se cuela un fantasma al que es imposible erradicar. Que las flatulencias ocupen un lugar destacado entre las manifestaciones de esa presencia indeseada ya da una clara idea sobre el "humor" que practican los libretistas y el director Mike Tiddes. Una elección bastante desconcertante, pues al mismo tiempo que emplea "chistes" de ese calibre -que sólo hacen reír a los chicos más pequeños-también concibe escenas menos aptas para ellos (y para cualquiera que distinga el humor zafado de la mera grosería) como las que muestran al protagonista compartiendo una orgía con tres animalitos de juguete o cuando es violado por el invisible visitante. Total que ¿y dónde está el humor? sería la pregunta más apropiada ante este torpe intento de parodia al lado del cual hasta la serie de Scary Movie podría parecer preferible.
En la superficie, un cuento negro sobre un crimen de clase, de acento chabroliano, pero inequívocamente ruso. Por detrás, claramente visible o filtrándose en los detalles, el retrato frío, implacable, riguroso y ácido de la nueva Rusia del libre mercado y el consumo, del hedonismo y la violencia, del dinero como valor supremo cuando no único y de los nuevos ricos cada vez más ricos y los nuevos pobres cada vez más desahuciados. Elena, la mujer en el centro de este relato, está entre los dos mundos. De origen proletario, fue enfermera durante largo tiempo, y en esa función, cuando ya había enviudado, conoció al hombre rico, bastante mayor que ella y también viudo con el que ahora está casada. La admirable secuencia inicial expone con elocuencia no sólo la holgada posición económica de que disfruta el matrimonio, sino también, y muy especialmente, el papel que cada uno juega en la relación: paciente y enfermera son ahora marido y mujer y el trato es cordial, pero ella sigue estando a su servicio: la diferencia subsiste. La escena del desayuno compartido alcanza para destapar el origen del conflicto. Los dos han tenido hijos en su primer matrimonio. Vladimir, una mujer, la snob y rebelde Katia que poca atención le presta a un padre que mira, cuando lo hace, con insolente ojo crítico. Elena, un varón, el desempleado, holgazán y tosco Serguei, ya casado y padre de dos hijos, uno de ellos adolescente. Viven en un barrio obrero cerca de una central nuclear en las afueras de Moscú, a la que va a visitarlos Elena apenas cobra su jubilación: sin su apoyo financiero ni siquiera sobrevivirían. Pero esa modesta ayuda ya no es suficiente cuando llega para el nieto la hora de decidir entre la facultad y el ejército. El problema es que optar por la universidad, como pretende el muchacho no precisamente por su inclinación hacia el estudio sino por su rechazo a cualquier disciplina -es un tipo rústico y violento-, implica una inversión cuantiosa que Vladimir no parece dispuesto a aportar para socorrer a una familia que no es la suya. Está visto que las oportunidades no son las mismas para todos. La sumisa Elena, bajo cuyo manso y sufrido rostro sólo por momentos se percibe la fortaleza que la emparienta con algunas clásicas heroínas rusas, se encargará de corregir esa desigualdad. FATALIDAD El riguroso lenguaje de Andrei Zvyagintsev, justamente considerado uno de los grandes creadores del cine ruso desde su excepcional debut con El regreso , describe en elegantes planos secuencia el extenso y frío lujo del piso de Vladimir y lo opone a la promiscua estrechez del departamento del hijo, expuesta en una sucesión de planos fijos. Son dos mundos diferentes, dos caras de una sociedad dividida, irreconciliable. La perspectiva no es el encuentro sino el choque, quizás el crimen. El ritmo que marca la propia estructura narrativa y subraya la música repetitiva de Philip Glass contribuye desde el principio a generar la sensación de que fatalmente algo va a transformar la vida de estos personajes, que pueden ser brutales, pero cuya humanidad es incontestable. El suspenso no necesita de efectos ni subrayados; crece con el fluir de las situaciones. Zvyagintsev extrema la economía de su lenguaje. Elena es un film denso y compacto, que trabaja en diversos niveles y se abre a múltiples lecturas. Formalmente admirable, carece de moralizaciones, porque se limita a observar los comportamientos sin promover empatías ni impulsar juicios, y resulta así más provocativo y cuestionador. Y tiene además intérpretes enormes en su cuarteto central, encabezado por Nadezhda Markina, formidable protagonista.
Gente que se hace compañía En algún rincón del corazón, los cinco "viejitos" protagonistas de esta agradable historia conservan aquella utopía que era común a muchos contemporáneos en los años 60 y 70: vivir en comunidad. Hasta ahora, cada uno siguió su camino e hizo su vida, aunque siguen siendo amigos desde hace cuarenta años y suelen reunirse en torno de alguna botella de buen vino, generalmente en la coqueta casa que tienen en las afueras Annie (Geraldine Chaplin) y Jean (Guy Bedos), uno de los dos matrimonios del caso. El otro lo integran Jeanne, una ex profesora de filosofía que parece veinte años menor (Jane Fonda), y Albert, cuya mente ha empezado a flaquear (Pierre Richard). ¿Falta uno? Sí, el solterón Claude (Claude Rich), que todavía se las arregla para seguir ejerciendo como irrenunciable donjuán, a pesar de que por sus problemas cardíacos el médico le ha prohibido terminantemente las pastillitas azules y su hijo quiere recluirlo en un geriátrico. Los achaques ya han empezado a manifestarse, como se ve, y hay también alguien que ha podido mantener en secreto la grave enfermedad por la cual su espíritu previsor le ha aconsejado recorrer casas funerarias para elegir el color del que será su ataúd. Pero hay otra amenaza que los preocupa más: la de terminar sus días en una residencia. De modo que alguien resucita aquella idea comunitaria de la juventud y formula la propuesta del título. Alguno puede resistirse en un principio a semejante cambio de vida, pero nadie duda de que la mano de un amigo va a resultar siempre más contenedora y cariñosa que la solidaridad profesional de un extraño de guardapolvo. Además, nadie va a sentirse solo con tanta gente de confianza haciéndole compañía, aunque de vez en cuando se discuta, se revuelvan viejas rencillas o se revelen antiguas traiciones. De modo que la mudanza se pone en marcha. Y de ahí en adelante habrá un poco de todo: tropiezos de salud, alguna tristeza, escenas risueñas, farsescas y un clima tibio, solidario, ligeramente melancólico, pero siempre agradable. ¿Y si vivimos todos juntos? es un cariñoso homenaje a la tercera edad, un asunto que el cine no suele frecuentar y que Stéphane Robelin trata sin ocultar su costado más dramático, pero apoyándose en lo posible en el humor, a veces farsesco, a veces ligeramente irónico (la fosa que se abre en el parque para la instalación de la piscina), a veces tiernamente poético, como en el final. Por otro lado, la incorporación de un personaje joven (el muchacho contratado para ocuparse del perro de Albert, que estudia etnografía y toma a los cinco como objeto de su tesis) abre otra perspectiva para observar la situación de los mayores, sus necesidades (incluida su sexualidad) y la relación que los demás suelen entablar con ellos. La delicadeza de Robelin y su sensibilidad ayudan a mantener el equilibrio entre la farsa y el sentimiento y evitar las apelaciones emotivas. Y el aporte del homogéneo elenco -cuyo mayor atractivo puede ser tanto la personalidad de Jane Fonda como la conmovedora composición de Pierre Richard- es, por supuesto, fundamental..
Las estaciones del amor no son cuatro, como las del año (o como las de las anteriores dos entregas de esta serie italiana que ha sido tan afortunada en Europa), sino tres, quizá porque Giovanni Veronesi, responsable en todos los casos del guión y la dirección, habrá pensado que en la vida amorosa cabe distinguir sólo tres períodos. O porque esa división le facilitaba alternar lo humorístico, lo grotesco y lo ligeramente romántico. O porque le permitía poner al frente del elenco a figuras capaces de atraer a distintos sectores del público. Del italiano, se entiende, ya que ni el cómico Carlo Verdone (presente en las tres entregas) ni el galán Riccardo Scamarcio (estrella de moda y además buen actor, que se sumó desde la segunda) son tan populares fuera de la península como Monica Belucci ni mucho menos como Robert De Niro. Pero el hecho es que el elenco es lo primero que llama la atención en este film en episodios que viene reflotando con eco popular un formato con antecedentes tan ilustres en Italia como Los monstruos , El oro de Napoles o Boccaccio 70 , salvando, claro, las considerables distancias. Aquí, a pesar de los nombres estelares, las aspiraciones son más modestas. A Veronesi no hay que pedirle ingenio como el de Age y Scarpelli ni ironía como la de Ettore Scola ni sarcasmo como el de Dino Risi ni mordacidad como la de Mario Monicelli. Él se conforma con proponer un liviano entretenimiento poniendo a sus personajes en las situaciones -deliciosas, perturbadoras, pesadillescas, inesperadas, incómodas, tonificadoras- en las que se puede caer por causa del amor. Sin derrochar excesivo ingenio ni volar demasiado alto en materia de observación de caracteres, pero con un ritmo más o menos vivaz. Como suele suceder en films en episodios, los altibajos abundan, pero el público sabe perdonarlos siempre que los personajes resulten de su agrado. Y es lo que pasará seguramente con el treintañero Scamarcio, que, unos días antes de casarse con la mujer de su vida, en viaje de trabajo por un pueblito de la Toscana, se enreda con una chiquilina caprichosa y frívola que vive en un castillo con un cocodrilo en la piscina o con el improbable profesor de arte de De Niro que ve felizmente interrumpido su plácido retiro romano cuando se cruza en su camino la siempre inquietante Monica Belucci. También, quizá, con el veterano periodista de TV que encarna Carlo Verdone en el segundo episodio, aunque éste, en el fondo, despierta tanta risa como compasión cuando la primera vez que se atreve a la infidelidad tiene la mala suerte de toparse con una morocha sexy pero desequilibrada que le complica la vida. O sea: humor simple, ácido, negro o sentimental según los casos, y en dosis más bien módicas. Nada que impida pasar el rato (hay buena música, escenarios fotogénicos y actores que se esfuerzan por hacer de sus personajes seres creíbles); nada tampoco que merezca ser recordado.
Un muestrario promocional Más que una película que intenta trasladar a la pantalla la experiencia de asistir a una función (o varias) del mundialmente famoso Cirque du Soleil, Espacios lejanos es una compilación de algunos de sus espectáculos, una suerte de muestrario promocional de esta compañía de entretenimiento que nació de artistas callejeros de Quebec hace cerca de treinta años y cuya mezcla de acrobacias, danza, efectos especiales, color y música ha entusiasmado desde entonces a millones de espectadores. Con tales antecedentes, más la participación de dos cineastas de prestigio (James Cameron, en este caso, productor, y Andrew Adamson, realizador de Shrek y aquí guionista y director), sumado al atractivo del 3D, se justificaba que las expectativas fueran otras. La decisión de los responsables del film de hacer una antología aprovechando los siete espectáculos que se exhibían en la sede permanente de Las Vegas en el momento del rodaje puede haber sido acertada (y ventajosa) en términos de producción, pero planteaba problemas de articulación que resultaron difíciles de resolver. UN VIAJE DESHILVANADO No se lo advierte en el principio, cuando el personaje que servirá de nexo -una chica ingenua, lejana descendiente de aquella Lilí que hizo famosa a Leslie Caron- conoce en un circo al joven trapecista del que se enamora y al que sigue tras ingresar en la carpa, pero en el curso de una de sus atrevidas piruetas, el muchacho cae desde la altura y como las arenas del circo son movedizas lo engullen, lo mismo que a su enamorada. Será el comienzo de un viaje que los llevará por universos paralelos tan diversos y fantasiosos como los espectáculos del Cirque. Viene entonces el desfile de números de O , Mystére , Ka, Zumanity , Viva Elvis , Criss Angel Believe y The Beatles LOVE . Una mezcolanza quizá demasiado parecida a esos cortos que las oficinas de turismo difunden en los hoteles para mostrar las principales atracciones de su ciudad. Es cierto que lo que se promueve aquí tiene suficientes atractivos por sí mismo, y el film puede ser eficaz en su faz promocional, pero un comercial de 90 minutos sin ninguna ilación narrativa puede resultar redundante y hasta tedioso aunque el producto que se ofrezca tenga los reconocibles rasgos del Cirque, con las increíbles destrezas de sus bailarines y acróbatas, su despliegue visual, su colorido y la variedad de su banda sonora, ingrediente decisivo. El montaje no se preocupa demasiado por el engarce de los distintos cuadros entre sí ni ayuda a ofrecer una visión integral con sus cortes, su variedad de ángulos (incluso muchos que amputan a bailarines y payasos) y sus primeros planos, a lo que se suma la insistencia en el uso de una cámara lenta que resulta contraproducente cuando se aplica a las extraordinarias acrobacias de los atletas-artistas. El 3D (ya lo demostró Wenders en Pina ) pudo haber sido de gran ayuda para ofrecer una perspectiva más completa. Los fans podrán salir satisfechos del cine, pero lo que Worlds Away confirma es que las fantasías del Cirque exigen ser disfrutadas en vivo.
Sensible viaje al interior A media voz, sin estridencias, con un lenguaje contenido, tenuemente melancólico, al mismo tiempo reservado y virilmente tierno, Gonzalo Tobal sale al encuentro de dos muchachos de treinta, primos inseparables en la infancia, hoy distantes, cuando las circunstancias -la muerte del abuelo- vuelven a aproximarlos en un viaje a su ciudad natal, General Villegas. Es aparentemente sólo un paréntesis en sus vidas, un alto en la rutina que lo encuentra a uno, Esteban, más formal, establecido en un buen empleo y a punto de casarse (aunque no parezca demasiado convencido) y al otro, Pipa, bohemio, impulsivo y espontáneo, que ha buscado canalizar a través de la música su moderada rebeldía. Pero serán días determinantes para los dos; días en que el reencuentro con la familia y con los lugares y los recuerdos de infancia fomentarán la introspección, el autoconocimiento, la reflexión sobre el camino recorrido y sobre las elecciones que han hecho y las que deberán adoptar. La frecuentación y las contadas pero significativas experiencias que vivirán allí conducirán a la evolución del vínculo que ha perdurado bajo los roces que empiezan a manifestarse durante el viaje de ida en el auto de Esteban y que incluso se hacen explícitos en un brote de violencia. A Tobal no le hacen falta demasiadas líneas de diálogo para exponer las diferencias que hoy separan a los dos muchachos ni tampoco para describir después los interrogantes que se agitarán en el interior de cada uno. Le basta con una puesta en escena inteligentemente concebida y fruto de una esmerada elaboración: en la notable secuencia del viaje, por ejemplo, los gestos, los tonos, las miradas y las actitudes de uno y otro dicen más que las escasas palabras acerca de los caminos divergentes que los han ido distanciando y generando entre ellos algún recelo. En la segunda parte de la película, durante la estadía en Villegas, la turbación interior, la lenta, paulatina toma de conciencia de los propios deseos y los propios errores, la asunción de las propias responsabilidades se traducen en términos dramáticos: la escena en la casa del abuelo, ahora deshabitada, pero colmada de objetos que hablan del pasado, tiene, por ejemplo, una elocuencia que el talentoso realizador se abstiene de subrayar. Esa mesura, esa apuesta por un lenguaje tan contenido, podría hacer peligrar la emoción, pero Tobal lo maneja con una sutileza que lo revela como un experto en matices. Y en ese sentido, son fundamentales su sensibilidad y firmeza para la dirección de actores. Se aprecia en la homogeneidad de todo el elenco, pero sobre todo en los dos protagonistas, Esteban Bigliardi y Esteban Lamothe, cuyo compromiso interior vuelve transparentes a sus respectivos personajes. Otros aportes que merecen ser destacados son la banda sonora (tanto por la música original de Nacho Rodríguez Baiguera como por la elección de las grabaciones incluidas, entre ellas una de Marlene Dietrich), la bellísima fotografía de Lucas Gaynor y el ejemplar montaje de Delfina Castagnino.
Nada de eso merece ser mostrado", le dice Georges (Jean-Louis Trintignant) a su hija Eva (Isabelle Huppert), después de haberle detallado, haciendo hincapié en las escenas más ingratas y penosas, la dura rutina cotidiana que se vive en el elegante piso familiar desde que Anne (Emmanuelle Riva), esposa de uno y madre de la otra, sufrió dos serios accidentes vasculares y dio comienzo al proceso de deterioro que le paralizó medio cuerpo y le ha ido alterando otras funciones corporales y cerebrales hasta impedirle todo movimiento (aun en silla de ruedas) y reducirle la expresión a unos pocos quejidos incomprensibles o gemidos desgarradores. ¿Hace falta mostrar el doloroso espectáculo de ver agonizar a un ser querido y de certificar que nada puede hacerse para acudir en su ayuda? La misma pregunta puede hacérsela el espectador, y ya que Michael Haneke la explicita en el difícil diálogo entre padre e hija, cabe entender que también él se la ha formulado a sí mismo. Cada uno podrá responderla según su propia sensibilidad, su experiencia de vida (no serán pocos los espectadores que habrán vivido situaciones como ésa) y también según la etapa de la vida en que se encuentre. Haneke tiene el coraje suficiente para afrontarla, para asomarse a los abismos extremos a los que el ser humano no sólo está expuesto sino al único del que tiene certeza desde que nace. Y de hacerlo con esa implacable, rigurosa meticulosidad que ha aplicado otras veces para denunciar a un sistema social hipócrita. Pero sobre todo para hablar aquí del amor cuando es sometido a las más duras pruebas. O quizá más todavía: para preguntarse si no es en esas circunstancias -las más dolorosas- donde es posible percibir con mayor claridad la verdadera esencia del amor. Anne y George (ambos han superado los ochenta) pasaron juntos décadas de armónica convivencia, se aman, han compartido -lo siguen haciendo- la felicidad de disfrutar juntos del arte que se dedican a enseñar (son profesores de música ya retirados) y saben deleitarse lo mismo con la pintura, la literatura, con la belleza en general, no importa dónde ella se manifieste. No le hacen falta a Haneke palabras para definir a sus personajes ni para saber de sus aficiones, de sus gustos y de su historia: los muebles, el piano, los sillones, los cortinados, los libros, los objetos del piso que habitan -y habitan también los espectadores, porque rara vez ha terminado siendo tan familiar un escenario como éste en el que transcurre prácticamente toda la película- lo dicen todo de ellos. Haneke es un maestro de la puesta en escena, y lo es en tal medida que la paloma que un par de veces se cuela por unas ventana resulta una presencia intrusa tan inoportuna y chocante como los elementos que hablan de enfermedad y medicina. Un film que habla de la vida cuando se va, de la muerte cuando llega, del amor que perdura hasta el final no puede sino ser triste, crudo y perturbador, aunque Haneke lo aborda con un pudor que no disimula los momentos más desgarradores, pero tampoco admite las lágrimas ni las apelaciones emotivas. La escena que podría considerarse más cruel es también probablemente el mayor acto de amor que el compasivo y sacrificado marido ofrece a la que es, hasta el último momento, la mujer de su vida. Indispensables. No hay otra palabra para calificar a Riva y Trintignant. No habría Amour sin ellos, que quedarán grabados en la memoria tanto como Huppert en el más breve pero fundamental papel de la hija. Y como todo en este film, que, nos guste o no, deja sedimento y perdura en el espectador mucho más allá del fin de la proyección