El proyecto es ambicioso: la producción más costosa que se haya encarado hasta hoy en México. Lo requería la recreación de un episodio importante de la historia de su país: la rebelión de los cristeros, un conflicto armado que se prolongó de 1926 a 1929, entre el gobierno de Plutarco Elías Calles y las milicias de laicos, presbíteros y religiosos que lucharon contra la aplicación de leyes y políticas públicas que restringían la autonomía de la Iglesia Católica. Coincidentemente el mismo ejército rebelde a cuya etapa final consagró otro cineasta, el mexicano Matías Meyer, una suerte de western minimalista y espiritual, Los últimos cristeros, que se exhibió hace unos meses en un ciclo de cine latinoamericano en el San Martín. El director debutante Dean Wright, experto en efectos visuales, hizo lo que pudo con un guión, del norteamericano Michael Love, que ni expone la cuestión histórica en profundidad (no hay antecedente alguno acerca de los orígenes de la hostilidad entre los revolucionarios mexicanos y la Iglesia Católica) ni encuentra el modo de integrar los abundantes subhistorias (en algunos casos, apenas viñetas) en el cuadro general que quiere cobrar aliento épico sin conseguirlo. Lo poco que se sabe del conflicto tampoco se expresa en términos dramáticos sino en diálogos explicativos, por lo general dichos en el clásico tono solemne de las reconstrucciones históricas, y lo mismo sucede con los personajes. El relato abarca desde la promulgación de la ley anticatólica del presidente Calles, hasta el acuerdo entre México y Roma, propiciado por los Estados Unidos. Precisamente es esa demorada escena que determina el fin del conflicto la que aporta algún interés político a un relato que se ha estirado demasiado en episodios melodramáticos. El protagonista es el general Gorostieta (Andy García), convencido por los cristeros a abandonar su retiro y que a pesar de su ateísmo acepta luchar a favor de la causa porque su mujer es una católica ferviente, porque detesta la injusticia y también porque añora volver a la acción: no en vano repite innumerables veces la línea "Soy veterano de dos guerras". El enfoque es maniqueo. Los cristeros son justos, valientes y sensibles; las fuerzas del gobierno, pura crueldad. Para subrayarlo ahí están algunos personajes como el chico que deviene mártir, el sacrificio del sacerdote animado por Peter O'Toole y otros abundantes ejemplos de esa manipulación emotiva más propia de los culebrones que de un fresco histórico que pretende cobrar grandeza épica. Wright se desempeña mejor cuando aborda las escenas de batalla que cuando debe vérselas con historias "humanas" que no ahorran lugares comunes y convencionalismos y que quieren extraer potencia emotiva de la enfática música de James Horner. Poco puede decirse de los actores -algunos de ellos de probado talento- cuando deben pronunciar diálogos tan poco creíbles y hacerlo para colmo soportando el sudor que asoma bajo las gruesas capas de maquillaje. Hay sí una hábil explotación del paisaje y un correcto trabajo del fotógrafo Eduardo Martínez Solares.
Músculos, motores, vehículos cada vez más poderosos y resistentes, infinitas persecuciones sobre ruedas, un gran despliegue de armamento sofisticado de cuya precisión, eficacia y poder de destrucción sobran pruebas y la deliberada voluntad de extraer de las escenas de acción al máximo de espectacularidad y vértigo. Eso es lo que se espera de esta rendidora serie que ya ha llegado al capítulo sexto (y se apresura a calmar la ansiedad de sus seguidores anticipando en los planos finales que habrá un capítulo 7 y que Jason Statham tendrá que ver con lo que se cuente allí.) Y eso es lo que suministran el director Justin Lin y el guionista Chris Morgan -responsables de los últimos cuatro productos de la franquicia-, que se muestran cada vez más duchos y atrevidos a la hora de imaginar peleas, carreras y batallas de todo tipo y en todos los terrenos, en proporciones próximas a la sobredosis. Sin medir los gastos, por supuesto: es un derroche que está en condiciones de afrontar una serie que lleva recaudados unos 1500 millones de dólares. Y, claro, sin detenerse a considerar detalles menores como la coherencia, el rigor o la verosimilitud de lo que se presenta en las imágenes. Lo que importa es que la acción nunca se detenga, que el ritmo sea vertiginoso, que jamás deje de oírse el rugir de los motores y que a medida que la narración avance y el enfrentamiento entre los dos bandos no dé tregua y se vuelva más y más encarnizado, las proezas de los protagonistas (de los dobles, de los equipos de efectos y de los editores) vayan siendo más y más espectaculares, tanto como para arrancar aplausos de los fanáticos y a veces también algunas risas, nacidas de las osadas, imposibles locuras gracias a las cuales los héroes del caso eluden los ataques de los villanos, que parecen todopoderosos y son de una crueldad y una perversidad ilimitadas. El principal es un mercenario terrorista, ex agente del Servicio Aéreo Especial británico, que está a punto de completar un poderosísimo y sofisticado arsenal tecnológico con el que podría anular todas las defensas militares y amenazar al mundo entero. La banda debe interrumpir el descanso (o la diversión, según los casos) de los que están disfrutando en España o en cualquier otro lugar gracias al último botín obtenido. Es que el policía Hobbs (Dwayne Johnson, The Rock) los quiere ahora de su lado para enfrentar a un enemigo tan temible. Y allá van Vin Diesel (ahora acompañado por Gina Carano, campeona y experta en artes marciales); Paul Walker (ahora padre de un bebe), y todos los demás, estimulados además porque existe la sospecha de que la ex del primero, la brava Letty, no esté muerta como ellos creen (lo que permite el regreso de Michelle Rodriguez). Por supuesto, también se extiende un poco el elenco en el terreno de los vehículos. Y no sólo en autos (algún prototipo casi sin chasis pero con secretas habilidades) sino maquinarias más pesadas como un tanque (de decisivo papel en la casi interminable secuencia de la autopista próxima al final), un avión Hércules y varios helicópteros. Son 130 minutos especialmente recomendables para los adictos a la superacción y en especial a los films de esta serie. Más allá del considerable exceso de metraje, los demás podrán entretenerse si disfrutan del vértigo constante y de los festivales de destrucción y violencia, si no se aturden con una banda sonora que no da descanso y si aceptan que el guión sea nada más que una excusa para poner en marcha otra vez la probada fórmula que pudo haber incluido un poco más de humor.
Una transformación personal que coincide con otra más amplia, abarcadora y tal vez trascendental. Dicho de otro modo: la crisis de la adolescencia vivida por una chica de 17 años en el momento en que la Guerra Fría llega a su punto crítico con el conflicto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por las bases de misiles en Cuba. Lo individual y lo político se entrecruzan repetidamente en Ginger & Rosa , quizás el mejor film de Sally Potter en años y seguramente el más accesible que ha rodado hasta hoy. La realizadora de Orlando ha volcado muchas de sus experiencias personales al exponer la historia de Ginger y Rosa , las amigas nacidas en los días de Hiroshima que han vivido juntas y compartido todas las etapas del crecimiento, y ahora intentan definir su identidad, la relación con los suyos (en entornos familiares dominados por el descontento) y su vínculo con el mundo cuando éste corre peligro cierto de desaparecer. Ante esa perspectiva, las chicas reaccionan de diferente modo.En un principio, Rosa opina que todo está en manos de Dios y prefiere rezar. Ginger -como lo hizo Sally en su momento- se vincula con otros activistas y sale a la calle, a sumarse a la protesta. También como Sally, Ginger es hija de intelectuales bohemios y tiene el apoyo de un trío de amigos de la familia -sus padrinos, una pareja gay, y una radical militante feminista a la que toma de modelo-. Y por supuesto, el ejemplo de su admirado padre, un profesor pacifista que estuvo preso por negarse a ir a la guerra y en general se opone a todas las reglas y convenciones. Es tan egoístamente fiel a sus principios que no parece reparar en que sus actitudes causan muchas veces la infelicidad de quienes lo rodean. Incluso la de su propia hija, a quien trata con más respeto que gestos cariñosos. En esos días de confusión y alarma, la idea de oponerse al uso de armas nucleares concentra todo el interés de Ginger, que se vuelca al activismo con tanta dedicación como la que hasta entonces solo reservaba para la amistad de Rosa y para escribir sus poesías. El conflicto sobre el que la radio entrega informes alarmantes es para ella una amenaza real, pero también un símbolo sobre el cual puede proyectar su disgusto con el mundo. Un disgusto que aumentará mucho más cuando padezca profundos desencantos venidos precisamente de las personas a quienes más ama. Superar el drama es doloroso, pero precipita en ella, quizá de modo algo forzoso, una suerte de reconciliación y le abre camino hacia una comprensión adulta de las realidades de la vida. Sin una actriz tan prodigiosa como Elle Fanning hubiera sido imposible para Potter desnudar a tal punto este doloroso proceso de crecimiento. Lo cual no resta mérito al sensible trabajo de Potter, al desempeño de un elenco de lujo ni a la notable selección de la banda sonora..
"¿Todo bien?", debe de ser la pregunta que más repetidamente se formulan unos a otros los personajes de este tercer film de Victoria Galardi ( Amorosa soledad, Cerro Bayo ). Como si quisieran asegurarse de que están libres de cualquier conflicto serio y de que si existe alguno, nadie lo expondrá en voz alta (a lo sumo lo confesará envuelto en rodeos al oído de alguien de confianza). Todo bien, como en la elegante casa de un barrio acomodado de la zona norte donde transcurre casi todo el relato: ningún problema serio: nada más grave que algún desperfecto en la bomba de la pileta o el de una canilla que siempre gotea. Todo bien, en fin, porque de lo que no anda bien es preferible no hablar; no importa que a ratos se perciba muy tenuemente que dentro de esa atmósfera placentera y despreocupada palpita cierta tensión, cierto vacío, cierto descontento. Todo bien aunque no todos estén cómodos en esa hueca felicidad de spot publicitario. El laconismo que Victoria Galardi ya mostró en films anteriores contribuye a subrayar sutilmente la mirada distante pero crítica que la realizadora echa sobre la superficialidad de sus personajes. Los principales -los que ser6án protagonistas del conflicto, el único, que tardará en hacerse manifiesto- son la dueña de casa, Lucía, divorciada hace tres años de Ricky, el padre de su hija adolescente, y su gran amiga Elena, una bella actriz española radicada entre nosotros desde hace ocho años. Lucía tiene una nueva pareja, con quien ha planeado una pequeña vacación en el Uruguay; por eso recurre a Elena, para que acompañe a su hija, le cuide la casa y disfrute de ella. Son pocos días, pero bastan para que la muchacha se vuelva a cruzar con Ricky y entre ellos nazca (o resurja, no se sabe), una pasión fulminante, que tarde o temprano deberán blanquear ante Lucía. Esta especie de triángulo amoroso fuera de tiempo constituye el único conflicto (lo es en este caso porque así lo vive Lucía y porque ha habido seguramente muchos otros entre las dos mujeres que se mantuvieron ocultos en nombre del todo bien), pero Galardi no intenta analizarlo; sólo lo plantea como interrogante en torno de las lealtades o las traiciones que implica la amistad. Sin duda la directora filma con soltura, sabe acertar en los tonos y crear climas, pero en este caso su habilidad narrativa no alcanza a superar las flaquezas de un guión que falla en el dibujo de los personajes (son apenas esbozos), en la construcción del relato (más de la mitad de la película está dedicada a la presentación del ambiente y de la relación entre las protagonistas) y en la incorporación de personajes secundarios que apenas agregan algún momento de distensión (el jardinero de Esteban Lamothe, la irrupción de la música para hacer posible la escena del baile de la atractiva Elena Anaya) o resultan francamente postizos (como la secreta adicción del cuñado). Toda esa larga primera parte -en la que lamentablemente no se alcanza a despertar en el espectador interés por los destinos de las dos mujeres- se hace plana, apagada y por momentos tediosa. Y cuando el conflicto se produce y el film parece haber recuperado la vitalidad y abrir su capítulo más sustancioso, sobreviene el final. Son los actores -Bertucelli y Anaya, principalmente, pero también Lamothe, Mirás y Bigliardi- quienes logran aportar algún espesor a los personajes y sostener el interés en el relato en los momentos en que éste decae o acusa saltos en la continuidad. Impecable en lo técnico, Pensé que iba a haber fiesta seduce en el aspecto visual gracias a la elegancia de sus imágenes y a la irreprochable selección de ambientes.
Se puede entender por qué esta pieza de Ron Harwood sedujo a Dustin Hoffman al punto de hacerlo concretar por fin su debut en la dirección. Es una obra que habla de artistas veteranos, retirados de su profesión, pero todavía apasionados por ella, una historia que no esconde las sombras crepusculares de la vejez, pero prefiere rescatar las pequeñas chispas que se conservan en la voluntad de vivir y son capaces de disiparlas; una encantadora y emocionante pieza de cámara de humor agridulce, más divertida que melancólica, que era necesario recrear con mucho amor y con la contribución indispensable de un conjunto de intérpretes formidables cuya familiaridad con las experiencias y los sentimientos de los personajes que encarnan los relevaban de cualquier artificio. Buena parte de ese ánimo lo recogió Hoffman de los intérpretes que quiso como habitantes de esta casa Beecham de ficción: son viejos artistas británicos de la lírica y otros géneros, incluida una ex estrella como Gwyneth Jones. El envidiable escenario de la Hedsor House en Buckinghamshire favorecido por el elegíaco tono otoñal de la fotografía de John de Borman presta el ambiente; el resto lo pone la sensibilidad de Hoffman para concertar los valiosos elementos con que cuenta. La pintura de la vida en ese hogar es idílica: los residentes pasan el tiempo haciendo música, cantando, dibujando, leyendo en el extenso parque o en las suntuosas salas y tanto los arrebatos donjuanescos del barítono como los problemas de salud en una comunidad con tan alto promedio de edad son parte de la rutina. También lo son las típicas manifestaciones de competencia entre artistas, sólo exacerbadas con la llegada de la pretenciosa diva snob a la que Maggie Smith presta todo su carisma y su talento. Con ella, dos líneas se cruzan para componer el sencillo armazón dramático que se apoya en diálogos ingeniosos: por un lado su reencuentro con Courtenay, uno de sus ex maridos, cuya relación no concluyó en buenos términos; por otro su negativa a volver a cantar en una gala que este año se hace urgente para conseguir los fondos que evitarán el cierre del establecimiento. Rencillas, algún tropiezo en la salud mental de la mezzo (Pauline Collins, admirable), ciertas clases sobre ópera que Courtenay intercambia con jóvenes expertos en hip hop y la preparación de la famosa gala contribuyen al encanto del relato. Por supuesto, el final es con el cuarteto de Rigoletto , que Hoffman, en atinada decisión, registra desde fuera de la mansión mientras añade un último homenaje durante los titulos del final, que nadie se querrá perder para no dejar de escuchar la maravillosa música de Verdi.
¿Qué significa ser padre? Quizá Leandro estaba empezando a aprenderlo lentamente ahora que por fin, tras mucho buscarlo, Silvina quedó embarazada. Iba a ser un proceso gradual que vivirían (y disfrutarían) juntos, él y su mujer, feliz matrimonio burgués, en los meses que la naturaleza concede entre la certeza de la gravidez y el nacimiento. Pero las circunstancias trastornan todos los planes. Un buen día el muchacho se entera de que es padre de una hija de 11 años, de cuya existencia no tenía noticia y que fue fruto de la relación casi ocasional que mantuvo con una mujer a la que casi no recuerda. Sucede que la madre está ahora internada y gravemente enferma y que quien se ha hecho cargo de cuidar a la chica hasta el momento -una tía materna, madre a su vez de varios varones- ya no está en condiciones de seguir haciéndolo y no encuentra otra solución que confiársela a su padre biológico, aunque sea por un tiempo, a la espera de que la enferma se recupere. Del estupor y la incredulidad iniciales, Leandro pasa a asumir su responsabilidad: la inesperada hija, una preadolescente triste y silenciosa, vivirá en su casa, con la consiguiente alteración que ello supone para la vida de la pareja y las tensiones que derivarán en conflictos con su mujer. Su aprendizaje de la paternidad será, claro, mucho más arduo y precipitado. Y no menos dificultoso resultará para la chica aceptar a ese padre desconocido y encima cambiar de casa, de barrio, de clase social, de hábitos. Desde luego, el cambio tampoco será fácil para Silvina, en este delicado momento del embarazo. Habrá que superar muchos obstáculos, reorganizar la vida familiar, encontrar el modo de que la recién llegada salga de su aislamiento y que de a poco vaya generándose entre padre e hija el vínculo afectivo que nunca pudo existir. Aunque ya tenía antecedentes como libretista, además de su larga experiencia como actor, Gustavo Garzón hace aquí su debut como realizador y pone en la tarea tanta sinceridad como prudencia. Es una historia sencilla que reflexiona sobre la condición de padre; habla sobre vínculos, es decir sobre sentimientos, pero elude el sentimentalismo. En cambio pone en juego una mesura y una sensibilidad que se transmite a sus actores y aporta al film un tono sereno y cierta emoción. En lo psicológico, puede haber algunas transiciones un poco bruscas (en el caso del personaje de Silvina) o cierta insistencia excesiva en el retraimiento de la chica, pero hay también situaciones que han sido tratadas con delicadeza y bienvenida moderación, como la visita al hospital o los momentos de intimidad que de a poco empiezan a compartir padre e hija. Garzón cuenta con el sólido apoyo actoral de Esteban Lamothe y Ana Katz y con la elocuencia de Mora Arenillas, de rostro singularmente expresivo. Un debut auspicioso.
El ciclo es conocido: cuando una pieza teatral, más exactamente en este caso una comedia de costumbres con mucho de teatro de boulevard, llega a ser un gran éxito en escena, el paso más o menos inmediato es su traslación al cine, preferentemente con el elenco que la hizo popular y con las adaptaciones necesarias para que en la pantalla el efecto se repita. Como los adaptadores de El nombre , la pieza que actualmente se representa en el Multiteatro, son sus propios autores, han podido moverse con toda libertad; al fin y al cabo nadie mejor que ellos conoce a sus personajes y además han tenido mucho tiempo para percibir las reacciones de los distintos públicos, de modo que están perfectamente habilitados para cortar aquí o allá, hacer añadidos donde lo juzgan conveniente y prestar especial atención a las situaciones que la platea celebra más ruidosamente. Hay que reconocerles que en ese sentido han actuado con astucia considerable: no intentaron disimular el origen teatral del texto ni vestirlo con una sustancia que no tiene sino explotarlo de manera que la acción fluyera con vivacidad respetando el aceitado mecanismo de su construcción dramática. Lo mismo que en el original, los conflictos se van sucediendo, involucrando a distintos participantes; cada cambio de rumbo está estratégicamente ubicado y cada personaje (es decir, cada actor) tiene su oportunidad de lucimiento, su escena de bravura. Son un grupo de amigos reunidos en una velada en la que se charla, se bromea, se discute y se riñe y a lo largo de la cual van revelándose diferencias, malentendidos, pequeñas o no tan pequeñas divergencias y algunos secretos resentimientos y destapándose algunos asuntos que se mantenían ocultos. La referencia más inmediata es otra pieza teatral también llevada al cine, Un dios salvaje , de Yasmina Reza, pero en todo caso aquí más que escarbar en los prejuicios y las hipocresías que esconde la cortesía mundana de burgueses civilizados lo que se busca es hacer reír observando con ligereza y diálogos ingeniosos las conductas de nuestros semejantes, sus conformismos y sus prejuicios, sus defectos y sus debilidades. Réplicas oportunas y diálogos no tan filosos como ocurrentes sirven a ese propósito. La risa es frecuente, si bien el ritmo se resiente un poco cuando el mecanismo empieza a repetirse más de la cuenta. Con buen tino, los autores han añadido un prólogo que informa sobre los antecedentes de los personajes: los cinco que habitarán el living en donde transcurre toda la acción más la madre de los hermanos, papel a cargo de Françoise Fabian, la inolvidable Maud del film de Eric Rohmer. No es un recurso novedoso, pero anticipa el tono ligero que adoptará el film. Vincent y Ana están próximos a ser padres, y ya han elegido el nombre que le pondrán a su hijo. Ese es el tema que enciende la primera diferencia cuando el hombre llega (solo, su esposa está retrasada), a la casa de su hermana, Elisabeth, y su cuñado Pierre, ambos docentes. Han sido invitados a cenar, lo mismo que Claude, un común amigo de la infancia. Pero el nombre que anuncia genera el rechazo de todos y ahí empieza a discutirse de cualquier cosa. Concluido ese tema, ya habrá otros (más o menos nimios, más o menos creíbles), para que este inesperado juego de la verdad dispare sus municiones, cause heridas superficiales, deslice algunas pequeñas verdades, provoque risas y entretenga. Por supuesto a los actores, todos creadores del éxito escénico salvo Charles Berling -una bienvenida incorporación-, les sobra autoridad y simpatía para convencer con sus personajes. Y a los directores, cierta habilidad para que el encierro en una única escenografía no incida en el resultado final..
En este primer film de ficción del celebrado documentalista italiano Andrea Segre coexisten los dos asuntos por los que ha evidenciado especial interés tanto en sus films como en los artículos y libros que ha publicado en su condición de sociólogo: la migración a Europa y la periferia multiétnica de Roma y del Veneto, su región natal. Precisamente en esta última, más exactamente en Chioggia, modesto puerto de pescadores en la laguna veneciana, ha ambientado la sencilla y conmovedora historia del encuentro de dos almas solitarias, la historia sensible, honesta y dulce de una amistad que podría ser amor si no lo impidieran las barreras del prejuicio y la xenofobia. Hay mucho en común entre la mujer china y el pescador eslavo que protagonizan esta suerte de fábula. Shun Li llega de uno de esos talleres de Roma donde cose decenas de camisas por jornada con la esperanza de que, cuando haya ganado lo suficiente para saldar su deuda, esos inflexibles compatriotas suyos que la esclavizan harán posible el viaje de su hijo de 8 años, que ha quedado en China al cuidado del abuelo. Son ellos los que en el comienzo del film le asignan otro destino: Chioggia, donde atenderá un bar frecuentado por pescadores. Entre los cuales está Bepi, un hombre bastante mayor que ella venido del Este y afincado en la laguna desde hace más de 30 años. A la afinidad que se manifiesta pronto va sumándose el descubrimiento de las cosas que los unen. Ambos son extranjeros y están solos, aunque a los dos la distancia los separa de sus hijos: ella es madre soltera, Bepi ha quedado viudo no hace mucho y su hijo, padre de un chico, vive en Mestre, adonde él no quiere mudarse; al eslavo le dicen El Poeta por su facilidad para hacer rimas; Shun Li ama al legendario Qu Yuan y celebra el festival de los poetas. Además, los dos descienden de varias generaciones de pescadores. Lentamente, la relación va extendiéndose más allá de los diarios encuentros en el bar donde Bepi y sus compañeros van a beber sus grapas. Cuando sus explotadores le niegan a Shun Li un rato libre para salir a comprar un regalo de cumpleaños para a su hijo y enviárselo, el pescador le ofrece el teléfono de su casa. La desconfianza con que los demás parroquianos y no poca gente del pueblo observaban a la exótica oriental se vuelve franca sospecha; nadie cree que lo que la liga con el viejo Bepi es solo una simple amistad; el choque es entre la nobleza y la pureza del sentimiento que une a los dos extranjeros contra le mezquindad del prejuicio. El de los italianos y el de los chinos. El film se beneficia gracias a la mirada atenta y aguda del documentalista, que sabe cómo transmitir el vacío cotidiano de un rincón de provincia cerrado y atemporal y a la sensibilidad del narrador que puede exponer en precisas pinceladas tanto la inquietud interior de estos personajes que se amparan mutuamente como su necesidad de afecto, común a todos los humanos, pero más urgente cuando lo que se busca es ser aceptado por una comunidad que mira al extranjero con hostilidad no siempre disimulada. Los admirables trabajos de Tao Zhao, la preferida de Jian Zhang Ke ( Naturaleza muerta, Platform ) y del actor serbo-croata Rade Serbed?ija, cuyo amable rostro Hollywood ha hecho familiar son tan fundamentales como la luz cálida, melancólica y a tenuemente poética con que Luca Bigazzi baña el paisaje inefable de la laguna veneciana en aquella zona donde no hay turismo sino pescadores e inmigrantes.
Es bastante poco probable que a una operadora del servicio de emergencias de la policía, que ha sido retirada de su puesto por haber cometido una imprudencia que le costó la vida a quien llamó pidiendo socorro, se la "castigue" destinándola a ser instructora de los novatos que atenderán los teléfonos en el futuro, es decir los que, sin involucrarse jamás personalmente y respetando todas las reglas y los codigos de la institución, tendrán que tener paciencia para responder todo tipo de consultas, aun las más triviales (¿dónde queda el Starbucks más próximo?) o asistir a quienes se encuentran en peligro, incluso algún secuestrado a quien su secuestrador se le ha olvidado confiscarle el teléfono celular. Sin embargo, es lo que le pasa a Jordan, el personaje que acaba de traer a Buenos Aires a Halle Berry, una actriz que por cierto merece otros compromisos más serios que éste o el que desdichadamente aceptó asumir en la recién estrenada Proyecto 43 . Pero esa absurda sanción constituye apenas la primera señal de que el comienzo con la creíble descripción del lugar en que se reciben las llamadas al 911 había generado falsas expectativas. El guión reserva unas cuantas incongruencias más, incluida la de convertir a la operadora que antes del percance pasaba por ser la mejor entre sus pares en una especie de justiciera que deja los auriculares y, quizá porque duda de la eficiencia profesional de la policía toma el asunto en sus manos y se decide, ella solita, a perseguir al villano del caso, un perverso que -el mismo guión se encarga de explicarlo- tiene sus motivos para justificar las rebuscadas monstruosidades que practica. No conviene adelantar otros detalles sobre los dislates que irán sumándose a lo largo del metraje porque esto, al fin y al cabo, quiere ser un thriller de suspenso y horror, aunque no precisamente uno memorable, y además porque en ellos, en los desatinos, reside el principal y quizás único atractivo del film: su humor involuntario. De tan torpes y absurdos, los caprichosos e insensatos caminos que el guión toma en busca de tensión, sorpresas y golpes de efecto sin detenerse a reparar en la coherencia de la historia y mucho menos en la lógica -ni se hable de rigor psicológico-, resultan francamente cómicos, sobre todo a medida que se acerca el desenlace, cuando el desbarranque es total. Esos disparates que dan risa, claro, y el oficio del director Brad Anderson ( El maquinista ), que por lo menos sostiene el ritmo, impiden que el film aburra. Eso sí: ni siquiera Halle Berry -a quien debe reconocérsele el empeño que pone por dotar de algún rasgo creíble a su personaje- logra salvar al film del naufragio. Menos todavía pueden hacer sus compañeros de elenco, incluido Michael Eklund, que debe cargar con el papel de un psicópata tan afortunado que actúa a la luz del día y logra que nadie nunca lo vea.
Este simpático y entretenido film de animación español -una ingenua historia de aventuras destinada a los chicos, pero, siguiendo el ejemplo de los productos norteamericanos de los últimos años, con abundantes guiños, quizás demasiados, al público adulto-, ha sido un éxito rotundo en su país y también más allá de sus fronteras. Está claro que su realizador, Enrique Gato, ha aprendido muy bien las lecciones de Hollywood y esa es su ventaja; por algo ha conseguido un triunfo comercial que se extendió en todas las direcciones: de Rusia, Turquía, e Israel a México, Brasil, Taiwan, Singapur y hasta China. Pero quizás ha aprendido esas lecciones tan de memoria que su película termina mostrándose algo más que inspirada en los films que le sirvieron de ejemplo. Desde la historia en sí misma -Tadeo es un pariente lejano de Indiana Jones en busca de algo parecido al Arca perdida- hasta cada uno de los personajes que lo rodean, o las situaciones por las que atraviesan -cómicas, tiernas o espectaculares- casi todo responde a modelos conocidos. Son personajes gratos, sus aventuras resultan entretenidas y a veces graciosas y están bien definidos en el dibujo, aunque carecen de cualquier sello que dé alguna seña de su origen y los diferencie de la animación convencional que hasta inunda los avisos comerciales. Salvo, quizás en algunos rasgos del albañil -arqueólogo o en los bichitos -el loro, el perro- que parecen ser acompañantes indispensables en este tipo de cuentos. Y aunque se comprende que haya sido el propósito de lograr difusión internacional lo que llevó a emplear el inglés y conservarlo en varias canciones, no deja de causar alguna molestia la irrupción de las canciones en ese idioma en las copias destinadas al público latinoamericano dobladas al español neutro (esa sí una sensata decisión, teniendo en cuenta que el habla de la península no siempre resulta comprensible entre nosotros). Sin duda es un paso importante el que han dado Gato y su equipo para afirmarse en el mundo de la animación. Sólo le falta atreverse a buscar su propio lenguaje. Quizás a los chicos que probablemente no hayan oído hablar del héroe de Spielberg (ni de Lara Croft o de la momia), poco les importe este "parentesco" y se entretendrán lo mismo con los modestos aventureros que logran asomarse a la ciudad perdida de los incas y comprometerse a guardar el secreto, pero los que sí tienen edad para haber sido espectadores de cine en los últimos veinte o treinta años lamentarán que el bien pertrechado equipo español no haya querido correr el riesgo de imaginar otro lenguaje y pintar un mundo con rasgos más propios.