Esta vez no son zombies, ni vampiros, ni usurpadores de cuerpos, ni malintencionados alienígenas. El alarmante thriller de Steven Soderbergh concibe una amenaza más verosímil y por eso más inquietante: es una enfermedad desconocida (y por lo tanto, sin remedio) que, presuntamente originada en Oriente, se expande a toda velocidad por el mundo; produce casos mortales casi simultáneamente en Minneapolis, Japón, Londres o Chicago; pone a los científicos, los políticos, los laboratorios, la industria farmacéutica y la prensa en estado de emergencia y no tarda en sembrar el pánico y generar un caos que parece un anticipo del apocalipsis. Soderbergh adopta para su ficción la misma urgencia del informe periodístico, y si bien organiza su relato coral en torno de una decena de personajes no se detiene, a diferencia del cine catástrofe de los años setenta, en las historias personales, salvo en algunos apuntes esenciales y muy escuetos. Es el temible virus, con su velocidad de propagación, el que impone el ritmo: la pesadilla de la pandemia exige respuestas inmediatas. Pero ese ritmo no se transmite en cámaras nerviosas sino en planos breves, secos, vibrantes y en el vértigo de un montaje que tiene sólido apoyo en la estimulante música electrónica de Cliff Martínez, administrada con sabia moderación. La estructura se aproxima a la de Traffic, en cuanto apunta a desarrollar el tema abarcándolo desde distintos ángulos. El relato va y viene en el tiempo (es necesario reconstruir el camino desarrollado por el virus en busca del origen de la infección) y de un punto a otro del planeta para seguir las acciones que se emprenden para atacarlo, para paliar sus efectos y para describir todo lo que su aparición ha puesto en marcha, desde los movimientos de quien ve en la situación una oportunidad de hacer negocio a quien busca ganar fama desde su blog denunciando presuntas conspiraciones, anunciando presuntos remedios y sembrando falsas expectativas en la gente. Una tos primero y la imagen de una enfermiza Gwyneth Paltrow después son las primeras señales. Se la ve en un casino de Hong Kong levantando copas o comiendo maníes, elementos que después se volverán terroríficos en la medida en que se sepa que basta el contacto con una persona enferma para que haya posibilidad de contagio. Es el día 2, avisa una leyenda, lo que anticipa que el día 1 llegará al final (al cabo de los ciento treinta y tantos que habrán dejado millones de muertos), con la solución del enigma: cómo "en algún lugar del mundo, el cerdo equivocado se cruzó con el murciélago equivocado", según explica algún epidemiólogo después de que ha sido posible aislar el virus y estudiarlo. La minihistoria de Paltrow, que incluye a Matt Damon como su marido, es una de las que merecen un mínimo desarrollo dramático, Las otras involucran a los jefes del Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta (Laurence Fishburne y Kate Winslet), a la médica que la OMS envía a Oriente (Marion Cotillard), al aludido e inescrupuloso blogger (Jude Law) y al investigador que logra aislar el virus en San Francisco (Elliott Gould) y a quien le corresponde la mejor línea de diálogo cuando define a los blogs como "grafitis con puntuación". Las presencias estelares y sus impecables labores son un atractivo extra de este eficaz thriller que Soderbergh conduce son pulso firme y sin ceder, sobre todo en el final, a la amenaza del sentimentalismo.
En primera persona, porque como siempre quiere tomar partido y dejar sentada su opinión, con un relato de tono didáctico que él mismo asume y que ocupa buena parte de la banda sonora y con la misma intención de esclarecimiento y denuncia que ha venido mostrando en esta suerte de relevamiento propio de la realidad nacional que ha emprendido desde Memoria del saqueo (2004), Fernando "Pino" Solanas recorre ahora los principales yacimientos petroleros y gasíferos del país para que de las voces de conocedores del tema y de muchos de los que han estado o están vinculados con esas explotaciones surja un informe actualizado sobre el estado de esas industrias y en especial sobre los efectos de las privatizaciones de la década del 90 y años posteriores y sobre las políticas que se han venido sucediendo desde los tiempos del general Mosconi, figura fundamental. Más allá de la afirmación de las ideas que Solanas sostiene respecto del tema y que ha venido exponiendo con frecuencia desde que se volcó a la política, el acento está puesto en el aspecto social. El film recoge abundantes datos, cifras y opiniones de los expertos, pero a esos pasajes que pueden resultar algo arduos para el espectador común, y a la elocuencia de las imágenes del abandono, la enfermedad, el daño ambiental u otras estampas igualmente desoladoras de la actualidad de zonas donde antes YPF y Gas del Estado llevaban el progreso y ahora es notoria la ausencia o la sordera del Estado, Solanas opone los retratos humanos que captan con sensibilidad la sinceridad y la sencillez de los entrevistados. Es en esos tramos donde el film, dividido en capítulos, crece en emoción y conmueve. El cacique de los 21 hijos o la solidaria Mary, entre muchos otros de los que han participado de distintas formas de resistencia a las que el film concede atención, son personajes inolvidables. Se podrá coincidir o no con las opiniones políticas de Solanas o con su lectura de la historia, pero Oro negro tiene la valentía de hacer oír sus denuncias (casi todas con nombre y apellido) y el mérito de poner el tema en discusión. Con eso basta para que se lo considere un film valioso.
Hay varias pistas desde el principio. El protagonista es un atareadísimo y exitoso editor que por fin decide liberarse del stress de la faena diaria y abandona su trabajo para pasar más tiempo con su esposa y sus dos hijitas en una casa alejada del mundanal ruido y allí dedicarse a escribir la novela que tiene en mente. Ya puede sospecharse que no será precisamente paz lo que va a encontrar en ese presunto paraíso. Sospecha que se intensifica cuando, a cuento de nada, su mujer le repite la frasecita que autoriza cualquier mal presagio: "Cuando estás aquí me siento a salvo", mientras las nenas empiezan a ver (o a imaginar) sombras inquietantes que se mueven ahí afuera y la dueña de casa encuentra extrañas inscripciones en alguna pared. ¿Otra vez una casa embrujada? Algo parecido. En esa casa, se enterarán enseguida, hubo una horrible tragedia familiar. Y por si hiciera falta algún otro lugar común, cuando el hombre va a la policía a pedir datos sobre el famoso caso del que nadie quiere hablar, los uniformados le niegan toda ayuda: ni siquiera le prestan atención. La casa soñada del título original empieza a convertirse en una pesadilla. Y también para el espectador, que no saldrá de su asombro a medida que el presunto cuento de suspenso y terror psicológico provisto por David Loucka intenta desesperadamente generar intriga mezclando sin el menor escrúpulo (y lo que es peor: sin ningún rigor ni coherencia) elementos dispersos venidos de un género que, por lo visto, está muy lejos de la sensibilidad del irlandés Jim Sheridan, a quien se deben títulos como En el nombre del padre o Mi pie izquierdo. Por respeto a los espectadores más tolerantes respecto de artificios y trampas no conviene revelar nada más sobre esta historia que mezcla esquizofrenia, delirio, culpa, melodrama, efectismos varios y giros presuntamente sorpresivos. Sí puede decirse que a medida que la acción avanza la confusión y el disparate crecen y que se hace más y más difícil entender por qué un elenco tan cotizado (Daniel Craig, Rachel Weisz, Naomi Watts, Elias Koteas) se vio complicado en este equívoco, si bien es cierto que todos ellos se esforzaron por poner algo creíble en una historia que hace agua por todos lados. Al parecer, sólo los dos primeros tuvieron su compensación. Del rodaje de Dream House salieron casi directamente para el registro civil.
Pina es al mismo tiempo una celebración del arte de Pina Bausch, una estimulante experiencia acerca de las posibilidades expresivas del 3D en un film dedicado a la danza y un documento que permite a iniciados y profanos acercarse la obra de la gran coreógrafa alemana, fallecida cuando estaba a punto de comenzar el film de ballet cuya dirección compartiría con su amigo Wim Wenders. La insistencia de los bailarines del Tanztheater Wuppertal logró que el realizador alemán retomara el proyecto, aunque ya no sería un film sobre Bausch sino "para ella". Salvo en sus obras, en los dichos de sus bailarines (que no en todos los casos aportan pinceladas expresivas al retrato) y en los muy valiosos fragmentos de archivo, su ausencia se hace notar. No sólo porque falta su voz para exponer sus ideas sobre el espectáculo, sus experiencias o las búsquedas que la inquietaban sino porque también falta su sabia mirada para decidir en qué forma aprovechar las características del 3D sobre todo en obras concebidas para la escena. Las cuatro que los dos ya habían elegido para integrar al film son Le sacre du printemps, Café Mü ller, Kontakthof y Pleine lune (2006). La tercera dimensión acentúa la impresión de realidad, hace más sensible la presencia física de los bailarines y permite apreciar más claramente el tratamiento del espacio, uno de los elementos fundamentales en la concepción de cualquier puesta en escena y, por supuesto, en los trabajos de Bausch. Sólo que al tratarse de un film íntegramente en 3D, el efecto de la profundidad de campo, una de sus grandes ventajas, se diluye bastante al convertirse en permanente. Los aficionados a la danza, y en especial aquellos que admiraron las invenciones de esta gran innovadora y creadora del teatro danza -principales destinatarios de la película- podrán cuestionar algunas de las elecciones de Wenders, pero no hay duda de que la experiencia a la que se atrevió el cineasta extiende el campo de acción del 3D y abre nuevos caminos para su aplicación en el traslado de un lenguaje plástico a un medio expresivo que no siempre sabe interpretarlo o sacarle provecho. Quizá porque la danza se expresa suficientemente por sí misma o para seguir el laconismo de la coreógrafa (cuyas instrucciones a los bailarines se reducían a un simple "Baila con amor" o "Continúa buscando"), las palabras no abundan y pesan relativamente poco en el film: son las memorias personales de los bailarines, que Wenders coloca en off sobre sus rostros casi inmóviles en la pantalla. Todo lo demás es movimiento (y no puede menos que cautivar a quienes amen la danza), ya en los extractos de las cuatro obras de Bausch (especialmente Café Müller y Le sacre? , donde la cámara alterna todo tipo de planos, incluidos los pequeños detalles), ya en las piezas más breves que uno por uno bailan los miembros del grupo (solos o en dúos) en las calles y parques de Wuppertal. Es uno de los sectores más atractivos de un film al que puede faltarle emoción, aunque le sobra belleza.
Una fábula de amor fantasmal, una variación a la vez ingenua y poética sobre el eterno tema del amor imposible que sólo escapa a su fatalidad en otra dimensión: la de los sueños, la imaginación, la fantasía sólo apresable por el cine. También una melancólica meditación sobre el tiempo y la muerte, el pasado y el presente, el arte y la nostalgia de las cosas que se van perdiendo. Y además, en un terreno más personal, una contemplación casi elegíaca de un escenario significativo para él: el valle del Duero, donde Manoel de Oliveira filmó, hace setenta años, su primer cortometraje. El extraño caso de Angélica , que lo es tanto de la muchacha como de Isaac, el taciturno fotógrafo judío que se obsesiona por ella desde que debe retratarla, luminosa y serena, en su lecho de muerte, es un film que escapa a las categorizaciones: elegante y hermético, tras su historia aparentemente simple se percibe la experiencia de un cineasta que ha vivido mucho, que sigue reflexionando sobre la naturaleza artística del cine y nunca ha perdido la voluntad de experimentar ni el refinamiento y la precisión de su estilo. Como el tema central es atemporal, su film parece transportar al espectador a un tiempo pasado, aunque transcurra en el presente y aunque en una de esas escenas teatrales tan típicas del cine del portugués se hable de la crisis económica, del fin de las labores artesanales, de los efectos del calentamiento global, de la antimateria y del espíritu humano como una forma de energía. Isaac parece venir, como Oliveira, de otro tiempo; nada se sabe de él y mucho menos se sabrá cuando el descubrimiento de la bella difunta vestida de novia lo haga traspasar el umbral de lo que llamamos realidad para ingresar en un mundo fantasmal y lo vuelva aún más ensimismado, más ausente, sólo atento a la muchacha muerta que, sin embargo, le sonríe desde una de las fotos o viene a buscarlo en las noches para llevarlo consigo en una suerte de vuelo nupcial ilustrado a la manera de Méliès. Se ha enamorado de una visión y quizá por eso, para ahuyentar a la locura, corre febrilmente a fotografiar a los labradores que abren surcos con sus picos en las viñas de la ribera del río. Pero la obsesión crece y lo empuja a cualquier parte en busca del amor inapresable, hasta que en una muestra más de su osadía Oliveira imagina un desenlace fantástico. En lo puramente visual, el film está colmado de hallazgos: paisajes naturales y arquitectura merecen su mejor atención, lo mismo que los interiores donde la cámara siempre intenta captar la totalidad de la escena y donde se deslizan apuntes que anticipan el carácter de la historia (la muerte del canario, el cerrado ambiente de la casa de Angélica, el buñuelesco mendigo). En todos los casos, Oliveira cuenta con el apoyo de la admirable luz de Sabine Lancelin y con el de un elenco en que figuran muchos de sus habituales intérpretes. El estilo -lejos de cualquier realismo como del vértigo de moda- y cierto hermetismo pueden ser un escollo para algún espectador. Quizá lo mejor sea entregarse a la fantasía, dejarse llevar por la belleza del cuento y de las imágenes y dejar el análisis, si es necesario, para después.
Bertrand Tavernier vuelve al pasado histórico, más precisamente al siglo XVI, en los días de las guerras de religión que preceden a la Noche de San Bartolomé, a la corte del rey Charles IX, a las intrigas entre aristócratas, a los gentilhombres de capa y espada que alternan batallas sangrientas y galanteos, a los señoriales castillos de infinitos salones, pasadizos y recámaras; a las cabalgatas y los carruajes; a los interiores fastuosos, los tapices, los terciopelos; al film de época en fin, con toda la suntuosidad visual y la cuidada reconstrucción que exige y con el refinamiento estético que el francés exhibió en varias obras desde que, en 1975, recreó los comienzos del siglo XVIII con Que la fête commence . Pero lo hace sin ningún envaramiento, sin exhibicionismo gratuito ni ampulosidad. Sin llegar al distanciamiento deliberado que buscaron otros cineastas como Eric Rohmer ( La inglesa y el duque ), el director de Capitán Conan conserva por un lado la extrañeza que el espectador actual puede sentir ante modos de vida, estéticas, creencias y códigos de tiempos lejanos, pero por otro disipa esa sensación al conferir a sus personajes la pulsación y el nervio de seres vivos y actuales, acentuando su violencia y la visceral manifestación de sus pasiones y subrayando el carácter de su protagonista, una mujer que conoce los deberes que se le imponen y los acepta, pero aspira a su independencia, y mientras encuentra la forma de adquirir las armas para obtenerla mantiene su rebeldía y la traduce en el terreno de los sentimientos. Marie de Mézières (Mélanie Thierry) tiene todo para que a su alrededor revoloteen los galanes más ambiciosos: suma a su belleza y su gracia la pertenencia a una familia rica e influyente. Las circunstancias la colocan entre cuatro hombres: Henri de Guisa (Gaspard Ulliel), su primer amor, que a pesar de sus vacilaciones todavía la alborota; el príncipe de Montpensier (Grégoire Le Prince-Ringuet), su marido por decisión familiar, con quien ha logrado entablar una relación aceptable; el duque de Anjou (Raphäel Personazz), futuro rey Enrique III, vanidoso y superficial, que quiere sumarla a sus conquistas. Y por fin, verdadero coprotagonista, el conde de Chabanne (Lambert Wilson), un protegido de su esposo, sabio y sensato, que abandonó las armas, se convirtió en su preceptor y no tardó en confesarle su amor, aunque siempre actúa como un amigo leal. También se pone de su parte el propio Tavernier que ha querido transmitir al film el espíritu humanista del Renacimiento. Celos, intrigas y traiciones alimentan el folletín, que avanza tenso y a sostenido ritmo gracias a la segura puesta en escena, al dinamismo del montaje y al compromiso de los actores. Un espectáculo vibrante y seductor.
La sombra de Claude Sautet parece proyectarse sobre este film delicado y conmovedor que parte de las cenizas de una ruina matrimonial para atender el relato de otra historia de amor, aún más intensa, más dolorosamente concluida y solamente conservada en el recuerdo. Que la acción actual -el diálogo entre el sesentón Pierre y Chloe, la mujer a la que su hijo acaba de abandonar- derive hacia la evocación del único gran amor que el hombre vivió y al que renunció por cobardía no es sólo un hábil recurso del guión: también permite sugerir alguna ligera confrontación entre dos historias parecidas pero sucedidas en tiempos distintos y observadas desde distintas perspectivas y proponer alguna reflexión sobre la actitud que cada uno asume frente la ruptura amorosa y más aún ante una pasión arrolladora y clandestina, el desorden que ella supone, el compromiso que implica y la elección que impone entre el coraje y el renunciamiento. Tras un impecable comienzo que presenta sutilmente la situación y los personajes (Chloe comienza a culpar al lacónico Pierre por los defectos de su hijo), el hombre se abre a la confesión y le relata su inesperado encuentro con Mathilde años atrás. El amor se le impuso: él, casado, padre de dos hijos y muy cómodo en su plácida realidad burguesa, no lo buscaba, pero ahora que le ha mostrado el mundo bajo otra luz, no quiere perderlo. Su historia es una sucesión de encuentros casi siempre fugaces pero intensos en distintos lugares del mundo (ella es intérprete; él viaja por negocios). Una relación intermitente en la que Mathilde va imponiendo las reglas, convencida como está de que Pierre, aunque la ama, se resiste a abandonar la rutina confortable en que vivió casi toda su vida. El final se ve venir. El film va y viene entre la acción y la narración de Pierre, pero es ésta la que ocupa el centro, si bien no está claro si esa narración es ilustrada tal como el hombre la vivió o si lo que se ve son los fantasmas que Chloe recrea en su imaginación. Al cabo de la charla, ni el suegro que se confiesa ya vacío ni la mujer abandonada que habrá examinado su desdicha con otra mirada son los mismos. Probablemente tampoco lo sean los espectadores que se dejen envolver por la atmósfera intimista y sutil que logra Breitman en su puesta en escena con la ayuda de la luz de Michel Amathieu, por los finos matices que sabe descubrir en la conducta de sus personajes, quizás ideales pero alejados de cualquier sentimentalismo fácil (lo que remite al cine de Sautet) y por la formidable actuación de los intérpretes centrales (hay que añadir a Christian Millet, la esposa de Pierre, que brilla en una escena memorable). Si hay alguna flaqueza en el guión o algún titubeo en el ritmo, ahí está para compensarlo la maravillosa química entre un Auteuil, conmovedor como pocas veces, y la cautivante Marie Josée Croze.
"Hace 30 años o menos una mujer plena era aquella que formaba una familia. Ese paradigma ha cambiado abruptamente en los últimos años. En la actualidad hay una presión social gigantesca en torno a la maternidad, pero también en cuanto al rol femenino en general, que incluye ser exitosa en lo profesional, en el ámbito personal y además bella, lo que prácticamente constituye una triple esclavitud". La venezolana Alejandra Szeplaki, a quien pertenecen las palabras, abordó esa problemática en su primer largometraje. Lo hace a través de tres mujeres -una venezolana, una colombiana y una argentina- a las que une el hecho de atravesar por la misma circunstancia: la posibilidad de estar embarazadas sin habérselo propuesto. Cada una responde de manera diferente: hay quien sueña con ser madre, quien no quiere ni pensar en el tema y quien titubea ante una u otra perspectiva de la misma manera en que titubea entre sus dos galanes. Estas historias paralelas ni siquiera llegan a ser historias sino apenas una sucesión de pantallazos que no alcanzan a definir los rasgos propios de cada personaje. Los conflictos se enuncian, no se expresan mediante la acción porque ésta prácticamente no existe: el chato guión (a su lado cualquier telenovela parecería un modelo de construcción dramática) recurre al uso y abuso de la animación y de otros recursos visuales inspirados en una estética que está entre el cuento de hadas al estilo Amélie, el desborde kitsch y la exuberancia cromática de un pelotero. El desfile de modas es perpetuo. Porque como conviene a esta hiperconvencional pintura del mundo de la mujer, las protagonistas, todas de clase acomodada a juzgar por sus vestuarios, están vinculadas con el diseño, la producción o la exhibición de indumentaria femenina (incluida la lencería, quizá para cautivar al ojo del eventual público masculino). Tanto color, tanta búsqueda vana de glamour, tanta superficialidad y tantos corazoncitos sólo consiguen empalagar..
La larga introducción (al estilo Amélie) responde al título original: a partir del nombre del protagonista, Arthur Martin, se asciende por los árboles genealógicos de la pareja central: ella, Baya, viene de familia argelina y entiende el compromiso político heredado de su madre (ex hippie) como una misión: debe ganar a los fachos para la noble causa de la izquierda y para eso emplea un arma infalible: el sexo; él, fanático de Lionel Jospin, es un científico respetuoso del principio de precaución (sobre todo ahora que despunta el riesgo de la gripe aviaria) y carga con el nombre de cocina que le han puesto sus padres para olvidar el pasado sufrimiento de la madre en Auschwitz; ella es un torbellino, pura energía, ninguna inhibición y el manifiesto deseo de la armonía universal, alcanzable cuando haya logrado convertir a todos los que ella juzga de derecha; él es (lo aprendió en familia) todo corrección, compostura, discreción; de izquierda moderada como su ídolo político. Empiezan peleando: por su nombre y sus posturas, ella ve en él a un conservador. Debe, pues, rescatarlo vía sexo, pero el tratamiento se demora porque él tiene sus obligaciones. En el ritmo vertiginoso que impone Baya (a la vitalidad que Sara Forestier ya contagiaba en Juegos de amor esquivo le ha sumado un desenfado sexy que la hace irresistible), esta comedia político-romántico-satírica aborda unos cuantos temas de actualidad -la intolerancia, la aceptación de las diferencias, el reconocimiento del prójimo, el peso del prejuicio- al mismo tiempo que pone su atención sobre cuestiones que encienden polémicas en la sociedad francesa y que tienen que ver con la identidad nacional, como el velo islámico, la memoria de la persecución de los judíos, la integración social de los descendientes de inmigrantes, el recuerdo de ciertas jornadas electorales que encumbraron a algunos líderes y jubilaron a otros. Como Jospin, que se suma a la acción interpretándose a sí mismo y tomándose bastante en broma con toda naturalidad. Seguramente el éxito obtenido por el film en Francia no es ajeno a las abundantes ironías que contiene el diálogo y que no siempre pueden ser apreciadas en su totalidad por el espectador local. Aunque en muchos casos el dibujo de caracteres tiende deliberadamente a la caricatura, todos los temas mencionados son tratados con inteligencia y chispeante comicidad. El desparpajo de la bella Forestier es un factor determinante, pero también contribuye a enriquecer el film el desempeño de los demás intérpretes, en especial ese gran comediante que es Jacques Gamblin.
¿Qué sería de los relatos de ciencia ficción si los ambiciosos experimentos que emprenden sus investigadores salieran tal cual han sido planeados? El error acecha y gracias a él -o al accidente o al capricho del azar- la historia provee sorpresas, descubrimientos inesperados y abundante material dramático. De lo beneficiosas y decisivas que pueden resultar las casualidades o los accidentes pueden dar testimonio desde Flemming hasta el Dr. Frankenstein, en quien todavía muchos buscan inspiración. Splice también se nutre de esa fuente inagotable, pero ha abrevado asismismo en el cine, el del primer Cronenberg en especial. Clive (Adrien Brody) y Elsa (Sara Pollery), marido y mujer, ambos bioquímicos, llevan mucho tiempo en busca de nuevas formas de vida a partir de la mezcla de material genético de diversa procedencia y acaban de lograr un primer éxito con dos ejemplares inéditos, bautizados Ginger y Fred. Su intención declarada y la del laboratorio que los alberga (y cuya sigla es bien sugestiva, NERD) es hallar en ellos elementos para la cura de toda clase de enfermedades. La presentación pública de Ginger y Fred no termina bien. Pero ya se sabe que el ánimo investigador nunca cesa, así que por más que la empresa se oponga el matrimonio quiere hacer, a escondidas, la prueba de incluir en la fórmula algún ingrediente humano. Los accidentes se suceden, claro, lo que pone a prueba la imaginación de Vincenzo Natali ( Cube ), que es profusa pero a veces se desborda y a veces resulta demasiado ingenua. La cuestión es que del experimento brota una extraña criatura de dos patas con algo de pollo y de canguro y tras varias mutaciones se convierte en una cruza de calva señorita sexy de patas de ave y larga cola movediza, pero desarrolla inteligencia, quiere libertad y mientras sostiene una relación bastante tirante con su mamá manifiesta un interés no precisamente filial por Clive. Mezcla de thriller, historia de amor, reflexión sobre la cuestión ética, sobre lo que supone ser investigador a una altura de la tecnología en que todo parece posible, y sobre cuánto hay de interés personal en la investigación que se hace en nombre de la ciencia (el pasado de Elsa es oscuro, pero el film lo desatiende), Splice no ahonda nunca en los temas que toca, y no se luce al elegir el final, pero tiene mucho humor, muchas ideas (y muchos altibajos) y está narrada con buen ritmo. A Brody y Polley les sobra oficio y Delphine Chaneac cumple con la mitad que la corresponde de Dren (nerd al revés), la criatura. De la otra mitad se ocupa la computadora.