Apenas el regreso a un espinoso caso real A un tema tan arduo y complejo de abordar como el de los abusos sobre menores cometidos por representantes de la iglesia, se suma en esta oportunidad el hecho de que se trata de la recreación de una historia real. Pocas generaron tanto escándalo en Chile como la que protagonizó Fernando Karadima, párroco de una iglesia de Santiago frecuentada por miembros de las clases poderosas, y que por los hechos y personajes involucrados fue tan frecuentemente objeto del interés de los medios de comunicación y todavía hoy, aun después de que el Vaticano aceptó las denuncias presentadas por varias de sus víctimas, lo declaró culpable y lo suspendió de por vida, sigue dando que hablar y alimentando polémicas. Para exponerlo, la película elige el caso particular de un muchacho al que rebautiza Tomás Leighton, hoy médico y en la época en que comenzaron los abusos estudiante adolescente que todavía vacilaba sin decidirse ante una posible vocación religiosa. Esa vacilación fue, precisamente, la que lo acercó al sacerdote y la que sirve a un libreto bastante superficial para organizar el guión del film a partir de la denuncia que Leighton (en realidad no fue sólo uno) presenta ante un fiscal eclesiástico cuando el film comienza. El punto de vista, pues, será siempre el suyo. Y si la vulnerabilidad del jovencito y el respetuoso cariño que lo ligaba al hombre que respetaba como guía ayudan a entender su sumisión inicial, resulta menos convincente cuando se sabe que ese dominio se prolongó por años. Menos aún cuando las complejas razones que podrían presumirse detrás de esa fragilidad del protagonista no hay comportamientos que las ilustren, sino sólo palabras, las de la denuncia. Una elección que ahorra al director la necesidad de encontrar un por qué para su conducta, cuando el guión, sin temor a las simplificaciones excesivas, sólo lo traduce en palabras y ya tiene decidido desde el comienzo quién será el victimario y quién la víctima. El mismo reduccionismo se aplica a la relación entre Leighton y su novia, que apenas se esboza al pasar. La intención de asociar el bosque con la alarmante posibilidad de un lobo al acecho está apenas insinuada. El mismo tenue carácter alcanza la mención de un trágico hecho del pasado familiar como clave para comprender el carácter del protagonista. La audacia del film (y probablemente la razón de su gran éxito en Chile) reside en el hecho de haber abordado un caso tan espinoso y crudo más que en la manera de exponerlo, sólo ilustrando el abundante material a que dio origen el caso y con escasa voluntad de profundizar en sus raíces; el abuso del poder y la manipulación apoyados en una presumible autoridad moral. Los actores aportan su esfuerzo. El trabajo de Luis Gnecco -un Karadima demasiado ambiguo a veces y otras demasiado despótico, indecisiones adjudicables al guión- mereció elogios en Chile, tal vez porque conocen al original. Con alguna desventaja en la comparación, nuestro conocido Benjamín Vicuña comparte con el más joven Pedro Campos el retrato de la víctima que demora tanto en reaccionar.
Un cuento de hadas que derivó hacia la acción Tal vez habría que consultar al famoso espejito que todo lo responde para saber qué inextricables caminos le hizo recorrer la industria del cine a una heroína de cuento de hadas tan popular como Blancanieves para hacerla reescribir su historia de un modo tan inesperado como para que la niña inocente, linda y buena, sin perder esos atributos, terminara mezclada con una fantasía de acción y espectacularidad colmada de efectos especiales; que de su madrastra sólo quedara, y multiplicada, su vocación por hacer el mal (siempre es bueno contar con villanos implacables en este tipo de ficciones) y que hayan sido tantas las derivaciones que el cuento sufrió en el primer capítulo de esa nueva etapa (Blancanieves y el cazador, que se vio hace cuatro años) para que se hiciera necesaria (?) esta precuela y a la vez secuela. No porque la primera y forzada metamorfosis del relato lo pidiera (ni siquiera fue un gran éxito) sino, cabe sospechar, porque los productores habrán imaginado que tanta presencia de princesas, sumada a la abundante acción y el aderezo romántico que aporta el galán Chris Hemsworth, más los efectos especiales en los que el director del caso es experto aunque no demasiado original, haría irresistible el combo para chicos y chicas. Suena dudoso teniendo en cuenta la insulsez del resultado. Un vistoso diseño de producción y el alto presupuesto invertido en él es todo lo que queda como atractivo del film, ya que no lo hay en la concepción de la historia contada sin mayor vuelo. Resta apenas la presencia del cotizado elenco, no demasiado aprovechado. Descartada de esta continuación Kristen Stewart y su Blancanieves por motivos extraartísticos, vale destacar a las tres actrices principales: Charlize Theron, como la temible reina Ravena; Emily Blunt, su hermana Freya, cuyo carácter se verá empujado por el destino a un brusco cambio, y Jessica Chastain, como Sara, a la que le toca compartir con el simpático Hemsworth la pareja de cambiantes enamorados. Nada que vaya más allá de lo convencional.
Los dolores del amor según Garrel Con su estilo reconocible que trae reminiscencias de la nouvelle vague y su delicada y aguda observación de la intimidad, el veterano Philippe Garrel vuelve a proponer, en apenas 70 minutos y en el admirable blanco y negro que esta vez le proporciona el gran Renato Berta, un estudio sobre la pareja y sus fluctuaciones, una nueva variación sobre el adulterio. Sobre amores, secretos, mentiras, traiciones, celos, pasiones. Pierre y Manon, que forman la pareja en este caso, se aman. Él (Stanislas Merhar) es documentalista y ella (Clotilde Courau) ha abandonado los estudios para poder compartir con él también el trabajo. Ahora mismo están recogiendo los testimonios de un anciano que, según cuenta, formó parte de la resistencia. Pero esa relación profesional y amorosa podrá ponerse en peligro cuando un día cualquiera Pierre se cruce con una joven pasante, Elisabeth, que debe cargar una pila de rollos de películas; le ofrezca ayuda, y termine acompañándola a su casa y cediendo a su atractivo físico. Si no le confiesa a su mujer esa infidelidad -que no será puramente ocasional porque está dispuesto a seguir disfrutando de esos encuentros y porque según su moral masculina es natural que los hombres, a diferencia de las mujeres, vivan esas aventuras- es porque, aunque no se muestre demasiado expresivo con su pareja, la ama y no quiere dejarla. Ni tampoco a su nueva amante. La minuciosa investigación sobre el sentimiento amoroso que propone Garrel también se ocupa de demostrar que la tentación, más allá de las desigualdades entre los dos sexos, también alcanza a las mujeres. El cineasta vuelve, como otras veces en el pasado, a tomar partido por ellas y a destacar su coraje y la inteligencia de su corazón. Y será precisamente Elisabeth la que descubra, por azar, que Manon tiene un amante, pero cuando Pierre se entere de esa relación que ni siquiera había sido capaz de imaginar, las reacciones serán completamente opuestas. Violenta en el caso de él, comprensiva en el de ella, que no titubea en responder al reclamo del hombre que de verdad siempre ha querido y abandonar al amante. Un París intemporal y deliberadamente poco poblado sirve de escenario a estas idas y vueltas de los personajes, frecuentemente enriquecidas por los textos literarios que el actor Louis Garrel, hijo del realizador y actor de varias de sus películas de los últimos tiempos (además de otras recientes, como Un castillo en Italia, Canciones de amor o Mon roi), dice en off y expresan la voz interior del protagonista. Un trío de excelentes actores sostiene la breve pero compacta historia que se expresa sobre todo a través de pinceladas significativas tomadas de la vida cotidiana. La intencional frialdad, o indiferencia, que exhibe Stanislas Merhar contrasta especialmente con la notable expresividad de las dos actrices, la transparencia con que Clotilde Courau desnuda sus sentimientos y la no menos intensa comunicatividad de Lena Paugam. Dignos de destacarse son los aportes musicales de Jean-Louis Aubert.
Una historia de amor que modificó la ley Un cortometraje documental con un marcado contenido de denuncia social, Freeheld, ganó el Oscar en 2008 y tuvo una decisiva influencia en la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo en los Estados Unidos. Contaba la historia (real) de Laurel Hester, una policía de Nueva Jersey enferma de cáncer terminal y la tenaz lucha que sostuvo para conseguir que se le reconocieran los derechos sucesorios a su pareja homosexual, una joven mecánica de automóviles llamada Stacie Andree. Aquel breve film del que la propia Hester participó algún tiempo antes de morir tuvo un gran impacto en la comunidad homosexual y se ha convertido ahora, a instancias del director Peter Sollett, interesado en extender el alcance del film a un público más numeroso, en un largometraje que conserva el título original y narra la historia de la pareja según un guión que fue encomendado a Ron Nyswaner, el libretista de Filadelfia. Que Julianne Moore y Ellen Page, la actriz de La joven vida de Juno y una de las pocas que en Hollywood ha hecho pública su condición homosexual, se hayan hecho cargo de los papeles centrales, puede haber añadido un atractivo extra a la producción, sobre todo por la calidad de sus trabajos, que ayudan a sostener la correcta primera parte de un film sin demasiado vuelo. Pero a medida que avanza la acción, cuando los argumentos de las protagonistas (y los reclamos de los activistas que las apoyan) chocan contra el tradicionalismo y los prejuicios (o la homofobia) de un panel de cinco republicanos, se hacen más visibles las simplificaciones, los estereotipos, los lugares comunes y las forzadas apelaciones a la emoción a que recurren el libretista, el director y el músico. No resulta suficiente entonces el esfuerzo de las protagonistas y de los demás integrantes del elenco, entre quienes se destaca Michael Shannon en el papel del policía compañero de Hester. Vale anotar que entre la escritura del guión y el estreno del film, la Corte Suprema de los Estados Unidos legalizó el llamado matrimonio igualitario en junio de 2015.
Un film valioso y sensible venido de Estonia Un rincón perdido entre las montañas del Cáucaso post soviético a comienzos de la década del 90. Lejos de todo, pero no de los conflictos. En la larga y variada historia de esa zona han pasado tantos pueblos y civilizaciones como los que se reflejan en su composición étnica, religiosa y lingüística. En Abjasia, la región en disputa que Georgia reclama como propia tras la desintegración de la URSS y donde reside una antigua comunidad estoniana, ya casi no quedan civiles de ese origen: han vuelto a su tierra por la guerra. Sólo quedan dos, por causa de las mandarinas: Margus, el granjero que las cultiva, e Ivo, el viejo carpintero sereno y sabio que le provee los cajones para la fruta. Y cuando la guerra irrumpe en el lugar a través de una cruenta escaramuza, ésta se produce a metros de sus casas y deja un tendal de muertos y dos heridos. Ivo recoge al primero que encuentra, un mercenario checheno musulmán, y lo esconde en su casa, mientras Margus descubre a otro sobreviviente, un maltrecho georgiano que ha sido dado por muerto y que recibe igual destino. El problema es que se trata de enemigos acérrimos: sólo no dan origen a una nueva guerra porque lo impide la autoridad natural y el carisma de Ivo: le basta con advertirles a sus forzosos huéspedes que en su casa "nadie está autorizado a matar a su prójimo". El espíritu pacifista del dueño de casa se manifiesta en sus acciones, en su actitud reservadamente casi paternal hacia esos jóvenes guerreros, cuyo ánimo exaltado va aplacándose de a poco con la obligada convivencia. No le hacen falta discursos, como no le hacen falta palabras al director Zaza Urushadze (los diálogos son breves, concisos) para mostrar que algunos tenues gestos de hermandad pueden manifestarse aun en un ambiente tan tenso, áspero e inclemente como éste, ni expresiones antibélicas para dejar expuesto el absurdo de la guerra. Por otra parte está claro que al realizador, responsable de un libro tan inteligente como reflexivo, no es en particular este conflicto de comienzos de los 90 entre los georgianos separatistas de la Abjasia y los chechenos solventados por los rusos el asunto que quiere exponer, sino más bien la universalidad de la guerra, alimentada por el odio ciego y siempre dejando su triste secuela de destrucción, física y moral. Su mirada apunta al ser humano. Importan los hombres como tales, metidos en una situación explosiva. El cuarteto protagónico, encabezado por Lembit Ulfsak, según parece toda una leyenda de la escena estoniana, es tan convincente como conmovedor. Mandarinas narra una tragedia, pero aunque no le faltan pinceladas que dan cuenta de la fina sensibilidad del director, no sobrecarga la emoción. Es un poco como su héroe: estoico e introspectivo, y en su conjunto, incluso con su final esperanzador donde el humanismo que anima a su autor se hace más visible, puede decirse que también tiene el sabor de las mandarinas: dulce y ácido a la vez.
Una investigación periodística que se convierte en odisea En el mismo año del triunfo de En primera plana en el Oscar, el guionista de Zodíaco, James Vanderbilt, ha elegido el ambiente de la investigación periodística para iniciarse como director. El título original es tan ambicioso como abierto a infinitas controversias, Verdad, y apunta a un caso que, aunque conocido, no tuvo entre nosotros la comprensible y ruidosa repercusión que mereció en los Estados Unidos. Se trata de la investigación que en 2004, en vísperas de la reelección de George W. Bush, puso en el aire la cadena CBS en su famoso ciclo 60 minutos y que revisaba el pasado del presidente, alegando que se había valido de sus influencias familiares para ingresar en la Guardia Aérea Nacional de Texas y así evitar su participación en Vietnam. Con todo, el film no se ocupa especialmente del compromiso militar de Bush, sino de las dificultades que debió afrontar el equipo de investigación periodística, especialmente la productora May Mapes (Cate Blanchett) y el veterano presentador, famosa figura de la televisión, Dan Rather (Robert Redford) para concretar ese servicio y sobre todo en las críticas, los cuestionamientos y hasta las persecuciones que tuvo que sobrellevar después de su difusión. El libro de Mapes, Truth and Duty: The Press, The President and the Privilege of Power, provee la base para el material ficcional que Vanderbilt organizó con apreciable claridad -no exenta de algunos estereotipos ni de algunos abusos discursivos- y volcó en imágenes con el nervio y el dinamismo necesarios, aunque es notorio que el film gana en intensidad y atractivo a partir del momento en que comienzan los rechazos, en los que los blogs tienen intervención activa; aumentan las presiones y en la misma medida que éstas se incrementan, las desmentidas proliferan. Por supuesto, el punto de vista es siempre el de Mapes, cuyo personaje se adueña con justicia del centro de la historia (porque lo exige el guión y lo hace inevitable la poderosa presencia de la siempre admirable Cate Blanchett). El film mismo lo hace suyo, aunque no deja de resultar curioso que en el fondo, Truth no celebre un triunfo como suele suceder en otros films sobre controversias periodísticas. Para algunos espectadores, el hecho de que Sólo la verdad no provea una conclusión cierta de la historia real puede resultar un poco frustrante. Como ya es habitual, Cate Blanchett es, aun en medio de un elenco en el que el brillo actoral es previsible teniendo en cuenta los nombres convocados, el motor que le transmite su vigoroso empuje. Algo más pálido se ve el personaje de Redford, más por el tratamiento del guión que por falta de compromiso del actor.
Plummer y un thriller que no lo merece No es la primera vez que Atom Egoyan busca hacer las cuentas con el pasado: en este caso, con el pasado personal y colectivo; tampoco le falta experiencia en el thriller, que ha frecuentado con suerte dispar: Y algo de todo eso -incluida la irregular calidad de su obra- reaparece en Recuerdos secretos, aunque lejos han quedado los buenos tiempos de Exótica, El dulce porvenir o El viaje de Felicia. Aquí, además, los temas son especialmente comprometidos: memoria, rencores, venganza, demencia senil, las marcas dejadas por la Shoah y por la guerra. Asuntos demasiado delicados -el mal de Alzheimer, el mal llamado Holocausto- para ser utilizados superficialmente como simples resortes dramáticos para justificar el avance de un forzado thriller colmado de incongruencias y más atento a los golpes de efecto y los giros presuntamente sorpresivos que a la coherencia o la lógica de la narración. Se ha dicho que el cineasta -egipcio de origen armenio y canadiense por adopción- buscaba con esta historia esclarecer a cierta juventud malinformada o ignorante respecto de la barbarie nazi, pero aun así cuesta entender que haya querido basarse en un guión tan torpe como el del debutante Benjamin August. La película cuenta la poco verosímil cacería a que se entrega un sobreviviente de Auschwitz, nonagenario y con graves problemas de memoria, para hallar al verdugo que 70 años atrás mató a su familia y a la de un ex compañero del campo que se ha hecho su amigo en la residencia geriátrica neoyorquina que comparten. Este hombre, carente de movilidad, es quien le proporciona -por escrito para sortear sus fallas de memoria- las instrucciones precisas para que pueda escaparse del instituto y asumir, tal como había jurado que lo haría cuando quedara finalmente viudo, la búsqueda del presunto verdugo, que viviría bajo el mismo nombre falso en uno de cuatro dispersos domicilios norteamericanos. Egoyan ofrece una narración lineal, con algo de elemental suspenso, y se apoya, sobre todo, en el sólido desempeño de Christopher Plummer, lo más notable del film, al que rodea un elenco que está muy por encima de los merecimientos del guión: desde Martin Landau (el "socio" del protagonista) hasta el convencido nazi actual que anima Dean Norris (Hank Schrader en Breaking Bad) en una escena que ilustra lo mejor y lo peor del film. garr Pero al rebuscado y manipulador guión todavía le queda un último giro, el que habrá sabido sospechar más de un espectador, cuando ya al film ni siquiera le queda tiempo para que Christopher Plummer pueda disimularlo con su convicción y su entrega.
Policías y narcos en la costa francesa La French Connection ganó notoriedad mucho antes de que el recordado film de William Friedkin ganara sus cinco premios Oscar en 1971 e hiciera célebres a Gene Hackman y a su singular Popeye. No se trataba de una sola organización, sino la denominación genérica que se le daba a la red de bandas de traficantes que aun desde antes de la Segunda Guerra Mundial se encargaban de importar desde Oriente -Turquía, Indochina, Siria- la morfina base con la que laboratorios ilegales, muchos instalados en el sur de Francia, elaboraban la heroína que después comerciaban en Europa y el resto de Occidente, aunque en una escala comparativamente bastante reducida. Pero el negocio, originalmente heredado de la mafia corsa, tuvo un fenomenal crecimiento a partir de los 50, 60 y 70, y con él creció también la importancia de Marsella como capital del tráfico de droga hacia los Estados Unidos y Canadá. Aunque Conexión Marsella no busca ser una remake del film de Friedkin; aquí el escenario, que en aquel era predominantemente Nueva York, es casi siempre Marsella y la ciudad misma recreada en lo visual y en su realidad cotidiana tal como era en los setenta ocupa de manera considerable la atención del realizador, y llega casi a convertirse en un personaje más. Ése es uno de los méritos del film, que parte, sí, de un enfrentamiento similar al de la historia original, en este caso basándose sobre personajes reales, en especial un magistrado incorruptible -el juez Pierre Michel, finalmente asesinado por dos sicarios en 1981-, a quien le encargan la misión de desmantelar la organización mafiosa que domina la ciudad y atrapar al implacable e inapresable gánster de origen napolitano que la capitanea. Éste se vuelve una obsesión para el comprometido abogado que plantea una lucha sin cuartel. Jimenez narra la historia con un ritmo siempre veloz y alterna con considerable equilibrio los pasajes de acción y las persecuciones y los enfrentamientos con las escenas intimistas que dan cuenta de la vida personal de uno y otro. Esta nueva visión no hará olvidar el film de Friedkin como no pudieron hacerlo tampoco muchos otros relatos que intentaron seguir su huella. Ni siquiera el Contacto en Francia II que dirigió John Frankenheimer en 1975 y tuvo a Hackman y a Fernando Rey nuevamente en el elenco. Pero se sigue con interés a pesar de que alguna síntesis, sobre todo en la segunda mitad, habría favorecido el producto final. El guión coloca en el centro del relato la confrontación entre uno y otro personaje; los define deliberadamente como cortados por la misma tijera, aunque por supuesto representan lados opuestos de la ley, y acentúa en lo posible el parecido físico entre Jean Dujardin (el magistrado) y Gilles Lellouch (el capomafia Gaëtan "Tany" Zampa) tanto como la similitud de los caracteres y hasta de sus respectivas vidas afectivas, en una suerte de juego de espejos. Espejo que también los asoció, según registra la historia, en su trágico final: naturalmente sospechado de la muerte del juez, Zampa no fue acusado del crimen, aunque sí con el tiempo lo fueron (juzgados y condenados) hampones vinculados con su clan, pero murió en la cárcel, donde purgaba una condena por delitos financieros y por su propia decisión: se quitó la vida en 1984 ahorcándose con la soga de un compañero de celda. Además de la recreación de la Marsella de esos años, de la sostenida tensión del relato y de los excelentes trabajos actorales, tanto de los dos protagonistas como los de sus cotizados compañeros de elenco, Conexión Marsella se muestra, sin descollar, digna de figurar a la altura de la bien ganada tradición del polar francés.
Sobredosis de ternura Tadeusz tiene 90 años y a pesar de haber vivido duras experiencias (primero en Polonia, donde nació; después como brigadista internacional en la Guerra Civil Española; más tarde en su país al que abandonó tras perder a toda su familia en los años del nazismo) vino a buscar una nueva vida en nuestra ciudad como trabajador del subte (al que según dice ayudó a construir, aunque los almanaques lo desmientan), y no le ha ido mal: no ha perdido las ganas de vivir ni dejó de cultivar sus amistades. Toda gente cariñosa, paciente y solidaria que lo acompaña, atiende sus necesidades (incluso las amorosas porque no las ha perdido con la edad) y admira su talento para el ajedrez, en el que sigue luciéndose. Si la memoria y la voluptuosidad flaquean, dice que es culpa de un medicamento que el médico le prohíbe suspender. Podrá quejarse a veces, pues, pero los bellos recuerdos y las amistades ayudan. Sólo le faltaría poder imitar a su viejo amigo franquista que sueña con volver a Italia para terminar su aventura vital donde la comenzó. "Casi da gusto" esperar el final así, exagera. No bastaría con la bendita advertencia "inspirada en hechos reales" (que aquí no figura, aunque algo de eso hay), para compensar la sobredosis de ternura que el film aplica a esta historia no demasiado atenta a los anacronismos ni a su dudoso realismo. Se busca, probablemente, complacer al espectador y si esos excesos se aceptan es porque hay un grupo de actores (encabezado por Héctor Bidonde, por primera vez protagonista) que se esfuerza para dar a sus criaturas una pizca de verdad.
La guerra y sus interrogantes Hay, por supuesto, infinidad de ángulos para encarar frontalmente el tema de la guerra, "una guerra", como prefiere titularla Tobias Lindblom porque lo que quiere no es dar testimonio de un conflicto en particular, sino formularse los diversos interrogantes que despierta desde el punto de vista humano una vivencia tan extrema y compleja. Tomando como eje el personaje de Claus Michael Pedersen, el director y guionista danés adopta una doble línea narrativa. Por un lado está el desempeño del hombre como comandante de una unidad enviada por Dinamarca para proteger a los civiles afganos de los ataques de los talibanes, la relación del militar con sus desalentados soldados, que no se explican por qué están donde están (una lejana provincia afgana) y de cuya supervivencia también debe hacerse responsable, y las difíciles decisiones que está obligado a tomar en medio de un terreno sembrado de peligros, como el film no demora en ilustrar. Por otro, la alterada vida en el "frente" familiar, que se ha abierto en Dinamarca, donde su esposa debe afrontar sola la compleja crianza de los tres pequeños hijos de la pareja con los que al menos, el hombre logra comunicarse por teléfono. Principios en colisión Tras una misión en la que uno de sus jóvenes soldados, a los que lo vincula un trato humano antes que uno propio del lenguaje militar, resulta seriamente herido, Claus -que además de soldado modelo es un tipo recto y decente- decide ignorar las reglas y colocarse al frente en las siguientes misiones. Sus principios humanitarios y sus criterios como jefe militar parecen entrar en colisión. Y no faltará el desdichado equívoco que conduzca al peor desenlace. El film se atreve a colocar al héroe moral de la historia en el papel del responsable del hecho más grave que se cuenta. Un dilema más para desafiar al espectador. Las dos líneas narrativas confluirán entonces en una sola: el tercer tramo de la película cambiará bruscamente de escenario y el film, aunque a veces amenazará con volverse un poco didáctico, mostrará por otra parte su voluntad de mantenerse alejado del melodrama y su intención de sembrar interrogantes antes que proponer respuestas sobre temas cada vez más arduos. La solidez de las interpretaciones -las de Pilou Asbaek (el protagonista), Tuva Novotny (su mujer,) y Charlotte Munck (la implacable fiscal)- y la agudeza de sus desafiantes planteos son dos de los muchos méritos de este film, que fue candidato al Oscar extranjero y que para muchos (a pesar de no tratarse estrictamente de un film bélico) puede ser considerado uno de los más inteligentes, si no de los mejores tratamientos que el cine ha dedicado en los últimos tiempos al tema de la guerra.