Vehículo para la explotación de una pareja protagónica que ya dio buenos resultados de público, El Futbol o Yo apela al costumbrismo para zigzaguear entre la comedia y el drama de una pareja en crisis por un factor externo que se asemeja bien autóctono. El cine argentino industrial y popular debería tener un apartado especial titulado como “comedias de y con Adrián Suar”, cuando ve su cara y nombre en un afiche, ya podríamos tener una idea de hacia dónde va a ir encaminada la cosa. Una pareja de desiguales, cada uno representando un estereotipo – se supone cercano – distinto, un conflicto entre ambos (o el llamado del amor, sin más), y el borde permanente entre la comicidad y el drama todo en un tono absolutamente costumbrista muy similar a lo que le vemos producir en el ámbito televisivo. Se podría hablar de una apuesta segura, que a decir verdad, muy pocas le falló a nivel de taquilla. Cambian las contrapartes femeninas (no así tanto el tipo de personajes), los secundarios, los directores, o los guionistas; pero hay cosas que se mantienen firmes como rulo de estatua; Suar, la pareja en el centro de la escena, y el costumbrismo quizás menos barrial que en la TV. El fútbol o yo es otra muestra más, otro capítulo, de ese estilo. Aquí Suar es Pedro, gerente del área de reclamos y atención al cliente de una empresa de medicina prepaga, cuarentón, casado con dos hijas adolescentes, e hincha fanático del fútbol. Sí, Pedro es hincha de Argentinos Juniors, pero en realidad es fanático del fútbol y toda la mística que lo rodea. Su vida gira en torno al fútbol. Se ve cuanto partido se televise; colecciona camisetas y otros souvenirs; va a la cancha a ver cualquier partido,; habla permanentemente como si estuviese en una tribuna (o lo que Suar y los suyos entienden por estar en una tribuna); y no hay nada, pero nada, que se interponga entre el fútbol y él, sí, inclusive su esposa Verónica (Julieta Diaz). A Verónica los cuarenta la atropellaron, y ya no quiere esa vida para ella, quiere un matrimonio que funcione entre dos, con un marido que le preste más atención que a una pelota. Este es rasgos generales el conflicto que presenta El fútbol o yo, dirigida por un experto en este tipo de películas como Marcos Carnevale. Un conflicto que podríamos estructurar en dos partes, una primera media hora en la que nos presenta a Pedro y su excesivo fanatismo y una Verónica permanentemente a los gritos, sentenciosa; y otro tramo en el que se produzca el necesario quiebre, con Pedro intentando entrar en razón, y una Verónica permanentemente a los gritos, sentenciosa. Efectivamente, para El fútbol o yo, las mujeres pasan los cuarenta años y viven al borde de un ataque de nervios o sobreactuación. Más allá de no generar empatía por pertenecer a una clase social muy bien acomodada e irreal, de no poseer personajes con carisma, o de generar escenas con buena disposición, lo que más salta a la luz en el E fútbol o yo, es su idea del rol de la mujer en un matrimonio… digamos algo anticuada. El guion con autoría de los propios Carnevale y Suar no tiene progreso dramático más allá del quiebre mencionado y obvio, no aprovecha a los personajes secundarios sin vida propia ni verdadera gracia, y se estructura a la suerte de viñetas en la vida de este fanático y sus intentos y tropiezos. Toma ideas de películas varias que pueden ir desde El Regalo Prometido a la más obvia Pitch Perfect. Tampoco falta talento actoral, Julieta Diaz, Peto Menahen, Federico D’Elia, Alfredo Casero, Rafael Spregelburd, Dalia Guttman, Julieta Vallina, o Miriam Odorico, todos demostraron en otras oportunidades grandes interpretaciones en el plano de la comedia, y poder pasar al drama sin ningún esfuerzo; pero aquí o no tienen espacio, o están decididamente mal. A Julieta Diaz más de una vez se la vio en roles alterados, y siempre los manejó bien; pero Verónica parece ser un caso perdido. Es un personaje molesto, enojado, quizás con razón, pero excesivo, y al que encima, la historia le dedica un rol femenino secundario, relegado frente a su esposo que es el que lleva las riendas. De Carnevale no hay mucho que agregar, a lo largo de su filmografía se especializó en este tipo de películas que buscan la emotividad a presión, y su forma de filmar su bien es cuasi televisiva parece funcionar con un público que no busca mayores exigencias. El fútbol o yo no presenta nada nuevo, no genera sorpresas dentro de lo que nos tiene acostumbrado su protagonista y su director; pero determinadas características en su historia, y el pobre desarrollo de la misma la ubican aún varios escalones debajo de esa media.
Fruto del más puro aprovechamiento, Emoji: La Película presenta otro mundo invisible para los humanos, esta vez la vida interna de los celulares ¿? En su momento fueron los electrodomésticos abandonados en una mudanza, los juguetes cuando nadie los ve, los personajes de los libros de una biblioteca, los virus y bacterias de nuestro cuerpo, los logos de las publicidades, los caracteres que forman parte de los videojuegos, o los sentimientos que abundan en nuestra mente… y estoy seguro que me estoy olvidando de algunos. El mundo de la animación se encargó de demostrarnos que aquello que nosotros vemos como algo inanimado puede tener vida en un universo imperceptible para nuestros ojos. Los celulares también, y Emoji: La Película corre ese velo. Alex es un adolescente (o pre adolescente) concurre a la escuela – es el único ámbito en el que se lo ve –, tiene amigos, y aparentemente un interés romántico representado en una compañera de aula. Como todo los chicos – según esta película – la vida de Alex gira en torno a su celular ¿Y entonces? Que, Emoji: La Película nos va a mostrar la vida en el interior del celular de Alex. No, no son puros códigos, placas y filamentos, ahí hay vida. Cada aplicación es un mundo propio, y la más utilizada es aquella que remplazo a los mensajes de texto. Emoji: La Película parece que haber conseguido el sponsor de WhatsApp, la lógica aplicación a la que hace referencia, y la remplaza por una idéntica pero con un ícono muy similar al de nuestro canal de aire Telefé. En esta aplicación conviven todos los emojis, los simbolitos que remplazan palabras o frases enteras para expresar determinada idea o sentimiento que queremos expresar. Cada emoji tiene un único propósito en la vida, ubicarse en cubículo y ser elegido por Alex para escribir un mensaje. Por lo que cada emoji tiene también una sola expresión, salvo Gene, un emoji que debería expresar un sentimiento de “Meh” (Desgano, desprecio, desinterés), pero por aquellas cosas de los guiones, tiene una falla o glitch, que le permite poder expresar varios sentimientos. Además Gene no quiere encasillarse, y además es un personaje muy feliz como para que le salga un “Meh”, y además… en fin. Sigamos, cuando Alex quiera utilizar su “Meh” ocurrirá un problema, y Gene quedará en la mira de la organizadora del mundo desea aplicación, la perversa carita feliz. Ante la amenaza de ser desrogramado, se une al “Hi-5” (Choque los cinco) y a una hacker, Lady Hacker, con algún secreto, para escapar de ese mundo, recorrer otras aplicaciones (porque no consiguieron sponsor de WhatsApp, pero si de decenas de otras que no tienen mucha razón de ser en esta historia, como DropBox), y encontrar una solución al problema. Es evidente, Emoji: La Película viene a aprovechar el éxito obtenido por otras películas animadas que explotaron la posición alcanzada de sus personajes en otros productos previos de mercadotecnia, llámense las Lego Movie, Trolls, Barbie, y más evidentemente Angry Birds. Personajes que representan un símbolo en la cultura pop pero que no poseen una historia propia, por lo cual la película en cuestión debe crearla. Por si no se dieron cuenta en estas líneas, la historia de Emoji: La Película hace recordar bastante a Intensa mente, Ralph: El Demoledor, y un poco a Antz. Nada de lo que se nos presenta en los ochenta y seis minutos de duración es ni remotamente original, todo lo contrario. El problema con “las inspiraciones” es cuando el resultado termina siendo infinitamente menor a los originales, casi al punto de no haber punto de comparación. Emoji: La Película es aburrida, presenta una animación plana, un ritmo desparejo, un abuso de chistes conocidos y que de tan repetidos pierden su escasa gracia (prepárense para una catarata de chistes sobre la caca), hay poco que despierte nuestro interés; y lo remata con un par de mensajes que hasta pueden ser considerados perversos. Ni siquiera alcanza el nivel de culto de obras como Foodfight, o el cuarteto de las Titanic animadas/Tentacolino. Aquellas son pésimos exponentes de animación, con muchísimos problemas, mal renderizadas, y con argumentos risibles en el mal sentido. Pero la clave está ahí, son risibles, Emoji: La película no. Ni siquiera es que tenga problemas de animación, es de por más estándar, tampoco presenta un sinfín de escenas ridículas; pareciera ser una película a las apuradas y sin el más mínimo esmero que el rápido aprovechamiento. Su director, Tony Leondis tiene experiencia en esto de los aprovechamientos, dirigió dos olvidables secuelas directo a video para Disney, y lo único estrenado en salas fue Igor, otro aprovechamiento post Shrek y su cruzada contra el almíbar en los cuentos de hadas. Para remate, por estos lares, sólo llega una copia con un doblaje bastante defectuoso. Plana, aburrida, y poco original, en Emoji: La película podemos escuchar cosas tales como que lo más importante es ser popular, que si no se tiene amigos – de chat – no se es nadie, y que sí o sí hay que poseer determinadas cosas (obviamente un celular) para pertenecer y poder alcanzar los dos ítems anteriores… y nada de entre líneas, son frases dichas a viva voz en la NO historia de Alex, un personaje totalmente desaprovechado. Por suerte el mercado del cine de animación creció a grandes pasos en cantidad y calidad durante la última década. Hay opciones varias como para ver además de Emoji: La Película.
Todo concluye al fin. En 2010, Tomás Lipgot debutaba en el documental con Fortalezas, una visión llamativa sobre los internos de un instituto psiquiátrico en el que se los presentaba como seres vitales con aires creativos. Entre estos internos conocíamos a Moacir dos Santos, personaje oriundo de Brasil, caído en desgracia, y con sueños de triunfar conen el canto. Un año después, este hombre tan carismático obtenía su propio documental en manos de Lipgot, Moacir, en el cual se ahondaba más sobre su vida, sobre la posibilidad de grabar un disco, sobre su entorno, y se nos abría las puertas hacia un pantallazo de su pasado. Seis años pasaron para que Lipgot nos traiga otra vez en pantalla al querible Moacir en Moacir III, en el cual, a modo de epílogo, se cierra un círculo sobre la historia de este cantor infortunado. Quereme así, piantáo: Moacir III posee de antemano una estructura algo más compleja que sus antecesoras. Mezcla representaciones ficcionales sobre el pasado del artista, con un ensayo musical documentado y el relato a viva voz. Moacir no es un personaje sencillo, su historia es dura e invita a que se pueda dar una vuelta de más a la emoción en forma de manipulación. Sin embargo, Lipgot, al igual que en sus anteriores trabajos, lo elude. A lo largo de su filmografía, Tomás Lipgot se convirtió en un fiel observador. Su cámara se posa sobre personajes con historias particulares, pero (ya sean internos psiquiátricos, artistas peculiares, o familias gitanas tradicionales) nunca apela al morbo: su lente capta a la par un gran respeto y aprecio sobre sus figuras. El tríptico de Moacir es un claro ejemplo de ello. Moacir dos Santos recorre su infancia en Santos, Brasil, se posa sobre la figura de su madre, nos habla de la llegada a Buenos Aires, sus infortunios, y los particulares personajes que lo rodean. Es también un tierno y triste relato LGBT, una historia a descubrir. A la par, estamos frente al documental de un músico, y la música no puede faltar como tal. Como mensaje de superación, como separación entre pasado y presente. La música está ahí como eje fundamental, marcando la diferencia entre un estilo y otro. El detrás de escena de una grabación musical y la historia de vida. Por momentos Moacir III pareciera esos documentales que vienen en extras de un DVD o Blu Ray y nos cuentan, en la voz de los protagonistas y/o el director, cómo se fue gestando la película. En este caso, Moacir III podría ser un detrás de escena de la trilogía o, más simplemente, de una vida. Conclusión: Simple, emotiva, aunque dueña de un montaje vigoroso que nos lleva a dos planos diferentes de un mismo personaje. En Moacir III Tomás Lipgot sabe cómo hacernos sentir, y transmite el mismo cariño que él siente por los personajes a los que documenta. Un cierre de etapa más que digno.
El dúo cómico compuesto por Salvatore Ficarra y Valentino Picone entregan en su quinta película (primera en estrenarse en el país), La hora del cambio, una sátira social que más allá de los localismos propios del cine italiano, pega fuerte en otros contextos. ¿Extraña? La decisión de quien/es traducen los títulos locales de cambiar el original y obvio en su lectura “La Hora Legal”, por “La hora del cambio”, agregando algún puntito más a lo que podría ser el atractivo por la coyuntura actual. Sin embargo, de ser así, más de uno podrá darse la cabeza contra un paredón. L’Ora Legale apunta sin remordimiento al electorado que eligió ese cambio. Pietrammare es un pueblo pequeño dentro de la comunidad siciliana en el que las malas costumbres son moneda corriente. El intendente del lugar hace años que ocupa el mismo cargo y existe una suerte de complicidad para que cada uno haga lo que quiere. Sin embargo, hay un sector de la población que se indigna de esta situación, y es así, como en las elecciones termina ganando un profesor, Pierpaolo Natoli (Vincenzo Amato), con una premisa básica y lógica, cumplir todas las promesas que hizo en campaña, y así, realmente pone a Pietrammare en orden. ¿Cuál es el problema? Ahí está la indagación que Ficarra y Picone hacen al espectador ¿Realmente queremos vivir en una sociedad en la que todos los órdenes se cumplen? La gente de Pietrammare no, incluso los allegados al nuevo intendente, y comienza un plan para terminar con la tiranía de la rectitud. Salvatore Ficarra y Valentino Picone surgieron de la televisión italiana con el programa Zelig Circus con el cual adquirieron cierta fama local, y es con este film de resonante éxito, que se les abrieron las puertas al mundo. Este dúo, forma parte de una renovación que viene intentando la comedia italiana desde hace algunos años, y que, en realidad, pareciera estar queriendo devolver las cosas a su origen, a lo que fue la época de oro del grotesco en el que el cine italiano brillaba, aún por sobre mucha producción hollywodense. Luego de un largo período ene le que la producción italiana languidecía entre melodramas de clase media acomodada, y comedia demasiado pasatistas o con una ironía demasiado intelectual; títulos como este parecen abrirse camino entre lo popular y una lectura social ácida y acertada. Sin embargo, también es importante remarcar que le falta un camino largo por recorrer y que los resultados finales están lejos de lo que fue esa época de gloria. La hora del cambio termina inclinándose por cierta condescendencia propia del cine actual, por una mirada más benévola sobre aquello que en un principio critica, y eso la aleja de la negritud de lo que pudo ser un resultado final más efectivo. Ese volantazo hacia terrenos más tradicionales y a una mirada amena impuesta diluye en gran parte algo de lo que vimos, dejando esa sensación de que, se pudo pisar mucho más el acelerador y llevarse puesto algún conservadurismo que cuesta derribar. El camino parece ser el correcto sólo hace falta apuntalar el trayecto para que no se desvíe.
Lengua agonizante. Los Chanás fueron un pueblo originario ubicado entre el Río Negro y el Río Uruguay, diversificados en los territorios de las provincias de Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes y norte de Buenos Aires. Ligados a la cultura Charrúa, con el tiempo el registro de este pueblo se fue volviendo más y más difuso. Entre sus características, poseían un lenguaje propio, el Chaná, reconocido actualmente como una lengua en peligro de extinguirse por la falta de descendientes que la practiquen. Blas Wilfredo Omar Jaime se considera como el último hombre que conserva esta lengua, y sobre él gira Lantéc Chaná, un documental que se asimila, intimista. Jaime se reúne con un investigador del CONICET, Pedro Viegas Barros, con la idea de planificar la preservación de ese lenguaje mediante la confección de un diccionario para la posteridad Chaná-Español. Blas Jaime es de por sí un personaje interesantísimo, el último bastión de una cultura mucho más grande y rica de lo que podemos presumir. Escucharlo hablar debería alcanzar para atrapar a un espectador interesado en estas historias de vida y en la lucha porque los orígenes de la cultura que habitó esta tierra no se pierdan. Sin embargo, algo en Lantéc Chaná no funciona tan bien como debería. La distancia evitable: Quizás por una falta de confianza en su propio material, quizás por esa tangente perversa de querer abarcar más de lo necesario, Zeising decide no quedarse únicamente con la palabra de Blas Jaime. Posa su mirada en otros habitantes de la zona, recurriendo al texto citado en voz en off para narrarnos sobre el accionar de los conquistadores españoles y de los terratenientes durante las distintas “campañas al desierto”. Estos dos accionares, que ya fueron explicitados con mayor dedicación infinidades de veces, corren el eje puntual sobre la figura del pueblo Chaná y su último sobreviviente; intenta generalizar, pero en su afán pierde peso, logrando un distanciamiento extraño en algo que se avecinaba como íntimo y cercano. Así, Lantéc Chaná cobrará fuerza cada vez que pose su mirada sobre Blas Jaime y el intento porque su lengua no muera, sobre sus relatos, de por más elocuentes, más gráficos y personales que los citados en la voz en off. Cierta solemnidad y un apartado técnico prolijo no innovador, tampoco colaboran en que el documental se eleve. Conclusión: Lantéc Chaná cuenta una historia de vida interesante, y a través de ella se abre paso a una lucha por la preservación cultural de un pueblo originario. De haberse limitado a esa interesante premisa el resultado hubiese sido más vivo, concreto, y profundo, que el conseguido en este documental.
Un culto extraño. Segunda película de la dupla Jeremy Gillespie y Steven Kostanski, The Void prometía ser una mezcla entre dos títulos de Carpenter, Asalto a la Prision 13 y El enigma de otro mundo, aunque no habíamos recaído en que esa mezcla ya existía en otra película del mismo director, El príncipe de las tinieblas, joya oculta en su filmografía, y de la que este film es directo deudor. Un padre y un hijo acribillan e incineran a una mujer a puro alaridos. Corte de plano y pasamos a un policía, Daniel (Aaron Poole), que en una noche de rutina se cruza con un hombre arrastrándose al que cree borracho, pero al acercarse notará que se encuentra herido. Lo llevará a la sala hospitalaria del pueblo, y una vez allí se irá despertando paulatinamente el horror. Una de las enfermeras aparece con la cara desfigurada y asesina a uno de los pacientes; afuera, varios hombres encapuchados con un triángulo dibujado en la cabeza se harán presentes para cercar el lugar y no dejar escapar a quienes se encuentren en ese lugar. En tiempos en los que el digital avanza hasta en detalles absurdos de un modo tan grandilocuente como inverosímil, una película como The Void, con monstruos gigantes hechos con trajes, prótesis, animatronics, y -sobre todo- litros de sangre “real”, se agradece. Gillespie y Kostanski idearon una película que no se detiene casi en ningún momento, tendrá una pequeña meseta entre las primeras dos muertes y las siguientes, pero nada que interrumpa su desarrollo. Observando la filmografía del dúo, tanto la anterior película de ambos Father’s Day como sus trabajos individuales, en especial de Konstanski, se nota que ambos son fervientes admiradores del exploitation clásico de los ‘70y ’80; lo cual en The Void vuelve a quedar demostrado. El homenaje al film de Carpenter queda explícito no solo en la historia de un grupo de personas encerradas, amenazadas por un culto apocalíptico tanto adentro como afuera. Los tonos oscuros, la banda sonora sofocante, el ambiente similar a un western terrorífico, los litros de sangre in crescendo (en esta oportunidad en mucha más cantidad): todo nos hace recordar al gran maestro, tanto que hasta podría haber sido un remake/reboot (de los buenos) de aquella. Con una creación de personajes bien delineada y que se toma el tiempo para otorgarles distintas características, sobre la mitad del film, cuando se incline por el festín sangriento definitivo, el argumento se debilita. Allí donde Carpenter cerraba la historia de modo convincente, aquí esta se enrarece y habrá que prestarle atención para no perdernos, más entre tanto bicho cada vez más deforme y grande. Conclusión: The Void se diferencia del cine de terror actual por intentar volver a los orígenes más arraigados de los ’70 y ’80, su devoción a Carpenter y su bajo presupuesto bien utilizado son elementos que le juegan a favor. Con una historia con algo más de claridad, tendríamos un gran, gran película.
Made in ¿Argentina?. Argentina es reconocida en el mundo por diferentes factores, elementos y personajes. Messi, Maradona y el dulce de leche se nos vienen de inmediato a la cabeza. También el baile característico, el tango, atraviesa fronteras y sirve de carta de presentación en cuanta referencia, sobre todo porteña, se quiera hacer. Es por eso que ese ritmo que nosotros creemos tan nuestro, se encuentra instalado en otros horizontes, disímiles. Hasta se organizan campeonatos mundiales relacionaos con el tema, y Argentina no es la eterna ganadora. Hollywood tomó el ritmo más de una vez, desde las películas que Carlos Gardel hizo en ese territorio, hasta los icónicos bailes de Al Pacino en Perfume de Mujer y Arnold Schwarzenegger en Mentiras verdaderas; es sabido que en Japón el tango también es furor (ni hablar de la rencilla con nuestros hermanos uruguayos). ¿Pero es Japón el único país con una cultura diferente a la nuestra en dónde el tango se mantiene como un ritmo popular? ¿Les suena algún país del norte de Europa? Milonga finlandesa: En su ópera prima, la más conocida como productora Gabriela Aparici (Las enfermeras de Evita, Soy Ringo) realiza una serie de entrevistas que nos llevan a Finlandia, un país del que, tenemos que ser sinceros, conocemos realmente poco. Es la cuna de los reconocidos directores Mika y Aki Kaurismäki (casualmente este último estrena película El otro lado de la esperanza, el mismo día de estreno de Tango Suomi), le da nombre a una conocida marca de quesos untables, y probablemente poco más. Bueno, lo cierto es que en Finlandia adoran el tango, y hasta pueden llegar a considerarlo un ritmo autóctono. Aparici emprende varios viajes a ese país y realiza una investigación sobre la devoción que les despierta el tango. El fruto de esa investigación termina siendo este Tango Suomi, un documental de estructura formal, sin demasiada innovación desde lo técnico, pero que se aprecia desde lo curioso y desde esa postura personal que realiza tanto la directora como sus entrevistados. El artista M. A. Numminen y el investigador Pertti Mustonen son dos finlandeses dedicados a este arte, sus entrevistas son las más reveladoras y guiadoras del “relato”. A ellos les complementan otros varios, entre los que podemos apreciar llamativamente al citado Mika Kaurismäki (los memoriosos podrán recordar que en sus películas, el tango suele estar presente). Los puntos de interés son ver cómo dos países en apariencia tan distintos se unen bajo un mismo sentimiento. Sentimiento que es más que un ritmo: en Finlandia el tango se vive con pasión, pero también con ese dejo melancólico tan propio del tanguero, del que -uno puede imaginar viendo algo de su cine- la cultura del país bebe asiduamente. Conclusión: De cómo un ritmo nos hermana, de cómo el arte atraviesa las fronteras y se vuelve difuso saber de dónde es originario, Gabriela Aparici en Tango Suomi nos habla de otra cultura y, sin querer, nos está también mirado a nosotros.
Todo listo para el inicio. Luego del fracaso (seguro comercial, discutible desde lo apreciativo) del reinicio planteado por Tim Burton en 2001, una de las sagas más queridas de Hollywood volvió con toda la fuerza hace seis años en El planeta de los simios (R)Evolución, comenzando a narrar los hechos previos a la historia que todos conocemos de la llegada del astronauta George Taylor a un planeta regido por primates evolucionados a una condición casi humana. Confrontación mediante, El planeta de los simios: La guerra pone fin a estas precuelas, dejando el asunto preparado para que comience el film original de 1968 – obviamente a Burton y a su obra los ignoraron como si nunca hubiesen existido–. Acá lo primero que hay resaltar es que lo hace sin fisuras (con el cambio lógico de simios antropomorfos a simios humanizados planteado desde el principio). (R)Evolución y Confrontación contaron tanto con el aval de crítica como de público, aún con el cambio de director de Rupert Wyatt a Matt Reeves; y esta tercera entrega, nuevamente bajo el mando de Reeves, no desentona. Por el contrario, vuelve a subir la vara. La batalla por el territorio: Los bandos de un lado y del otro se han fortalecido desde la última vez que dejamos esta historia. Luego del enfrentamiento entre César (Andy “Rey del Motion Capture” Serkis) y Koba, el saldo fue más destrucción y separación entre simios y humanos, con posturas radicalizadas. Se formó un grupo (para)militar comandado por El Coronel (Woody Harrelson), que ha sometido a algunos monos a una suerte de esclavitud, y junto a otros soldados los utiliza para cazar al otro bando, los simios. Por su lado, César ve crecer su instinto violento cada vez más y más, y le cuesta reprimir el odio por el rechazo que los humanos le han expresado a él y a los de su clase. Como líder del grupo siente que las cosas se le están yendo de las manos. En cuanto al conflicto, estas tres películas plantearon una estructura similar de mostrar dos bandos con personajes líderes antagónicos, con posturas radicalizadas tanto de un lado como del otro, enfatizar en la torpeza humana para resolver el asunto, y siempre dejar un rincón para la esperanza con algún humano de características positivas diferente al resto; El planeta de los simios: La Guerra, no es la excepción. El contrapunto entre César y El Coronel se cuece lento, en crescendo permanente, culmina en algo épico, digno de lo que estuvimos esperando todo este tiempo; son opuestos con aristas similares, aunque lógicamente uno más compasivo que el otro; la historia claramente toma un bando como postura. César y los suyos, esta vez contarán con el encuentro de Nova (Amiah Miller), una niña que necesitará refugio, y un personaje que, para los que siguen la saga, será fundamental luego. En esta oportunidad también quienes crecerán serán los personajes secundarios, simios que formarán parte importante de los hechos posteriores. Todos con características diferentes, bien delineados, y preanunciando el futuro. Simios por la liberación: A diferencia de lo que podría considerar su título, El planeta de los simios: La Guerra desarrolla más los conflictos de los personajes que dedicarse a la acción constante. Es un film bélico, a su manera, más en la línea de Apocalipsis Now, en el que se creará el drama alrededor de lo que el conflicto entre humanos y simios está arrastrando y las consecuencias que puede llegar a tener. Los apuntes que Pierre Boulle desarrolló en la novela original se mantienen, y se le agrega un mensaje pacifista algo desolador, aunque indudablemente realista. Por este tipo de características, El planeta de los simios es una de las sagas más queridas y mejor valoradas. No descuida ningún frente, jamás decae en su ritmo, logra en medio del entretenimiento constante hacer un análisis paralelo de temas actuales, y crea un entramado que -con esta tercera precuela- cierra a la perfección. Si a estos atributos le sumamos un apartado técnico irreprochable, con una fotografía cargada de tonos grises que aprovecha a pleno los escenarios nevados en contraposición al verde ocre y oscuro de la milicia humana y al rojo bermellón de la sangre; una formidable banda sonora que acompaña permanentemente; e interpretaciones a nivel (con un Woody Harrelson para el aplauso al máximo de su violencia, e irreconocible en la contención de sus gestos), tenemos una propuesta redonda por dónde se la mire. Conclusión: El planeta de los simios: La guerra ofrece el mejor cierre para una trilogía que no tuvo eslabones débiles. Desde el guion, desarrollo técnico y actuaciones, todo está a un nivel muy superior a lo que se suele entregar en un tanque pensado para la taquilla. El cuidado con el que se trata todos los detalles desde una visión global, no hace más que querer sumergirnos en los films originales una vez que abandonamos esta historia previa.
Un choque cultural. Al director de El hombre sin pasado siempre le fueron afines las historias de hombres comunes. Tampoco se decide a ubicarlos en un marco extraordinario. Lo suyo son las personas cotidianas en un marco de rutina, pero visto a través de un ojo que sabe capturar el detalle, al punto de encontrar lo fascinante dentro de lo regular. Esta vez nos cuenta la historia de Wikström (Sakari Kuosmanen), un ex vendedor de camisas que decidió cumplir su sueño de tener un restaurante propio, mediante el dinero de una apuesta. Este hombre se relaciona con distintos refugiados a los que da trabajo como empleados en su local. En especial con Khaled (Sherwan Haji), un sirio que huye de su país en medio del conflicto bélico constante, que llega a Finlandia arriba de un buque de carbón, camuflado entre la materia del mismo. Khaled no quiere ser un inmigrante ilegal, por eso su primer paso en el nuevo país será presentarse ante las autoridades y blanquear su situación. Frente al maltrato y negación de las mismas, que pretenden devolverlo a su país, Khaled huye y es ahí cuando se topa con Wikström quien le brindará ayuda y empleo. A diferencia de otros directores que se inclinarían por un producto amable y aleccionador sobre la amistad entre dos personas de mundos diferentes (léase el tono de Inseparables), Kaurismäki se ríe de la tragedia, tal cual lo hizo en la totalidad de su vasta obra. Los personajes de sus películas sufren todo tipo de peripecias, son llevados al extremo del absurdo, pero siempre dentro de la línea de lo creíble. El choque se da entre personas, no entre mundos. Ambos arrastran sus historias, guardando algunos puntos en común y otros disímiles, pero en ese devenir trágico, hay algo que los une. La lente social: Si bien se podría decir que El otro lado de la esperanza se ubica dentro de las obras menores del realizador finlandés, no por eso significa que su mirada aguda a la realidad social esté opacada. El otro lado de la esperanza es una comedia costumbrista, quizás dentro de las más accesibles de Kaurismäki, su duración (que apenas traspasa la hora y media) se digiere a un ritmo veloz no gracias a un montaje abrupto (por supuesto), sino al sostenido entretenimiento que propone. Mantiene un lenguaje visual atractivo. Esa precisión en las puestas cargadas de detalles para los más observadores, en medio de planos que no necesitan de grandes despliegues, se ubican en la posición de un observador. Kaurismäki pinta un fresco social en el que es sencillo identificarse, y una historia sencilla como esta permite que un público mayor pueda penetrar ese juego. Conclusión: Con El otro lado de la esperanza, Aki Kaurismäki regresa tras cinco años a un cine que le es familiar, con algo de cansancio y sin tomar grandes riesgos, pero con la certeza de saberse un observador capaz y único de la realidad de las clases trabajadoras sufrientes. En su periplo de hechos traumáticos, como un prolijo cirujano, no decae ni en subrayados ni en golpes bajos, siempre guardándonos una sonrisa trágica bajo la manga.
A diez años ya del fallecimiento del enorme creador de Inodoro Pereyra, llega Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo, un colectivo conformado por seis cortometrajes y ocho historias, divididos en episodios sueltos dirigidos cada uno por un director rosarino diferente. El resultado logra lo ideal, pintar de cuerpo entero al homenajeado. Los films episódicos son una especie en sí mismo. Pueden tener una idea conductora a lo largo de todos los relatos, o presentar historias diferentes. Tener un solo director o conformar un trabajo conjunto. Seguir una historia general, o ser definitivamente individuales. Desde Relatos Salvajes a Historias Breves el abanico es amplio, y el cine argentino recurrió a él incontables cantidad de veces. En esta oportunidad la excusa es el autor, Roberto Fontanarrosa, el negro, el emblema de Rosario, el responsable de saber pintar nuestra idiosincrasia de barrio mejor que ninguno. Aquel que nos dejó demasiado temprano aquel 19 de julio de 2007, y ahora a diez años de aquella fecha se pretende rendirle un merecidísimo homenaje. Para eso, se convocó a seis directores, que trabajaron de manera individual en seis cortometrajes, y el resultado es Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo, presentando ocho historias. ¿Cómo son seis cortometrajes pero ocho historias? Porque uno de ellos, Semblanzas deportivas, dirigido por Pablo Rodríguez Jáuregui, se divide en tres historias presentadas como viñetas animadas separadoras entre el resto de los cortometrajes de acción real. Justamente con uno de ellos abre la película, El “conejo” Fumetti, y su disyuntiva por rendirle al equipo al que pertenece o demostrar la devoción a su padre. Los otros dos serán Virginio Rosa Camargo (el mejor de los tres) y su decisión de cometerse goles en contra para que la hinchada vitoree a su madre; y El Chancho volador, un arquero que solo cumple su función de ser obeso hasta que el destino lo llame a una gran proeza. La animación respeta el estilo historietista y los trazos simples y exagerados de la pluma de Boogie, El aceitoso. E luso de la voz en off en tercera persona de Miguel Franchi, y la casi ausencia de colores, realzan esa idea de estar leyendo las historietas originales de Semblanzas deportivas. Funcionan a la perfección como descanso entre corto de acción rea. De estos el primero es No sé si he sido claro, de Juan Pablo Buscarini, llamativamente un director acostumbrado a la animación y el relato infantil, con un Dady Brieva en su mejor forma contándole a un juez las proezas y desgracia de un personaje muy particular del barrio. El doble sentido permanente, la gracia natural de los actores, y como siempre, la chispa propia de la historia, harán de este corto el punto más alto, con una carcajada que se pisa con la siguiente. Luego, será el turno de Vidas privadas, con Gastón Puls y Julieta Cardinalli como una pareja de clase media alta, atravesando una crisis, que discute… hasta que los interrumpe el director de la obra de teatro (Jean Pierre Noher) junto a los actores que los interpretarán. Un cortometraje ideal para los climas íntimos y desprejuiciados de Gustavo Postigliane. Pasa del drama y la estructura clásica teatral, a un grotesco en el que encontraremos la marca del autor. En este episodio podremos ver que Fontanarrosa era más que un narrador de historias cotidianas, su vuelo era muy superior. Los juegos de cámara que propone Postiglione se funden como un lenguaje más dentro de la historia. Tercero, llegará Sueño de barrio, de Néstor Zapata, en el que un joven deberá rendir cuentas frente a una comisaria frente a los actos cometidos hacia una chica, en un sueño. Un episodio cerrado, casi de sketch, muy gracioso y distendido, que se potencia por la soltura de Pablo Granados y Chiqui Abecasis como esos policías consternados. El asombrado, de Héctor Molina, será otro punto alto. Dario Grandinetti se luce (como siempre) como un hombre atribulado por no poseer sombra, claro vive opacado por la sombra de su madre. Claudio Rissi como su psicólogo, y Catherine Fulop como un interés romántico y estrella televisiva interesada en el fenómeno, acompañan más que correcta ente al actor de El lado oscuro del corazón. El episodio conjuga muchísima gracia, con una profunda emotividad y ternura. Por último, Hugo Grosso presenta Elige tu propia aventura, en la cual se vale de la potente voz de Quique Pesoa para narrar un relato con la estructura típica de los libros juveniles de los cuales toma el nombre. Luis Machin es un turista argentino en un caberet de Brasil que deberá decidir si pasa la noche con una mujer de tono ejecutivo que toma unas copas en el lugar, o con la bailarina desnudista (Kate Rodriguez). La estructura referencial a los libros es perfecta, Machin es un todo terreno, y las dos mujeres resuelven sus personajes con solvencia. Sumado a una puesta sencilla pero de interesante juego de luces propuesta por Grosso, es una buena forma de dar por culminada la función. Así, Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo, trasita los caminos de la comedia, ámbito en el que más se lo conoce al rsarino, pero también descubre esa faceta futbolera, pendenciera, de dramaturgo, y de una emoción a flor de piel. Cuando en cada una de las historias, más allá del grotesco, podemos encontrar identificación, es que se logró capturar esa esencia de observador de nuestra idiosincrasia, de escritura mundano. Es difícil que en un trabajo compuesto por ocho partes no encontremos alguna falencia, y lo cierto es que si bien hay algunos que explotan mejor por su excesiva gracia (los mencionados No sé si he sido claro y El asombrado), no hay que aquí un punto débil, todos tienen algo que se destaque. Sin necesidad de una gran puesta, con una correcta elección de textos, y un elenco que acompaña, Fontanarrosa, lo que se dice un ídolo, invita a descubrir un autor, y en el camino a miraros a nosotros mismos en ese espejo distorsionado de la comedia cotidiana.