Emociones a flor de piel. Greta Gerwig siempre estuvo ahí. Mucho antes de saltar a la palestra con sus dos nominaciones a los Oscar en 2018, la musa del movimiento mumblecore había enamorado a los seguidores del panorama independiente norteamericano con sus interpretaciones en títulos como Baghead o The House of the Devil (ambas inéditas en la Argentina) y, sobre todo, con su doblete delante y detrás de las cámaras, protagonizando y haciendo las veces de guionista, en la magnífica Frances Ha (otro título no estrenado en tierra argenta) que dirigió Noah Baumbach en 2012. Pero no fue hasta 2017 que la de Sacramento viese recompensada su prolífica carrera indie con Ladybird. Una auténtica maravilla, encantadora y brillante en términos cinematográficos que, con una honesta sencillez —y con la inestimable ayuda de una inmensa Saoirse Ronan—, llevó a límites insospechados las bondades atesoradas por su modesto primer trabajo como realizadora, Nights and Weekends (2008), donde compartió funciones con Joe Swanberg. Cuando se anunció que el próximo paso en la carrera de Gerwig sería adaptar Mujercitas, además de sorprendernos por el, a priori, radical cambio tonal y estilístico, muchos vimos prácticamente imposible que superase lo visto en su delicado retrato adolescente. Unas conclusiones, desde luego, precipitadas, porque su versión del clásico literario de Louisa May Alcott ha resultado ser un prodigio cinematográfico como para inaugurar con todo este 2020. Pese a ser producciones radicalmente opuestas conceptualmente, la Mujercitas de Greta Gerwig triunfa al mantener intacta la esencia que hizo tan especial a su Ladybird. Todo ello sin traicionar en ningún momento las bases y el espíritu que convirtieron la novela de 1868 en el fenómeno trasladado al cine, el teatro, la televisión e incluso la radio en infinidad de ocasiones, pero modificando algunos puntos clave de la historia para llevar el relato a su terreno. De este modo, el largometraje, más que como una nueva adaptación para la gran pantalla, se revela como una suerte de reformulación para las nuevas generaciones de espectadores que fortalece la figura de sus protagonistas de un modo sutil, aunque acorde a los tiempos que corren; combinando un clasicismo inesperadamente puro con un aire renovador en poco más de dos horas repletas de emociones a flor de piel y genio fílmico. No necesitamos más que posar —con tremendo gusto— nuestra mirada sobre la hermosa dirección de fotografía de Yorick Le Saux, su exquisito uso del fotoquímico —está rodada en 35mm— y su cuidada recreación de la Norteamérica rural sumida en plena Guerra Civil, para empaparnos de un academicismo también presente en la forma, el texto e, incluso, en las delicadas partituras de Alexandre Desplat que conforman la banda sonora. Es sobre estos cimientos más tradicionales donde la directora apuntala su sello autoral, visible tanto a nivel de realización —esos planos generales frontales y los seguimientos laterales son inconfundibles— como en lo que respecta a los diálogos y el discurso; tan frescos y dinámicos como las sobresalientes interpretaciones de un reparto estelar en el que, nuevamente, Saoirse Ronan logra robar todos los focos gracias a una calidad y a un talento desbordante para el drama y la comedia. Un manejo de la estructura envidiable y que no teme en avanzar y retroceder en el tiempo sin remarcarlo, un delicioso jugueteo metaficcional, y un tono cálido y hasta cierto punto desenfadado que huye de la gravedad de anteriores traslaciones terminan de redondear una de esas cintas que invitan a celebrar la existencia del séptimo arte. Como decía, Greta Gerwig siempre estuvo ahí; y después de su Mujercitas, uno sólo puede desear que se quede durante mucho, mucho tiempo.
Arriba y abajo. Viendo Parasite lo primero que viene a mi cabeza es la fuerza de la retroalimentación cinematográfica. Y es que aunque cada película sea un mundo, puesto que todos sus detalles dependen de una infinitud de personas diferentes más allá de la figura director, es inevitable establecer comparaciones y similitudes entre las mismas. De hecho la comparación es el algo que los seres humanos extrapolamos a todos los aspectos de nuestra vida diaria, mucho más allá del cine. Pero esto, claro está, es otro tema. La nueva obra del surcoreano Bong Joon-ho llega a las salas un año después de que lo hiciera Somos una familia, del japonés Hirokazu Koreeda, filme con el que comparte una atmósfera y unos personajes similares. Ambos directores retratan a la clase baja desde una visión irónica y crítica del sistema de clases sociales. El hecho de que hagan esto en los dos países asiáticos más occidentales, ricos y poderosos potencia la acidez de su mensaje. Pero a pesar de esa coincidencia de base, el tono y el desarrollo de sendas películas es completamente distinto. Y en este sentido, la obra de Joon-ho presenta ciertas conexiones con otros filmes como pueden ser Hierro 3 del también coreano Kim Ki-duk, Visitor Q de Takashi Miike o incluso Teorema de Pasolini. En todas estas películas uno o varios individuos se introducen en diferentes hogares provocando un cambio en los mismos, cambio bien físico en la propia casa o bien psicológico en los habitantes de la propia. Parasite lleva además lo anterior al extremo, porque en este caso es una familia entera la que se infiltra en el hogar de otra. Los manipulan para colarse en su mundo y así aprovecharse de ellos. Y todo ello cobra una nueva perspectiva cuando descubren que ya había alguien que hacía eso antes que ellos. Aquí empieza una lucha para ver quién se mantiene en el poder, quién controla a los ingenuos ricos y a su excesivo despilfarro de dinero. Y esto es precisamente uno de los dos puntos que me han parecido algo flojos: el hecho de que se simplifique tanto el sistema de clases y la mentalidad de sus integrantes. Los ricos son egoístas, clasistas e ingenuos. Los pobres son egoístas, envidiosos y astutos. Entiendo que Joon-ho necesita hacerlo para centrarse en lo que le interesa y no perder tiempo con lo demás, pero eso no quita que siga siendo una presentación muy simple de sus personajes y su entorno. El segundo de estos aspectos es la tensión obligatoria. Me explico. Desde el momento en que se empieza a hacer evidente que Joon-ho quiere jugar con el suspenso, el filme me ha desenganchado un poco. Esto se debe al hecho de que noto qué es lo que el director quiere que me suceda como espectador, y eso es algo que nunca me ha agradado. La propia manipulación a la que someten unos de sus personajes a otros es la que el cineasta coreano trata de ejercer sobre mí. Lo mismo me suele suceder siempre que un director busca despertar una sensación o emoción concreta. Es por eso que no me suelen gustar, por lo general, la mayoría de comedias o de películas de terror. Porque la intención y los artificios en estos dos géneros son muy evidentes. Creo que un cineasta no debería pensar en lo que quiere que le suceda al espectador, sino en su (no) historia y en sus (no) personajes. Lo que estos provoquen en el público dependerá de cada persona. Y es que lo bonito del cine y del arte es que quien completa la obra es el receptor, quien la consume. Cuando no nos igualamos ante esa persona estamos perdiendo el respeto hacia la misma. Nos situamos por encima como artistas y buscamos manipularla. Queremos que entienda nuestro mensaje de forma cerrada, cuando la riqueza radica precisamente en que cada uno pueda otorgar su propio mensaje a la pieza. Con esta última digresión no pretendía machacar el filme de Joon-ho, ya que no creo que sea su caso por entero. A pesar de que esos aspectos comentados no me hayan convencido creo que la película funciona bien y que tiene detrás a un realizador con ganas de contar algo, a un director muy preocupado por lo que cuenta y por cómo lo cuenta; en resumen, a un cineasta.
La vida (no) es bella. Según un estudio realizado en 2004 por la psicóloga de la Universidad de Oregón, Marjorie Taylor, y la profesora asistente de psicología de la Universidad de Washington, Stephanie Carson, cuando los niños llegan a los siete años de edad, el 65% de ellos suele tener un amigo imaginario. Taylor y Carson también descubrieron que tener un amigo imaginario permitía a los niños simular situaciones sociales en un contexto benigno para aprender, entre otras cosas, cómo lidiar con el conflicto. Tener un amigo imaginario ayuda a los niños a lidiar con los miedos, explorar ideas y les permite enfrentarse con experiencias traumáticas. En Jojo Rabbit de Taika Waititi, Jojo (Roman Griffin Davis), de 10 años, tiene el amigo imaginario más horrible en toda la historia de los amigos imaginarios: Adolf Hitler. Es la década de 1940, Alemania, al final de la Segunda Guerra Mundial. Jojo vive en una bonita casa con su madre, Rosie (Scarlet Johansson). Rosie, una mujer cariñosa y de espíritu libre, está perturbada por el culto de su hijo a todas las cosas de Hitler y pasa la mayor parte de la película tratando de noquear a los nazis. Jojo tenía una hermana mayor, pero ella murió. Su padre está en algún lugar de Europa luchando por la Patria, aunque otros “cruelmente” le dicen que es un desertor. Al unirse a las Juventudes Hitlerianas , Jojo está entusiasmado con la oportunidad de hacer su parte para la gloria del país. El problema es que no tiene suficiente sed de sangre. Luego, en su segundo día, encima hace saltar a todos por los aires. Durante los primeros veinte minutos más o menos, Waititi mantiene las cosas de una manera tan loca e hilarante que parece que estemos asistiendo a uno de los cartoons de Looney Tunes. A pesar de hacer un buen trabajo al arrastrarnos rápidamente a su mundo ilógico y rápidamente ponernos al día sobre el tiempo, el lugar, las personas y las posibilidades, sólo la mitad de los gags funcionan en pantalla. Y a medida que pasa la marca de veinte minutos, comenzamos a preocuparnos de que la película vaya a mantenerse así. Afortunadamente, ese no es el caso. Un día, oye un ruido proveniente del piso de arriba. Al aventurarse en la habitación vacía de su hermana fallecida, Jojo nota una hendidura curva en el piso que corresponde a un espacio delgado en una de las paredes. Usando su cuchillo que le dieron los de las Juventudes, abre la pared como una puerta. Asustado, aunque demasiado curioso para regresar ahora, Jojo enciende su linterna y con cautela se dirige al espacio oscuro y apretado detrás de la pared. El muchacho guía el pequeño círculo brillante de su linterna sobre el área oscura y polvorienta. Una muñeca desnuda está a la vista… Waititi usa al amigo imaginario Hitler como una manifestación de lavado de cerebro nazi. Como sabemos, Jojo de diez años y su amigo Yorki (Archie Yates) y niños alemanes como ellos no eran rivales para la implacable máquina de propaganda nazi; tampoco lo eran los adultos de Alemania. Inteligentemente, el cineasta se burla apropiadamente de las tonterías del antisemitismo al hacer que la mayor parte de su terrible suciedad salga de la boca de los niños. No solo eso, sino que hace una conexión clara entre los fértiles mundos de fantasía de monstruos y héroes en los que viven muchos niños y los vincula con los delirios igualmente fantásticos de los nazis adultos. Al hacerlo, infantiliza a Hitler y al nazismo y su brutal grupo de psicópatas. Jojo tiene a Hitler como un amigo imaginario, sí, pero Waititi deja en claro que Hitler, los nazis y sus creyentes alemanes tienen un enemigo imaginario: el judío. El gancho que probablemente obtuvo la luz verde, Hitler como el amigo imaginario de un niño de 10 años, solo tiene un éxito parcial y, curiosamente, está bien. Waititi interpreta a Hitler como, alternativamente: una figura paternal alentadora, aunque retorcida; un pequeño muñeco; un cobarde celoso y una espuma en la boca, loco loco (el que conocemos muy bien). La relación entre los dos se juega principalmente para reír, pero esas risas son pocas y distantes. Sin embargo, como una dramatización de carne y hueso del tira y afloja que ocurre dentro de la cabeza de Jojo, entre lo que se le ha dicho que vea, piense y sienta frente a lo que él personalmente ve, piensa y siente, la tonta vanidad hace buen trabajo al trazar el crecimiento moral y emocional de Jojo, al tiempo que ofrece algunos momentos memorablemente absurdos para arrancar. Así, con ingenio y talento, se nos empuja al mundo feo de Jojo apestado por la podredumbre del odio irracional. Cada vez más fascinante a medida que avanza, Jojo Rabbit es una potente mezcla de lo tonto y lo espantoso.
La fórmula del éxito. Todos los cinéfilos tenemos un punto débil. Una película o actor que nos aleja del cine de autor y nos acerca al cine más pochoclero y efectista posible. En mi caso son las películas protagonizadas por Dwayne Johnson, conocido popularmente como “The Rock”. En su filmografía nos encontramos películas tan divertidas como Terremoto: la falla de San Andrés, Rascacielos o la famosa saga Rápidos y furiosos. Incluso cuando se pone serio es capaz de regalarnos algunos productos de bastante calidad, como la muy interesante serie, Ballers. La realidad es que todas sus películas acaban convirtiéndose en éxitos de taquilla y público. No por casualidad es el actor mejor pagado del mundo. Dwayne Johnson vuelve a liderar la pandilla que da vida a Jumanji: el siguiente nivel. Secuela directa de la curiosa reformulación de Jumanji que realizó el director Jake Kasdan junto a Jack Black, Kevin Hart, Karen Gillian o el ya citado Johnson. Jumanji: en la selva (2017) reinventaba la historia de la cinta original de 1995 para ofrecernos un mundo de videojuego lleno de efectos especiales, golpes y persecuciones. El resultado final fue el esperado: un blockbuster muy divertido que recaudó 700 millones de dólares. Jumanji: el siguiente nivel es una continuación sin riesgo. Todo lo que funcionaba en la anterior está presente en esta secuela. En esta ocasión los ‘jugadores’ vuelven al juego, pero sus personajes se han intercambiado entre sí, lo que ofrece un curioso plantel: los mismos héroes con distinta apariencia. A nivel creativo y argumental la película no busca ofrecer nada nuevo. Como mucho cambia la jungla por los peligros del desierto. Es una pena, ya que el mundo de Jumanji está lleno de posibilidades y opciones. En cualquier caso se mantiene el carisma colectivo del reparto y la película ofrece unos resultados bastante correctos. Seamos claros: estamos ante una película muy divertida que no da un respiro al espectador. Incluso aunque tenga exceso de tramas y le sobren veinte minutos en su dilatada historia. También hay reconocer que la cinta funciona mucho mejor cuando apuesta de forma deliberada por la comedia. Los cameos de Danny DeVito y Danny Glover son de lejos lo mejor de película. Dos actores en eterno estado de gracia que le dan a la historia un toque maduro y divertido. Desgraciadamente tienen muy poco peso en la cinta, aunque su “espíritu” estará presente en los avatares del juego. Resulta divertido ver a Dwayne Johnson y Kevin Hart hablar y comportarse como si fueran abuelos. El resultado final son 123 minutos de golpes, carreras, persecuciones y efectos especiales de todo tipo. Jake Kasdan construye una película que mantiene el nivel y sabe muy bien qué debe ofrecer al espectador. Es imposible que el espectador que acuda a Jumanji se sienta defraudado. Seguramente será otro éxito de taquilla.
Explota coma dinamita. Si un éxito popular como Cats ha tardado casi 40 años en trasladarse a la gran pantalla, se pone en evidencia que no se trataba de una tarea fácil. No solamente por el factor nostálgico del público que ha aplaudido cada una de sus funciones durante su longeva vida, sino también por la dificultad de la concepción de una puesta en escena de algo que en las convenciones del teatro puede aceptarse, pero que cinematográficamente podría resultar ridícula. El montaje teatral, inevitablemente por su año de creación, se materializaba de un modo analógico con maquillaje, leotardos y vestuario, mientras que para el celuloide se ha confiado en las infinitas posibilidades de la tecnología. Desde que salió el tráiler, la apuesta de Tom Hooper por una versión digitalizada hasta el extremo ha sido objeto de polémica y, a pesar de los innumerables filtros que contiene, el tráiler es transparente en todos los aspectos, para bien y para mal.. La inserción de la cara de los intérpretes en los cuerpos humanizados –demasiado- de los felinos no es una mala opción para intentar desmarcarse de los recursos de caracterización teatrales y, además, poder distanciarse de un CGI de perfecta ejecución pero visualmente homogéneo como el de la Disney de la última década. Las capas no resienten la expresividad de un casting correcto (salvo un Idris Elba perdido en el tono de su personaje), pero lo logrado en este campo queda dinamitado por desatender al diseño de las otras criaturas y por un entorno excesivamente sobreproducido. Ese tsunami digital esteriliza la fotografía y desangela el diseño de producción, dando lugar a un look altamente irreal y circunstancialmente molesto a la vista, el cual deja al aire su artefacto y crea una barrera emocional ante el espectador. Únicamente son los momentos de Jennifer Hudson los que pueden llegar a conmover, pero porque a su excelente calidad vocal sobradamente contrastada le recae ese regalo inmortal que es “Memory”, seductor por los oídos. En medio de animales sin genitales contoneándose, sorbos de leche, purpurina y toneladas de pelo se desarrolla una historia mínima editada de forma apresurada e incoherente, sin cubrir bien los tempos para lograr construir una identificación con los personajes. En lugar de ello, la película va saltando como un gato de número en número sin respiro, con una voluntad frenética que se ahoga en un cierto tedio por, precisamente, la imposibilidad de un despertar emocional en el espectador que requiere el relato. A pesar de su desacertado montaje, Hooper se ha mantenido bastante fiel a un libreto fruto de su época, cuya escueta y naïf trama ya se encuentra obsoleta en pleno siglo XXI. El problema de Cats es que fía todo a la presentación de una variopinta galería de individuos gatunos -muchos arquetípicos y faltos de profundidad-, que en la naturaleza del vivo y los códigos de un escenario pueden lucir, pero que en pantalla son pobres por su endeble definición y esa barrera emocional que surge del envoltorio que los contiene. A su vez, todos los conflictos que plantea son solucionados de manera fácil y muy obvia, cancelando cualquier tipo de intriga que pudiera suplir una caracterización psicológica de personajes que, a diferencia de todas las imágenes de la cinta, carece de capas. Tal vez el problema sea haber tocado una intocable pieza que en las tablas funcionaba a tiro limpio, pero cuya singularidad es intraducible a 24 fotogramas por segundo. O tal vez sea que con un zarpazo se le han visto las costuras a un espectáculo mitificado que no ha sabido envejecer, demasiado cándido para nuestros tiempos, la magia del cual radica en la ilusión que genera el directo en la platea. Pero, por encima de todo, lo que el Cats de Tom Hooper deja claro es que la máquina mató a la bestia, en una obra que necesitaba más “cartón-piedra” y corazón para avivarse, en lugar de unos juegos digitales afeadores y castradores de emotividad. Un resultado que, sin embargo, difícilmente alguna alternativa como Rob Marshall podría haber mejorado con las mismas herramientas, ya que la esencia de Cats se mueve en la fina línea de lo sublime y lo irrisorio, donde para su triunfo tiene un papel crucial la implicación de la audiencia (que aquí brilla por su ausencia). Por eso, se trata de un gran riesgo que ha salido rana, pero que es necesario que los grandes estudios sigan corriendo para poder aportar algo nuevo. Lejos de la memorable pieza prometida, Cats es una experiencia novedosa fallida que no satisfará ni a la “loca de los gatos” de Los Simpson, pero que como mínimo mantiene la cabeza alta en las partituras de Andrew Lloyd Webber. Como Grizabella, en otra vida quizás Cats encuentre mayor prosperidad como film, pero hoy, aunque no de una forma tan aplastante como otros compañeros de profesión pregonan desde sus tribunas, han ganado los perros.
Crimen, trama, comedia... El espectador encontrará en Entre navajas y secretos (Knives Out) una sagaz actualización del género de misterio -apodado en inglés whodunit- inspirada principalmente en las novelas y adaptaciones al cine de Agatha Christie. La película pasa a ser el estreno -en lo que a la producción estadounidense se refiere- más interesante de la temporada (quitando la inexcusable El irlandés) y confronta directamente lo que será el fenómeno mediático y desbordado de las navidades, a saber: la última entrega de Star Wars (Star Wars: El ascenso de Skywalker). Pues bien, ante una mastodóntica saga de aventuras sucedánea, tildada no pocas veces de remake oculto, Entre navajas y secretos sabe recrear -que no imitar- los elementos fundamentales de los clásicos del suspense y el misterio adaptándolo a nuestros días -algo que el director ya supo llevar a buen puerto con su temprana Brick (2005), que llevaba el noir al colegio secundario-, y haciendo funcionar la historia en base a un tono de ligereza muy medido: es importante que el espectador capte enseguida este tono cómplice y entre en el juego de los arquetipos, la ironía y la caricatura. El punto de partida lo tenemos en el fallecimiento de un afamado escritor, Harlan Thrombey (fantástico Christopher Plummer), cuyo aparente suicidio reúne en su mansión a toda una caterva de advenedizos y, a la sazón, familiares. Pero la presencia del distinguido y excéntrico investigador Benoit Blanc (un soberbio Daniel Craig) junto a los dos agentes que dicen realizar una investigación rutinaria, parece apuntar a que hay algo raro en la muerte del anciano Harlan. Los familiares son interrogados sobre la noche de los acontecimientos -precisamente la celebración del cumpleaños del anfitrión- y se van presentando ante la cámara en relación a los demás e inevitablemente, exponiendo sus propios pareceres sobre el destino del inmenso legado editorial y la fortuna de Harlan. Confinados en la codiciada mansión -que recuerda al escenario del más ingenioso duelo criminal, Juego mortal (Joseph L. Mankiewicz) recargada de fetiches, colecciones de objetos, libros y expectantes bustos y figures- desfilan por la pantalla una serie de efectivas representaciones -si bien dramatizadas, con la exageración justa que exige la caricatura-, de reconocibles tipos modernos a quienes se dirigen no pocos dardos de crítica ácida: desde una poderosa Jamie Lee Curtis como hija mayor y autoproclamada salvaguarda de la herencia familiar; su marido, un arribista Don Johnson; pasando por un siempre solvente Michael Shannon como el torturado hijo menor, Walt, en pugna por los derechos exclusivos de la obra de su padre, junto a un engreído Chris Evans y una fabulosa Toni Collette, la superficial nuera erigida influencer. La labor coral de sus intérpretes -se ha comentado un fantástico ambiente en el set- es una de las facetas en que brilla especialmente la película, poniendo el broche el trabajo de una talentosa Ana de Armas, centro involuntario del apresurado huracán de codicia e intereses. Conviene resaltar la apuesta por la comedia, el tono ligero, que no debe sino elevar la valía de la película. Su director aprovecha para dejar que sus propios personajes se retraten como ávidos clasistas, desacomplejados reaccionarios y en definitiva egoístas despolitizados hechos a sí mismos -cuando no, trolls y kamikazes virtuales-; fotografía de una sociedad frívola y mediatizada, tensionada e insolidaria -las soflamas patéticas sobre la inmigración-, esperpento de la estadounidense y por hegemónica, extensible a la occidental. Una propuesta lúdica, cómplice, llevada a cabo con buen hacer, deliciosamente escrita y contada. Rian Johnson demuestra una escritura de guion brillante y, partiendo de un homenaje al género de misterio, lo lleva un paso más allá, lo retuerce y amplía, resultando a la vez tremendamente ortodoxo: cuando parece que la mecánica del misterio y la narración pierden fuelle, acontece una maravillosa restitución, una nueva solución ingeniosamente expuesta en boca de Benoit (si Ana de Armas es la voluntad de la película, a Daniel Craig le corresponde ser el organizador del relato). El tipo de narración nos podrá recordar a las célebres Crimen por muerte (Murder by Death, Robert Moore, 1976) o Asesinato en el Orient Express (1974), eso sí, exenta del toque siniestro de Lumet, y en comparación con la reciente versión de Kenneth Branagh, la apuesta de Entre navajas y secretos está mucho más conseguida: el gran acierto es precisamente su modernización y que lejos de adaptar un texto concreto consigue atrapar el espíritu de la narración. Un film en el que montaje es fundamental a la hora de acentuar los golpes de efectos, resaltar detalles, y como manda el género, retroceder una y otra vez para contar los distintos puntos de vista.
Hasta que la muerte nos separe. Están aquellos que, en su noche de bodas, después del fatídico “Hasta que la muerte nos separe”, lo pasan bomba aferrándose a su pareja bajo sábanas de satén sensual y quienes, en cambio, se ven obligados a esconderse en las habitaciones de una lujosa villa para evitar ser asesinado por la familia de la persona a quien, antes, le había prometido el amor eterno. Esto es lo que le sucede a Grace (Samara Weaving) en Boda Sangrienta (Ready or not, 2019), segundo trabajo de los estadounidenses Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett (V/ H/ S). La angustiada heroína de la función para convertirse en parte del imperio (o como se dice en película “reino”) de Le Domas, tendrá que someterse a un extravagante rito de iniciación que tiene que ver con lo que le permitió a su familia adquirida acumular riquezas: los juegos de mesa. Así, a la medianoche, y como si fuera una macabra Cenicienta, Grace tendrá que renunciar al codiciado “maratón sexual” con su Alex (Mark O’Brien) para participar en un juego, que ella misma extraerá de una caja mágica. ¿Qué será, será? El destino elegirá para ella el inocuo escondite (en inglés Hide & Seek) que en el hogar de esta familia Addams del nuevo milenio se convertirá en una auténtica prueba de supervivencia. A partir del inicio de la cuenta regresiva (acompañada de una acongojante canción de cuna que resuena desde el gramófono de la antigua residencia), comienza la búsqueda de la novia: hay tiempo hasta el amanecer para capturar a la mujer y sacrificarla por el bien del familia. El film, combina una notable serie de géneros cinematográficos, desde el thriller hasta la comedia de terror, desde lo grotesco hasta lo salpicado, con un resultado final muy entretenido aunque para nada perfecto. Divierte pero no enamora. El aspecto de suspense está vinculado a una trama con descuento que depende de un par de saltos en lugar de llamadas telefónicas. La trama va reciclando trabajos anteriores de terror disfrutable por lo que es muy aconsejable verla en grupo. Se echa en falta un poco más de mala idea, porque es de esas propuestas en la que estás deseando que el guión de giros y más giros y que la protagonista lo pase mal de verdad. Pero esto no es una pellícula de tortura y sufrimiento sino que se trata de pasar un buen rato sin florituras ni reflexiones. Lo major de la función sin duda es la protagonista, cuyo personaje, dramático e irónico, es, con mucho, el más convincente, capaz de cambiar de una novia feliz a una asesina despiadada, con un vestido de novia (para la filmación fueron confeccionados diecisiete por el diseñador de vestuario Avery Plewes) que constantemente sigue la evolución sangrienta del personaje, acompañada en su sangriento periplo por una muy interesante y ecléctica banda sonora, que abarca desde Love me tender hasta piezas de Beethoven y Tchaikovsky.
Crítica y justificación de los procesos de adopción. En buenas manos comienza con una escena dura: el parto de una madre que no quiere hacerse cargo de su hijo. No hemos vivido ese embarazo. No conocemos las circunstancias en las que se produjo. Pero sabemos que hay una historia de 9 meses previos a esa escena, y, por eso, se hace muy violento escuchar a una madre decir que no quiere ver a su hijo. Jeanne Herry, tienes nuestra atención. Este film no pretende juzgar a Clara (Leïla Muse), la joven de 21 años con un embarazo no deseado tras un encuentro sexual con un desconocido. Todas las madres tienen sus historias, y si en algo podemos confiar, es en que todas querrán lo mejor para sus hijos. Por ello, tras una presentación de los procedimientos que se deben llevar a cabo ante tal situación, entendemos que la decisión está tomada, y que, ante tal decisión, el sistema tan solo puede proteger a esa madre y prioritariamente a su hijo. Se activa así la trama principal de esta película: la adopción. Como ya se avisa en el título del artículo, esta película busca la crítica y justificación de estos procesos. Detrás de una adopción, hay innumerable papeleo e investigación. Unos procesos capaces de resquebrajar por sí solos una familia. Pero unos procesos necesarios para asegurar que el bebé no sirve a los deseos e intereses de unos individuos, sino que estos individuos sirvan a los del bebé. Al fin y al cabo, él es el epicentro del proceso, el que necesita caer “en buenas manos”. El inicio de la trama es difícil de seguir. No solo cuesta localizar y conectar todos los personajes, si no que conforme avanza la historia, también hay saltos temporales con estructura de flashback. El espectador debe prestar atención a títulos temporales y caracterización de los personajes para construir la historia cronológicamente. Esta estructura puzzle le da mucho dinamismo a una narración que resultaría un poco plana de una forma lineal. Que Alice (Élodie Bouchez) decida iniciar procesos de adopción, tiene más poder dramático una vez que hemos visto que ocho años más tarde consigue ser seleccionada por primera vez como madre adoptiva para Theo. Estableciendo unas líneas argumentales generales, encontramos dos historias: el nacimiento de Theo, y el proceso de adopción para Alice. La película avanza poco a poco hasta que ambas historias convergen. Cada plano los acerca un poco más hasta conseguir poner a Alice y Theo cara a cara en una emocionante y esperada escena. Estas dos líneas se apoyan con dos subtramas: el padre de acogida (una especie de limbo en el que Theo pasa dos meses, por si su madre biológica decide arrepentirse) y la trabajosa labor del equipo de adopción. Un poco innecesarias se me hacen otras subtramas como la relación de la trabajadora social con el padre de acogida (que no aporta nada interesante a la historia) y el desarrollo de problemas cognitivos por parte del bebé, que tan solo sirve para justificar (más) la elección de Alice como madre adoptiva, ya que esta está acostumbrada a trabajar con invidentes. Por último, la película aprovecha este fondo para plantear el tema de la adopción por parte de familias monoparentales. Aunque no basa su batalla en ello, En buenas manos hace que des por sentado que Alice es la mejor opción para Theo, y que limitar la adopción a familias nucleares es un gran error. Como la misma asistente social analiza, Alice ha sido una mujer que, tras salir de una ruptura, se ha reconstruido y ahora está más preparada que nunca para ser madre y cubrir las necesidades de su hijo. Si atendemos a aspectos técnicos, la película está repleta de planos muy cerrados que quieren acercarnos mucho a los personajes y sus emociones. Un cara a cara casi continuo. Rodada cámara en mano, pero sin movimientos bruscos y una edición elegante. No sorprende que sus interpretaciones hayan sido reconocidas con varias nominaciones. Mejor actor y mejor actriz para Sandrine Kiberlain, Élodie Bouchez y Gilles Lellouche en los Premios César de la Academia del Cine Francés. Siendo su protagonista, Élodie, ganadora de otros dos reconocimientos del panorama francés (Lumiere Award y Golden Bayard). Si bien los tres hacen un trabajo excepcional, en mi opinión, la actuación de Sandrine Kiberlain, lleva al extremo los manierismos de su personaje evidenciando un poco su actuación. La película interioriza desde todos sus extremos en el mundo de la adopción, acercándolo a todo el público más allá de las personas que lo han vivido en sus propias carnes. Interesante en su estructura narrativa, En buenas manos justifica y consigue hacer muy emocionante un encuentro que se conoce y espera desde el inicio del film.
Resucitando un género cansado. Dirigida por Olivia Wilde y escrita por un cuarteto de mujeres (Susanna Fogel, Emily Halpern, Sarah Haskins y Katie Silberman), la película se centra en dos estudiantes de último año de secundaria, Amy (Kaitlyn Dever) y Molly (Beanie Feldstein). Es su última noche antes de la graduación y han decidido vivirla al máximo, por primera vez, antes de comenzar sus respectivos viajes postsecundarios. De entrada, la premisa parece la de otras muchas películas similares, pero los creadores del film han sabido darle una pátina de originalidad que se agradece muy mucho, por obra y gracia de una directora novel (Wilde) y cuatro guionistas quienes en sus diálogos rezuman agudeza e ingenio (algo extraño cuando se trata de tantas manos escribiendo a la vez). En el proceso de su noche loca, Amy y Molly se van enfrentando con el director de la escuela (Jason Sudeikis), la Sra. Fine (Jessica Williams) y una gran cantidad de estudiantes. Naturalmente, los enamoramientos románticos impulsan gran parte de la acción, al igual que el deseo de asistir a la Fiesta de todas las Fiestas, donde el desfase total tomará cuerpo y a su vez tendrán lugar las escenas más dramáticas que anticipan ¿el final feliz? Debido a su enfoque, ajuste, y la presencia eléctrica de Beanie Feldstein (quien acaba de ser confirmada para protagonizar la tercera temporada de American Crime Story donde dará vida nada más y nada menos que a Monica Lewinsky), el ritmo de la película no decae en ningún momento. La química entre las dos heroínas es brutal. A Feldstein, a quien ya se conoce como la nueva Jonah Hill (en la vida real es su hermano), le sienta muy bien la compañía de Kaitlyn Dever, vista en buenos trabajos recientes como The Front Runner o Detroit: zona de conflicto. Muchos críticos y espectadores han encontrado rápidamente más de una similitud entre La noche de las nerds y Supercool, pero a nosotros nos ha recordado un poco más a otra comedia bastante olvidada de 1997 que unió en pantalla a dos actrices muy conocidas en ese momento: Lisa Kudrow (casualidades de la vida, también tiene un papel en el film que nos ocupa) y Mira Sorvino. Nos referimos a Romy y Michele, con sinopsis casi paralelas: son amigas desde la época del instituto. Cuando reciben una invitación para asistir a una fiesta de antiguos alumnos, se sienten avergonzadas porque son muy conscientes de lo grises y anódinas que son sus vidas. Sin embargo, en lugar de quedarse en casa, deciden inventarse una vida apasionante y acudir a la reunión. También se pueden hallar reminiscencias a comedias juveniles de John Hughes (aunque el 99,9 por ciento de trabajos de este género estrenados en lo que llevamos de siglo beben de ellas, así que no es mucho mérito), Picardías estudiantiles (1982) o la más reciente Lady Bird: Vuela a casa (2017). No está completamente pulida, pero los bordes ásperos son pequeños y fáciles de olvidar con la enérgica actuación, infecciosa y palpable, de Dever y Feldstein. Cuando parecía que este tipo de comedias ya había pasado a mejor (o peor vida), llegan este grupo de chicas y le insuflan aire fresco para que volvamos a pasarlo bomba.
¡Viva el glamour! Llega a la pantalla grande la adaptación cinematográfica de una de las series británicas más exitosas como Downton Abbey, que ahora vuelve no para cerrar tramas abiertas sino para que el espectador disfrute de su belleza, de la vuelta de los personajes y de un fenómeno que dejó huella y que hará que los fans de la serie se lo pasen en grande durante los 122 minutos que dura el metraje. 1927. La familia Crawley y su carismática servidumbre se preparan para el momento más crucial de sus vidas. Una visita del rey y la reina de Inglaterra desatará una situación de escándalo, romance e intriga que pondrá en peligro el futuro de Downton. Hay que reconocer que la película es como un capítulo largo de la serie, como ya ocurrió en 2007 con “Los Simpson: La Película”, pero con la excepción de que Downton Abbey es una cinta que no viene para cerrar ninguna trama pendiente, sino retrotraer al espectador a cuando estaba frente a la televisión viendo la serie y disfrutando de su belleza, sus personajes y de las historias diversas que le ocurrían a la Familia Crawley. Tengo que reconocer que no he visto la serie, pero que al ver la película entran ganas de ver la serie para conocer más a los personajes, su historia y sus secretos. Por lo que no es necesario haber visto la serie para disfrutar de la película, aunque sí necesario para encajar y conocer más a los personajes. La serie Downton Abbey fue un éxito entre 2010 y 2015 tanto en rating como en espectadores y dejó una huella que es difícil de olvidar, porque además la serie comenzaba en el año 1912, año en el que el Titanic se hundió y el futuro rey de la nación estaba en boca de todos. Ahora el filme nos traslada 15 años más tarde volvemos a Downton para recordar viejas rencillas familiares y el glamour de antaño porque Downton es para el servicio: “El corazón de la comunidad”. La película quiere que el fan de la serie disfrute de las nuevas tramas que tienen preparadas los integrantes de la familia Crawley porque tenemos un viaje lleno de nostalgia y donde los personajes tienen mucho que decir, sobre todo del reparto femenino el cual brilla con todo esplendor y sostiene la mayor parte de la historia con sus propias tramas. Hay que destacar que la base que llevó al éxito a la serie fue la división entre nobles y plebeyos, como ya pasaba en la edad media, pero aquí en Downton aunque todos son una gran familia hay que distinguir entre la aristocrática familia Crawley que se hospeda en la planta alta de Downton Abbey rodeada de alfombras, grandes salones, tapices y cuadros, sin embargo, la planta baja es donde transcurre el trabajo de los sirvientes y criados con habitaciones básicas, bastante oscuras y sin ningún tipo de lujo o adorno. Además, a pesar de esta distinción poco apropiada para la época y que se adorna con grandes desfiles, bailes de gala o recepciones reales, hay que destacar el gran papel del equipo técnico del filme por dar también protagonismo al servicio porque también son una parte fundamental de la esencia de Downton Abbey y que por suerte dan grandes momentos durante la película como por ejemplo el intento de revolución del piso inferior. Julian Fellowes, creador de la serie y responsable también del guion, no tenía pendiente cerrar ninguna trama anterior, solo mezclar ambos mundos para una visita muy especial que hará tambalear los cimientos de Downton Abbey y de todos sus miembros. La visita Real de sus majestades y de todo su séquito será un terremoto para los Crawley, porque hará que veamos las verdaderas intenciones de cada miembro de la familia que están más preocupados por otros asuntos que por crear una buena impresión a sus majestades reales. El director Michael Engler es el encargado de llevar de nuevo a la familia Crawley a la pantalla con una película creada para los amantes de la serie y para los iniciados en el mundo creado hace nueve años por Julian Fellowes. Hay que destacar que la película tiene la esencia de la serie por todos los costados, aunque con un halo diferente gracias a la intervención y protagonismo de todos los personajes en las diferentes tramas que ocurren a lo largo de la trama, haciendo participe de la historia a todos, sin excepción. Downton Abbey es una película más divertida, amable y emotiva, dejando a un lado el dramatismo y seriedad que tenia la serie, porque para disfrutarla de verdad hay que dejarse llevar por los personajes y por la esencia que corren por cada rincón de Downton Abbey. A nivel interpretativo no podemos hablar de todos los personajes porque ya son de sobra conocidos por los amantes de la serie y nos eternizaríamos, pero si que tenemos que destacar al elenco femenino que es la luz que guía a los demás personajes a lo largo de la trama gracias a su madurez, sensatez y poder femenino. Uno de esos personajes es el de La Condesa Crawley (Maggie Smith), más conocida por los potterheads como la Profesora Mcgonagall, donde tiene los momentos más divertidos de la película y con alguna que otra frase ingeniosa a la vez que algún que otro zasca.Además, protagoniza junto a Michelle Dockery uno de lo momentos más emotivos y fundamentales de la película que al espectador le hará emocionarse por la firmeza y sentimiento del instante. En definitiva, Downton Abbey es una película creada para los fans de la saga que no han olvidado lo que marcó la serie para ellos y poder volver a recorrer las estancias de Downton Abbey como los salones, habitaciones, jardines o cocinas, es decir, hay que dejarse llevar por la belleza de la cinta para disfrutarla de verdad. Además, el tratamiento de ambos mundos por igual y convirtiendo a todos en una gran familia es el final perfecto a una serie que ha marcado una época y es el mejor posible que se le puede dar.