Tecnológicamente aburrida. Resulta sorprendente que una película tan mediocre como Proyecto Géminis haya podido interesar a un director de la talla de Ang Lee. Podría pensarse que tres Oscars (más un Oso y un León de Oro) dan reposo y tranquilidad para trabajar en proyectos interesantes y buscar buenas ideas. Pero no, es difícil encontrar al realizador de Secreto en la montaña, El Tigre y el Dragón y Una vida extraordinaria en algún plano de esta película. Todo resulta monótono, repetitivo y aburrido. Una cinta que podría estar firmada por cualquier director y pasar prácticamente desapercibida. ¿Pero entonces cuál es el motivo para que Will Smith y Ang Lee hayan decidido participar en el proyecto? La respuesta posiblemente esté en los tres o cuatro logos de productoras asiáticas que aparecen al comienzo de la película. Es difícil decirle no a un encargo cuando viene repleto de billetes. Sobre todo cuando algún gigante de la tecnología quiere dar a conocer su producto… De hecho la película ha sido vendida como un nuevo hito dentro de los efectos especiales y el 3D. En la promo puede leerse que Ang Lee tardó nueve meses en rodar un combate entre las dos versiones del protagonista. O por ejemplo que la película se ha rodado a 120 fotogramas por segundo, dando a la acción y movimientos un nuevo enfoque pocas veces visto. Y sí, a nivel técnico no se puede reprochar nada, pero parece que se quedaron sin dinero para escribir un guion mínimamente interesante. Proyecto Géminis es una mezcla de elementos de películas de acción y ciencia ficción que suelen funcionar. Un poco de John Wick, Polar, Blade Runner, El sexto día y Terminator. Todo junto y mezclado (sin mucho orden) da como resultado una película que se mueve por el terreno cómodo de lo que otros han contado ya: un asesino a sueldo (Will Smith), demasiado mayor y cansado de una mala vida, decide retirarse. Pero esto no le va a resultar tan fácil, pues tendrá que enfrentarse a un clon suyo, mucho más joven y letal. El problema de Proyecto Géminis es que la historia que busca dar unidad a todos esos elementos es demasiado aburrida y artificial. Todo tiene demasiada pretenciosidad y adorno. La cinta es mucho mejor cuando se limita a ofrecer tiros, persecuciones y todo tipo de explosiones. Es decir, cuando pierde el miedo a definirse como una simple ensalada de tiros al servicio del pochoclo. Sin embargo cuando busca la seriedad, para explicar la historia de ciencia ficción que la define, acaba resultando pesada, aburrida y hasta cargante. Proyecto Géminis necesita más libertad y locura y menos diálogos filosóficos. Un ejemplo lo tenemos en el personaje interpretado por Clive Owen, que no se sabe muy bien qué hace en la película, pero que no para de soltar sentencias lapidarias que no van a ningún lado. Si la película puede llevarse un aprobado raspando, o más bien un suspenso alto, es gracias al trabajo y a la simpatía de Will Smith. Casi toda la película se sostiene sobre su trabajo y más o menos consigue salir airoso de un personaje trazado con cuatro líneas de guión. No obstante, como indicaba al principio, me cuesta entender que un actor que ha declarado varias veces que busca un Oscar, se meta en proyectos tan malos, véase también las recientes Bright, Escuadrón suicida o Focus. Debería cambiar de representante. Más allá de su interpretación, la película solo puede destacar por un correcto uso de los efectos especiales y el 3D. Hay alguna persecución y tiroteo bastante espectacular, pero en general nada funciona demasiado bien. También resulta llamativo el Will Smith más joven que ha sido creado enteramente de forma digital. Es difícil darse cuenta que estamos ante un ser humano generado por ordenador. No obstante es lo mínimo que se le puede pedir a una peli que apuesta todo a la tecnología.
Amor por una ciudad. De toda la filmografía de Woody Allen, Un día lluvioso en Nueva York es la que más difícil lo ha tenido para lograr ser distribuida. Tras las críticas provocadas por el movimiento “#MeToo”, la cinta se vio retrasada indefinidamente y con peligro real de no llegar a los cines. Allen demandó a Amazon Studios por 60 millones de Dólares por no estrenar la cinta y romper el contrato que tenían. Finalmente, tras muchos titulares y polémicas, la película ha conseguido ser distribuida en Europa, aunque más difícil lo tendrá en Estados Unidos donde por el momento no tiene fecha de estreno. Todo esto explica que la nueva película del director neoyorkino esté siendo rodada en San Sebastián, con una importante participación y producción española. Pero dejando polémicas a un lado, ¿Es Un día lluvioso en Nueva York una buena película? La respuesta es sí. Incluso podría situarte entre los 15 o 20 mejores trabajos de su extensa filmografía. Es una historia tan sutil, inocente y divertida que es imposible no dejarse atrapar por la propuesta. Woody Allen nos cuenta la historia de dos jóvenes que llegan a Nueva York en un día lluvioso. Una visita exprés que se irá llenando de encuentros y situaciones increíbles. Un punto de partida con el que Allen introducirá sus famosos diálogos rápidos e ingeniosos, personajes neurasténicos y ese humor cínico que ha estado presente en toda su carrera. No estamos ante una nueva Annie Hall/ Dos extraños amantes o Manhattan, pero esta película (la número 50) respira un cierto aroma que la empareja con estas dos obras maestras. Hay mucha nostalgia y blanco y negro en esta película en color. Durante los 92 minutos que dura la cinta nos encontramos con una Nueva York idealizada, bohemia y excesivamente aristócrata. Una ciudad fotografiada (nuevamente gran trabajo de Vittorio Storaro) y filmada con gran amor y en la que sus personajes se mueven por un Central Park y un Soho de cuento de hadas. Allen, con sus casi 84 años, sigue manteniendo la misma forma de rodar y de entender las grandes urbes. En esta ocasión es una visión más nostálgica que de costumbre, parecida a la que nos ofreció en Medianoche en París. Los seguidores de Woody Allen se sentirán entusiasmados por una propuesta que desprende una gran cantidad de clasicismo y de amor (loco) de juventud. Eso sí, todo es maravillosamente ingenuo e inocente. Cualquier tiempo pasado fue mejor podría ser el subtítulo de esta película. No es ningún descubrimiento decir que Allen es un gran director de actores (véase el ejemplo de Penélope Cruz). Uno de los grandes pilares de esta película es un reparto coral que funciona y se complementa a la perfección. Empezando por un magnífico Timothée Chalame que, manteniendo el gran nivel que ya demostró en Call me by your name, construye un personaje bohemio y muy divertido. Una especie de Woody Allen de 20 años que disfruta de los piano bar, el champán y el póquer. En la parte femenina Elle Fanning está fantástica en el papel de periodista inocente y seductora. Selena Gómez, Jude Law o Diego Luna completan un reparto que hace grande a la historia. En conclusión una película muy interesante dentro del mundo de Woody Allen. Su fórmula se mantiene igual de viva que siempre. Cine con nostalgia de calidad.
Monstruos de entrecasa. Los Addams vuelven a los cines con una película que apunta casi exclusivamente a un target infantil. Una apuesta por el buenísimo y la corrección le restan todo el carisma a unos personajes a los que queremos precisamente por eso, por ser políticamente incorrectos y oscuros. Plan infantil para este Halloween 2019 con la adaptación animada de las míticas viñetas creadas por Charles Addams en 1933 para The New Yorker. Dirigida por Conrad Vernon y Greg Tiernan, responsables de La fiesta de las salchichas (2016), el resultado final de Los locos Addams (2019) en su versión animada no puede ser más frustrante y descafeinada. Los amantes de esta siniestra y sádica familia no podrán salir más decepcionados por el resultado final de la cinta. En esta crítica de la película de animación hay que dejar claro que tan sólo logrará hacer felices a los más pequeños de la familia, para el resto de público sus 89 minutos de duración (estirados como chicle con versión karaoke del tema principal de su mítica banda sonora) se convertirán en una verdadera eternidad; la palabra que definirá nuestro estado al salir de la sala no será otro que aburrimiento. Quizá estemos ante un proyecto aún peor que el de Hotel Transilvania, de la cual a priori esperábamos aún menos y no llevábamos expectativas. El guion no se sostiene por ningún lado, casi se puede decir que no va de nada; simplemente es el resultado de querer incluir un par de ideas en el cóctel principal sin saber muy bien cómo enlazarlas entre sí. Una auténtica lástima porque estos personajes por sí mismos ya tienen un gran potencial. En la versión original doblan a los protagonistas celebridades como Charlize Theron, Oscar Isaac, Bette Midler o el cantante Snoop Dogg (quien también colabora en la banda sonora, y en quien se han inspirado para el diseño del tío Cosa, uno de los personajes secundarios de los Addams). También podremos disfrutar de Dedos, y el efectivo y gigantesco amo de llaves Largo. El tema del diseño de personajes tampoco es mejor… Los locos Addams se libra de la catástrofe gracias a que se ha seguido, casi calcado, la representación de Los Addams de las viñetas originales. Lo peor es el mundo y los personajes que rodean al vecindario happy-power de nuestros siniestros y amados personajes. Un diseño poco o nada atractivo, casi realizado con desgano, no deja en muy buen lugar a la parte “animada” de la cinta, casi llegando a ofender en un proyecto de estas características. Los locos Addams en su versión animada resulta de lo más decepcionante y aburrida para el público adulto y para los amantes de estos peculiares personajes. La ausencia de guion, la falta de gags en unos personajes tan propicios a la risa, el erróneo diseño del vecindario conflictivo de Los Addams, entre otros motivos, harán que según salgamos de la sala queramos ponernos inmediatamente el dvd del filme de 1991 para quitarnos el mal sabor de boca. Recapitulando, podemos decir que estamos ante la versión infantil del filme de los 90, con una duración asumible y donde la calidad de facturación es, como no podía ser de otra manera, impecable, aunque no es precisamente la mejor cinta de animación del año...
Una secuela que supera a la original En esta secuela y empleando el característico sentido del humor del que hizo gala Zombieland, el grupo de protagonistas tendrá que viajar desde la Casa Blanca hasta el corazón de los Estados Unidos, sobreviviendo a nuevas clases de muertos vivientes que han evolucionado desde lo sucedido hace algunos años, así como a algunos supervivientes humanos rezagados. Pero, por encima de todo, tendrán que tratar de soportar los inconvenientes de convivir entre ellos. Tras un tiempo sin ver al equipo, no sólo ellos han madurado y evolucionado, sino que los zombies también han evolucionado y veremos cuatro tipos: el primero de ellos es el “Homer” Este zombi tiene sobrepeso, es lento y tiene la inteligencia de una piedra, lo que le lleva normalmente a morir de una forma horrible. Los Homers sólo buscan sangre y no les importa su propia vida, es un zombi estúpido vamos; en segundo lugar tenemos a los “Hawking” que es el zombi pensante. El nombre está basado en Steven Hawkings, estos zombis han evolucionado y son los más listos y con más recursos. Desde usar ojos humanos para escáneres de retina o directamente siendo más listo que tú, los Hawkings te ganarán al Scrabble, diseñarán una app que te robe todo el dinero y después te cenarán. En tercer lugar, tenemos al “Ninja” Este zombi de incógnito aparece de la nada. Tiene grandes reflejos, los Ninjas son ligeros y rápidos, los velocistas olímpicos y gimnastas del reino zombi y por último tenemos al cuarto tipo conocido como “T800” estos tipos son terroríficos, implacablemente destructivos, y resistentes al Mata y Remata. Son muy duros de matar y siguen levantándose, lo que los hace no sólo duros de matar, sino complicados de anticiparte a ellos. Esta secuela es una película que demuestra el dicho “Para qué cambiar lo que funciona” y aunque hay momentos dentro del filme que recuerdan mucho a la primera entrega, hay que destacar las grandes dosis de humor que nos ofrece esta nueva entrega de Zombieland, a parte de las nuevas incorporaciones que más tarde comentaremos, pero que también están geniales sobre todo una de ellas. Mientras que la primera película se centraba en cuatro solitarios en la carretera a través de un apocalipsis zombi, que les acabaría convirtiendo en una improvisada familia, la segunda se centra en mantener a esa familia junta. Al igual que la primera película, los guionistas y el director nos presentan un mundo terrorífico y destornillante. Lo más importante para que una secuela funcione es que sus protagonistas a parte de madurar y evolucionar se hayan convertido en una familia en la que -pase lo que pase- siempre estarán juntos, éste es uno de los aspectos que hacen que la película funcione porque la química es la misma tanto en pantalla como en la vida real. Además, también podemos ver cómo el miembro más pequeño del grupo abandona el nido para emprender su propio viaje, pese a que se da cuenta de que no es lo mismo sin su familia y los necesita, aunque ella misma crea que puede avanzar sola y hace que el espectador empatice mucho con su decisión. Por otro lado, también hay que destacar que la forma de matar a los zombies es mucho más sofisticada y salvaje que su antecesora consiguiendo muchas más risas, demostrando además que tienen que ser mucho más letales para poder sobrevivir y siempre haciendo caso a la #Regla Nº2: MATA Y REMATA. Podemos decir que las dos películas de Zombieland son una guía improvisada o manual de supervivencia ante un posible apocalipsis zombie, que porqué no podría ocurrir y entonces qué mejor que este tipo de cintas para ayudarnos a prepararnos para el futuro. Con el director Ruben Fleischer, los guionistas Rhett Reese y Paul Wernick consiguieron que con “Bienvenidos a Zombieland” la película se convirtiera en un éxito de crítica y de taquilla con un género nuevo denominado “Zomedia”, es decir, mezclar zombies y comedia. Ahora, una década después vuelven para seguir mostrándonos cómo hay que matar a los zombies, aunque la evolución de los personajes y de los zombies es más que considerable. Uno de los mejores momentos de la cinta son los dos homenajes que los guionistas han metido dentro de la película consiguiéndose burlarse de la primera entrega a través de unos personajes calcados a Columbus y Tallahassee, y de una de las series de zombies más importantes de la televisión como “The Walking Dead”. A nivel interpretativo tenemos que destacar de primera mano a los cuatro protagonistas que están increíbles y hay que dividirlos en dos partes: primeo tenemos a Columbus y Wichita, se han hecho pareja en el dormitorio Lincoln, pero mientras Columbus está preparado para dar el siguiente paso, Wichita es una solitaria de corazón y duda sobre su vida doméstica. Por otro lado, tenemos a Tallahassee, mientras se ha convertido en un miembro de la familia a regañadientes y en la figura paterna de Little Rock, quien se ha convertido en una joven mujer. Estando en plena adolescencia, Little Rock ansía conocer a gente de su edad y quiere volar del nido y empezar a vivir su vida. Los que dicen que las segundas partes no son buenas, con Zombieland 2 no se cumple porque es mejor que su antecesora, aunque con la exitosa esencia de la saga, añadiendo algunos aspectos más a la trama como la familia, el romance o más acción, consiguiendo risas aseguradas de principio a fin. También hay que destacar que la sangre, las explosiones o la pirotecnia están muy bien. En definitiva, Zombieland 2 es una secuela de lo más digna, mucho más divertida que su antecesora, pero aunque la esencia de la saga siga latente es bastante mejor que Zombieland porque vemos la evolución no sólo de los zombies, sino también de la familia formada por los cuatro protagonistas y con unas nuevas incorporaciones que dan muchas risas y grandes momentos.
Una montaña rusa de emociones. La nostalgia se puede explotar de dos maneras bien diferenciadas: apelando al homenaje más complaciente y respetuoso, o reinterpretando el material para obtener un producto nuevo. Aunque durante los últimos años Disney ha optado siempre por apegarse a la primera opción, en su haber tenía una joya dormida. Una saga que ya había funcionado bien en su primer intento, pero que por razones desconocidas, había quedado relegada en favor de las conservadoras cintas supeditadas al paraguas de la corriente live-action. Cinco años después de aquel experimento en el que Angelina Jolie sorprendía al mundo, la factoría de Burbank recupera la fantasía de La Bella Durmiente para seguir expandiendo su propia versión de la historia. Esta vez ya, sin ningún tipo de ataduras creativas ensombrecidas por el legado del clásico. Vuelve la villana de gran corazón, la princesa naif, y el príncipe aguerrido manipulado por una humanidad tan torpe como destructiva. Maléfica: Dueña del Mal no es un salto lateral hacia otros derroteros narrativos, sino una secuela que demuestra una continuidad en el desarrollo de sus personajes, pero que aboga por una trama mucho más ambiciosa y compleja. Resulta sorprendente que para esta tarea de notable dificultad, el estudio apostara por un cineasta con menos experiencia que el elegido para labrar la primera entrega. Y sin embargo, el resultado no podía ser más satisfactorio y efectista. El noruego Joachim Rønning viene a sustituir al veterano Robert Stomberg (fogueado en el rubro de los efectos visuales en producciones como Capitán de mar y guerra y Alicia en el País de las Maravillas) en la que resulta ser su primera gran superproducción. Cierto es, que su predecesor solo contaba con recorrido en departamentos visuales cuando dirigió la cinta de 2014, pero el novato viene a debutar con la dudosa Piratas del Caribe: La venganza de Salazar en su haber. La vena más explícita de cineasta, se traduce en una cinta menos abocada a lo visual y más volcada a lo narrativo. Es ahí donde la secuela gana enteros con respecto a su homóloga. El guion maniqueo y predecible de entonces, viene a ser continuado con un libreto repleto de matices, subtramas, y trazas políticas que dibujan un producto mucho más versátil. Sin la obligación de introducir a nadie ni nada, Ronning tiene las manos libres para cocinar un producto con dos naturalezas distintas pero bien complementadas. Mientras Linda Woolverton (La bella y la bestia, El Rey León) repite en su posición de guionista aportando coherencia y continuidad, el cineasta se arroja hacia senderos de corte más adulto con la ayuda de Micah Fitzeman-Blue y Noah Harpster. Aquí los nombres son más importantes de lo que parece. Y es que, Maléfica: Dueña del Mal consigue ser una experiencia transversal gracias a la unión de todas sus voces. Salimos de esa reconstrucción de la fábula animada que ponía en el centro del escenario a la villana, a un escenario gris, donde es complicado juzgar las acciones de los personajes sin tener en cuenta el contexto. Una justificación barata sirve para que el personaje de Jolie vuelva a la casilla de salida, ocupando su papel de antagonista a ojos de los seres humanos. No importa que salvara a Aurora (Elle Fanning) ni que mostrara bondad, porque en esta ocasión quien se encargará de sembrar el odio y el terror no es ella. Michelle Pfeiffer, quien interpreta a la Reina Ingrith, se come tanto al reparto de principales como al de secundarios, con un personaje arrollador y deslumbrante. Su veteranía se deja saborear en cada uno de las escenas, pero esto no podría lograrlo de no ser por la nueva deriva de la trama principal. Han pasado cinco años desde que Maléfica despertara a Aurora de su letargo, y durante ese tiempo las leyendas y las informaciones sesgadas han ido dibujando la imagen de monstruo que parecía haber dejado atrás. Mientras ella vive en paz sobrevolando la Ciénaga, Aurora se encarga de gobernar la zona desde tierra. Su relación, pese a ser algo disfuncional, se mantiene apegada a una maternofilial abierta a la empatía de los espectadores. De hecho, es la humanidad que transpira esa unión la que termina desembocando en el nudo principal de la secuela. La villana volverá una vez más a sacrificar sus convicciones para demostrarle cariño a su “hija”, aceptando su matrimonio con el príncipe Phillip (Harris Dickinson). Una unión, que pese a nacer del sentimiento más honesto, carga también consecuencias políticas. ¿Dos reinos en uno? Pese a que la primera mitad del metraje está protagonizado por un elegante pastiche de tramas palaciegas y conspiraciones familiares, Ronning nunca termina de desprenderse del binomio clásico bien-mal. La Ciénaga y todas sus criaturas siguen representando las fuerzas positivas, las figuras hacia las que el espectador puede acercarse sin cuestionarse sus propios valores éticos. Los humanos continúan ejerciendo ese papel manipulador y egoísta con el que tanto se le ha representado en los materiales de historia. Ese maniqueísmo está presente también en la danza maquiavélica que dispone la reina. En una máxima constante de “tú o yo”, donde no caben matices ni posiciones intermedias, y de la que termina naciendo una gran guerra entre razas. Esta sigue siendo una película dirigida a toda la familia, claro, y tanto su violencia como sus mensajes están masticados hasta la saciedad. Cosa que no impide toparse con alguna que otra sorpresa. Empezando por una nueva raza que no mencionaré para evitar spoilers, y siguiendo por una gran escena bélica en la que se suceden todo tipo de estrategias militares bañadas por grandiosos efectos especiales. A pesar de contar con una duración notablemente superior a la de la primera entrega, Maléfica: Dueña del Mal nunca cae en el tedio ni la reiteración. Su ritmo es irregular pero nunca supone un obstáculo para el desarrollo de la historia. Es lenta y dramática cuando busca arrancar, pomposa y elegante cuando presume de escenarios, y grandilocuente a la hora de hacer ruido. No destaca de manera especial en ninguno de esos apartados, pero todos los factura con una gran soltura y fluidez, haciendo de la experiencia una montaña rusa de emociones muy interesante. Quizás sea por Pfeiffer, o por la escala de los acontecimientos, pero en esta ocasión la secuela sí cumple con su obligación de superación y aporte. ¿Es todo perfecto? No exactamente. La secuela tiene alguna que otra arista que le impide alcanzar la excelencia. Arrastra todavía un reparto de secundarios demasiado extenso que impide repartir el tiempo en pantalla de manera equitativa. Las escenas encabezadas por las criaturas de la Ciénaga, o por el cuervo Diaval (Sam Riley) no aportan realmente nada al conjunto, y suponen más un tedio que una oportunidad para respirar ante tanta tensión contenida. La banda sonora, en la línea con otras producciones de Disney, sigue navegando mares de intrascendencia; ocupando un mero papel funcional que no alberga ni grandes fanfarrias ni melodías memorables. Y el baile que Jolie emprende entre tanto traje y efecto especial no siempre alcanza un resultado creíble frente al conjunto. Ahora bien, todo ello no son más que pequeños defectos en una película increíblemente entretenida. Maléfica: Dueña del Mal sigue sin igualar el magnetismo de los clásicos de la factoría, ni logra canalizar la maldad que pretende desprender con su protagonista, pero camina por senderos de éxitos asegurados. Caminos alejados del fanservice de otras producciones más apegadas a la nostalgia, que invitan a pensar en soluciones más creativas para otros proyectos. Angelina Jolie no siempre volará alto, y no terminará nunca de ser la madre perfecta, pero es el claro ejemplo de que es posible otro tipo de acercamiento a los clásicos.
Un homenaje al personaje. Desde su debut en 1982, la saga de Rambo, con su protagonista Sylvester Stallone, se ha convertido en una de las más icónicas franquicias de películas de acción de todos los tiempos. Atrapado por los recuerdos de Vietnam, la legendaria máquina de combate y ex boina verde, conocido como John Rambo, ha liberado a prisioneros de guerra, rescatado a su comandante de los soviéticos y liberado misioneros en Myanmar. Casi cuatro décadas después de introducir al personaje en First Blood, Sylvester Stallone vuelve como uno de los mejores héroes de acción de todos los tiempos. John Rambo deberá confrontar su pasado y desenterrar sus despiadadas habilidades de combate para vengarse en una misión final. Un viaje mortífero de venganza, Rambo: Last Blood marca el último capítulo de la mítica saga. Todos conocemos lo que ha sido para muchos John Rambo, quizás el más popular héroe de acción de los últimos 20 años, pero ya va siendo hora de que se jubile porque la edad no perdona y se nota durante toda la película. Eso no quita que desde el comienzo de metraje Stallone logre que empaticemos con su personaje de principio a fin. Siempre hemos visto al Rambo más letal, sanguinario y violento, pero ahora es la primera vez que vemos a Rambo en un ambiente familiar y la vez que más cerca lo hemos visto de sentirse como en un hogar en mucho tiempo. Esa vida hogareña nos muestra un aspecto que no habíamos visto antes en la franquicia. Este veterano de guerra no puede superar su trastorno de estrés postraumático y todo aquello fuera de su alcance. Así, entiende que la vida, en sí misma, es una batalla y, a pesar de estar en casa, él sigue a merced de eventos que no puede controlar y evitar. Para ayudarle a superar los peligros de ser un veterano, crea una serie de túneles laberínticos y un búnker debajo del rancho donde duerme, se relaja y guarda sus pocas pertenencias y recuerdos. Es donde Rambo se siente seguro, aunque sea parcialmente, como en una trinchera. Ahí es donde puede liberar sus demonios. Los túneles son su propio infierno porque le traen recuerdos de sus años de combate y de sus misiones más recientes. Stallone dice que sirven como una especie de terapia indicada para esos recuerdos momentáneos de guerra que experimenta su personaje. Al principio sólo tienen sentido para él, pero al final de la película cumplen un propósito. La película tiene una clara estructura donde vemos la transformación de Stallone, en la primera parte en la que está viviendo una vida tranquila en un rancho alejado de los traumas del pasado y viviendo una paz que pronto será perturbada. En la segunda parte, un acontecimiento altera su tranquilidad, tendrá que tomar partido de nuevo trasladándose a México donde vemos algunas imágenes muy duras y bastante crueles poniendo el foco en el tema de la trata de blancas. Por momentos se padece con lo que se está viviendo y con las imágenes que muestran la dureza de este tema. Hay tramos de esta segunda parte del filme que recuerda mucho a otras películas como Blood Father o Venganza, con el héroe que tiene que mostrar sus habilidades de héroe de acción. Por último, tenemos la tercera parte de la película donde vemos al John Rambo más letal y sanguinario de toda la saga, donde la acción se traslada a los túneles que tiene creados bajo el rancho. Las muertes se suceden en un espectáculo de sangre y una variedad de estilos sólo al alcance de un maestro de la violencia que no nos sorprende porque vemos al hombre que entrenaron para matar, y vaya forma de matar a sus enemigos, porque vemos a un asesino bien entrenado y sin una gota de piedad por el enemigo. Solo y dispuesto a hacer el máximo daño posible, algo que consigue con creces. Hay que decir entonces que el final no es nada sorprendente. El director de esta película, la última, es Adrian Grunberg, que consigue mostrar un John Rambo que va de menos a más durante los 99 minutos que dura el metraje, pero nada sorprendente. A nivel interpretativo tenemos que destacar a Sylvester Stallone que vuelve a ser John Rambo en el que vemos una transformación que pasa de la tranquilidad a la violencia tras los sucesos ocurridos a un ser muy cercano, pero cuando se pone en modo letal le vemos más sanguinario y violento que nunca, con una sucesión de escenas muy espectaculares que recuerdan mucho a los orígenes de los personajes. Por otro lado, tenemos a la parte española de la cinta encabezada por Sergio Peris-Mencheta en el papel del villano de turno, junto con otro secundario español como Oscar Jaenada como capos de una banda mexicana de drogas y trata de blancas, pero que no son capaces de tumbar a John Rambo. El trío español lo completa Paz Vega, en el rol de una periodista que sigue la pista de la banda de los dos españoles anteriores y que ayudará al protagonista, quien por momentos no encuentra consuelo y salvación en nadie y el personaje de Paz Vega le hace volver a recuperar su verdadera esencia. En definitiva, Rambo: Last Blood es el capítulo final de la historia del personaje creado por el novelista David Morell. Si bien no aporta nada novedoso, consigue enganchar al espectador con un tercer acto brutal e impiadoso, donde Stallone entrega lo que todos los fans esperan siempre de él: un cierre de saga espectacular.
Retrato de un loco. Guasón es la historia magistral de un enfermo mental. Me gustaría dejarlo claro desde el principio ya que no estamos ante una nueva película de superhéroes y villanos dentro del universo DC. Joaquin Phoenix construye un marginado, un paria, que se ve rechazado sistemáticamente por la sociedad. Sus carcajadas nerviosas y burlas no son más que el resultado de la esquizofrenia y la falta de una correcta medicación. “Los hombres como tú no interesan al sistema” le confiesa la psicóloga de un centro médico en un momento de la película. Es decir, estamos ante la cronología y caída de un desequilibrado mental en un mundo ruidoso y violento que no comprende. Todo lo demás es adorno. Un adorno muy elaborado, pero solo eso. Poco importa que por la película desfilen los padres de Bruce Wayne o que todo se desarrolle en una Gotham caótico. Este Joker está más cerca del Travis de Taxi Driver que de la franquicia de Batman. Los espectadores que vengan buscando acción y efectos especiales se sentirán muy defraudados. Todd Phillips dirige un relato brutal y visceral sobre el ocaso de un hombre y la caída de la civilización. Nada tiene que ver con el tono sencillo y ameno de sus anteriores trabajos (Véase la trilogía Qué pasó ayer?), Guasón es una película madura, seria, que se toma muy en serio desde el comienzo y en la que nada parece sobrar. Chistopher Nolan definió a Batman como un vigilante oscuro y adulto dentro de un mundo mucho más real. Todd Phillips mantiene esa línea y la desarrolla hasta sus máximas consecuencias. Propone además algunas reflexiones muy interesantes sobre la actual lucha de clases y decadencia que vive la sociedad. Es una cinta muy actual en su discurso político y funciona muy bien como espejo de la espiral de violencia y cinismo que vivimos. Guasón es una película redonda en muchos sentidos. Todo confluye por sus dos horas de duración con una absoluta normalidad. Phillips le da además a la historia un tono ochentero e icónico que la acaba definiendo como un clásico. Hay muchas escenas, la mayoría ya presentes en el tráiler, que pueden convertirse en iconos modernos. En este sentido funciona muy bien la banda sonora a cargo de Hildur Guðnadóttir, que transmite una sensación de ahogo y locura en cada plano. El resto del reparto está muy bien, como ese locutor sin escrúpulos interpretado por un convincente Robert de Niro (Travis está muy presente en cada plano). Todo la película se sostiene sobre un Joaquin Phoenix en estado de gracia. El actor perdió más 20 kilos y estuvo trabajando durante meses para dar vida a este personaje. El resultado es un hombre demacrado, en los huesos y lleno de dudas que deambula por la pantalla como si de un muerto viviente se tratara. Una creación que le define como uno de los mejores actores del panorama y le sitúa en un nuevo rango como actor. Raro será que no se lleve el Oscar, aunque realmente da lo mismo. Es un personaje con el que pasará a la historia. Es el Joker más intenso y visceral creado hasta la fecha, superando con creces al de Heath Ledger. La clave es que este “villano” no es cruel o despiadado por esencia, sino como fondo de su enfermedad. Es además un hombre que quiere ser amado y comprendido pero que no entiende cómo funcionan los sentimientos. La propia sociedad le dará la espalda antes de que pierda definitivamente la cabeza. Una esquizofrenia que podemos seguir y entender y que acaban humanizando y definiendo al personaje. La sonrisa, la mirada o esa carcajada nerviosa son el resultado de un hombre que no está medicado. Finalmente este Joker puede competir en presencia con villanos de la talla de Norman Bates, Darth Vader o Hannibal Lecter. En definitiva la película funciona muy bien gracias a que se aleja del universo de Batman. Es una historia independiente y su éxito radica en que nos ofrece un mundo nuevo lleno de posibilidades. El León Oro ganado en Venecia la define como una rareza destinada a ser una película de culto.
El príncipe destronado. Las prisas suelen ser malas consejeras. La confusión de lo inmediato, de lo más próximo y cercano, de aquello que comúnmente es tildado de «rabiosa, palpitante actualidad» con la fotografía instantánea, con la polaroid de la realidad política y social circundante, suele conducir a sonoros fracasos, a vertiginosas derrotas en ese afán por retratar la escurridiza y lábil realidad. Sirva como ejemplo la última película del director de Stockholm (2013). Desde el inicio de la última crisis económica, allá por el lejano 2008, se han renovado las proclamas respecto a la necesidad de que el Arte, en especial la literatura y el cine, se hiciesen eco de las funestas consecuencias que trajo consigo la debacle de la economía. En el fondo, un apéndice más de la recurrente exigencia de realismo, término con el que se pretende reflejar estéticamente las carencias intrínsecas a las modernas sociedades burguesas. Literatura y cine social son conceptos que desde los años cincuenta del siglo XX se aventan cada equis tiempo. Obviamente, el empeño realista responde a una posición política de transformación y de compromiso: recuérdense las Conversaciones en Salamanca. Desde el espejo sthendaliano hasta el deformante espejo valleinclaniano el arte ha cumplido su función especular. No así esta película de Rodrigo Sorogoyen, al cual el prurito de denunciar, de incidir con su armamento artístico sobre la realidad política de la España más inmediata lo conduce a un atolladero en el que se regodea y del que no sabe salir. Un arranque prometedor (un plano secuencia del protagonista frente al horizonte marino y su seguimiento al interior de un restaurante donde se está celebrando una comida con unos comensales-compinches en sus correrías políticas) se va diluyendo a medida que la trama se desenvuelve. La fuerza y el brío iniciales se agotan nada más se enciende la mecha crítica: ya la comida inicial adolece de cierta burda puesta en escena, por lo tópico y por lo elíptico. El guionista Sorogoyen le ha hecho un flaco favor al director Sorogoyen: el recurso al circunloquio, a la perífrasis y a la alusión de una realidad tan obvia por inmediata y sabida gracias a los medios de comunicación que la han retratado (y en ello siguen) comporta para el espectador una carencia de asideros. El director considera que la trama política que intenta mimetizar con imágenes es tan nítida y conocida por el espectador que no necesita perfilar su trama narrativa: ni los mimbres dramáticos de la historia ni el carácter psicológico de los personajes. Sorogoyen espera que la realidad le haga la faena y renuncia o no acierta a representar tal realidad. Para compensar ese desequilibrio (imposible de lograr), imprime a su relato un aparente ritmo vertiginoso, una sucesión de secuencias que se convierten en diferentes flashes diegéticos que han de hilvanar una trama que no consigue embastar en modo alguno. Tanto griterío, tanta ostentación hortera, tanta chabacanería se quedan en meros reflejos hueros, en estampas casi periodísticas, pero sin fondo dramático. Por mucho que los personajes no paren, se muevan constantemente; por mucho que la cámara en mano los siga y persiga, los atosigue y los acogote literalmente, con esa profusión de primeros planos, de tal acoso sólo se extrae una sensación de repetición innecesaria, de redundancia contraproducente, cansina; un pleonasmo que muestra que la trama narrativa no existe como tal, queriendo ser suplida por la mostración obscena y descarnada (?) de la trama de corrupción política. Una música omnipresente subraya machaconamente este putativo ritmo frenético, aunque en realidad sirve de relleno al vacío que se empieza a escapar por todos los poros de la pantalla. Inopinadamente, tal pautado musical desaparece a mitad de la historia, cuando el naufragio narrativo discurre en paralelo con el inicio del declive, de la supuesta bajada a los infiernos, de la caída del protagonista. El enclenque guión fía su sustento en la figura del político protagonista, un remedo de príncipe destronado, interpretado por Antonio de la Torre, eficiente y eficaz como casi siempre, pero incapaz de dotar de significado y vida a un personaje apenas perfilado y cuya centralidad es el foco desde donde se narran los hechos. Su parquedad expresiva dota al personaje de cierta solera, pero no tiene fuerza suficiente para amasillar todos los huecos en la pantalla. Es más, cuando el personaje pierda los estribos (empieza a chillarle a su mujer), cierto manierismo se adueña del actor, cuyos gritos nos remiten a aquel otro personaje que interpretaba en Gordos (2009), de Sánchez Arévalo, cuyos estallidos de histeria canalizaban una violencia soterrada y contenida. Las explosiones de violencia del personaje de Antonio de la Torre pecan de dicha histeria. En un momento dado, cuando director-guionista se apercibe de que su historia no tiene más recorrido, de que aquello ya no da más de sí y de que ni ha desplegado un relato de denuncia coherente ni sabe cómo clausurarlo, hay un volantazo diegético y convierte al político corrupto y acorralado en una especie de agente secreto capaz de hazañas de superhombre para intentar evitar lo inevitable. De cine político pasamos al thriller, con persecución incluida. Ni José María Pou ni Ana Wagener ni Nacho Fresneda ni Bárbara Lennie (que ya venía de ser vapuleada por el director iraní Farhadi en Todos lo saben) pueden aportar un granito de talento a este entramado en descomposición permanente. Parece como si la corrupción política que se quiere exorcizar se haya apoderado mefistofélicamente de su retrato. Esa España del año 2008 no será recordada precisamente gracias a este filme.
Terror sin llegar a pesadilla. Escrita y producida por el cineasta mexicano Guillermo del Toro (Oscar a la Mejor Pelicula y al Mejor Realizador en 2018 por La forma del agua), la película Historias de miedo para contar en la oscuridad (Scary stories to tell in the dark) está inspirada en la serie de libros de terror, destinados a un público juvenil, publicados por el periodista y escritor Alvin Schwartz entre 1981 y 1991, que tuvieron una excelente acogida en los países anglófonos gracias, entre otras cosas, a las ilustraciones de Stephen Gammell: sombríos dibujos en blanco y negro de cadáveres, esqueletos, ratas, espantapájaros y cuerpos heridos como sueños descompuestos. La película combina momentos de media docena de las más populares historias de Schwartz, en una mescolanza que se sitúa en Pennsilvania, en el otoño de 1968. La joven Sarah Bellows, quien vivió secuestrada por su familia en una habitación secreta de la mansión familiar en el pueblo de Mill Valley, tuvo una existencia torturada y conoció terribles secretos que dejó escritos, aparentemente con sangre, en un cuaderno que -muchos años después pero en una época, 1968, en la que todavía no existían ni Internet ni los teléfonos móviles lo que de alguna manera garantiza una cierta “pureza” en las relaciones de convivencia en una localidad pequeña- un grupo de adolescentes encuentra en una noche de Halloween en que decide tomar por asalto la casa abandonada. Las terroríficas historias que allí se relatan se convierten en reales a medida que los chicos las van leyendo, liberando las fuerzas del mal que se esconden en sus páginas, que se siguen escribiendo solas provocando una cadena de muertes. Los chicos deberán ser capaces de vencer sus temores para salvarse, salvar a los demás habitantes del pueblo de las extrañas criaturas, y poner fin a la carnicería. Con todos los ingredientes habituales –casa encantada y oscura, laberíntica y llena de secretos, disfraces de muertos vivientes, fantasmas del pasado que han venido a vengarse, zombies resucitados…- y el nacimiento de una historia de amor entre los jóvenes actores Zoe Colecte y Michael Garza, Historias de miedo para contar en la oscuridad está dirigida por el inconformista realizador noruego André Øvredal (La Morgue, Trollhunter), suficientemente acreditado en el género. Escasamente original y muy básica en su argumento, con mucha dificultad para conectar con los personajes pero bien realizada y bastantes convincentes los “monstruos”, la película reúne suficientes elementos –empezando por el equipo de los autores (escritor, realizador, productor)- como para llenar un rato de esparcimiento sin más pretensiones que reunir “casualidades” para conseguir inquietar al espectador y, quizá, rendir un homenaje personal a aquellos cineastas de los años ochenta con cuyas películas crecieron los responsables de estas Historias de miedo para contar en la oscuridad que, lo confieso, a mí no me han dado ningún miedo.
Clase maestra. Muy próxima a su última producción cinematográfica (Rostros y lugares, 2017) y a su propio óbito, la cineasta Agnès Varda (con el soporte y la ayuda de su hija) aún consigue arañar tiempo a la Parca para establecer su testamento cinematográfico, para ofrecer a la inmensa minoría cinéfila cuál ha sido su concepción del Arte en sus diferentes concreciones: cinematográfica, fotográfica, pictórica…, pues el cine es una herramienta más con la que Varda se ha enfrentado a la ardua tarea de retratar algo tan esquivo y escurridizo como la realidad, como la vida cotidiana, como la naturaleza por la que ambas discurren. Varda pertenece por derecho propio (y por contumacia y coherencia artísticas) a una corriente transgresora y vanguardista que se esforzó por romper las estrechas costuras del modelo canónico de representación para ensanchar y ampliar y dar cabida a todo un segmento de la realidad que había sido orillado por no connotar estilo, belleza, Arte. Deudora del impulso de las vanguardias históricas de entreguerras, ella y toda una generación de jóvenes cineastas europeos (italianos y franceses mayoritariamente, neorrealistas y nouvellevaguistas) se apropió del séptimo arte para llevar a cabo una labor de desnudamiento, de desretorización del modelo de representación hollywoodense, con la vista puesta en edificar nuevos edificios más sencillos, más minimalistas, más cotidianos, frente a los rascacielos de un cine industrial y genérico cuyo mayor empeño era la evasión y el beneficio económico. Obviamente, esta nueva perspectiva, esta especie de realismo crítico, respondía a una visión más o menos marxista, en cualquier caso transformadora e inconformista con el statu quo de los años cincuenta. La batalla teórica y práctica con el concepto de realidad adquiría nuevos bríos. En paralelo con ese salir a la calle, con ese asomarse a lo más práctico e inmediato que circunda la mirada del director para apropiárselo e intentar reflejarlo, surge la reflexión sobre los mecanismos más adecuados para alcanzar tal empeño especular. El metalenguaje adquiere carta de presentación no sólo como discurso teórico, sino también como discurso que puede (y debe) ser representado en la pantalla. En esta labor de indagación y buceo y transformación empeñaría Agnès Varda su capital intelectual y emocional. Había que mostrar los entresijos estilísticos y retóricos del cine como arte icónico de representación por excelencia, denunciar sus manipulaciones, trucos, falsedades, todo el entramado y la cocina preexistentes de los que precisa, no para denunciar su falsedad, sino para construir un nuevo modelo que tuviese en cuenta, que diese cabida a esa opacidad que se esconde tras la transparencia. Este autorretrato es un ejemplo consumado y aquilatado del modo de hacer cine, mejor, de la cosmovisión artística de Agnès Varda. Este documental-película está articulado como una especie de master class que la propia artista imparte desde… el escenario de sendos teatros, arrellanada sobre la arquetípica silla de director con su nombre inscrito en el respaldo de la misma. Con un formato de diálogo relajado, en la primera parte conversa con su antigua ayudante de fotografía y cámara Nurith Aviv. Varda actúa de cara a un público entregado, ávido de escuchar sus palabras, el relato de su experiencias, para aprender de las mismas (un teatro a la italiana, con jóvenes aprendices del arte cinematográfico), o frente a un público más sofisticado y maduro (y más burgués) que acude al salón de actos de la fundación Cartier para oír la interpretación que la cineasta realiza de sus últimas intervenciones artísticas (de paso se pone de manifiesto el mecenazgo de dicha Fundación y su compromiso con el Arte), mediante una conversación informal con Hervé Chandès, director de dicha Fundación. Estos sendos escenarios tan teatrales constituyen el presente de la narración a partir del cual y a través de sus propias palabras e imágenes de sus filmes (aunque no sólo) Varda ejerce de narradora omnisciente que desgrana su nacimiento al mundo artístico en su natal Bélgica, hasta elucubrar con el diseño y la puesta en escena, al modo de la buena muerte medieval (aquella elegida por el personaje ilustre, rodeado de sus seres queridos y sabedor de la finitud de sus días) que le gustaría para diluirse, entre la bruma, y reconstituirse, al lado del mar, con la Naturaleza. Provoca una sana envidia contemplar la satisfacción y admiración que despierta el trabajo de una mujer que ha dedicado más de setenta años de su vida al Cine, a una entelequia de cine abierto, sin prejuicios ni ataduras genéricas, formales o discursivas. Un cine que ha sido un reflejo de la historia y evolución de un país (Francia), de una lengua (el francés) y de una mirada sobre lo más cercano e inmediato: la calle y la casa natales, cuyo alcance y tratamiento resultan tan válidos como lo más lejano y distante y espectacular. Inventar, crear y compartir, he aquí la tríada cognoscitiva de los que parte Varda para construir su poética personal, aquella en que la ética y la estética son dos variables equivalentes e indisociables en la ecuación del cine moderno. Varda fija el relato de su trayectoria artística y del país que la acogió, a sabiendas que deja zonas oscuras en el visor de la cámara. Se cita y menciona a Godard, sujeto de comparación en sus orígenes; se agradece la labor de Alain Resnais como montador (y consejero) de su primer trabajo; se rinde homenaje al Buñuel vanguardista de El perro andaluz, pero se pasa de puntillas sobre el neorrealismo y no se hace ninguna mención de Cahiers ni de la Nouvelle Vague. Aparece una Francia sin glamour, que escarba entre los desperdicios de un mercado, pero no hay ningún atisbo de esa Francia popular, rural, antieuropeísta por defensora de su más profundo acervo cultural, votante del Frente Nacional. Se realiza, a petición del presidente Chirac, una instalación que rinde culto a los justos (salvadores de los judíos durante su persecución) en el Panteón Nacional, pero no se vislumbra la Francia colaboracionista. En fin, todo un modo de encarar el cine y la vida que parece desaparecer con sus últimos cultivadores, sin que ese país y esa filmografía herederos de su legado sean capaces de emular su ejemplo.