Dentro del vasto conjunto de documentales que se vienen estrenando en nuestro país, “Un día en Constitución” no quedará entre lo más memorable de dicha producción. Es una lástima porque a las bellas imágenes iniciales les faltó, a modo de complemento, un guión más elaborado. Son esos primeros minutos los más interesantes cuando la cámara va recorriendo los lugares característicos de cualquier estación Terminal de ferrocarril con sus puestos de ventas de comestibles, bares, viejas locomotoras, pantallas con anuncios de horarios de trenes y de videos publicitarios. Hasta allí nada inesperado ocurre, salvo que el film irá introduciendo de a poco a varios personajes que uno adivina se irán relacionando entre sí. Es el caso de un hombre mayor que duerme en un recoveco de la estación y a quien otro despierta instándolo a trabajar. El primero toma un instrumento musical, que resulta ser un violín además de su medio de vida. Una chica con rasgos “provincianos” se encuentra con una amiga y un hombre trajeado la mira con insistencia. El espectador pronto adivina cual es su medio de subsistencia. Menos claro resulta el caso de un hombre con portafolio a quien un policía vigila de cerca hasta que, cuando lo persigue por uno de los andenes, le pierde la traza. Hay también una extraña y joven pareja. Cuando él expresa ante cámara: “increíble, estamos en Buenos Aires”, queda claro que se trata de un turista del hemisferio norte. Pero la chica, de acento porteño, de golpe desaparece dejando al extranjero sólo en un banco de la estación. La galería de personajes se completa con una chica que trabaja en un bar, un hombre con bastón acompañado de un cameraman y un grupo de jóvenes entrenando en una especie de gimnasio de boxeo en pleno subsuelo. Además del público y de gente que desfila dentro de la estación con bombos y cánticos contra la conducción de la Unión Ferroviaria. Todo estaba preparado para que algo aconteciera con algunos de las persones antes mencionadas pero lamentablemente hacia el final los esperados cruces de personajes aportan poco interés a la trama. La chica del bar termina de trabajar y se encuentra con el ya no tan misterioso hombre del portafolio. La que acompañaba y aparentemente abandonaba al turista lo vuelve a reencontrar, mientras que el hombre del violín le pide a ella un cigarrillo. Y el día en Constitución termina sin que quede muy claro que quisieron transmitir Juan Dickinson, el director y Enrique Cortés, su coguionista.
Existen dentro del muy frecuentado género del cine fantástico dos vertientes principales. La más habitual contiene a las películas de terror mientras que las de ciencia ficción constituyen una fracción minoritaria pero no por ello despreciable en cantidad. El caso de “Apollo 18”, título original al que la distribuidora local le ha adicionado “La misión prohibida”, podría considerarse un cruce entre ambas categorías. El comienzo hasta podría parecer el de un film documental dado que se le comunica al espectador que la misión Apollo 18 existió y que fue la última de un programa que, años antes, llevó a los primeros y “únicos” astronautas a la Luna. La primera mitad transcurre en verdad con pocos sobresaltos para los astronautas Ben Anderson y Nathan Walter, interpretados respectivamente por el canadiense Warren Christie y el británico Lloyd Owen. Ambos, venidos de la televisión, son poco conocidos lo mismo que el director Gonzalo López- Gallego entre cuyos créditos anteriores figura una película (“El rey de la montaña”), no estrenada en nuestro país pese a que el actor principal es nuestro conocido Leonardo Sbaraglia. Dado que la duración total es de apenas 86 minutos pronto empezarán a ocurrir una serie de hechos extraños, comenzando con inexplicables interferencias en las comunicaciones con Houston. Pero la gravedad de los hechos se potenciará cuando los astronautas descubran una serie de pisadas que como uno de ellos afirma “no tienen sentido” y hasta parecen no pertenecer al género humano. Es en ese momento en que, más que ciencia ficción, se ingresa en la categoría del cine de terror. Dado que se supone que la acción transcurre hacia fines de 1974 en que la tecnología no estaba aún tan avanzada como hoy día, las imágenes que obtienen los astronautas con sus camaritas son en general de pobre definición. Recuerdan inevitablemente a “El proyecto Blair Witch”, una película muy diferente y que sin embargo tiene algunos puntos de contacto con ésta. Si no es demasiado exigente, “Apollo 18” puede constituirse en un entretenimiento adecuado, casi artesanal donde lo más interesante son las reflexiones de los dos tripulantes sobre el verdadero motivo de la misión y sobre la sensación de que ambos eran “sacrificables” (expendables), aunque dignos de ser recordados como héroes prestando un supuesto servicio a su patria.
Nuevamente el británico Mike Leigh bucea con profundidad en la clase media inglesa y lo hace casi exclusivamente dentro del hogar de una pareja madura en la que reina la armonía. Tom (Jim Broadbent) y Gerri (Ruth Sheen) bordean la condición de sexagenarios y se han acostumbrado a que amigos y colegas de trabajo les hagan chistes por sus nombres, que recuerdan a una famosa pareja de gato y ratón. “Un año más” (“Another Year”) está dividida en cuatro partes que coinciden con las estaciones del año, comenzando por la primavera en el huerto de la pareja. En esa primera parte, hace irrupción en el relato Mary, la compañera cincuentona de trabajo de Gerri, que arrastra un corto matrimonio sin hijos y mucha soledad. La interpreta Lesley Manville, quien al igual que Ruth Sheen ya coincidiera en algunas películas anteriores de Leigh como la célebre “Secretos y mentiras”, “A todo y nada” y “El secreto de Vera Drake”. Justamente esta última tenía como protagonista central a Imelda Staunton, quien tiene aquí una corta aparición al principio en el consultorio donde revisten ambas mujeres. Otro solitario que visita con cierta frecuencia la casa de Tom y Gerri es Ken (Peter Wright), cuya voracidad por la comida y el alcohol y su aspecto descuidado son reflejo de la tristeza en que se debate su vida. Pero no todas son “pálidas” en este relato ya que Joe, el hijo del matrimonio, los visita acompañado de la optimista Katie, su nueva pareja. La interpreta Karina Fernandez, quien había debutado en “La felicidad trae suerte”, el film anterior de Leigh, haciendo de profesora de flamenco de Sally Hawkins. Katie recuerda a la Poppy de ese film por su carácter positivo y por la forma en que maneja los celos de Mary, quien pese a su mayor edad tenía alguna expectativa con el hijo de su colega. Hacia el final se incorporará Ronnie (David Bradley), el hermano mayor de Tom, cuya esposa acaba de morir. La escena del funeral será patética sobre todo cuando irrumpa el hijo violento de la difunta. Lo notable de “Un año más” es como su director logra armar, con historias y personajes en su mayoría grises, un relato lleno de humanidad y que se sigue con gran interés a lo largo de más de dos horas de duración.
A lo largo de algo más de 20 años, el cordobés Francisco D’Intino ha venido construyendo una carrera cinematográfica no muy extensa y relativamente discreta, siendo “Rita y Li” su cuarto largometraje. Esta misma semana se estrena el documental “Caicaras, los hombres que cantan”, quinto film de D’Intino. La historia es relativamente sencilla y más de una vez transitada por el cine argentino. En este caso Rita es una joven paraguaya que llega a Santa Fe en busca de trabajo. (Curiosamente en “Las acacias”, film de próximo estreno, también uno de los dos personajes centrales es una mujer paraguaya). Rita es conchabada por el dueño de una tintorería (Juan Palomino) de dudosa ética, como lo sugieren las extrañas cajas que llegan diariamente al negocio. Pero Rita no está sola ya que junto a ella trabaja una mujer oriental que al principio se muestra algo hostil y muy rígida con su nueva compañera. Li, tal el nombre del personaje, es interpretada por Miki Kawashima cuya actividad artística hasta el presente era en el terreno de la danza. Un error de casting presenta a la bailarina japonesa como una mujer china, siendo en verdad bastante diferentes físicamente las personas de ambos países. Sería similar al efecto que nos produciría ver a un mexicano, por ejemplo, interpretando a alguien de nuestro país. Por suerte tanto la debutante en cine de origen japonés como Julieta Ortega, en el rol de Rita, son el punto más fuerte de esta modesta producción, compensando la debilidad de un guión que no brilla por su originalidad. Hay buena química entre ambas mujeres y a medida que avanza la historia se va generando una cierta empatía entre ambas cuando por ejemplo Li acepta cobijar en su propia pieza a Rita, luego de ser ésta acosada por su locatario (Juan Manuel Tenuta). Algunos otros personajes completan el reparto. Por un lado no se entiende bien la inclusión de Antonio Birabent, un de los habituales clientes de la tintorería, quien se ocupa de su bebe al estar su esposa, azafata, ausente casi todo el tiempo. Más logrado es el que compone Enrique Dumont (“Rosarigasinos”) como un cafetero ambulante que visita diariamente el negocio. El personaje es simpático y su inclusión parece un homenaje al padre (Ulises), quien había sido protagonista de los tres films anteriores de D’Intino. Un final relativamente “feliz” aunque con algún episodio de sangre cierra esta discreta obra dramática que pudo haber volado algo más alto.
Hace cinco años Ariel Winograd sorprendió en su debut como director con la comedia “Cara de queso”, al contar con un elenco multiestelar y una temática judía, donde logró evitar la caída en clichés habituales. Ahora en su segunda realización, con un elenco aún más atrayente y una ambientación algo diferente pero cercana en lo temático, los resultados no resultan igualemente auspiciosos. “Mi primera boda” transcurre íntegramente durante los preparativos y el desarrollo de un casamiento mixto entre Adrián Meier (Daniel Hendler) y Leonora Campos (Natalia Oreiro), ambos poco creyentes. El lugar del evento es una gran mansión de alquiler algo alejada de la ciudad como lo revelan los caminos que llevan a la misma y el caballo, en que se desplazará Adrián tratando de impedir que lleguen el cura y rabino. La razón de dicha dilación es la base y excusa de un guión poco imaginativo y tiene que ver con la pérdida de uno de los anillos de la pareja como resultado de la torpeza del novio. Gran parte de la intriga está dedicada a la búsqueda de la alianza por parte de Adrián quien intenta aplicar sus conocimientos de ingeniero, ayudado por su primo menor (Martín Piroyansky, quien logro mayor lucimiento en “Cara de queso”). Mientras el dúo de “nabos” prosigue la búsqueda, el resto de los invitados se pasea por los amplios jardines e interior de la casa, protagonizando una serie de episodios cuyo mayor pecado es el poco humor que de ellos se desprende. Resulta penoso ver a Pepe Soriano en el rol de un abuelo judío flirteador y en busca de un porro, a Imanol Arias como un ex amante de la novia ahora acompañado de una joven (María Alché), a quien persigue la amiga de Leonora y con tendencias lésbicas que encarna Muriel Santa Ana. Tampoco son muy graciosos los “luthiers” Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich en los roles respectivos de cura y rabino. Algo mejor le va a Soledad Silveyra como la madre del novio, pero el que en opinión de este cronista más defrauda es el propio Hendler, a quien parecen sentarle mejor los roles dramáticos que ha venido desempeñando por ejemplo en los films de Daniel Burman. Del lado positivo de “Mi primera boda” cabe rescatar su buena factura técnica y un final que compensa en parte la opacidad del resto. Natalia Oreiro es probablemente el mayor atractivo de una comedia que daba para más.
“Quiero matar a mi jefe” (“Horrible Bosses”) es una típica comedia norteamericana cuyo principal atractivo, a priori, es su calificado elenco con nombres tan impactantes como Jennifer Aniston, Kevin Spacey o Colin Farrell. Por suerte la película no se limita a la simple promesa de verlos en escena ya que la historia, aún con algún altibajo al mediar el metraje, en conjunto logra interesar y por sobre todo divertir. El título alude a los detestables jefes de los tres personajes centrales encarnados por Jason Bateman (“la doble vida de Juno”, “Amor sin escalas”), Jason Sudeikis y Charlie Day. Quien peor la pasa desde el inicio es Nick (Bateman), cuyo jefe (Spacey) le echa en cara su falta de puntualidad por atrasarse una vez apenas dos minutos y como castigo no le otorga un ascenso “cantado”. Kurt (Sudeikis) en cambio mantiene una excelente relación con su jefe (Donald Sutherland) hasta que éste repentinamente fallece y quien lo sucede es el hijo (Farell), cocainómano y sin escrúpulos. El tercero en discordia es Dale (Day), quien trabaja de asistente de la dentista y ninfómana Julia, en una de las mejores interpretaciones de J. Aniston en su ya rica carrera. Próximo a casarse, Dale sufre un verdadero acoso sexual por parte de su jefa, en los que constituyen algunos de los momentos más desopilantes de la trama. Naturalmente, el odio acumulado por los tres amigos y alguna bebida de más en los “happy hours” los llevan a imaginar que debe existir alguna forma de sacarse de encima a tan molestos superiores. Deciden entonces buscar a un tercero que se haga cargo de la tarea, pero tardan en encontrar a la persona adecuada. Cuando finalmente contratan a Dean “Motherfucker” Jones (un brillante Jamie Foxx), éste revela no ser lo que esperaban, es decir un sicario, sino apenas un consultor y caro. Pero al menos reciben una serie de propuestas, muy influenciadas por la cinefilia del asesor, que abrevan en Hitchcock y sobre todo en su famoso “Pacto siniestro” (“Strangers in a Train”). En apenas hora y media de duración pasarán muchas cosas más que irán vinculando a varios de los jefes y empleados. Tal el caso de Kurt, cuya fuerte líbido lo llevará a relacionarse con más de un personaje femenino. Los últimos minutos, de gran ritmo, conducirán a un final que pese a ser en parte previsible no desentona con el tono festivo del resto. Cabe destacar que por una vez una comedia, algo diferente a otras recientes como “¿Qué pasó ayer?” o “Pase libre”, tiene la virtud de no transitar por las habituales imágenes escatológicas y lindantes con la grosería a que nos tiene acostumbrado el cine norteamericano. Mérito del director Seth Gordon (“Navidad sin suegros”), quien supo sortear con éxito tales lugares comunes.
Acostumbrados y casi siempre decepcionados por tantas remakes y nuevos capítulos de películas comercialmente exitosas he aquí una sorpresa mayúscula para la que cabe una única sugerencia: verla. “El planeta de los simios: (R)evolución” es presentada por algunos como una precuela, calificación que se estima la desmerece, ya que se trata de un enfoque y estética completamente diferentes de las seis anteriores filmadas sobre el tema. Nacida en 1968 de la mano del director ya fallecido Franklin J. Schaffner (“Patton”), tuvo a inicios de la década del ’70 y en forma desenfrenada cuatro secuelas, a raíz de una por año. La quinta en 1973 pareció señalar que el tema de los “simios” se había agotado y hubo que esperar casi 30 años hasta que Tim Burton dirigiera una lamentable remake de la primera de la serie. Ahora, diez años después del fallido experimento del director de “El joven manos de tijera”, nos llega de la mano de Rupert Wyatt, un ignoto (pero talentoso) director inglés, una obra distinta y plena de aciertos. James Franco es Will Rodman, un científico que experimenta en una gran empresa bioquímica con simios en búsqueda de medicamentos, uno de los cuales parece tener poderes curativos del mal de Alzheimer, del que padece su padre (John Lithgow). El jefe de Will no está convencido de la eficacia de la nueva droga y decide suspender el experimento, pero no puede evitar que su segundo rescate y se lleve furtivamente a su casa a un pequeño chimpancé, que bautiza con el nombre de Cesar. La presencia de César no pasará desapercibida en el vecindario, la acción transcurre en San Francisco, y terminará con el mono en una especie de perrera (“monera” suena raro) donde le tocará convivir con otros simios. Un joven guardia, interpretado por Ton Felton (Draco en “Harry Potter”) maltrata a los animales mientras que su jefe (Brian Cox) poco hace para evitar que los rocíen con chorros de agua o los alimenten deficientemente. Los simios lograrán liberarse y armarán una infernal batahola contra las fuerzas del orden en pleno Golden Gate. Ni la policía montada ni inclusive los helicópteros lograrán poner inmediato freno a la rebelión. Entre las escenas maravillosamente montadas habrá una en que entre monos, gorilas y orangutanes frenen a los policías desplazando un ómnibus tumbado en el puente. Por la estructura de metal del mismo se verá ágilmente moverse a los primates y hacia el final, en una escena en el medio de un bosque de sequoias, se producirá el esperado reencuentro entre Cesar y Will. César es interpretado por Andy Serkis, un especialista a quien pude recordarse como Gollum en “El señor de los anillos”, mediante el uso de la técnica conocida como “motion capture” (captura de movimiento). El personaje femenino central tiene en Freida Pinto a un buen exponente, entre cuyos antecedentes se cuentan su debut en “Slumdog Milionaire” (“¿Quién quiere ser millonario?”) y posterior actuación en “Conocerás al hombre de tus sueños”. La perfecta combinación del gran espectáculo con un planteo moral sobre la legitimidad del uso y maltrato de animales en experimentos por parte de los humanos, hacen de “El planeta de los simios: (R)evolución” una obra sumamente recomendable.
Tanto desde su título original y local como de su dupla interpretativa central, “Cowboys & Aliens” no oculta su condición de film donde se mezclan dos de los géneros más tradicionales del cine norteamericano. La primera escena nos muestra a Daniel Craig, habitual James Bond en el último lustro, en pleno desierto de Arizona en 1873, con un extraño brazalete en un brazo. Pronto sabremos que se trata de Jake Lonergan, un fuera de la ley, quien es buscado junto a su banda de forajidos por el robo de un sustancioso botín de oro. La acción se traslada a un pueblo cercano, donde el hijo de un terrateniente, Percy Dolarhyde (Paul Dano), anda amenazando a los pobladores con su revolver, aprovechando que el sheriff (Keith Carradine) no lo ve. Pero la llegada de Jake logra poner freno al muchacho, aunque ambos terminan en la cárcel donde no permanecerán por mucho tiempo. Primero aparece el “coronel” Dolarhyde (Harrison Ford), con varios matones a sueldo a su servicio. Pero cinco minutos más tarde y cuando ha transcurrido la primera media hora de las dos que dura la película surgen del cielo unas extrañas naves que siembran el pánico, produciendo explosiones mortales y matando a varios de los habitantes del pueblo. De allí en más se irá produciendo, ante la presencia de un enemigo común, un acercamiento entre los diversos personajes mencionados. Ya en la segunda mitad y en pleno desierto hasta los mismos apaches se unirán al numeroso grupo. Pero ahora veremos que del otro lado las naves tienen lo suyo, al ser tripuladas por unas criaturas que obviamente son los “aliens” del título y que los cowboys designan como “demonios”. Pronto sabremos que el oro también a ellos les es apetecible. Habrá también algunos personajes femeninos como la esposa fallecida de Jake, quien parece reponerse lentamente de una amnesia que le habrían causado los extraterrestres. Pronto logrará comprender y recordar el origen del brazalete y percibir que en verdad se trata de un arma poderosa capaz de diezmar a sus enemigos. Otra joven, que ya estaba al inicio en el pueblo, tendrá un rol preponderante en la parte final de la trama, siendo interpretada por la muy bella Olivia Wilde (“Tron: el legado”). El director Jon Favreau (“Elf”, ambas “Iron Man”), consigue imprimirle gran dinamismo a la acción con bellas tomas del Oeste americano y muy buen acompañamiento musical. Logra además algo que hace mucho se extrañaba y que es recuperar a un gran actor, a quien la suerte le venía siendo esquiva en sus últimas actuaciones. Nos referimos obviamente a Harrison Ford, quien muestra buena química con Daniel Craig, su ocasional compañero de fórmula. “Cowboys & Aliens” es entretenimiento asegurado y el placer de un par de buenas interpretaciones.
Marco Berger se dio a conocer como director argentino hace apenas dos años con su opera prima “Plan B”. En “Ausente”, su segunda realización vuelve a reunir a un reparto de jóvenes intérpretes, algunos ya consagrados, para plantear una temática mezcla de géneros con buenos resultados. En su primera parte la acción está centrada alrededor de Martín Blanco, un joven de dieciséis años que interpreta el debutante Javier De Pietro, en vida real algo mayor. Durante una clase en una piscina, el joven le pide ayuda a Sebastián (Carlos Echevarría), su profesor de natación, diciéndole que se ha lastimado un ojo y éste lo acompaña a un hospital. Cuando regresan, el compañero de Martín en cuya casa se iba a quedar a dormir ya se ha retirado. El “profe” ofrece llevarlo a la casa de la abuela, que es donde normalmente vive, pero ésta tampoco está presente por lo que termina cobijándolo en la suya. Lo que acontece de aquí en más no conviene revelarlo, siendo preferible que el propio espectador vaya descubriendo que hay detrás de esta serie de circunstancias, hay algo más que una situación fortuita. Lo interesante es que todo está planteado a manera de un thriller o film de suspenso. Además en la segunda mitad del film la balanza se inclina hacia el segundo personaje masculino, quien sostiene una relación aparentemente estable con una bella joven, muy bien interpretada por Antonella Costa. Será ésta quien empiece a sospechar que no todo anda bien entre ambos y a no comprender la irrupción de Martín en la casa de su pareja. Hay otros dos ámbitos donde las sospechas sobre algún tipo de vinculación entre ambos personajes masculinos empiezan a acumularse. Por un lado el colegio, particularmente entre colegas del profesor. Por el otro, una vecina del departamento donde éste vive e inclusive el portero del edificio. El desenlace, ya centrado en la figura del profesor, reserva algunas sorpresas pero es coherente con el resto del relato. A resaltar los excelentes climas logrados que curiosamente tienen alguna similitud con el último film de Kiarostami, que es posterior a “Ausente”. Y por sobre todo los actores con dos jóvenes “veteranos” como Antonella Costa y Carlos Echevarría que coincidieron en su primer protagónico: “Garage Olimpo”. Javier De Pietro compone acertadamente al perturbador adolescente, bien acompañado por Rocío Pavón (Analía) y Alejandro Barbero (Juan Pablo), sus compañeros de estudio y diversión
En “Empleadas y patrones” del panameño Abner Benaim lo primero que impacta es la universalidad de los conflictos planteados. Filmado en su país, los personajes y su situación resultan extensibles a otros países de América Latina. Se trata de una curiosa colaboración entre dos naciones algo distantes: Panamá y Argentina. La participación de nuestro país incluye entre otros a su productor ejecutivo (Alejandro Israel), a la empresa de producción Barakacine (Marcelo Schapces) y a otros rubros técnicos como la dirección de fotografía (Alejandra Martín) y la música (Pedro Onetto). El inicio, con proliferación de cabezas parlantes tanto de empleadas domésticas como de sus patrones, puede inducir a más de un espectador a temer que lo que va a ver será uno más de tantos documentales convencionales y de escaso interés y originalidad. Pero nada más lejano de ello es lo que ofrecen en cámara las presentaciones de varios personajes, que en su mayoría volverán a aparecer luego “en acción”. Hay entre ellos una voluminosa mujer de raza negra (Rosa), que fue contratada como niñera y que se queja porque su patrona la llama a altas horas de la noche para aportarle un vaso de agua. Como Rosa bien dice “los tiempos de los esclavos ya pasaron” y acto seguido hace una muy cómica observación que alude a flatulencias, dicha en su propia jerga. Del lado de los patrones, los hay de muy variado fondo aunque predominan los que se quejan por el comportamiento de las domésticas. Una de ellas incluso deplora que sus empleadas todo lo hagan “por dinero y muy pocas de corazón y con amor”. Es difícil imaginar que las empleadas sientan afección alguna por quienes las someten al uso de uniformes, al aprendizaje de las “reglas de la casa” (incluso en cursos) y al indigno uso de las temibles campanitas, que aún hoy se utilizan (en nuestro país) en hogares de clase alta. Pero en donde ocurren fenómenos dispares, que ocupan un porcentaje importante del metraje, es en la relación entre empleadas e hijos/as de los patrones. Hay al menos tres casos, el primero de los cuales presenta a una nena que parece víctima de un ataque diabólico que la impulsa a tirar por el aire sus juguetes. Total, la empleada después los deberá ordenar. Hay otro, algo sobreactuado, en que un niño histéricamente pide un vaso de agua, que nos recuerda a una situación antes referida. Y una tercera, que a modo de balance o compensación muestra a una niña llorando desconsoladamente cuando la empleada debe irse. De los tres es el más convincente no tanto por los gritos de la pequeña sino porque ilustra un fenómeno bastante habitual de afecto que se genera entre ambas partes. Finalmente la película no soslaya otra situación habitual que genera la relación entre empleadas y sus patrones e hijos. Nos referimos a cuestiones sexuales, como lo ilustra el discutible comentario de un ex niño que recuerda cuando apenas tenía cuatro años y se bañaba con la “nana”, como la suelen llamar en Panamá y otros países de América Latina. La película no se explaya demasiado en este tema prefiriendo concentrarse con razón en las víctimas mayores de esta conflictiva relación. Las tocantes imágenes de cierre muestran a las empleadas, solas en sus humildes y a veces miserables cuartuchos, y explican por si mismas porque la forzada convivencia no puede ser “por amor y de corazón”.