Después del reconocimiento conseguido con Llámame por tu nombre, Luca Guadagnino encaró una tarea arriesgada: la remake de Suspiria, obra cumbre del maestro del giallo, Darío Argento. Cualquiera que se atreve a repensar un clásico está expuesto al escarnio: desde que la estrenó en Venecia, el siciliano viene recibiendo más reproches que elogios. Una reprobación injusta: esta versión es un digno tributo. Y aún más: actualiza y expande el universo de la película original. El guionista David Kajganich mantuvo la premisa básica de la historia: una joven estadounidense (Dakota Johnson, la hija de Melanie Griffith y Don Johnson) llega a una famosa academia de baile alemana en la que una de sus alumnas desapareció misteriosamente. Pero ahora sabemos de entrada que ese cuerpo de bailarinas está manejado por una cofradía de brujas, y la acción se sitúa ya no en Friburgo sino en Berlín, en 1977: año del estreno de la Suspiria de Argento, cuando Alemania estaba convulsionada por las bombas y los secuestros de la Fracción del Ejército Rojo. Guadagnino tomó al menos tres decisiones radicales con respecto a la original. Eligió atenuar la deslumbrante paleta de colores, cambiándola por tonalidades grises y ocres que transmitieran una mayor sensación de realismo. Ubicó como telón de fondo el terror político que ocurría fuera de la escuela, así como algunos recuerdos del nazismo y sus consecuencias (la academia está enfrente del Muro de Berlín). Y le dio un lugar mucho más relevante a la danza. Para la ocasión, Damien Jalet diseñó coreografías inspiradas en las de Pina Bausch, que también sirvió de modelo para la creación de una de las líderes del aquelarre, la Madame Blanc de Tilda Swinton. La actriz fetiche de Guadagnino vuelve a sobresalir, aquí interpretando además otros dos ¿o tres? papeles, incluyendo el único masculino relevante. Las escenas de baile son fundamentales para dotar de un magnetismo hipnótico a esta historia que presenta varias capas de lectura -hasta hay una críptica escena poscréditos- para hablar centralmente del nacimiento de un nuevo poder femenino. La música de Thom Yorke es otro elemento que contribuye a incluir a esta Suspiria dentro del exclusivo club de las remakes acertadas.
Es difícil encontrar una historia de adicciones que no tome atajos en la búsqueda de la lágrima fácil. Beautiful Boy es durísima, pero en ningún momento cae en golpes bajos ni escenas morbosas. Quizá porque no sólo muestra la lucha de una familia contra las drogas, sino también el amor entre un padre y un hijo. Esta es la primera producción estadounidense del belga Felix Van Groeningen, que llamó la atención con trabajos anteriores como La vitalidad de los afectos, Alabama Monroe o Bélgica. Junto a Luke Davies, ex adicto a la heroína, realizaron la titánica tarea de escribir el guión adaptando dos novelas autobiográficas: la que da el título a la película, de David Sheff, y Tweak, de su hijo Nic. Esa es una de las claves, porque de esa manera tenemos los dos puntos de vista. El del padre desesperado, que ve cómo la metanfetamina ha transformado a su nene en una persona desconocida y no sabe qué hacer para sacarlo de ese pantano. Y el del hijo, que se siente culpable por mentirle a su familia e intenta zafar, pero cae una y otra vez en la tentación. No podría haber mejores intérpretes para estos personajes que Steve Carell y Timothée Chalamet. Otra fortaleza de Beautiful Boy es que escapa de los lugares comunes. Aquí no hay marginalidad, violencia o un desastre familiar que, como en tantas otras historias, justifiquen el comportamiento del adolescente. Lo tiene todo: talento, educación, belleza, el afecto de una familia casi perfecta, recursos económicos, una casa paradisíaca. Pero una personalidad adictiva, el vacío existencial o algún motivo insondable lo llevan a probar drogas cada vez más duras. Este padre y este hijo provocan mucha empatía porque tienen reacciones de enorme humanidad, nobles e imperfectas: entre el enojo y la comprensión, en un caso; entre la negación, el remordimiento y la vergüenza, en el otro. El arco que traza la relación está muy bien construido, a través de flashbacks y saltos temporales que reflejan el profundo apego y las grietas que lo resquebrajan. Al final aparecen unas innecesarias estadísticas que parecieran intentar subrayar la trascendencia de la película. Pero vale la pena quedarse hasta el final de los créditos para escuchar a Chalamet recitar Let It Enfold You, un bellísimo poema de Charles Bukowski que sí le da un cierre perfecto a esta historia de amor.
Moisés Ville, ubicada en el centro de Santa Fe, fue la primera colonia agrícola de la Argentina fundada por judíos, aquellos inmigrantes que llegaron desde Europa central a partir de fines del siglo XIX y quedaron para siempre bautizados como “Los gauchos judíos” a partir del libro de Alberto Gerchunoff. En la década del ’40 llegaron a vivir siete mil en la zona, pero hoy el pueblo tiene 2500 habitantes y sólo sobreviven alrededor de 150 descendientes de los pioneros. El antropólogo Iván Cherjovsky y la cineasta Melina Serber pusieron el foco en esos ancianos que intentan conservar el legado de sus antepasados. La historia está apenas aludida a través de antiguas filmaciones: la intención fue retratar la actualidad del pueblo, en el que los judíos conviven en minoría con católicos y testigos de Jehová. “Había cuatro sinagogas y todas estaban llenas”, recuerda con nostalgia un hombre: hoy sólo una sigue en actividad. “Los viejos se murieron y la juventud se fue a Israel, Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Santa Fe. Quedamos poquitos”, se lamenta. El documental combina algunas entrevistas con escenas de observación donde los perros son casi tan protagonistas como la envejecida población judía. Junto a algunos testimonios, los animales le aportan una cuota de humor a una película a la que tal vez le faltó la tensión dramática que le podría haber dado el hallazgo de un personaje o una historia que condensaran el espíritu del lugar.
He aquí una adaptación -una más- de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, en este caso destinada a los adolescentes. La protagonista es María, una linda colegiala pero con problemas de autoestima: padece anorexia, es víctima de bullying en la escuela y de un padre tiránico en el hogar. Hasta que en el espejo descubre a Airam -nada sutil juego de palabras-, una versión audaz de sí misma, y le entrega el control de la situación. Una fantasía recurrente: tener otro yo que sea capaz de decir y hacer todo aquello a lo que nosotros no nos atrevemos. La cuestión es que ese otro yo, como el del Doctor Merengue de Divito, tiene un poco corrido el límite que separa al bien del mal. Y entonces, a la par que pone en su lugar a todos los que hacían desgraciada a María, comete algunos excesos. La historia también tiene varios puntos de contacto con Carrie: el padre malvado, un baile de graduación que marca un antes y un después y, como el personaje creado por Stephen King, cuando Maria/Airam despierta a la vida lo hace con una fuerza destructora. El director y guionista israelí Assaf Bernstein -que dirigió la mitad de los capítulos de la serie Fauda- juega con una duda: ¿estamos ante un trastorno disociativo de la identidad o lo que está ocurriendo es un fenómeno sobrenatural? Cualquiera fuera la respuesta -hay una explicación bastante berreta-, la película deja un desagradable regusto puritano. La moraleja parece: mejor ser víctima que victimario. Porque el pensamiento propio, la rebeldía ante la autoridad y el despertar a ciertos placeres -el sexo, la marihuana- están asociados a la maldad. Como si no se pudiera gozar y vivir con una mínima cuota de dignidad sin ser moralmente reprochable.
Hirokazu Kore-eda dedicó gran parte de su brillante filmografía a explorar los vínculos familiares, con una pregunta recurrente en torno a sus historias intimistas: ¿qué es lo que constituye una familia? ¿La sangre, el tiempo compartido, la costumbre? Ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y nominada al Oscar a mejor película de habla no inglesa, Somos una familia ensaya una de las respuestas posibles: un clan también puede formarse por elección. Con el tono dulce -pero no empalagoso- que le es habitual, con una mirada que se posa sobre detalles sólo en apariencia triviales, aquí Kore-eda presenta a tres generaciones que conviven bajo el mismo techo: una anciana, una mujer y un hombre de mediana edad, una veinteañera y un niño, a los que pronto se les sumará una niña más pequeña. En apariencia, estamos ante un núcleo familiar más entre los tantos que todavía siguen la tradición japonesa de incluir a los abuelos en la casa. Pero esta gente tiene algunas particularidades. Por un lado, el parentesco entre ellos no está tan claro; por otro, pertenecen a una clase social que no se suele ver en el cine actual: son japoneses pobres. Tienen trabajos precarios, alguna pensión insuficiente, y apelan a otros recursos para llegar a fin de mes. Kore-eda no se regodea en esta condición ni tampoco la idealiza. Simplemente muestra cómo desde los márgenes de la sociedad -y en los bordes de la legalidad- estas personas se las rebuscan para construir un hogar que funcione. Cada uno de los personajes tiene su propio desarrollo individual, en escenas donde se ve cómo aportan su cuota de ingenio para sostener al grupo y mantener los momentos de felicidad compartida, que en general -circunstancia universal- vienen acompañados por el placer de la comida. La casa es chica y ahí prevalece el desorden, pero también el amor y el disfrute de la vida en común: un amarre tal vez más fuerte que cualquier lazo sanguíneo.
La pregunta que subyace detrás de la trama de Descubriendo a mi hijo es si se puede seguir siendo padre (o empezar a serlo) una vez que los hijos ya no viven. Y se responde a través de la historia de Ariel, un exitoso empresario que un día, ya transitando los 50, se entera de que 19 años atrás nació un hijo del que nunca supo. Y al que jamás conocerá más que de oídas, porque acaba de morir. A partir de que recibe esa noticia, este hombre que no había deseado ser padre intenta averiguar todo lo posible sobre ese heredero al que no conoció, y asume su paternidad de manera insospechada hasta para él mismo. Shai Avivi, toda una institución de la comedia israelí, es el actor ideal para el papel, porque tiene la suficiente versatilidad para cumplir con lo que exige este curioso guión: pasar del drama a la comedia de un instante a otro, muchas veces dentro de una misma escena. La película es tan particular como su creador, Savi Gabizon, que volvió a dirigir un largometraje después de catorce años con esta explicación para el hiato: “Las películas matan, así que si querés vivir más, tenés que filmar menos”. El director hace caminar a esta historia por la cornisa de la sensiblería, pero tiene la pericia de no dejarla caer nunca en aguas lacrimógenas. Uno de los secretos es explotar la incomodidad de los sucesivos encuentros de Ariel con esos desconocidos que tuvieron relación con su hijo, desde la madre a una novia. Un guión que en manos hollywoodenses podría haber sido un desastre se mantiene a flote por nunca girar hacia donde indicaría el lugar común. Recursos humorísticos, absurdos u oníricos lo salvan de ser una convencional fábula de redención, aunque no siempre funcionen. Si hubiera que destacar una sola virtud de Descubriendo a mi hijo, sería su imprevisibilidad. Sus extraños giros narrativos y el tono oscilante entre el drama intimista y la comedia negra hacen de esta película sobre un padre póstumo una experiencia por momentos desconcertante. Adjetivo que en este caso es un elogio.
A esta altura de su carrera como cineasta, con cinco buenos largometrajes en su haber, podría definirse a Ana Katz como una especialista en costumbrismo de la clase media porteña. Pero, aguda observadora, no se limita a reproducir situaciones cotidianas a la manera de algunas tiras televisivas -responsables, tal vez, de que “costumbrismo” haya pasado a ser para muchos una mala palabra-, sino que pone la mirada en la incomodidad, los equívocos, los pliegues que no se detectan a simple vista. A veces con resultado preponderantemente cómico (El juego de la silla); otras, inquietante (Mi amiga del parque): cualquiera sea la sensación que prevalezca, esa combinación siempre tiene un potente efecto dramático. Es lo que vuelve a conseguir en Sueño Florianópolis, cuya sinopsis podría inducir al error de confundir esta agridulce historia con una comedia de enredos. A principios de la década del ’90, una familia tipo porteña se lanza a pasar unas semanas de vacaciones a la meca del veraneo argentino: Brasil. Pero los padres se encuentran en vías de separación y los hijos tal vez ya estén demasiado grandes para un veraneo de a cuatro: de movida, hay un enrarecimiento del ambiente que favorece las múltiples lecturas de lo que sucederá. El foco está puesto en los mayores, que a los cincuentilargos están viendo cómo se apaga la llama de su matrimonio. Pero las vacaciones son siempre una tregua de la vida cotidiana, un paréntesis en el que cualquier cosa puede suceder (o al menos así nos gusta creerlo) y hay permisos para la experimentación y usar máscaras distintas de las que se llevan durante el resto del año. Y qué mejor lugar para eso que Brasil, tierra prometida de libertad y espontaneidad tropical. Con una perfecta ambientación de época, Katz juguetea con los lugares comunes de ambos países -la picardía criolla, la neurosis porteña, el portuñol, la informalidad y frescura brasileñas- mientras muestra el final de una pareja. Mercedes Morán y Gustavo Garzón son los intérpretes ideales de este par de psicoanalistas, con su contraparte brasileña y sus respectivos hijos en la vida real -Manuela Martínez y Joaquín Garzón- como acompañantes a la altura. Los diálogos son tan naturales que parecen improvisados. Pero tal vez lo más importante no sea lo que se dice, sino -punto a favor de Sueño Florianópolis- lo que se ve y se siente.
Dos décadas atrás, Sexto sentido tuvo tal éxito que los más exagerados llegaron a calificar a M. Night Shyamalan, entonces un joven de 29 años, como el “nuevo Spielberg”. Así, el director encaró su siguiente proyecto en la cresta de la ola y, claro, El protegido no pudo repetir aquellos extraordinarios números de taquilla, por lo que cayó en la papelera de reciclaje con la etiqueta de “fracaso”. Pero se trataba de una película para nada desdeñable -menos aún, considerando la calidad de las siguientes creaciones de Shyamalan- que se anticipó al furor por los superhéroes y la influencia de los cómics en el cine. Con ritmo pausado y poca acción, era una "historia de origen" de superhéroe transformada en el drama existencial de un hombre común que desconoce sus poderes extraordinarios; como si Clark Kent ignorara su fuerza, su visión de rayos X y su capacidad de volar. El protegido pedía secuela a gritos, pero como no recaudó lo esperado, esa secuela llega recién ahora, 19 años más tarde, bajo la forma del capítulo final de una trilogía cuya segunda parte fue Fragmentado (2016; la escena final es su nexo más claro con El protegido). En Glass, Shyamalan reúne al héroe (David Dunn, a cargo de Bruce Willis) y al villano (Elijah Price, alias Mr. Glass, a cargo de Samuel L. Jackson) de El protegido con el villano de Fragmentado (James McAvoy como Kevin Wendell, el hombre de 24 personalidades). ¿Cómo? Con un recurso no muy sofisticado: los hace coincidir a los tres en un neuropsiquiátrico, donde transcurre la mayor parte de la película. Están en tratamiento con una psiquiatra que intenta curarlos de un tipo especial de delirio de grandeza: creerse un superhéroe (o supervillano). Es, como El protegido, la búsqueda de hacer una película de superhéroes diferente. Que privilegie la filosofía y la psicología sobre las patadas y las explosiones; que esté enfocada en el problema de la identidad y la idea que cada individuo tiene de sí mismo y sus habilidades y limitaciones. Un objetivo tal vez noble pero pretencioso, que tiñe a toda la película de tedio. Si bien es cierto que el género ya está un poco fatigado, este no es el camino para renovarlo: más bien habría que enfilar para el lado de Deadpool, Kickass o Thor: Ragnarok. La premisa del manicomio podría dar lugar a la comedia, pero no. Al bombardeo visual al que suelen someternos los superhéroes, Shyalaman le contrapone una soporífera teatralidad, con demasiados diálogos, explicativos hasta la irritación. Hay un intento de hacer un metacómic, pero ese ejercicio de autoconciencia también es víctima de la verbalización excesiva. Tampoco salvan las papas las múltiples referencias a las dos películas previas. Dentro de este panorama desangelado, pueden rescatarse las actuaciones de Jackson y McAvoy, que se luce con sus cambios de personalidad, aunque es un recurso tan sobreexplotado que pierde sentido y agota. Casi tanto como la tendencia de Shyamalan a terminar sus películas con giros sorpresivos: sí, aquí lo vuelve a hacer.
A oscuras es un drama coral sobre tres personajes a la deriva en la noche de Buenos Aires: una decadente diva del cine nacional, una mujer que se gana la vida como bailarina del caño y está embarcada en una violenta relación de pareja, y un cocainómano empresario de la noche. Las tres historias tienen en común la soledad y la desesperación de sus protagonistas, que parecen aislados en sus problemáticas y no tienen a quién pedir ayuda. En este marco, pasan al frente personajes secundarios que suelen confundirse con el paisaje urbano y aquí adquieren relevancia a fuerza de solidaridad: un cafetero ambulante y un taxista, interpretados por Germán de Silva y Arturo Bonín. Con su oficio, estos dos actores dotan de cierta humanidad a un panorama desangelado. Porque lo cierto es que es muy difícil empatizar con las vivencias de estos seres extraviados. Y eso, a pesar de que se supone que siempre más fácil identificarse con los perdedores que con los ganadores. Quizá la historia que pueda llegar a tocar alguna fibra, por rozar un tema de actualidad en la agenda social y mediática como la violencia de género, es la de la bailarina del caño. Que incluso tiene algún suspenso por la tirante relación entre esta mujer (Guadalupe Docampo) y su maltratador novio/proxeneta (Alberto Ajaka). Los otros dos cuentos son aún más áridos. Una irreconocible Esther Goris (difícil que su nuevo aspecto no distraiga de su actuación) protagoniza un desdibujado remedo de Sunset Boulevard, mientras que las andanzas del merquero dealer/encargado de boliche que encarna Francisco Bass directamente no tienen sustento dramático.
“En arte no hay progreso”, reza un viejo axioma que podría aplicarse al animé o, al menos, a esta Dragon Ball Super: Broly. Porque aunque la saga está próxima a cumplir 35 años, el adulto neófito que tenga aquí su bautismo de Dragon Ball no percibirá muchas diferencias entre las aventuras de Goku y aquellas ochentosas de Mazinger Z en cuanto a estética y animación. El doblaje al español neutro contribuye a la analogía. El argumento, en cambio, sí es un poco más complejo. Como en las dos películas anteriores de la franquicia -hay, en total, veinte medio o largometrajes- en este aspecto estuvo involucrado el mismísimo creador de Dragon Ball, Akira Toriyama, que escribió el guión y diseñó los personajes. Con elementos tomados de diversas mitologías, cuentos de hadas, Superman y Star Wars, entre las fuentes más reconocibles, la acción empieza en el pasado y repasa algunos de los hitos de esta historia, de modo de hacerla accesible a los no iniciados. Así, se muestra la llegada de Freezer al poder, cómo este villano destruyó el planeta de los saiyajin y cómo se salvaron de esa aniquilación Goku y el príncipe Vegeta, entre otros. Uno de ellos fue Broly, el personaje novedoso de esta película, que ya había aparecido en otras películas, pero sin la bendición canónica de Toriyama, que ahora lo remozó. Aquí, Broly es un saiyajin que de bebé fue desterrado por el rey Vegeta por temor a que le hiciera sombra a su hijo. Creció entrenado por su padre en un planeta lejano: Freezer lo descubre y lo usa para sus fines, como reunir las siete esferas del dragón. Todo es un largo prólogo para llegar al clímax característico de Dragon Ball: un combate. En este caso, entre Goku y Vegeta contra Broly, el poderoso saiyajin convertido en una suerte de Danny The Dog al servicio de su padre. Esta pelea se lleva un tercio de la película y es un bombardeo de sonidos, colores y luces capaz de dejar al borde de la epilepsia al más indiferente. Los padres sobrevivientes a esa batalla pueden sentirse orgullosos de haber superado otra prueba de amor por sus hijos.