Después de exponer su propia vida arriba del escenario en 200 golpes de jamón serrano (que en abril se repone en el Chacarerean Teatre), Gustavo Garzón sigue explorando rincones autobiográficos. El punto de partida de su segundo largometraje como director, Down para arriba, fue el vínculo con sus hijos, Juan y Mariano, mellizos con síndrome de Down. El documental empieza con la voz en off de Garzón acompañando imágenes de archivo de los chicos: cuenta que cuando ellos nacieron sabía poco de su condición, y que la primera dificultad a la que se enfrentó en su crianza fue la comunicación. Y el puente que los unió fue el teatro. Después de fracasar en distintos talleres para personas con capacidades diferentes (“Les hacen hacer Shakespeare y ellos pueden repetir las líneas, pero no entienden”), descubrió el grupo Sin drama de Down, dirigido por Juan Laso. La película muestra el trabajo de Laso con sus alumnos en las clases -que incluyen yoga, relajación y danzaterapia- y durante la filmación de un cortometraje. Muchas de las improvisaciones surgen de charlas en las que ellos cuentan sus preocupaciones. Y en las que llegan a discutir sobre qué es ser Down y si se trata, o no, de una enfermedad: “Somos personas, no monstruos”, dice uno de ellos. El mayor desafío para Laso es que distingan la actuación de la realidad. Se incluyen algunos testimonios de especialistas, pero no hay palabras que puedan explicar lo que muestran las imágenes: gente con alegría, enojos, entusiasmo, humor, amor.
En un oscuro departamento de un edificio en la avenida Corrientes al 1300 viven desde hace más de cincuenta años las hermanas Escarria, tres señoras que ya ameritarían un documental sólo por su dulzura, su cotidianidad poblada de pichichos y pajaritos, su simbiosis fraternal. Pero además dos de ellas fueron el alma de uno de los estudios fotográficos que durante décadas retrató a la farándula argentina: Foto Estudio Luisita. Por ese mismo departamento desfiló “la plana mayor”: Atahualpa Yupanqui, Alberto Olmedo, Libertad Lamarque, José Marrone, Susana Giménez, Moria Casán y muchísimos otros artistas que confiaban en el talento de Luisita para captar sus mejores perfiles. Junto a ella trabajaba su hermana Chela, “el lado oculto de la luna”, como define a su tarea: era la encargada de la iluminación y el laboratorio, además del retoque artesanal de los negativos, con los que hacía unos fotomontajes que parecen la versión kitsch de los surrealistas de Grete Stern. “Son una sola persona, todo lo hacen juntas”, define Rosita, la tercera hemana. La cineasta Sol Miraglia conoció a Luisita de casualidad: no sólo se encontró con tres mujeres adorables, de notable contraste con los personajes que retrataban, sino también con un impresionante archivo que merecía emerger de esas prolijas cajas floreadas apiladas en los placares de las Escarria. Así, el documental -codirigido por Hugo Manso- funciona en dos direcciones: es tanto un retrato de estas tres ancianas como un rescate de la edad dorada de la revista porteña, género en el que se especializó el Foto Estudio Luisita antes de que el declive de las plumas lo llevara a trabajar para conjuntos musicales. Hijas de un matrimonio de fotógrafos, las hermanas llegaron desde Colombia y junto a su madre lucharon contra el imperativo que consideraba a la fotografía un oficio masculino. A través de Amelita Vargas -aparece con la picardía intacta- empezaron a trabajar para el Maipo y entraron al mundillo revisteril. En clave Cinema Paradiso, la música de Guillermo Guareschi invita a la nostalgia de aquella Corrientes que nunca dormía, años de intensa actividad para Luisita y sus hermanas. Como una de ellas le dice a Miraglia mientras preparan una muestra de las fotos: “Esto es volver a vivir, nena”.
Momento bisagra en la vida de cualquier ser humano: la enfermedad, agonía y muerte de los padres. Jotta viene de pasar por ese doloroso trance con su madre y, mientras desarma el departamento en el que ella vivía, recuerda, sueña e imagina situaciones que atravesaron o podrían haber atravesado juntos durante la última etapa del cáncer terminal. En su primer largometraje de ficción, Alejandro Rath intenta compensar la densidad de la temática haciéndole un homenaje a Nanni Moretti. Tanto explícito (lo cita con imágenes de Caro diario que a su vez homenajean a Pasolini) como implícito: el italiano está presente en el espíritu juguetón que busca hacer contrapeso con el dramatismo de la película. Porque Jotta es un trotskista ateo que emprende una suerte de investigación religiosa en busca de respuestas para la situación de su madre. Así, se suma a la peregrinación a Luján, se entrevista con un cura al que le pregunta por qué ella se enfermó pese a ser una buena persona (“no todo puede explicarse”, es la desalentadora respuesta), dialoga con un rabino y hasta visita un templo evangelista con un oficio a cargo nada menos que del Pastor Giménez. También indaga jocosamente en el cruce entre la ideología de izquierda y la espiritualidad. Algunos de estos pasajes muestran el oficio de Rath como documentalista (fue codirector de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?), en escenas donde el personaje de Martín Vega se entremezcla con el paisaje “real”. El resultado es un notable efecto de verosimilitud, que se ve reforzado por el sólido trabajo de la familia Manso-Contreras: Leonor en el rol de Alicia; Patricio, en el de su ex pareja (igual que en la vida real); y la hija de ambos, Paloma, como una enfermera. Pero si la faceta realista de este drama hospitalario está logrado, el aspecto humorístico y fantasioso no siempre consigue el objetivo de aliviar la angustia de ese momento de inminente orfandad que todos, tarde o temprano, enfrentaremos.
“Justo cuando pensaba que estaba fuera, vuelven a meterme”, se indignaba Michael Corleone en El Padrino III. Una frase que puede funcionar como la sinopsis de infinitos policiales y que en Lobos vuelve a cobrar vigencia: una vez que se está en el lado oscuro, es casi imposible escapar. Y mucho más cuando toda la familia está involucrada. Aquí la dinastía criminal es manejada por Nieto (Daniel Fanego), un veterano delincuente que tiene como ayudante a su yerno, Boris (Alberto Ajaka), y está apadrinado por el comisario Molina (César Bordón, más conocido como el manager argentino de Luis Miguel). Nieto es un criminal de con códigos de la vieja escuela, que tal vez podría haber sido albañil o comerciante pero eligió dedicarse a robar para mantener a su familia. Claro que los años pasan, y cada vez sueña más con un retiro bucólico en esa casita que tiene junto a la laguna de Lobos. El contrapunto con Nieto recae en su hijo Marcelo (Luciano Cáceres), que decidió no acompañar más a su padre en sus andanzas delictivas por el Gran Buenos Aires y, en cambio, rumbeó para la dirección opuesta: trabaja en una garita de seguridad privada. Pero no le resultará tan sencillo despegarse de los negocios turbios del padre. Lobos tiene sus mejores momentos cuando toca la cuerda del drama familiar. La película se sostiene por la tensión creada por el conflicto entre el padre gángster y el hijo que lo rechaza; entre ambos queda la otra hija (Anahí Gadda) y sus sueños de prosperar estableciendo su propia peluquería en el barrio. Cuando la trama se va para el lado más estrictamente policial, la película toma un peligroso aire de familiaridad con aquellos policiales nacionales de los ’70 y principios de los ’80, donde las escenas de acción eran poco creíbles y las actuaciones dejaban mucho que desear. Así y todo, los giros del guión consiguen mantener el interés hasta el final que otra vez remite a un personaje de Al Pacino: el Carlito Brigante de Carlito’s Way.
A tono con la ola feminista, con escasos meses de diferencia vieron la luz dos películas sobre la jueza Ruth Bader Ginsburg, emblema de la lucha por la igualdad de género y la segunda mujer en ocupar un lugar en la Corte Suprema estadounidense (cargo que aún ejerce). Una de ellas es el documental RBG -sin fecha de estreno en nuestro país- y la otra es esta biográfica, La voz de la igualdad. Aquí se cuentan básicamente dos momentos en la vida de Bader Ginsburg. Sus días en Harvard en la década del ‘50, años en que la prestigiosa universidad de Boston contaba con un ínfimo porcentaje de mujeres entre sus estudiantes. Luego, la imposibilidad de conseguir trabajo como abogada -al punto de tener que resignarse a la docencia- por el sólo hecho de ser mujer. Y, ya en los ’70, su intervención en un caso que sentó precedente sobre la discriminación basada en el sexo (On the Basis of Sex es el título original) en Estados Unidos. Las biopics -y más aún las que llegan desde Hollywood- en general repiten vicios. Dos de los más comunes: como suelen ser homenajes a personalidades destacadas, presentan versiones idealizadas, heroicas, de los protagonistas; para ser accesibles a la mayor cantidad de público posible, caen en un didactismo que se traduce en simplificación. La voz de la igualdad incurre en ambos pecados. La película es una sucesión de escenas epifánicas. A cada hombre que le pone una barrera en su camino, esta esposa abnegada, madre irreprochable y eximia profesional tiene una frase memorable para clavarle. Cuando todo indica que en alguna situación no hay salida, suena una musiquita optimista y, ¡zas!, a nuestra heroína se le ocurre una solución. Y entre tanta epifanía, las explicaciones. Por abordarse intrincados asuntos legales, cada tanto los diálogos tienen que iluminar lo que ocurre u ocurrirá. A esto hay que sumarles las escenas de feminismo explícito donde se enuncian consignas tan justas, ciertas y defendibles como dramáticamente contraproducentes. Sin embargo, algo del plan didáctico funciona: como primer acercamiento a una figura clave del feminismo, últimamente devenida ícono pop (con memes y parodias en Saturday Night Live incluidos), y como asombrosa exposición del grado de machismo que sufrían las mujeres en Estados Unidos hace sólo cuatro décadas. Una lucha que continúa.
Después de que un superhéroe negro tuviera filme propio (Pantera Negra), Marvel/Disney sigue poniéndose al día en la agenda de la corrección política: en la semana del Día Internacional de la Mujer llega la primera película de los estudios protagonizada por una superheroína, codirigida por una mujer (Anna Boden junto a su marido, Ryan Fleck), escrita por mayoría de mujeres y, lo más importante de todo, con mensaje feminista. La lección es que Carol Danvers supo sortear todas las barreras que los hombres intentaron imponerle: desde la infancia le dijeron que una mujer no podía cumplir ciertas tareas y, maestra de la resiliencia feminista, después de haberse caído mil veces, ella se levantó para demostrar que era tan o aún más competente que ellos. Y descubrir que, al contrario de lo que le repetían, sus emociones no son su debilidad, sino su fortaleza. ¿Cómo encaja esta enseñanza en el Universo Cinematográfico de Marvel? Sin inconvenientes. Que esta heroína del #MeToo haya venido a patear testículos no impide que su historia se integre con armonía a la franquicia que empezó en 2008 con Iron Man. Situada en los años ’90 (abundan los guiños de época), esta es una precuela de toda la saga. Tiene como coprotagonista a un Nick Fury con sus dos ojos sanos, encarnado por un Samuel L. Jackson rejuvenecido por la magia de los efectos especiales (al igual que Clark Gregg y su agente Coulson). La presencia de Jackson es clave, tanto en su función de eslabón con los Avengers como en ese toque humorístico y descontracturado necesario para evitar que estas historias caigan en las garras de la solemnidad. Algo que aquí se consigue a tiempo: el tono es equidistante entre la farsa de Thor: Ragnarok y la seriedad de Pantera Negra, por citar dos ejemplos recientes de la factoría Marvel. De modo que la gracia de Fury -y de una mascota que se agencia en el camino- compensan el tedio que acecha en las peleas coreografiadas y los diálogos explicativos. Parlamentos que abundan, por tratarse de una compleja aventura no lineal, que ubica a los humanos en medio de una guerra entre pueblos extraterrestres. Brie Larson es una correcta Capitana Marvel, con la estampa indispensable para ser creíble como heroína pero sin perder la humanidad. Aunque un poco más de mugre y menos de peluquería la habrían beneficiado: la batalla contra la dictadura estética tal vez sea la reivindicación feminista que le faltó aplicar.
A quienes hayan viajado por el noroeste argentino o las regiones andinas de Bolivia y Perú les habrá pasado: entre esas montañas, en el medio de la nada, de vez en cuando aparece alguna casita aislada que lleva a preguntarse cómo sobreviven sus moradores. Wiñaypacha, opera prima del peruano Oscar Catacora, pone el foco en uno de esos hogares de piedra y paja para darles a esas dudas algunas respuestas poco reconfortantes. Unas cuantas particularidades convierten a esta película en un espécimen único: fue filmada en 96 tomas de cámara fija, transcurre en un paraje ubicado a cinco mil metros de altura, está hablada en aymara y protagonizada por dos ancianos -el hombre es el abuelo del director- que jamás habían actuado (en el caso de la mujer, ni sabía lo que era el cine). Aunque por momentos se acerca a un cine antropológico, Catacora se cuidó de caer en el pintoresquismo y aborda una temática universal: el abandono de los viejos. Dueños de esos milenarios rostros indígenas que suelen enamorar a las cámaras de los turistas, Willka y Phaxsi mantienen sus costumbres ancestrales pese a su edad (indefinible, pero no menor a las ocho décadas). En completa soledad, alejados de cualquier vestigio de vida humana, cada vez les cuestan más las tareas agrícolas y ganaderas de subsistencia. Sólo se tienen el uno al otro y a sus animales: un perro, una llama, algunas ovejas. Casi como personajes de Beckett, su única esperanza es que los visite su hijo, Antuku, que los dejó para irse a vivir a la ciudad. El marco natural que los rodea tiene doble filo: es deslumbrante a la vez que subraya el desamparo de esos personajes de andar lento y encorvado. Esa inmensidad montañosa al principio maravilla y termina angustiando. Es una pulseada de la sabiduría y la fe contra el tiempo y las fuerzas naturales. Pero estos ancianos que sufren el olvido del mundo en medio del Altiplano también podrían padecerlo en un departamento de Balvanera.
En su tercer largometraje como director, Steven Knight parece querer hacerles un homenaje a El viejo y el mar y Moby Dick: en principio, todo se trata de un pescador obsesionado con atrapar a un atún gigante. Pero tal vez para no caer en el lugar común, el creador de Peaky Blinders quiso darle un giro a la historia y, alejándose de Hemingway y Melville, rumbea para el lado de la ciencia ficción: el resultado es un pastiche que no termina de ser ni chicha ni limonada. Matthew McConaughey vuelve a su versión True Detective para interpretar a Baker Dill, un recio desencantado de la vida cuyo único amigo es el alcohol y su máxima motivación, capturar al mencionado pez. Vive en una paradisíaca islita del Caribe, siempre corto de fondos por su inclinación a la bebida y su fijación con el enorme bicho marino. En eso está, entre su barco y la caña de pescar, cuando en su rutina irrumpe una mujer de ese pasado que él intenta ahogar en ron, acompañada por su violento marido. Quedó dicho: en busca de originalidad, lo que hasta cierto punto es un guión convencional empieza a tomar ribetes absurdos, con algunas de esas vueltas de tuerca tan forzadas que requieren de una voz en off que las explique (y de esa manera les termine de quitar toda la gracia que podrían haber llegado a tener). El drama de este hombre extraviado empieza a teñirse de misticismo y religiosidad, con toques de un erotismo berreta y un suspenso que no llega a ser tal. Un cóctel mortífero. Las actuaciones de los oscarizados McConaughey y Anne Hathaway llaman la atención por lo esquemáticas y artificiales: cuesta creer que estamos ante dos de los actores más cotizados de Hollywood. A él, para empeorar las cosas, lo hacen mostrar su trabajado físico con cualquier excusa, como si los músculos compensaran la falta de sustancia de la historia. Ella, como una caricatura de femme fatale de policial negro, debe haberse anotado uno de los peores trabajos de su carrera.
Pese a que su único trabajo de ficción, El traductor, ha sido reeditado recientemente, y que no pocos comparten la opinión de Elvio Gandolfo acerca de que se trata de “la mejor novela de la literatura argentina”, el de Salvador Benesdra sigue siendo un nombre ajeno al gran público, quizá destinado a pertenecer a la ilustre categoría de los autores de culto. Pero además de sus virtudes literarias, este psicólogo, periodista y escritor tuvo una vida que merecía un documental como Entre gatos universalmente pardos. Dueño de una inteligencia fuera de lo común, políglota (dominaba siete idiomas), orador implacable, Benesdra era una de esas personas cuyo trato es difícil de olvidar. Con una trágica particularidad: desde su juventud tuvo brotes psicóticos que, finalmente, lo llevaron a suicidarse en 1996, a los 43 años, antes de ver publicada su novela, que había sido finalista del premio Planeta y rechazada en varias editoriales por sus escasas posibilidades comerciales. Ariel Borenstein y Damián Finvarb recabaron testimonios como para abordar la figura de Benesdra desde la mayor cantidad posible de ángulos: el literario (hablan Gandolfo, Silvia Plager y Raquel Garzón, entre otros), el político (compañeros de militancia trotskista), el periodístico-sindical (ex compañeros de Página/12) y el personal (amigos íntimos como Alejandro Mantero, y dos de sus ex parejas). Un procedimiento convencional que al aplicarse a un personaje como Benesdra puede tener resultados extraordinarios. Estas voces están acompañadas por algunas imágenes de archivo increíbles, como los videos caseros en los que él mismo se filmó imitando su modo de hablar en las asambleas. “Te hacía pasar de la euforia a la vergüenza ajena”, dice alguien sobre esos discursos en los que convivían la lucidez y un delirio del que Benesdra era consciente. Al punto de que su frase al separarse de una de sus mujeres fue: “Que mi locura no mate la capacidad de amor que hay en vos”.
Ante la noticia del estreno de esta película, alguien tuiteó: “¿Cómo entrenar a tu dragón TRES? ¿Para qué lo están entrenando, para ingeniero agrónomo?”. La inquietud del afilado tuitero tiene respuesta: a Chimuelo todavía le quedaban lecciones para aprender, y en este tercer capítulo de la saga -que, se supone, es el último- le tocó la que quizá sea la más difícil de todas. Que no es la agronomía, sino el amor. Porque en el cielo aparece una dragona -en realidad, se parece más a una Pequeña Pony- que encandila al dragón alfa. Y entonces Chimuelo tiene que estudiar los pasos del cortejo y la seducción. Pero esta es sólo una parte de la trama, porque ese objeto del deseo es un engranaje del malévolo plan de un cazador de dragones. Se trata de Grimmel, que quiere distraer a la furia nocturna de su tarea de protección de Berk, el pueblo donde se concretó la utopía de que dragones y humanos convivieran en paz. Así, con Chimuelo en otra cosa, quedará el terreno libre para que la aldea de Hipo, los vikingos y sus dragones sean conquistados. Aunque es entretenida y tiene un buen villano, tal vez la trama no sea lo mejor de Cómo entrenar a tu dragón 3, que como las anteriores fue escrita y dirigida por Dean DeBlois. El mayor lucimiento para por el aspecto visual. Algunos de los personajes humanos y la mayoría de los dragones -esa mezcla de perros juguetones y caballos- son adorables. Y los paisajes que recorren son deslumbrantes, en especial la tierra oculta, un santuario de dragones ubicado en el fin del mundo. Ahí donde ningún predador podrá volver a molestarlos.