Detrás de los supuestos escandaletes que antecedieron el estreno de El Potro sólo puede haber una astuta estrategia de marketing, o el ansia de algunos personajes por volver a tener sus quince minutos de fama, o la necesidad de los chimenteros de llenar minutos de aire y portales. O una combinación de los tres factores. Porque esta biografía autorizada de Rodrigo Bueno -aunque un cartel al principio se ataje y señale que la historia apenas está “inspirada en hechos reales”- está despojada de elementos para la polémica. Es respetuosa al punto de llegar a caminar por la cornisa de la insipidez. En Gilda, Lorena Muñoz ya dio muestras de pericia para contar la vida de un ídolo popular. Estilísticamente, su segunda ficción está en la misma línea. Abundancia de planos cerrados, cámara en mano, y escenas con más sombras que luces cuando se está mostrando a Rodrigo en su vida cotidiana, para crear intimidad y realismo. Todo lo contrario cuando El Potro se sube al escenario: así, la estética acompaña el subibaja emocional y el contraste entre lo doméstico, zona de conflicto, y lo público, territorio de fuego y pasión (para decirlo en palabras del homenajeado). El complemento entre el drama y la música funciona a la perfección; el repaso por la lista de hits es exhaustivo. ESPECTÁCULOS SUSCRIBITE Buena Crítica de “El Potro”: Sexo, cuarteto y algo más En esta biografía autorizada de Rodrigo, las buenas actuaciones y los pasajes musicales compensan la tibieza dramática. Marixa Balli (Jimena Barón) y El Potro (Rodrigo Romero), en uno de sus fogosos encuentros. GASPAR ZIMERMAN 03/10/2018 - 18:27Clarin.comEspectáculosCine Críticas De CineRodrigo BuenoSpot Detrás de los supuestos escandaletes que antecedieron el estreno de El Potro sólo puede haber una astuta estrategia de marketing, o el ansia de algunos personajes por volver a tener sus quince minutos de fama, o la necesidad de los chimenteros de llenar minutos de aire y portales. O una combinación de los tres factores. Porque esta biografía autorizada de Rodrigo Bueno -aunque un cartel al principio se ataje y señale que la historia apenas está “inspirada en hechos reales”- está despojada de elementos para la polémica. Es respetuosa al punto de llegar a caminar por la cornisa de la insipidez. Mirá tambiénCrítica de “Johnny English 3.0”: El Súper Agente Mr. Bean En Gilda, Lorena Muñoz ya dio muestras de pericia para contar la vida de un ídolo popular. Estilísticamente, su segunda ficción está en la misma línea. Abundancia de planos cerrados, cámara en mano, y escenas con más sombras que luces cuando se está mostrando a Rodrigo en su vida cotidiana, para crear intimidad y realismo. Todo lo contrario cuando El Potro se sube al escenario: así, la estética acompaña el subibaja emocional y el contraste entre lo doméstico, zona de conflicto, y lo público, territorio de fuego y pasión (para decirlo en palabras del homenajeado). El complemento entre el drama y la música funciona a la perfección; el repaso por la lista de hits es exhaustivo. También superan la prueba las actuaciones. Empezando por la del debutante Rodrigo Romero, que, más allá del parecido físico, disimula su falta de experiencia y hasta canta mejor que el original. Ingenuo, dulce, tierno, este Rodrigo de ficción está lejos del pícaro, zarpado, pasado de revoluciones, que saturaba la televisión y las revistas a fines de los ‘90. Tal vez para evitar caer en la caricaturización, todos los personajes están suavizados con respecto a su versión mediática. La Betty Olave de Florencia Peña es un poco sobreprotectora, pero no hay asomo de la desencajada que fue carne de los programas de la tarde. Lo mismo con el manager de Fernán Mirás, una figura paterna sin sombras de explotador o mafioso. Hay un solo villano, llamado Angel (Diego Cremonesi), que en realidad es un demonio que conduce al cantante por el camino del pecado. Así, los excesos son el punto de conflicto en esta historia de ascenso social y descenso personal: las mujeres y la droga, tentaciones que el cordobés encuentra en Buenos Aires y lo alejan de su familia. Sólo se ve al Rodrigo mujeriego; el adicto está sugerido. Nadie pide sensacionalismo, pero aquí todo es tan asordinado que el drama pierde fuerza. Y, entonces, tampoco termina de encajar, como sí ocurría en Gilda, la pátina mística o épica -en escenas con reminiscencias de Leonardo Favio- con la que se quiere bañar a este Potro domado.
ESPECTÁCULOS SUSCRIBITE Regular Crítica de “Slender Man”: Este flacucho no mete miedo El personaje creado por un forista de Internet llega al cine en un filme pasteurizado, que aburre más de lo que asusta. Joey King (izquierda, en el papel de Wren) y Julia Goldani-Telles (Hallie) son dos de las cuatros adolescentes acosadas por Slender Man. GASPAR ZIMERMAN 27/09/2018 - 19:08Clarin.comEspectáculosCine Críticas De CinePelículas De Terror Slender Man (“Hombre delgado”) es un producto de Internet: lo creó en 2009 un tal Eric Knudsen -bajo el seudónimo Victor Surge- para un concurso de un foro, cuya consigna consistía en alterar fotografías comunes con Photoshop de modo de convertirlas en imágenes horrorosas. Así nació este personaje alto, flaco, de traje y sin rostro al que se veía acechando de lejos a niños y adolescentes. Slender Man tuvo éxito y se convirtió en una de las más famosas “creepypastas”, como se llama a los textos o imágenes de terror que circulan viralmente por la red. En 2014 el personaje alcanzó aún mayor repercusión a raíz un incidente que involucró a tres nenas de doce años: dos de ellas apuñalaron a la tercera (que se salvó milagrosamente de morir) y dijeron que lo habían hecho por órdenes de Slender Man. Por eso, el anuncio de la realización de una película basada en esta siniestra criatura levantó polvareda: el padre de la víctima declaró que se estaba explotando una tragedia y el sufrimiento de tres familias. La controversia hizo que el estreno se demorara y que la versión que llegó a los cines esté llena de cortes para “suavizarla”. Algo que no necesariamente es negativo: la película sugiere más de lo que muestra, y eso podría haber resultado efectivo. El terror está más centrado en los sonidos, las sombras y lo que parece haber, que en lo que efectivamente hay. Pero todo quedó tan pasteurizado que cuando Slender Man aparece, es una desilusión: el bueno del esqueleto protagonista de El extraño mundo de Jack era más inquietante. El argumento tiene un lejano parentesco con el caso real y le da algo de razón al padre indignado. Cuatro adolescentes aburridas de su vida pueblerina invocan a Slender Man a través de un video que encuentran en un foro de Internet: una de ellas desaparece y otra, obsesionada por encontrarla, somete a las demás a rituales nocturnos en el bosque, que sólo incrementan la pesadilla. Pero quedó dicho: nada de lo que les sucede -ni las alucinaciones, ni el acoso del flaco escopeta- produce mayores sobresaltos. El tedio termina ganándole al miedo.
Harry Dean Stanton podría haber sido el secretario general del sindicato de that guys: participó en más de un centenar de películas, siempre en roles de reparto. Con dos excepciones: Paris, Texas (1984), de Wim Wenders, el clásico que le puso nombre a su rostro y le dio status de leyenda; y esta Lucky, suerte de legado, que filmó a los 89, dos años antes de morir. Su último protagónico se funde con el primero: es imposible evitar pensar que este anciano de sombrero de cowboy caminando por un paisaje desértico no es otro que Travis nonagenario. Pero Lucky deambula por su pueblo sabiendo muy bien hacia dónde va: se aferra a su rutina diaria -yoga, cigarrillos, crucigramas, bar de día, bar de noche, el almacén, los concursos televisivos- casi como a un talismán contra el paso del tiempo. Un desmayo inexplicable le recuerda que, igual, las hojas del calendario van cayendo. El diagnóstico del médico es terminante: vejez. “Nadie sale vivo de aquí”, le explica al atribulado paciente. Entonces queda claro que la opera prima de John Carroll Lynch -otro that guy célebre- es un ensayo sobre el crepúsculo de la vida. “Tengo miedo”, confiesa este suertudo que llegó impecable a los 90. Sabe que no le queda mucho, pero aquí no hay dramatismo ni epifanía: Lucky mantiene sus hábitos, tabaco incluido. Consciente de la impunidad que dan los años, puede andar por ahí en calzones y botas, con los pelos largos desgreñados. Parco y frontal, su sociabilidad está acotada a un par de mozos, una cajera, los parroquianos de un bar (incluyendo a David Lynch como un hombre a quien se le escapó la tortuga). En un registro similar al de Paterson, de Jim Jarmusch, hay diálogos cargados de existencialismo, con escenas logradas y otras un tanto forzadas, en las que el intento poético se torna empalagoso. Lucky es, según sus creadores, una “carta de amor” a Stanton. Por momentos, este homenaje se excede en el propósito de mostrar lo querible que era el homenajeado. Pero no deja de hacerle justicia a un actor que tuvo el doble mérito de brillar desde un segundo plano.
Como Monsters Inc. u Hotel Transilvania, Pie Pequeño adopta el punto de vista de los monstruos: aquí el protagonismo recae en un grupo de yetis. Y, por lo tanto, la medida de las cosas está dada en relación a sus enormes cuerpos: si nosotros los denominamos “pies grandes”, para ellos los humanos somos “pies pequeños”. Y, también, criaturas míticas. Hasta que Migo, uno de los yetis, se topa accidentalmente en las alturas del Himalaya con un humano aventurero. Pero el encuentro es fugaz, y no tiene manera de probarlo ante el resto de la aldea. Es más: el jefe lo expulsa del pueblo por contradecir a las piedras sagradas, que establecen que los pies pequeños no son reales. Entonces, Migo parte en una expedición para conseguir las evidencias de su relato. En ese descenso a los valles lo acompaña una pandilla de adolescentes que lleva años investigando el asunto de los pies pequeños. Como casi todas las películas infantiles, Pie Pequeño viene con moraleja. En este caso el planteo gira en torno a los mitos, leyendas y las creencias religiosas, y su eterno enfrentamiento con el conocimiento científico. Porque el jefe -atención, spoiler- sabe que los humanos existen, pero mantiene adrede a los yetis en la ignorancia. Teme que se enteren de la verdad y quieran entrar en contacto con los humanos, algo que, dado el carácter dominante y destructivo de los hombres, podría llevarlos a la guerra y tal vez la extinción. Hay también una crítica al rating y el afán de fama y aprobación que generan las redes sociales: esto está representado por Pie Pequeño, que conduce un programa de viajes y es capaz de cualquier cosa con tal de lograr un “me gusta” o un click más. Todo esto está contado en una narración ágil y entretenida. Lástima que aquí -una tendencia en preocupante aumento- sólo se estrene la versión doblada: las canciones dejan bastante que desear.
Algún desprevenido podría creer que La casa con un reloj en sus paredes es una emulación tardía de Harry Potter, pero lo cierto es que se basa en una novela juvenil de John Bellairs -ilustrada nada menos que por Edward Gorey- publicada en 1973, un cuarto de siglo antes que la primera de la saga de J.K. Rowling. El punto de partida es parecido: el protagonista es Lewis Barnavelt, un niño que luego de quedar huérfano debe irse a vivir con un tío, que habita una mansión encantada y resulta ser un hechicero que lo inicia en los secretos de la magia. El chico no usa anteojos, pero sí unas antiparras antiguas. Aquí no hay otros docentes mágicos: para Lewis, la única referente en la materia, además del hermano de su madre, es la bondadosa vecina, Florence Zimmerman, una bruja caída en desgracia. Y hasta aquí llegan las comparaciones. La casa con un reloj en sus paredes tiene por lo menos dos fortalezas. Por un lado, el elenco: difícil encontrar mejores intérpretes que Jack Black y Cate Blanchett para esa pareja dispareja de magos. El pequeño Owen Vaccaro está a la altura, y siempre es una alegría ver vigente a Kyle MacLachlan, el actor fetiche de David Lynch. Por otro, la imaginería visual: ambientada en los años '50, desde la caracterización de los personajes hasta la gótica casona encantada, con todos sus objetos animados, son deslumbrantes. Quizá la historia, que por momentos se hace demasiado hablada y reiterativa, no esté a la misma altura. Hacía falta un poco más de fluidez narrativa para conectar lo que le sucede a Lewis en el ámbito escolar -bullying- con sus aventuras puertas adentro de la casa y la batalla contra el malvado de la historia. Una historia que, de todos modos, es atractiva.
Sin una advertencia previa, es difícil sospechar el origen teatral de Historias de ultratumba, que primero fue una exitosa obra del West End londinense -incluso exportada a otros países de Europa, y también a China, Australia y Canadá- y ahora se transformó en una película que marca el debut como directores de Jeremy Dyson y Andy Nyman, sus autores. La película se inscribe en la tradición de Amicus, la desaparecida productora británica que en los años ’60 y ’70 se disputaba el mercado del cine de terror con la Hammer. La diferencia entre ambas era que los filmes de Amicus eran menos sangrientos y solían consistir en narraciones enmarcadas: dos características que Historias de ultratumba respeta a rajatabla. El propio Nyman interpreta al profesor Goodman, un escéptico que dedica su programa de televisión a desenmascarar fraudes paranormales. Su faro en la actividad había sido Charles Cameron, un investigador mediático que en los años ’70 tuvo su propio programa, interrumpido por su misteriosa desaparición. Un día, Goodman recibe una invitación del mismísimo Cameron para visitarlo: en su lugar de reclusión, el anciano le dice que se arrepiente de su carrera, que lo sobrenatural existe y lo desafía a desmentir tres casos que así lo demuestran. Cada una de las historias resulta estremecedora gracias a la utilización de armas clásicas del terror psicológico. Sencillas y efectivas: luces que se apagan inexplicablemente; dos personas quietas, paradas de cara a una pared; una cuna ocupada sólo por una muñeca sin rostro. Gracias a elementos siniestros por el estilo, acompañados por un muy británico sentido del humor, los tres cuentos están logrados. Y también lo está la historia que les da marco, protagonizada por el profesor Goodman. Es una lástima que después del vuelo casi surrealista que va cobrando la película, en el desenlace se intente darle una explicación racional a todo lo que vimos, como si algún desmitificador como Goodman hubiera tomado el control y nos dijera que los fantasmas sólo existen en nuestra mente.
En la primera Depredador, de 1987, Shane Black interpretó a Rick Hawkins, el gracioso del grupo de mercenarios que, liderado por el invencible Dutch de Arnold Schwarzenegger, combatía guerrilleros y, después, al cazador alienígena. Ahora, treinta años más tarde, como director y coguionista, le da a la cuarta entrega de la franquicia la misma impronta de aquel personaje que siempre tenía un chiste verde en la punta de la lengua. Y como de mezclar comedia y acción conoce bastante -dirigió Iron Man 3 y Dos tipos peligrosos-, consigue hacer de El Depredador una película liviana y entretenida. Misión cumplida. Se supone que todo sucede entre la segunda parte (Predador 2, 1990) y la tercera (Predators, 2010), pero este es un dato que sólo les importará a los fanáticos de la saga. Más allá de unos cuantos guiños (alguna frase, algunos objetos que incluso remiten a Alien vs. Predator), no hace falta haber visto ninguna para entender lo que está ocurriendo. O no entenderlo: la acción por momentos se vuelve caótica y hay inconsistencias varias, pero ponerse a buscar cierta lógica equivale a entrar en un inútil combate con lo que se está viendo. Si los héroes de repente disponen de un arsenal impresionante, de vehículos terrestres de toda clase y hasta de un helicóptero, no importa demasiado que no sepamos de dónde los sacaron: lo importante es que la trama avance. Como en la primera, aquí hay media docena de soldados de elite y una civil (una bióloga, en este caso) involucrados en dos peleas: contra otros militares y, desde ya, contra el monstruo recargado (más grande, más fuerte). Pero la pandilla se forma por accidente: estos reclutas son unos desclasados por causa de diversas patologías psiquiátricas, la excusa para que Black toque la cuerda cómica. Y esa es la gran virtud de esta cuarta Depredador: nunca se toma muy en serio a sí misma, partiendo de la base de que el extraterrestre asesino con rastas es definido como “una Whoopi Goldberg espacial”. Pero esto no es una parodia: hay acción a la vieja usanza, con sabor a la década del ’80, sin abusar de los efectos generados por computadora, y ese es otro mérito. También hay un destello de trascendencia profundidad, como cuando se plantea cuál es la diferencia entre un soldado y un asesino. Pedir más es pedir demasiado.
Empecemos por las buenas noticias: después de cinco años, vuelve a estrenarse una película protagonizada por Jodie Foster (la anterior había sido Elysium). Y con un papel bastante potable: en esta distopía, ella es La Enfermera, la mujer encargada de atender a todos los criminales heridos que llegan al Hotel Artemis, una suerte de hospital clandestino para gente que necesita atención médica y pocas preguntas. Estamos en el año 2028: en Los Angeles hay enfrentamientos entre la policía y manifestantes que reclaman por la falta de agua. Pero el caos no impide que los delincuentes sigan trabajando. Y La Enfermera tiene que curarlos. La idea es bastante buena y el trabajo de Foster -avejentada para la ocasión- cubre largamente el básico estándar de calidad que se espera de ella. Vayamos a las malas noticias: la película no termina de funcionar. Aunque al principio todo parece dispuesto como para llegar a buen puerto. Porque Everest, el ayudante de La Enfermera, no es otro que el carismático Dave Bautista (Guardianes de la Galaxia). Y porque las habitaciones del Hotel Artemis están ocupadas por huéspedes/pacientes lo suficientemente interesantes y diferentes entre sí como para sostener un conflicto potente. Pero no. Casi todo sucede en interiores, al punto de que podría hacerse una obra de teatro a partir de esta versión violenta y retrofuturista de una novela de Agatha Christie. Cada personaje parece ocultar algo: los hermanos que acaban de robar un banco, atraco del que uno ellos salió malherido; la enigmática y atractiva extranjera (la argelina Sofia Boutella, ya toda una figura del cine de acción), que tiene una lastimadura menor; el bravucón insoportable. La propia Enfermera también tiene un pasado misterioso. Y, como para agregarle más brillo al reparto y una mayor cuota de humor a la historia, también hace una aparición Jeff Goldblum. Pero ni así sale a flote Hotel de criminales. Porque la falla está en cómo se establece el vínculo entre todos ellos. Las interacciones entre los personajes son forzadas, y si bien hay algunas situaciones cargadas de un suspenso que va progresando, y hay diálogos que intentan ser chispeantes e ingeniosos, en realidad se termina notando demasiado que todo se trata de una mera excusa para llegar a la acción pura y dura. Que es lo que el público de esta película seguramente va a buscar, pero los caminos para desatar ese clímax de piñas y patadas deberían haber sido otros.
A algunos, el nombre Blanca Luz Brum les sonará por haber sido la musa inspiradora de Ejercicio plástico, el mural de David Alfaro Siqueiros que estuvo abandonado durante años en una quinta que perteneció a Natalio Botana. El escandaloso triángulo amoroso que protagonizó junto a esos dos hombres notables fue apenas un capítulo más de una vida intensa, aventurera, contradictoria. En fin: cinematográfica. Con una investigación exhaustiva, Pablo Zubizarreta -director, entre otras, de la excelente 4 de julio: La masacre de San Patricio junto a Juan Pablo Young, aquí coguionista- recorre una biografía apasionante. Tal vez, demasiado como para ser cierta. “¡Son puras mentiras, inventaron, quieren hacer célebre a su mamá!”, se escucha exclamar a una crítica de arte, Raquel Tibol, despreciando el testimonio de la hija de Brum. Y agrega: “Blanca Luz Brum es una mierdita, no tiene ninguna importancia, está usted perdiendo el tiempo haciendo una película sobre ese personaje”. Eso es lo primero que escuchamos, pero la relativización sobre lo que vamos a ver no hace más que reforzar el interés sobre esta uruguaya que, como escritora y militante, participó de acontecimientos literarios y políticos clave del siglo XX en su país, México, Perú y la Argentina. Y que fue despectivamente apodada “el colchón de América” por sus presuntos romances con hombres notables como los mencionados Botana y Siqueiros o Juan Domingo Perón. No viajaré escondida tiene una estructura clásica. Los distintos episodios de la vida de Blanca Luz van siendo narrados cronológicamente, a través de las cartas y diarios de Blanca Luz -leídos por Mercedes Morán- y testimonios de historiadores y parientes, con profuso material de archivo y, también, elegantes representaciones ficcionales. Siempre con una sombra de dudas que agregan misterio: ¿Resultó, como ella decía, una figura clave en el armado del 17 de octubre de 1945? ¿Por qué empezó sus días como comunista y los terminó como pinochetista? ¿Quién fue, en definitiva, esta “mujer de mil vidas”?.
Hay historias familiares que trascienden los límites domésticos y se transforman en episodios que condensan una época. El periodista Shlomo Slutzky -ex corresponsal de Clarín en Israel- encontró a través de las redes sociales a un hombre con su mismo apellido que vivía en Holanda y resultó ser un primo segundo cuyo padre había desparecido durante la última dictadura. A partir de este dato, novedoso para él, se vinculó con este pariente y descubrió el ocultamiento que los Slutzky habían hecho de esta tragedia. Al seguir el hilo de este suceso, Disculpas por la demora no sólo ilumina aspectos oscuros de esta familia, sino también de la historia reciente argentina. El protagonista del documental es el carismático Mariano, que en 1977, a los 13 años, fue testigo del secuestro de su padre, Samuel Slutzky. Como su madre había muerto tiempo antes por una enfermedad, la pareja de su padre se los llevó, a él y a su hermana, consigo a su exilio en Holanda. Pero una vez allá, las relaciones entre la mujer y sus hijastros no fueron las mejores, y los adolescentes terminaron viviendo con familias adoptivas. Ningún pariente sanguíneo se hizo cargo de ellos. Con algunas desprolijidades pero mucha emotividad, la cámara sigue el encuentro de Mariano con Shlomo en Amsterdam y, después, viajes de Mariano a la Argentina en busca de reparación legal y moral: declara en el juicio por La Cacha -centro de detención clandestino donde fue visto su padre- y se entrevista con parientes para pedirles explicaciones por su indiferencia en los momentos en los que más los necesitaba. Por distintos motivos, tanto su testimonio como las conversaciones familiares -en especial una con su tío Daniel, hermano de su padre- son estremecedores. A la vez que muestra el justificado enojo de un sobreviviente, su relación de amor-odio con la Argentina y su resentimiento hacia su familia paterna, el documental aborda otros temas hondos, como el vínculo de los militantes de las organizaciones armadas con sus hijos. Y, por los efectos reparadores, deja claro por qué “memoria, verdad y justicia” es mucho más que un lema cuando se hace realidad.