El reestreno de Campo minado -este domingo- es una de las grandes noticias de la temporada teatral nacional. La reunión de seis veteranos de Malvinas -tres argentinos y tres británicos- que se abren a interactuar y contar cómo cambió sus vidas la guerra, resulta un biodrama poderoso, conmovedor, uno de los raros hechos artísticos que realmente merecen el bastardeado adjetivo “imperdible”. Mientras eso sucede en la sala Casacuberta del teatro San Martín, unos pisos más arriba, en la sala Lugones, podrá verse Teatro de guerra, también dirigida por Lola Arias, el documental que muestra los entretelones de la obra. Si bien pueden funcionar independientemente, lo aconsejable es ver primero la obra y después la película. Porque de cierta forma, Teatro de guerra espoilea algunos de los momentos más altos de Campo minado. Y no sólo en cuanto al contenido: también les quita la fuerza que tienen en vivo. Esta es un gran oportunidad para que algún teórico se luzca con la comparación entre hecho teatral y cinematográfico. Aquí “gana” el primero: por más que formen parte de un libreto repetido función tras función, no es lo mismo que los testimonios nos lleguen desde el escenario que a través de la mediación de una pantalla. O ver a esos seis ex enemigos formar una banda para tocar, in situ, un potente rock bélico. En este caso el orden de los factores altera el producto también porque la película completa la experiencia teatral, al modo de los extras de un dvd. Al final de la obra, es casi inevitable preguntarse cómo se concretó este ambicioso proyecto. Y en su opera prima Arias da algunas respuestas, mostrando pasajes del casting, algunos de los ejercicios que les hizo hacer a los veteranos para convertirlos en actores de su propia historia, las dudas que todo el proceso les despertaba a los protagonistas (sobre todo a los británicos). Y cómo el teatro terminó despejándolas.
Ya pasaron cosas muy malas, pero lo peor está por venir. Cualquier parecido con la realidad nacional es pura coincidencia: estamos hablando de El último hombre, una película posapocalíptica y preapocalípitica a la vez. Porque una serie de catástrofes ambientales y bélicas ya dejaron a la Tierra sumida en días grises y lluviosos a perpetuidad, con la ley del más fuerte imperando entre los hombres, pero algo aun más cruento se avecina: el final definitivo. Buenos Aires está disfrazada de Blade Runner en esta curiosa coproducción argentino-canadiense que tiene a Liz Solari, Rafael Spregelburd y Fernán Mirás hablando en inglés codo a codo con Hayden Christensen (Anakin Skywalker en los Episodios II y III de Star Wars) y nada menos que Harvey Keitel. Christensen es Kurt Matheson, un veterano de guerra con estrés postraumático que vive como Bob Geldof en The Wall -hay varios guiños a Pink Floyd-, acompañado por un viejo televisor y fantasmas del pasado. Keitel es un predicador que logra sacarlo de su ensimismamiento con sus discursos sobre el desenlace inminente y su llamamiento a una vuelta a lo ecológico y natural. Hay por ahí, dando vueltas, una patota al estilo de Alex y sus drugos en La Naranja Mecánica. Hay, también, un interés romántico para Kurt. Y un par de personajes que se interponen en este amor y que aparentemente son peligrosos, según se establece en algunos diálogos explicativos. Son todos personajes con gusto a estereotipo, enmarcados en una historia que tampoco se aparta un ápice de un terreno transitadísimo. La estética es lo mejor: el bajo presupuesto está bastante bien disimulado y se nota el esfuerzo por evitar los derrapes clase B. Que los hay, de todo modos, por culpa de un guión con todos los hilos a la vista. Es una trama esquemática, carente de emoción y cargada de excusas argumentales insustanciales, cuya única función es hacer que todo avance hacia un desenlace previsible.
El veterano Robert Guédiguian volvió a convocar a su elenco fetiche -su mujer, Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan-, el mismo con el que viene trabajando desde hace más de tres décadas, para hablar de cómo el tiempo modifica los lugares y las personas. El punto de partida es poco original: después de años de distancia, la enfermedad del padre hace que tres hermanos vuelvan a convivir en la casa donde alguna vez fueron felices. La sensibilidad de Guédiguian (que se hizo conocido aquí por Marius y Jeannette, de 1997) hace que la historia nos envuelva con su entramado de pasado y presente. Dos hermanos se fueron y otro se quedó en el encantador pueblo costero sobre el Mediterráneo: la forzosa reunión los pone de frente a lo que soñaban con ser en su juventud y la realidad de las personas en las que se han convertido. Y no sólo a ellos: aun en ese paradisíaco paisaje, hay señales de que el mundo no resultó del modo en que lo planeaba la generación del ahora inmovilizado patriarca. Las tensiones personales entre los hermanos están atravesadas por los vaivenes socioeconómicos globales. Al punto de que la película está claramente dividida en dos partes: la primera gira en torno a los vínculos familiares, con la política como telón de fondo, mientras que en la segunda irrumpe el drama de la inmigración ilegal y los conflictos personales pasan a segundo plano. Una digresión que diluye el argumento. Suele haber en los trabajos de Guédiguian un equilibrio entre el costumbrismo y la teatralidad que aquí por momentos peligra: hay algunos diálogos demasiado explicativos, dichos por personajes autoconscientes en exceso. Pero el entendimiento de tantos años entre el director y los actores -hay, incluso, un fragmento de Ki Lo Sa? (1986) con ellos mismos en la juventud, a modo de flashback- compensa esa pomposidad, dotando a sus criaturas, y a La casa junto al mar, de una humanidad palpable.
En 1983, la estadounidense Tami Oldham Ashcraft se embarcó en una travesía por el Océano Pacífico: debía pilotear un yate desde Tahití a San Diego. Pero el huracán Raymond destrozó la nave y la dejó a la deriva durante 41 días. Ella sobrevivió para contarlo en una novela que ahora tiene esta adaptación cinematográfica. Tal vez hoy más que nunca, ante la escasez de ideas el cine recurre a hechos de la vida “real” para alimentar sus guiones. Uno de los riesgos que se corren es que salgan películas como A la deriva. Es decir: realistas, atentas a reproducir los acontecimientos en los que están basadas con el mayor grado de verosimilitud posible, pero carentes de alma. El islandés Baltasar Kormákur tiene experiencia en contar este tipo de proezas verídicas, en las que el ser humano lidia con la Naturaleza y vence, o al menos no es vencido: entre muchas otras, dirigió y produjo Lo profundo (2012, también una historia de supervivencia náutica) y Everest(2016). Aquí muestra que esos trabajos no fueron en vano: a diferencia de películas recientes del mismo estilo (como Un viaje extraordinario, de James Marsh) las escenas que transcurren en alta mar son creíbles. Que emocionen es otro tema. Toda la ficción transcurre entre el presente, en alta mar, y flashbacks del pasado, que nos muestran cómo Tami llegó a emprender esta aventura. Pero para sostener la narración, se apela a un recurso engañoso para el espectador. Y la atención está tan puesta en atenerse a contar los hechos tal cual fueron, que la empatía queda en el camino: naufraga mucho antes que la protagonista. Y si la suerte de los personajes no nos importa, ya nada de lo que pueda sucederles tiene demasiado sentido.
El auge de la relectura en clave femenina de las otrora masculinas “buddy movies” es otro signo de los tiempos que corren en Hollywood (y Occidente). Esta vez, la dupla protagónica de amigas está a cargo de Mila Kunis y Kate McKinnon -bajo la dirección de otra mujer, Susan Fogel- como dos chicas comunes que se ven envueltas en una trama de espionaje. Si la película no termina de funcionar, no hay que echarles la culpa a las actrices. Menos que menos a McKinnon, que hace valer el sello de calidad del Saturday Night Live que engalana su curriculum. Como ya había ocurrido en la Cazafantasmas femenina, los momentos más -tal vez habría que decir los únicos- graciosos van de la mano de su frescura y desparpajo. Más allá de algún que otro mohín de más, Kunis la acompaña con la suficiente corrección como para ayudarla a lucirse. Además de sus gags flojos, de fórmula, tal vez lo que falle en esta comedia es que termina siendo un híbrido. Por un lado, no apuesta decididamente por el absurdo, porque el género a parodiar -las películas de espías- está presentado con demasiada seriedad. Se intenta que estas dos atolondradas se desenvuelvan en el marco de un guión plagado de escenas de acción hechas y derechas, sin un atisbo de comicidad más que algún gesto o exclamación de las protagonistas. Hay patadas, tiros, persecuciones y explosiones que emulan rigurosamente a Bond o Bourne, y en este escenario la comedia se desdibuja. Es decir que la intriga de espionaje deja de servir como una mera excusa para las monerías de Kunis y McKinnon y pasa a tener relevancia. Pero, a la vez, no cuenta con la suficiente solidez como para sostener el interés. Y entonces el resultado es el clásico ni chicha ni limonada que no termina de conformar a nadie.
En 2013, Uruguay se transformó en el primer país del mundo en legalizar la marihuana. Ese año, Denny Brechner filmó una cámara oculta que terminó viralizándose: era sobre un supuesto test oficial con brownies cannábicos en una farmacia. En 2017, cuando efectivamente empezó a venderse marihuana en las farmacias uruguayas, Brechner y dos codirectores - Alfonso Guerrero y Marcos Hecht- subieron la apuesta con una gran idea: un falso documental sobre una misión secreta para importar la hierba y, así, abastecer la demanda del flamante mercado oriental. El propio Brechner protagoniza la historia en el papel de Alfredo Rodríguez, un farmacéutico que viaja a los Estados Unidos para conseguir el cargamento de droga junto a su madre química -Talma Friedler, madre real del director- y un supuesto funcionario policial. Quien les encarga esta tarea no es otro que José Mujica -en la ficción, que transcurre en 2014, aún es presidente del Uruguay-, que se prestó para actuar en la película. Si bien el más importante, el Pepe no es el único personaje que le da visos de realidad a esta comedia delirante. Porque el trío, como miembro de una supuesta Cámara Uruguaya de la Marihuana Legal, participa de convenciones cannábicas y se entrevista con funcionarios y personajes ligados al mundo del porro. Esas inmersiones de los personajes en la “realidad” borran por completo el límite entre ficción y documental y son los momentos más logrados de la película. Dejan en segundo plano algunas limitaciones actorales y una narración en off anticlimática, y consiguen provocar la sonrisa que merece toda comedia fumona que se precie de tal.
La película póstuma de Abbas Kiarostami está más cerca del videoarte que del cine convencional: consiste literalmente en 24 cuadros, montados con efectos visuales a partir de fotografías que el iraní sacó a lo largo de su vida. Durante unos cuatro minutos, una cámara fija registra lo que sucede en esos paisajes: son situaciones de una sutil teatralidad, a veces dotadas de una cierta comicidad, a veces de un tono más dramático, casi siempre con animales como protagonistas, casi siempre en blanco y negro. Sobre un campo nevado, avanza una manada de renos. Uno se detiene sin motivo aparente; unos segundos más tarde, descubrimos que estaba esperando a un compañero rezagado. A través de una formación rocosa, vemos a una pareja de leones copular mientras la lluvia cae sobre ellos. En una playa, una bandada de gaviotas: se escucha un disparo y todas huyen, menos una que cae muerta y otra que se queda velándola. Si se tratara de literatura, estaríamos hablando de microrrelatos o de haikus; si fuera música, de mantras. El efecto que produce ver algunos de estos collages surrealistas es hipnótico. Y también, hay que decirlo, soporífero, pero sin las connotaciones negativas del adjetivo: los párpados pesan como en un estado de relajación profunda. Nos arrulla la voz de la Naturaleza -el viento, la lluvia, el mar- y también música (incluyendo Poema, de Canaro): sonidos que completan la magia de un legado cargado de poesía.
Se puede educar al soberano en un aula, con libros, o en la calle, con revólveres: esta última opción elige Vargas cuando al patio de su casa cae del cielo Reynaldo, que viene huyendo de la policía. El beneficio es mutuo: al hombre le da un entretenimiento en sus primeros días de jubilado; al adolescente, un techo y un refugio. Porque no sólo la ley lo está buscando. La opera prima de Santiago Esteves se propone ser, a la vez, un policial y una película de iniciación. Y consigue funcionar en los dos terrenos, apoyada en un guión sólido y las creíbles actuaciones de todo el elenco, con Germán de Silva (quizás el mejor “that guy” del cine nacional) y el debutante Matías Encinas a la cabeza. Para Reynaldo, Vargas es un señor Miyagi, una figura paterna que encuentra a quién legarle las habilidades de guardia de seguridad que ya no va a usar. La relación entre ellos va creciendo a pura sequedad, sin caer en moralinas o apelar a la emoción fácil. Y, mientras tanto, a la par va aumentando la tensión de la trama de corrupción y delincuencia que los acecha, tanto en las calles como en los alrededores de Mendoza: el paisaje cordillerano termina de darle el marco ideal a esta atrapante historia.
Cuatro años atrás, Denzel Washington y el especialista en acción Antoine Fuqua nos presentaban a Robert McCall, un héroe silencioso basado en el personaje protagónico de una serie de los ’80. Mezcla de El vengador anónimo con el Ghost Dog de El camino del samurai y una pizca de Jason Bourne, este hombre intentaba dejar atrás un pasado turbulento y misterioso, pero no podía con su genio y terminaba haciendo justicia por mano propia. Ahora le tomó el gustito al asunto y se entretiene equilibrando las cuentas a favor de los más débiles, siempre desde el anonimato. Como en la anterior entrega, lo mejor de esta secuela está en la primera parte, donde lo vemos desplegando todas sus habilidades de Batman de la clase trabajadora. Charlando con los vecinos o los pasajeros del remís que maneja, se entera de conflictos que necesitan de su intervención y actúa en consecuencia, sin máscara, sin juguetes bélicos de alta gama y sin millones (pero con los recursos suficientes como para viajar al otro lado del mundo si es necesario). En su primera misión, aparece disfrazado de religioso. Y, de algún modo, lo es: un pastor que trata de sacar a los jóvenes de la calle, estimula la lectura y siempre está del lado de los desvalidos. Y, cada tanto, pega un par de trompadas, da un par de puñaladas o dispara unos tiros. Porque sólo con buenos modales y discursos morales no se llega a ningún lado. Está terminando una lista de los “Cien libros que debes leer antes de morir”, y no casualmente el último es En busca del tiempo perdido, de Proust. La referencia literaria se limita al título: McCall está decidido a volver a la acción. Por eso aparecen algunos datos más de sus días como agente de inteligencia, y por eso abandona su parquedad y perfil bajo, y sale más a la luz, con una bravuconada impropia de él. Y a partir de ese momento es que se estropea una película que, sin genialidades, venía consiguiendo balancear la acción con el drama, con algunos eficaces chispazos de humor. Porque el último plato, el del desenlace, está hecho con las sobras recalentadas de un western visto mil veces y se nota cargado de lugares comunes, resuelto como un trámite y con toques de clase B. De postre, hay un epílogo por demás almibarado que debería haberse evitado: si hay algo que a estos héroes no les sienta, es el azúcar.
En su sexto largometraje de ficción, Inés de Oliveira Cézar eligió contar una historia íntima: la crisis personal de una mujer que anda cerca de las cuatro décadas. Y lo hizo con un grado de sutileza tal que nunca termina de quedar en claro qué es lo que le está pasando a la protagonista: sólo sabemos que una relación de pareja desgastada y un incidente fortuito son los detonantes para que parta en un viaje en busca de sí misma. Este es un periplo en el que la procesión va por dentro, a tal punto que establecer algún grado de empatía con Abril se vuelve una tarea difícil. Y no hay que achacárselo a la actuación de María Figueras, que es correcta, sino a un guión -de la propia De Oliveira Cézar- que no le proporciona muchas salientes de las que aferrarse. Si las acciones de la heroína no tienen demasiado sentido narrativo, menores justificativos aún pueden encontrarse para la decisión de incluir cada tanto, a modo de musicalización de sus andanzas, fragmentos de La Terquedadrecitados por la voz en off de su autor, Rafael Spregelburd. El único vínculo entre esos textos y lo que ocurre en la película es que el propio Spregelburd interpreta a Octavio, pareja de Abril y director -tanto en la realidad como en la ficción- de esa obra de teatro (a cuyos ensayos asistimos sin que tampoco medie ninguna excusa dramática). El resultado es que una pátina de solemnidad se suma al tedio y la morosidad de una película que nunca encuentra su rumbo.