A escuchar la voz interior Lo mejor está al comienzo de la película, cuando la protagonista aún no partió en su travesía por el Pacífico. La experiencia Moana empieza a lo grande: antes de la película propiamente dicha, hay un simpático cortometraje, Inner workings (del brasileño Leonardo Matsuda) que muestra la lucha interna entre el raciocinio y la pasión, el deber ser y el deseo, simbolizados respectivamente por el cerebro, por un lado, y el corazón y el resto de los órganos del cuerpo humano por el otro. Todo irá de mayor a menor, porque el corto es superior al largometraje que veremos después. Pero están vinculados tanto por el paisaje marino como por su temática, porque la verdadera misión de Moana es escuchar su voz interior, descubrir quién está destinada a ser más allá del mandato social. Esta es una nueva princesa de Disney, pero algo diferente: según nos dice el sitio imdb, es la segunda –después de Mérida, la de Valiente- que no está inspirada de cabo a rabo en un cuento de hadas ni tiene un romance. Esta adolescente no se considera a sí misma princesa, sino sólo “la hija del jefe” de una aldea de la Polinesia. Por eso aquí la fuente de inspiración estuvo en la mitología maorí (y, extraoficialmente, en algún pasaje de La princesa Mononoke, de Hayao Miyazaki). Pero también en innumerables relatos clásicos en los que la historia existe porque el protagonista transgrede una prohibición. En este caso, Moana desafía el tabú –establecido por su padre- de navegar más allá del arrecife. El objetivo que persigue es encontrar al semidiós Maui y obligarlo a restituir una piedra que robó de una isla legendaria, una falta que empieza a traerle desgracias a su pueblo. Lo mejor de la película está al principio, cuando Moana todavía no partió en su travesía. Porque en esa primera parte la vemos como una irresistible bebé, y todo ocurre en la isla, que tiene visualmente muchos más atractivos que el Oceáno Pacífico, donde transcurre el resto de la historia. Es, entonces, el colorido de la exuberante vegetación isleña contra el monótono azul del mar; la fuerte personalidad de la abuela de Moana contra los chistes medio sosos de Maui. Faltan personajes secundarios interesantes. Hasta las canciones de esa primera parte son mejores que las del resto (todas compuestas por Lin-Manuel Miranda, creador del multipremiado musical Hamilton; como en la tradición de Broadway y tantas películas de Disney, aquí de repente los personajes interrumpen todo para ponerse a cantar). La excepción es el enfrentamiento de los héroes contra Tamatoa, un cangrejo gigante. Esa secuencia submarina tiene un vuelo propio de Alicia en el País de las maravillas, pero es una gota de fantasía en un oceáno monocromático.
Otro secreto en la montaña Ricardo Darín y Leo Sbaraglia se sacan chispas en este atrapante thriller situado en la Patagonia. Un misterioso ermitaño que vive en un remoto paraje montañés, conflictos familiares irresueltos, una millonaria herencia en disputa, un pasado brumoso: todo en el argumento está servido para que Nieve negra resulte atrapante. Son elementos clásicos con los que el director y guionista Martín Hodara –en su opera prima en solitario- y Leonel D’Agostino –el coguionista- arman un efectivo cóctel de tragedia y suspenso. Por supuesto, siempre ayuda contar con Ricardo Darín como uno de los protagonistas. Sería redundante insistir aquí en señalar sus virtudes o su carisma; basta con decir que una vez más pone esas cualidades al servicio de Salvador, ese hombre hosco y solitario peleado con el mundo, exiliado entre bosques y rocas. Sí, en cambio, hay que señalar el progreso de Leonardo Sbaraglia, que en los últimos años creció mucho interpretativamente, y muestra las herramientas necesarias para hacer contrapeso en el duelo actoral con Darín. Porque esto es un ajuste de cuentas entre Salvador y Marcos, su hermano menor, que reaparece después de muchos años en el exterior para enterrar las cenizas de su padre y convencer a su hermano de vender las tierras que heredaron. La testigo de ese mano a mano es Laura, la mujer de Marcos (la española Laia Costa), casi una representante de los espectadores en la pantalla: ella sabe lo mismo que nosotros sobre el retorcido vínculo entre esos dos hermanos. Un elemento clave para potenciar este drama familiar cargado de flashbacks es el contexto: el imponente paisaje cordillerano –se supone que es la Patagonia, pero en realidad fue filmada en los Pirineos-es el equivalente natural del personaje de Darín por su misterio y su hostilidad, tormenta de nieve incluida. Es un marco que crea un clima parecido al de los policiales negros nórdicos, tan de moda a partir de Henning Mankell y su inspector Wallander. Hay un talón de Aquiles, y es esa fórmula –en la que tan seguido caen justamente los policiales- de hacer que la historia dé un giro sorpresivo, que asombre y a la vez explique todo. Un recurso efectista que resta profundidad dramática y circunscribe a Nieve negra al rubro de películas que se limitan a contar bien una historia y entretener. Pero pedir más quizá sea demasiada exigencia.
El tren de los muertos vivos Una original y entretenida vuelta de tuerca coreana al género, con acción, humor y profundidad. Los zombis están de moda y son una plaga mundial: ahora los muertos vivientes llegan desde Corea del Sur. Y vienen a toda marcha: casi toda Invasión zombie transcurre en el tren de alta velocidad que une los poco más de 400 kilómetros que separan a Seúl de Busan (la segunda ciudad más grande de Corea). Al mismo tiempo que la formación parte de la capital, en todo el país está estallando un apocalipsis zombi de origen desconocido. Y una mujer infectada logra subirse al tren a último momento... Hasta ahora, Yeon Sang-ho había dirigido sólo películas de animación, una de las cuales era de zombis: Seoul Station, que se pudo ver en el último Festival de Mar del Plata y es, según el director, una precuela de Invasión zombie. Pero no tienen mucho en común, más allá del género y la referencia ferroviaria. Si ahí todo empezaba en la estación central de la capital y se desarrollaba sólo en Seúl, ahora la acción viaja frenéticamente de norte a sur de la península. En las dos, Yeon Sang-ho muestra una gran capacidad para presentar personajes que enfrentan más conflictos además del evidente, que es huir de la epidemia. Con economía de recursos narrativos, nos mete en dramas humanos sin sacrificar la acción ni el humor. Aquí los protagonistas son una nena y su padre, un agente financiero más preocupado por sus negocios que por pasar tiempo con su hija. Junto a ellos, habrá una suerte de catálogo de la sociedad coreana tratando de sobrevivir: una pareja de clase media que está esperando un bebé, un par de ancianas, un linyera trastornado, un equipo de béisbol juvenil (que, en un guiño al género, porta los infaltables bates antizombis). Yeon Sang-Ho utiliza recursos de las mejores películas posapocalítpicas (reconoció influencias de El amanecer de los muertos, Exterminio, Guerra Mundial Z o La carretera) y encara, con éxito, el desafío de hacerlos funcionar en un espacio cerrado, con limitado margen de movimientos. George A. Romero, el padre de los zombis modernos, utilizaba a los babeantes comecerebros como vehículo para hacer reflexiones sociopolíticas. Aquí también hay un mensaje: apunta contra el individualismo, el capitalismo salvaje, el sálvese quien pueda, el dios mercado. Una moraleja pertinente al estado actual del mundo, pero en este caso un tanto reiterativa y escrita con trazo grueso. Lo mismo que algunas empalagosas escenas melodramáticas que parecen injertadas desde alguna telenovela coreanas. Pero no alcanzan a ser una barrera que les impida a estos entretenidos vagones cargados de zombis avanzar a todo vapor.
Suegro y yerno, en pugna cómica Bryan Cranston y James Franco hacen lo posible por sostener esta gastada comedia del director de "Mi novia Polly". John Hamburg se hizo un nombre dentro de la llamada Nueva Comedia Americana gracias a haber dirigido y/o escrito Zoolander, Mi novia Polly y la saga de los Focker (que se inició con La familia de mi novia). Agotada esta última franquicia, ahora intenta hacer lo mismo pero con otro nombre: en ¿Por qué él? hay otra vez un padre (antes era De Niro, ahora es Bryan “Walter White” Cranston) que no aprueba a su futuro yerno (James Franco en lugar de Ben Stiller). Así que lo confronta, mientras el otro intenta seducirlo torpemente. Un argumento tan gastado como los recursos que despliega para causar gracia. Una vez más, el yeite principal es el choque cultural: una formal, cortés, y anticuada familia de clase media se encuentra de visita en la mansión de un millonario, moderno y excéntrico gurú tecnológico. Esta es una película fechada en dos sentidos: es navideña (acá se estrena dos semanas tarde) y está plagada de referencias a la cultura pop actual (Game of Thrones, Kristen Stewart, las series de Netflix). Esos guiños son uno de los chistes infaltables en estas comedias industriales, tanto como los cameos de celebridades (hay un par, incluyendo algunos de personajes tan poco conocidos que hace falta que mencionen su nombre, como el empresario tecnológico Elon Musk). A la fórmula, como de costumbre, también se le agregan un par de gags de humor físico (caídas aparatosas, tropezones y un homenaje explícito a las peleas entre Cato y el Inspector Clouseau en La pantera rosa) y una pizca de escatología (como en Mi novia Polly, Hamburg insiste con los inodoros). El problema no son los recursos en sí, sino que están forzados: parecen copiados de otras películas y pegados aquí sin suerte. Lo más rescatable hay que buscarlo por el lado de la burla a la tiranía tecnológica, a la sobreactuación del ecologismo y la filantropía por parte de los magnates, a la sofisticación de la comida molecular. Y en Gustav (Keegan-Michael Key), el asistente del dueño de casa. Gracias a eso, la parte cómica se sostiene mucho más que la romántica, que carece por completo de interés y puebla a la película con cantidad de escenas de conflictos que aburren y alargan todo innecesariamente (dura casi dos horas). Da un poco de lástima ver a dos talentos como Cranston y Franco tratando de sacar adelante películas como estas. En fin: no siempre se puede protagonizar Breaking Bad.
A Dios rogando y vidas salvando Basada en la historia de Desmond Doss, objetor de conciencia que peleó en la Segunda Guerra y fue condecorado. ¿Qué objetor de conciencia se enrolaría voluntariamente en el ejército? La respuesta es Desmond Doss, un miembro de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que se alistó en 1942, poco después del ataque japonés a Pearl Harbor: su idea era intervenir en la guerra como paramédico. Entonces, antes de enfrentarse con los japoneses, tuvo que lidiar con sus compatriotas y la burocracia militar, que se negaban a reconocer su derecho a no tocar un arma por sus creencias religiosas. Resultado: fue el primer objetor de conciencia en recibir la Medalla de Honor y uno de los tres únicos objetores en recibirla hasta hoy. Después de diez años sin dirigir –se dice que estuvo vedado en Hollywood por sus exabruptos antisemitas- a Mel Gibson, amante de la épica y los dramas históricos, esta historia real le vino muy bien: es una de esas vidas que parecen haber existido para ser filmadas. Pero cuando hay tantos elementos de por sí emotivos y heroicos, quizá convenga una narración sobria, que no cargue tanto las tintas sobre la epopeya. De lo contrario, el riesgo es que pase lo que pasa aquí: hay un protagonista casi perfecto (y la carita de perro bueno de Andrew Garfield, el último Hombre Araña, es ideal para este fin) que es humillado pero pone la otra mejilla y termina convenciendo a propios y a extraños a fuerza de amor y coraje. Hollywood a la enésima potencia. Hay tres temas que a Gibson le resultan muy cercanos, por convicción, historia personal y gusto estético: la fe, el alcoholismo y la violencia. Son los tres ejes en los que se apoya la película, que empieza con una cita bíblica y pinta a Doss como un santo o un mártir. El perdona a todos los que lo dañan, incluyendo a su padre alcohólico (Hugo Weaving), el protagonista de los flashbacks del pasado. Pero aquí no hay malvados: todos tienen su oportunidad de redención, en innumerables escenas que nos manipulan en busca de lágrimas. Pero esta no es una película probélica. Porque si bien el coraje que tanto se exalta gira alrededor de actos de guerra, no se nos ahorra ningún detalle de lo cruento que puede ser el combate. Es más: Gibson tiene tantas ganas de retorcernos las tripas que cae en el humor, con sangre que mueve más a la risa que al horror. Un alivio ante tanta emoción forzada.
Zombis con acento danés La primera película del género hecha en Dinamarca es correcta, pero no se aparta de las convenciones. Se supone que esta es la primera película danesa de zombis y ese sello escandinavo la hace, a priori, atractiva, sobre todo luego de lo que los suecos hicieron con los vampiros en la genial Criatura de la noche. Pero en ese sentido es decepcionante: correcta, prolija, no se aparta de las convenciones del género. Todo sucede en Sorgenfri (tal el título original), un suburbio acomodado de Copenhague, donde familias burguesas llevan una vida confortable. Hasta que llegan noticias del brote de una rara enfermedad en la zona; primero es un rumor lejano, pero de a poco la epidemia se apodera de todo. La película hace un amago de usar al apocalipsis zombi como excusa para desnudar las miserias de la vida burguesa, el hastío y la asfixia de la rutina de la familia tipo. También plantea un escenario de opresión estatal, con las autoridades listas para, ante la primera excusa, privar a los ciudadanos de sus derechos. Pero esas lecturas paralelas se diluyen a medida que los muertos vivientes ganan las calles. Ahí todo se reduce a la rutina zombi, bate de béisbol incluido, con un par de innecesarios detalles gore. Y Ellos te están esperando termina siendo sólo una más de zombis.
Justicia, justicia perseguirás Protagonizada por Daniel Auteuil, esta película cuenta la historia real de un padre que durante 27 años trató de llevar a juicio al asesino de su hija. En 1982, la adolescente francesa Kalinka Bamberski apareció muerta en Alemania, en la casa donde pasaba las vacaciones junto a su hermano, su madre y su padrastro. Las autoridades alemanas trataron al caso como una muerte accidental. Pero André Bamberski, su padre, sospechó que había algo más y dedicó su vida a averiguar qué había ocurrido y a perseguir al supuesto asesino de su hija: el médico alemán Dieter Krombach, padrastro de Kalinka. Por eso es que el título original de El secreto de Kalinka es En el nombre de mi hija: lo que se muestra es el via crucis de Bamberski a través de los años. Desde la década del ‘70 -cuando Krombach apareció en su vida, seduciendo a su esposa-, hasta los 2000, pasando por los ‘80 y ‘90, los años de mayor intensidad en su cruzada. El encargado de ponerle el cuerpo a este padre justiciero es el siempre cumplidor Daniel Auteuil, sostén fundamental de la película. En estas historias basadas en hechos reales a menudo ocurre que, en el afán por mostrar con rigor los acontecimientos, se pierde la profundidad de los personajes. Vincent Garenq, director y coguionista, se las ingenia para que en este caso eso no ocurra y logra, además, narrar los sucesos con gran suspenso. Pero se nota que sólo cuenta la versión de Bamberski: quizá un contrapeso habría enriquecido al relato con algún claroscuro, de modo de no presentar a este tenaz contador como un héroe inmaculado.
Hablemos el mismo idioma Amy Adams es una lingüista que intenta comunicarse con extraterrestres que llegan a la Tierra. El canadiense Denis Villeneuve (Incendies, El hombre duplicado, Sicario) hizo en los últimos años un curso intensivo de ciencia ficción: antes de encarar el rodaje de Blade Runner 2049, la tardía secuela del clásico de Ridley Scott, que se estrenará en octubre de 2017, exploró otra arista del género con La llegada, una invasión extraterrestre despojada de acción y efectos especiales bochincheros, más una reflexión sobre la comunicación y las (im)posibilidades del lenguaje que sobre el choque de civilizaciones. Basada en una novela corta del multipremiado neoyorkino Ted Chiang, especialista en ciencia ficción, la película cuenta lo que ocurre cuando, de un día para otro, aparecen doce naves alienígenas flotando a escasos metros del suelo terrestre, en doce diferentes puntos geográficos de la Tierra. Ante todo, se presenta un problema de orden práctico: ¿cómo comunicarse con los visitantes? ¿Cómo averiguar el propósito de su expedición? Sin diccionarios de inglés-marciano/marciano-inglés a la vista, el ejército estadounidense convoca a una doctora en lingüística (Amy Adams, nominada al Globo de Oro por este trabajo) para que oficie de traductora. Hay, así, un abordaje de la cuestión tanto desde las ciencias humanas como las exactas (junto a ella trabaja un físico, interpretado por Jeremy Renner). La tensión por la supuesta amenaza alienígena es desplazada, entonces, por la inmersión en teorías lingüísticas. Sobre todo en la hipótesis de Sapir-Whorf, que establece una relación directa entre el lenguaje de una persona y su forma de entender el mundo. Y si ese lenguaje está bombardeado por el ruido de los medios, el resultado puede ser desastroso. Así descripto, esto puede sonar soporífero, pero no lo es. Porque pendulando entre los contactos de los científicos con los extraterrestres y la vida de la lingüista, la película trabaja en un vaivén que nos va sumergiendo en una dimensión mágica, cargada de poesía y un logrado onirismo, con secuencias que homenajean a El árbol de la vida, de Terrence Malick. En la línea pacifista de Encuentros cercanos del tercer tipo, una de las conclusiones posibles es, una vez más, que el mayor peligro del universo somos los seres humanos y nuestras limitaciones para comunicarnos.
Hay un loquito suelto en la casa Es una película que ya vimos mil veces, pero con un psicópata que no asusta. Naomi Watts es una actriz versátil, difícilmente encasillable, pero desde La llamada hasta hoy, pasando por El camino de los sueños de David Lynch, se convirtió en una de las mejores scream queens de la actualidad. Por eso, su protagónico en Presencia siniestra era toda una promesa de terror de buena calidad. Una promesa incumplida, porque aquí no hay guión ni villano que respalden a la siempre cumplidora rubia australiana. Watts es Mary, una psicóloga de niños y adolescentes que atiende en una casona en medio de un bosque, donde además convive con Stephen (Charlie Heaton, famoso por su Jonathan Byers de Stranger Things), su hijastro. El detalle es que el muchacho está ido y cuadripléjico a consecuencia del accidente automovilístico en el que murió su padre. Mary tiene que cargar sola con el cuidado de Stephen, y además vive aquejada por pesadillas sumamente realistas. Para peor, se viene una tormenta de nieve que los dejará aislados durante un tiempo. Todo está servido para una disfrutable sesión de terror psicológico, con dilema moral incluido: ¿hasta qué punto es soportable la carga de un familiar discapacitado? Pero además de abusar del recurso de “era un sueño” y de los sobresaltos estilo “era el gato”, la película toma un camino perjudicial con la aparición de un psicópata grotesco. Que no da miedo y, además, explica los motivos de su accionar patológico con largas parrafadas. Consejo: para asustarse con personajes atrapados dentro de una casa con un maníaco al acecho, véase otro estreno de 2016, No respires, que sí le da una vuelta al asunto.
Para saber si fue héroe o villano, no escuchar a Stone El director de “JFK” da su punto de vista, didáctico, sobre el ex consultor informático que reveló secretos. A Oliver Stone el tema de la patria, el patriotismo para ser más específico, lo subyuga. Es como una obsesión que se fue transformando con el correr de los años. Tal vez empezó en Pelotón, cuestionando las luchas internas en el frente de batalla en Vietnam. Ahora en Snowden ensalsa a Edward Snowden, el informante que ventiló la manipulación, las escuchas y el espionaje, el sistema que utilizaba la Agencia Nacional de Seguridad. Pero Snowden es cine de denuncia, alla Stone. No es JFK, no es Nacido el 4 de julio, ni tampoco Las Torres Gemelas, un título que pocos recuerdan, pero que es una de las más flojas películas del director de Asesinos por naturaleza. Tampoco es Citizenfour, de Laura Poitras, el documental ganador del Oscar que seguía precisamente a Mr. Snowden. Tal vez la idea del director de Wall Street fue que, para contar su visión de Snowden, y responder la pregunta si fue o es héroe o villano, había que apelar a la ficción y darle hasta un sesgo documental. Como un cruce de géneros, pero siempre desde el plano de la ficción. Está, claro, el manejo del poder, lo indefenso que es el pueblo estadounidense (y de todo el mundo), la mirada al costado de los medios de comunicación, salvo The Guardian, que publicó las revelaciones de Snowden en 2013, y cuestiona con dureza a Obama (¿qué hará ahora con Trump?). A Stone no le molesta -le gusta- ser didáctico, y si hace falta explicar dos o tres veces algún asunto, lo hace. De ahí que su filme parezca destinado a un público infantil, al margen de alguna escena de sexo. Pero con los años Stone se ha vuelto más que un artista de fino pincel, un hombre de empuñar la brocha gorda. Las sutilezas en Pelotón (el sargento Elías acribillado, que cae de rodillas levantando sus brazos hacia el cielo) son historia antigua. El ex consultor informático de la ANS y la CIA es interpretado de manera magistral por Joseph Gordon-Levitt, tanto por su postura física como la imitación de la voz. Snowden para muchos fue un traidor a la patria, para otros un mero soplón, y están quienes creen que hizo bien lo que hizo. La posición que asume Stone es la tercera, y seguramente aquéllos que concuerden con su mirada lo aplaudirán, pero difícil que el espectador que esté al margen se trague el anzuelo con facilidad, y al que piense distinto, esta película no le cambiará su juicio.