El profesor valiente El guión es bastante forzado, pero de todos modos la película crea suspenso y entretiene. Un traidor entre nosotros llega con el sello de garantía de John Le Carré, autor de la novela en la que está basada, pero en realidad el copyright de esta historia le pertenece a Alfred Hitchcock. No sólo porque se utiliza una vez más su vieja y explotada premisa narrativa del hombre ordinario involucrado en circunstancias extraordinarias, sino también porque su argumento es pariente cercano de El hombre que sabía demasiado de 1956. Aquí, como en aquélla, tenemos a una inocente pareja que, en medio de sus vacaciones en Marruecos, queda envuelta por azar en una conspiración internacional. Esta película abandona el “espionaje de oficina” de las mejores creaciones de Le Carré (El topo, El espía que surgió del frío) y cuenta una historia más actual -la influencia del dinero sucio ruso en la economía británica- y más movida, siguiendo la moda de esos thrillers globalizados que transcurren en varios sitios diferentes. Ese aggiornamiento “turístico” le quita identidad y la acerca a los productos de la máquina de hacer chorizos, pero no es su principal inconveniente. El problema aquí es, ante todo, la falta de credibilidad de la pareja protagónica, porque resulta que esos dos profesionales supuestamente cándidos y ajenos al mundo del espionaje terminan moviéndose como peces en el agua entre agentes del MI6 y mafiosos rusos. Tanto en su comportamiento como en su aspecto físico, ese profesor universitario de poesía (Ewan McGregor) y su esposa abogada (la bella Naomi Harris) parecen más cercanos a James Bond -de hecho, Harris fue una chica Bond y alguna vez se barajó a McGregor como posible 007- que a claustros y tribunales. De todos modos, el suspenso está. Y la siempre bienvenida presencia de Stellan Skarsgard (en un registro opuesto al que luciera en River) más el carisma de McGregor y el solvente Damian Lewis (conocido por su Nicholas Brody en Homeland) consiguen que, con un poco de buena voluntad, podamos hacer la vista gorda a los aspectos forzados del guión y pasemos, al menos, un rato entretenido.
Para llorar más que reír Cuesta encontrar un gag que despierte, al menos, una sonrisa. No da ni para reírse de la película. Desde La fiesta inolvidable (1968) hasta Proyecto X (2012), pasando por Despedida de soltero (1984), las fiestas descontroladas son todo un subgénero dentro de la comedia americana. La última fiesta intenta trasladar esa tradición a la Argentina, tomando ideas prestadas de aquí, de allá y de más allá también. Ocurre que algunas de esas ideas ya están gastadas, otras requieren un timing que sólo los yanquis pueden lograr, y la mayoría de ellas ni siquiera resultaron graciosas cuando fueron filmadas por primera vez. Si a eso le sumamos una realización pobre, el resultado es penoso. Como en Superbad y Proyecto X, aquí hay tres amigos de la infancia metidos en una fiesta que los lleva a situaciones disparatadas. Está el canchero –Nicolás Vázquez-, el perdedor gruñón –Alan Sabbagh- y el loquito –Benjamín Amadeo-, unidos desde la primaria. Con la excusa de que el gruñón acaba de separarse, el canchero organiza un bailongo que se desborda. Y es el disparador para el resto de la película, porque al día siguiente, entre los retazos de memoria que les quedan –aquí la referencia es ¿Qué pasó ayer?-, descubren que desapareció un cuadro que deben recuperar, porque la casa donde se armó la juerga no era de ellos. Esa búsqueda los lleva a meterse en enredos forzadísimos, carentes de cualquier tipo de justificativo. Hasta el humor más absurdo o delirante necesita apoyarse en un guión sólido; con éste, los actores hacen lo que pueden. El que sale mejor parado es Sabbagh, mientras Vázquez la rema con tics francellescos y Amadeo queda anulado por un personaje infantil y una peluca lamentable. Los actores secundarios tampoco acuden al rescate de estos tres náufragos. Cuesta encontrar un gag que despierte, al menos, una sonrisa. En cambio, los chistes fallidos abundan, y en todas las variantes: escatológicos –hay vómitos y mierda-, sexuales –se repite la aparición de penes de utilería, como si la película estuviera hecha por niños que ríen diciendo “culo, teta”-, físicos o paródicos. Sólo resta desear que el título se cumpla y que esta fiesta sea, de verdad, la última.
Petróleo sangriento Mark Wahlberg protagoniza esta película basada en el incendio de una plataforma en 2010. El director Peter Berg y Mark Wahlberg -en el doble rol de actor y productor-, armaron una sociedad para filmar ficciones basadas en hechos reales: ya hicieron El sobreviviente (2013), sobre un soldado estadounidense tomado prisionero en Afganistán, y el año próximo estrenarán Patriots Day, sobre el atentado de 2013 en la maratón de Boston. Ahora se internan en el cine catástrofe con Horizonte profundo, traducción semiliteral del nombre de la plataforma petrolífera Deepwater Horizon, que en 2010 se incendió y provocó uno de los peores desastres ecológicos causados por el hombre: un derrame de unos 700 millones de litros de petróleo en el Golfo de México. Wahlberg es Mike Williams, jefe de mantenimiento de la plataforma, uno de los pocos que mantiene la cabeza fría en medio de la hecatombe y contribuye a atenuar sus efectos y rescatar sobrevivientes. Todo transcurre en dos días, y está contado mayormente desde su punto de vista (el verdadero Williams asesoró a los guionistas): desde que se despierta en su casa y vuela a la plataforma, hasta que vuelve a tierra después del infierno. Junto al personaje de Kurt Russell, jefe de seguridad de la plataforma, él es quien muestra la luz al final del túnel, el héroe que toda película de este estilo necesita. De antemano ya sabemos que algo va a salir mal. Y por las dudas de que lo hayamos olvidado, los protagonistas nos lo recuerdan, poniendo desde el primer momento ridículas caras de sospecha y desconfianza. Así que mostrar cómo se llegó al desastre es el principal objetivo de esta narración cronológica, eficaz en el arte de crear suspenso pese al desenlace conocido. El mayor obstáculo que afronta la película son los detalles técnicos, que dificultan la comprensión por más que hay (infructuosos) intentos de hacerlos accesibles, mediante datos sobreimpresos en la pantalla y diálogos medianamente explicativos. Lo que se puede sacar en limpio del menjunje del argot de ingeniería es que se están privilegiando las ganancias por sobre la seguridad, y que por eso todo va a desembocar en una tragedia. La buena factura técnica compensa, en parte, estos inconvenientes narrativos. Se notan los 150 millones de dólares de presupuesto: el realismo es impactante. También ayuda que el heroísmo no esté tan exagerado como se acostumbra en este tipo de películas: aquí no hay acciones que vayan más allá de las capacidades humanas. Por lo menos desde el punto de vista físico, porque moralmente sí, estos hombres son impolutos, y les enrostran a los ejecutivos de la British Petroleum (uno de ellos es John Malkovich, que ha tenido tiempos mejores) la moraleja de la historia: la codicia engendra peste.
Misión fantasmal Una historia simpática y sencilla, con la impactante Shanghai como telón de fondo. ¿Una película argentina filmada enteramente en Shanghai y protagonizada por actores chinos? Sí: Mauro Andrizzi lo hizo. El director de Iraqi Short Films (2008), un particular documental sobre la guerra en Irak con imágenes grabadas con celulares, vuelve a destacarse por su originalidad. Esta vez, con una comedia de ribetes fantásticos que cuenta las aventuras de dos buscavidas, mezcla de vagabundos y carteristas, que deben robar un ataúd con los restos de una mujer y enviarlo a un pueblo para que sea enterrado junto a su amado. El detalle es que quien les encarga esta misión no es otro que el fantasma del amante muerto. La historia está basada en una antigua tradición que en China se conoce como minghun o “matrimonio fantasma”, que consiste en enterrar a hombres y mujeres juntos –aunque en vida no hayan sido pareja- para que no estén solos en el más allá y, sobre todo, cumplir con cuestiones de status social. Aunque fue perseguida, esta práctica todavía persiste y es uno más de los contrastes de una China en la que costumbres milenarias conviven con un desarrollo tecnológico y científico imparable. Andrizzi explota esa contradicción y la aprovecha para darle una escenografía fantástica a su poco pretenciosa historia. En Shanghai conviven edificios propios de Blade Runner con puestitos callejeros en los que se rostizan animales a cielo abierto: ese asombroso paisaje sirve de telón de fondo para las andanzas de estos dos haraganes, que –al estilo de Siete cajas, pero sin persecuciones de por medio- se desplazan de un lado a otro con el precario cajón de la muerta. La música de Moreno Veloso y Daniel Melingo justifica su lugar de privilegio en los afiches: sus temas le agregan una contradicción auditiva a ese contraste visual, a la vez que refuerzan la liviandad de esos dos tiros al aire, tan sencillos y simpáticos como la película.
Clásico aggiornado Remake de una remake, tiene en el e elenco y en algunos gags los motivos para ser una buena película Si una remake siempre provoca desconfianza, ¿qué queda para la remake de una remake? Estos siete magníficos de Antoine Fuqua (Día de entrenamiento, El justiciero) son una nueva versión de Los siete magníficos de John Sturges, que a su vez eran la versión hollywoodense de Los siete samuráis de Akira Kurosawa. La fotocopia de la fotocopia conduce más que nunca a la pregunta existencial que carga toda remake: ¿por qué? Antes que nada, hay que decir que, si pocas remakes equiparan o superan a sus antecesoras, esta tampoco puede salir airosa en comparación con los dos íconos en los que está basada. Quitado ese peso de encima, puede agregarse que, 56 años después de Sturges, los magníficos mantienen parte de su capacidad para entretener intacta. Acorde a la corrección política de estos tiempos, se volvieron multiétnicos: además de tres carapálidas, hay un negro -Denzel Washington, en el papel de líder que tuvo Yul Brinner-, un asiático, un latino y un indígena. Esta pandilla Benetton tiene el carisma indispensable para la épica, sobre todo en Washington, Chris Pratt (heredero del papel de Steve McQueen, vuelve a lucir la gracia que tuvo en Guardianes de la galaxia) y Ethan Hawke. Los otros cuatro aportan presencia, una virtud para nada desdeñable. Fuqua no trató de inventar nada nuevo: filmó un western clásico, anclado en el siglo XIX, con unas cuantas de las escenas arquetípicas (empezando por la del forastero que, con su entrada intempestiva, provoca el silencio y las miradas desconfiadas de los parroquianos del saloon). Un respetuoso homenaje al género, una apelación a la nostalgia y a códigos conocidos, que por momentos emociona y en otros desprende cierto tufillo a moho: se hace difícil, después de Tarantino, volver a ver un western con los mismos ojos de antes. La historia es la misma: unos aldeanos contratan a un pistolero para que los defienda del pillaje sistemático al que los someten unos bandoleros, y ese pistolero arma una suerte de cuerpo de élite con otros vaqueros peculiares que va recolectando por ahí. Entre el proceso de reclutamiento -copiado hasta el cansancio en tantas películas- y la llegada del grupete al pueblo está lo mejor, con gags que combaten el apolillamiento. Al solemne combate final, en cambio, se le pasó la fecha de vencimiento hace rato. Entre las variaciones 2016 está el villano, que esta vez es un magnate del oro ávido por apropiarse de tierras ajenas. Un depredador que resume el espíritu de Estados Unidos en una lúcida frase. Dice, parado sobre el estrado de una Iglesia: “Este país ama por sobre todo a la democracia, y equipara a la democracia con el capitalismo, y al capitalismo con Dios”. Amén.
Ojo con el padre que da consejos Una historia familiar con personajes bien construidos, en el atractivo paisaje del desierto israelí. Las, en apariencia, irreconciliables diferencias entre Israel e Irán quedan borroneadas por un rato gracias al cine: Querido papá es la primera película israelí hablada íntegramente en persa o farsi, el idioma oficial iraní. Pero la opera prima de ficción de Yuval Delshad no tiene ribetes políticos: es la historia, con tintes autobiográficos, de una familia de inmigrantes iraníes en Israel -como la del director, también nacido en Irán- que se dedica a la crianza de pavos en una granja en el desértico sur del país. El título suena a ironía o amor estoico, porque lo que se narra es la conflictiva relación entre un padre y su único hijo: el hombre quiere que el chico, que ya está entrando en la pubertad, herede el oficio de criador de pavos, así como él lo aprendió de su padre. El problema es que el chico, dueño de una inteligencia y habilidad manual notables, se niega a continuar con el legado familiar. Las fuerzas en pugna son el patriarcado y el libre albedrío, la tradición y el futuro. El choque resulta más dramático por el paisaje en el que se desenvuelve la historia: la granja está en medio del desierto, rodeada por polvo y arena, y más allá no parece haber nada. El chico está ahogado entre instituciones: al patriarcado se suman la escuela y la religión, y ninguna ofrece una vía de escape al forzoso mandato paterno; más bien al contrario, suman hostilidad hacia las ansias de libertad. Los personajes, y las relaciones entre ellos, están bien construidos: además del padre (Navid Negahban, conocido internacionalmente por haber interpretado al líder de Al Qaeda en la serie Homeland) y el hijo, está el abuelo -autoridad en las sombras-, la madre -una mediadora infructuosa- y el infaltable tío piola, aliado y ejemplo a seguir. El gran obstáculo con el que se topa la película -fue enviada por Israel a competir como mejor película extranjera en los últimos Oscar, pero no quedó nominada- es que presenta una dicotomía con escasos matices, algo que siempre resta interés a las historias. Aquí hay claramente un autoritario y una víctima de esa autoridad, de modo que es muy difícil identificarse con la posición del padre o, por lo menos, entenderla, mientras que es inevitable ponerse del lado del chico, sin dudas la víctima.
Mujeres al poder Esta comedia fantástica tiene altibajos, pero vale la pena ver a la dupla cómica que forman Diego Gentile y Damián Dreizik. De a poco, el cine argentino de terror va saliendo del ghetto en el que estuvo confinado durante tanto tiempo. Con Mala carne y ¡Malditos sean!, Fabián Forte se convirtió en uno de los referentes locales del género, y ahora, después del paréntesis en su carrera que fueron el thriller La corporación y las comedias mainstream Socios por accidente 1 y 2, reincide con El muerto cuenta su historia, una comedia negra con elementos fantásticos y de terror. Todo está sostenido por una dupla que es un hallazgo. Diego Gentile ya había mostrado su potencial en el episodio del casamiento de Relatos salvajes, y forma una pareja cómica notable junto a esa gloria nunca del todo aprovechada que es Damián Dreizik. Ellos dos son socios en una agencia publicitaria; Angel (Gentile) es un mujeriego que le es infiel a su esposa (Moro Anghileri) con la complicidad de Eddie (Dreizik), facilitador y encubridor de sus pirateadas. Hasta que ambos caen en las redes de una secta de brujas vampíricas que, en su afán de imponer el matriarcado en el mundo, esclavizan hombres, inhiben sus conductas machistas y los ponen a su servicio. Cuando mejor funciona la película es en las escenas en las que hay mayor interacción entre Gentile y Dreizik, sobre todo en las cargadas al esnobismo del mundillo publicitario y sus pretensiones artísticas (“si hubiera sabido lo que nos iba a pasar, hubiera visto menos películas de Wes Anderson y más de Carpenter”, dice Angel). La cuestión se embarra cuando se va de registro: tanto hacia un humor grotesco pasado de rosca, como cuando se toma en serio esa trama fantástica que exige demasiadas explicaciones y conlleva poco logradas intrigas. Hay, además, una bajada de línea feminista que está demasiado subrayada, y sobre la que indefectiblemente el guión vuelve una y otra vez porque de eso trata la historia, pero que quizá podría haber sido un poco más sutil y más tratada en broma, por más correcta y acorde a los tiempos del “Ni una menos” que sea.
Inocencia y crueldad En esta comedia francesa, la preadolescencia está contada con ternura, delicadeza y un agudo poder de observación. El ambiente escolar, esa reproducción a escala de la sociedad, con su intrínseca heterogeneidad de personajes y su sistema de castas propio -siempre hay básicamente tres grupos: los populares, los perdedores y los neutros-, es tan tentador para contar historias que la estudiantina por sí misma es todo un subgénero. Hay muchas películas ambientadas en colegios o universidades, pero no tantas fueron filmadas con la ternura y la delicadeza de Le nouveau. La familia de Benoît se mudó de Le Havre a París y él se enfrenta a una de las peores pesadillas de la infancia: ser “el nuevo” de la clase, un mote que reemplaza al nombre propio y del que es difícil desprenderse. Benoît es tímido, le cuesta integrarse y hacerse de un grupo de amigos (como se sabe, la única forma de dejar de ser “el nuevo” rápidamente) y se encuentra con la infaltable pandilla de cancheritos que se burla de él. Pero aquí está uno de los grandes aciertos de la película: no hay villanos ni héroes. Ni los populares no son tan malos, ni los perdedores tan buenos. Todos tienen una cuota de inocencia y también de crueldad. Así que en su opera prima, el actor Rudi Rosenberg no cae en la tentación de la épica o la redención tan propios del cine industrial. Eso no significa que Le nouveau se vaya al otro extremo y sea una película apática, carente de emotividad o conflictos. El tono es de comedia, pero sin eludir las angustias propias de la pubertad, con la búsqueda de aceptación social (y su contracara, el rechazo) como tema abarcador. Es un ensayo sobre esa edad, al punto que el mundo adulto brilla por su ausencia: a excepción del tío piola de Benoit, que conserva su niño interior intacto, los mayores están desdibujados. Rosenberg tiene un gran poder de observación para reparar en los detalles del comportamiento preadolescente y en los conflictos de la edad -las lealtades, las traiciones, el desconcierto sexual-, y los narra de manera que es imposible no sentir empatía con estos estudiantes y sus circunstancias. Y, en la dirección de actores, saca a relucir su conocimiento del oficio: consigue actuaciones tan naturales y encantadoras que se hace muy difícil no querer a ese grupo de cachorros.
Bocca funcionario Este documental muestra un costado desconocido del gran bailarín argentino, y retrata con sensibilidad al Ballet del SODRE. En 2007, Julio Bocca se despidió de los escenarios, pero no de la danza: tres años más tarde asumió como director del Ballet Nacional del SODRE, la compañía estatal del Uruguay, país en el que está radicado desde 2008. Un par de presentaciones en el Teatro Colón mostraron algo del buen trabajo que viene desarrollando con ese cuerpo de baile, pero poco se sabe por aquí de la tarea que día a día cumple puertas adentro de esa emblemática institución. El uruguayo Juan Alvarez Neme filmó a la compañía durante un año y medio y el resultado es Avant, un retrato tanto del Bocca funcionario como de la entidad y su revitalizado ballet. Es un documental de observación, sin entrevistas ni testimonios a cámara, que tiene el mérito de abarcar no sólo el aspecto más expuesto del trabajo de Bocca, el artístico, sino también el menos visible -y, probablemente, el menos grato-: el burocrático. Así, lo vemos irreconocible, sentado en un escritorio, en un despacho descascarado, con la computadora y el mate como compañía, casi como un oficinista más; haciéndoles firmar contratos a bailarinas, a la par que, paternalmente, las aconseja; lidiando con problemas institucionales, como la negativa de la orquesta a cambiar el horario de los ensayos o un paro del personal técnico. La figura de Bocca es central, pero no acapara toda la película. También se ven los ensayos de la compañía, en Montevideo y de gira, y el trabajo cotidiano de operarios, ordenanzas y albañiles para el mantenimiento y puesta en valor del edificio del SODRE. Son tomas de gran sensibilidad, que pintan el espíritu de la institución, pero a veces se prolongan demasiado y cargan al documental de cierta morosidad, desdibujando el interés que ciertamente tiene. Y que quizá podría haberse potenciado incluyendo algunos datos básicos para principiantes, como que el Ballet Nacional del SODRE (siglas de Servicio Oficial de Difusión Radio Eléctrica) tiene 80 años de rica historia, pero entró en declive a partir del incendio que en 1971 destruyó su vieja sede, hogar que recién recuperó en 2009. Bocca fue convocado por el entonces presidente Mujica como parte de un plan de recuperación que, por lo visto en Avant, está dando resultado.
Mundo femenino Tiene algunos buenos momentos, pero la corrección política termina prevaleciendo y arruinándolos. Hace siete años, Jon Lucas y Scott Moore se hicieron un nombre en Hollywood como los guionistas de ¿Qué pasó ayer?, donde mostraron pericia para el manejo del absurdo y habilidad para reírse de (y con) cierto universo masculino. Ahora la dupla –a cargo ya no sólo del guión, sino también de la dirección- se animó a explorar ese territorio sagrado del mundo femenino llamado maternidad. La idea: faltarle un poco el respeto a esa institución intocable y, de paso, también a los niños, esos pequeños tiranos. Lo que intentan estos dos hombres es ponerse del otro lado y contar la vida desde el punto de vista de esas mujeres actuales que, movimientos feministas mediante, a lo largo del siglo XX fueron logrando romper las cadenas domésticas y salir a trabajar a la par de sus maridos, pero todavía cargan con la mayor parte de las tareas de amas de casa. Es una película dirigida a un público femenino específico: nadie la va a apreciar tanto como las madres. Unas cuantas sentirán una identificación catártica con el personaje de Mila Kunis, que un buen día se harta del deber ser la madre y la esposa perfecta, corriendo de aquí para allá para cumplir con todas sus obligaciones. Ella se rebela y arma una suerte de pandilla revolucionaria con dos arquetipos: una divorciada guarra y una mojigata, madre de tiempo completo, completamente sometida a su marido. No deja de ser contradictorio con sus intenciones feministas que Lucas y Moore inviertan los roles tradicionales y doten a sus personajes femeninos de características masculinas: ellas también pueden emborracharse, ser chabacanas, mostrarse como seres deseantes, tratar a los hombres como meros objetos de placer (un tipo de humor que últimamente se viene viendo seguido en comedias hollywoodenses, y que tiene como emblema a la dupla Paul Feig-Melissa McCarthy: Damas en guerra, Chicas armadas y peligrosas, Cazafantasmas). Por eso, cabe preguntarse qué habría ocurrido aquí si la dirección hubiera estado en manos de mujeres. Más allá de estas disquisiciones y del debate sobre si el humor tiene o no un género, la película funciona en aquellos momentos en los que se anima a ser políticamente incorrecta y desacraliza la parentalidad, a la vez que demuele a la dictadura infantil imperante y a esa parva de consentidos que se está malcriando actualmente. Hace agua, en cambio, cuando cae en el gastado tópico de la batalla de los sexos (la mayoría de los hombres son inútiles), y cuando se ve en la necesidad de aclarar cuánto quieren esas madres a sus hijos, como para que ninguna de las espectadoras se asuste y todas vuelvan tranquilas a sus casas a seguir cumpliendo con el sacerdocio de la maternidad.