Pensé que se trataba de un cieguito Esta producción hollywoodense dirigida por un uruguayo está al tope de la taquilla en Estados Unidos con la atrapante historia de tres ladrones que entran a robar a la casa de un viejo ciego. No respires llega a la Argentina con un antecedente cuantitativo, que puede tanto atraer como ahuyentar: es la película que en estos momentos encabeza la taquilla en Estados Unidos y Canadá. Lo curioso es que su director es un uruguayo, Federico Alvarez, que hace diez años recibió los primeros premios de su carrera en el festival Buenos Aires Rojo Sangre, por su corto El cojonudo. Con su siguiente corto, ¡Ataque de pánico!, sobre una invasión de robots gigantes a Montevideo, le pasó lo que sueña todo pibe que sube algún material a YouTube: se viralizó y lo puso en la mira de los grandes estudios de Hollywood. Así fue que en 2013 llegó a dirigir allá su primer largometraje, Posesión infernal, una remake del clásico de terror Evil Dead, de Sam Raimi, producida por el propio Raimi. No respires -también producida por Raimi- es entonces su segundo largometraje, pero tiene gusto a opera prima, porque es la primera película en la que Alvarez pudo contar una historia propia (coescrita junto al también uruguayo Rodo Sayagues). El planteo es simple y eficaz. Tres jóvenes roban en casas para sobrevivir en la devastada Detroit, esa ciudad semi fantasma que desde su colapso financiero se convirtió en el escenario cinematográfico ideal. Uno de los ladrones tiene el dato del golpe perfecto: en un barrio abandonado, la única casa habitada tiene por ocupante a un hombre que ganó un juicio por 300 mil dólares. Todo indica que guarda el dinero ahí mismo y, para mejor, el tipo es viejo y ciego. Parece el robo ideal para empezar una nueva vida, a menos que... Impredictible, filmada con un ritmo vertiginoso pero sin desdeñar dramatismo, esta es una de esas películas para ver agarrados a las butacas. Casi todo transcurre adentro de esa casona, un ambiente asfixiante hábilmente explotado, de modo que cada rincón dé nuevas posibilidades al juego del gato y el ratón entre los intrusos y el propietario. Cuya ceguera es clave, y permite que las escenas de persecución -y, a fin de cuentas, toda la película- se distingan de tantas otras parecidas. Hay, hacia el final, algunos momentos lindantes con lo bizarro y lo ¿involuntariamente? humorístico, cierta demora en cerrar la historia y también cabos que no terminan de quedar del todo atados, pero nada de esto alcanza a calmarnos los nervios ni empañar las virtudes de No respires.
"Detrás de los anteojos blancos": queremos tanto a Lina Este documental sobre Lina Wertmüller es tan cálido como riguroso, ilustrativo de una vida y de una época dorada del cine. Podría pensarse que Detrás de los anteojos blancos está dirigida a esa generación que ahora anda por arriba de los 60 y que fue contemporánea de la irrupción de Lina Wertmüller en el mundo del cine, con obras maestras como Mimí metalúrgico, Amor y anarquía, Insólito destino o Pasqualino siete bellezas, todas estrenadas en la primera mitad de la década del ’70. Pero este documental sobre la gran directora italiana es de una calidez y una profundidad tales que atrapa tanto a los entendidos en su obra como a aquellos que jamás hayan visto alguna de sus películas. Porque, como toda buena biografía, refleja, además de una vida, una época. Valerio Ruiz, que trabajó como asistente de dirección de Wertmüller, traza una semblanza cariñosa, que en ningún momento cuestiona la figura de su ex jefa. Lejos de ser un problema, esta mirada amorosa beneficia al documental: gracias a esa simpatía y esa cercanía, el retrato tiene el mismo carácter juguetón de la retratada. Ruiz sigue un estricto orden cronológico, y repasa la carrera de Lina desde sus comienzos, como actriz y asistente de Fellini en 8 ½, hasta sus últimos trabajos, deteniéndose especialmente en los títulos emblemáticos de los ‘70. Actores que trabajaron a las órdenes de Wertmüller, parientes, críticos, amigos, arman, con sus testimonios, una imagen cabal de la primera mujer en ser nominada a un Oscar a mejor dirección. Hay nombres de peso entre los entrevistados, como Giancarlo Giannini, Sophia Loren, Martin Scorsese, Harvey Keitel, Nastassja Kinski o Rita Pavone. Sus palabras –en algunos casos, como el de Giannini o Scorsese, esclarecedoras- juegan un contrapunto con las de la propia Wertmüller. Que, desde su casa en Roma o las locaciones de algunas de sus películas, va llevando el hilo del documental con un racconto gracioso y sabio de su propia vida. El repaso no sólo abarca su cine, sino también su vida personal –su gran amor fue el célebre escenógrafo y vestuarista Enrico Job- y su música: no es tan sabido, pero también canta y es autora de la letra de algunos títulos fundamentales del cancionero italiano, como Mi sei scoppiato dentro il cuore, inmortalizado por Mina. El documental muestra a una Wertmüller incansable que, a los 88 años, sigue activa: dan ganas de conocerla más allá de su arte.
Zombis telefónicos Es entretenida, pero no aporta nada a los lugares comunes del subgénero post apocalíptico. Ningún medio mejor para estupidizar, dominar o eliminar al hombre que un celular, ese apéndice electrónico del cuerpo humano. El villano de Kingsman: El servicio secreto (2014) lo sabía y así intentó realizar sus malvados planes, pero a Stephen King se le había ocurrido primero y ya lo había escrito en Cell (2006). El pulso es la adaptación de esa novela, con la participación del propio King en el guión: en realidad, la cuestión telefónica es sólo el disparador de una clásica historia post apocalíptica de zombis. Un buen día, los celulares emiten una señal que convierte a todo el que esté usando uno en una suerte de subhumano descerebrado y dominado por un instinto asesino. Todo es caos y destrucción, pero se forma el típico grupito de sobrevivientes, encabezado por Clay Riddell (John Cusack, víctima de una tintura que atenta contra su credibilidad) y Tom McCourt (Samuel L. Jackson, que casualmente interpretó al villano de Kingsman). En estas películas siempre hay una travesía hacia algún lado, y aquí el destino es la casa de la mujer y el hijo de Clay, de quienes no se sabe nada desde el día del apocalipsis telefónico. Con algunas escenas cómicas a su pesar, unas cuantas ideas con tufillo ajeno, y un final desconcertante, algo hay que reconocerle a El pulso: es entretenida. Pero, más allá del vehículo de destrucción masiva, no aporta nada nuevo al subgénero post apocalíptico.
Una heroína de los '40 Lograda reconstrucción de época para la historia de una mujer que se impone en un ámbito masculino. No son frecuentes las películas de época en el cine argentino: las dificultades que plantea una producción de ese tipo son enormes. Sin hacer un gran alarde de recursos económicos, pero explotando con ingenio y habilidad los medios disponibles, Juan Dickinson y su equipo resuelven con solvencia el desafío de ambientación de esta historia, que transcurre en una estancia bonaerense durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras en Europa estalla la mayor tragedia del Siglo XX, Dolores (Emilia Attias) vuelve de Escocia: su hermana murió y ella viene para ayudar en la crianza de su sobrino, y quizá también para resolver asuntos sentimentales pendientes con su cuñado (Guillermo Pfening), ante la reprobatoria mirada de su concuñada (buena interpretación de Mara Bestelli). Hay en Dolores, salvando las distancias, un aire al cine de María Luisa Bemberg, especialmente a Miss Mary. Este también es el retrato de descendientes de británicos afincados en la pampa argentina, una familia de aires aristocráticos que les brinda una educación bilingüe y respetuosa de las tradiciones europeas a sus hijos. Como aquella miss Mary de Julie Christie, el de Dolores es un personaje femenino fuerte, que desafía las convenciones sociales de la época y viene a alterar la rutina del lugar. Y aquí también la mirada infantil de los conflictos de los adultos juega un rol preponderante. Hasta ahí llegan las coincidencias. Quedó dicho: hay pericia técnica en esta narración. Y prolijidad, quizá excesiva: la puesta en escena es muy correcta, pero mucho de lo que la película tiene en meticulosidad le falta en emotividad. Por momentos, los diálogos y, por lo tanto, los personajes, están teñidos de artificialidad y acartonamiento. Con una caracterización que le da aires de diva del Hollywood de los años dorados, Attias presenta un physique du role insuperable, pero con una expresividad que no está a la misma altura. De todos modos, la historia no deja de tener su atractivo. Hay toques de humor y pinceladas costumbristas de la vida rural de aquellos años -la milonga en el club social, la estación de tren, el transcurrir de las horas en la galería de la casona- que visten y realzan la epopeya de esta heroína capaz de resolver los conflictos con una audacia adelantada a su era.
Un peluche enorme Esta remake de una película de Disney de 1977 es ideal para niños pequeños. Mi amigo el dragón es un nuevo producto reciclado que nos llega desde ese desierto de la imaginación llamado Hollywood. No muchos recuerdan la película original, de 1977, en la que el dragón era un simpático dibujito animado de pelo púrpura y cuerpo verde, que interactuaba con actores de carne y hueso (entre los que estaban Mickey Rooney y Shelley Winters). En esta remake, la criatura es una sofisticada CGI (imagen generada por computadora), del mismo estilo realista de los animales de la reciente El libro de la selva. No es la única coincidencia: la historia también aborda el tema del niño criado en lo salvaje y su choque con la civilización. Perdido en medio del bosque luego de un accidente automovilístico en el que mueren sus padres, Pete es rescatado de los lobos por un dragón amistoso al que bautiza Elliot. Conviven durante seis años en la espesura, hasta que un día son descubiertos y su supervivencia se ve amenazada. Lejos de los temibles reptiles de Game of Thrones, aquí el dragón tiene la textura de un peluche gigante y el comportamiento juguetón de un cachorro. Las mejores escenas lo tienen en primer plano a él y su entrañable -y muda- relación con el nene. Mezcla entre la mencionada colección de cuentos de Rudyard Kipling y Tarzán, con algo de El corcel negro, la trama de la película es simple e ideal para niños pequeños. Como gran parte de las películas de Disney, viene con moraleja, que en este caso apunta a la ecología y al fomento de la creatividad y de ese fenómeno infantil que son los amigos imaginarios. Otro sello Disney es la búsqueda de la emotividad a toda costa, algo que en este caso está demasiado subrayado por la empalagosa banda sonora y los ojos permanentemente húmedos de Bryce Dallas Howard. Como suele ocurrir con estas reencarnaciones de películas que marcaron la infancia de una generación, los fanáticos del filme de los ‘70 pusieron el grito en el cielo diciendo que poco quedaba en esta remake del espíritu de la original, haciendo hincapié sobre todo en la falta de sentido del humor. Es probable: el propio director lo admitió. Pero más allá de las comparaciones, nadie dejará de tener ganas de abrazar a este nuevo Elliot.
Las diferencias sirven para unir Protagonizada por Oscar Martínez y Rodrigo de la Serna, esta remake de un éxito francés cuenta la amistad entre un millonario tetrapléjico y uno de sus cuidadores. Era cuestión de tiempo para que la etapa ecologista de Hollywood -que, entre remakes, reboots y prolongación ad infinitum de las franquicias, vive del reciclaje- llegara a la Argentina. Si aquí el fenómeno no es frecuente -no sobran los ejemplos recientes, más allá de los reinicios de las sagas de Bañeros y los Superagentes, y la remake de La patota-, el caso de Inseparables es más raro aun, porque es la adaptación local de una producción extranjera. Hablamos de Intouchables, de Olivier Nakache y Eric Toledano, que se estrenó en 2011 y se convirtió en la película francesa más taquillera de la historia a nivel mundial (aquí se llamó Amigos intocables y no fue un éxito descomunal: la vieron 122 mil personas). Ante una remake, lo primero que aparecen son las comparaciones con la película original, y en este sentido la versión de Marcos Carnevale supera la prueba. En realidad, es casi una réplica escena por escena de la francesa. Por lo tanto, no parece haber enfrentado grandes dificultades de adaptación: esta es una comedia dramática de una pareja dispareja que podría suceder casi en cualquier parte del mundo (de hecho, se viene la versión hollywoodense, protagonizada por Bryan Breaking Bad Cranston). Está basada en la historia real de una amistad impensable, entre un aristócrata millonario que quedó tetrapléjico a raíz de un accidente (Philippe Pozzo di Borgo), y uno de sus cuidadores, el argelino Abdel Yasmin Sellou. Para traerla a Buenos Aires, basta con ubicar al rico en un palacete cercano a la Plaza San Martín y al pobre en un monoblock de Villa Lugano, agregar algo de cumbia, y no mucho más. Si había un desafío, ése era empardar las actuaciones de François Cluzet y Omar Sy, que dotaron de credibilidad, calidez y sentido del humor a la película francesa. La vara estaba alta, pero no tanto como para que Oscar Martínez y Rodrigo de la Serna, dos de los mejores actores argentinos de la actualidad, fracasaran en el intento. Ambos se lucen: Martínez -sin mover más que la cabeza y el rostro- como ese hombre frontal, ácido y carente de autocompasión que se adapta con valentía a su confinamiento a una silla de ruedas y su dependencia de terceros; De la Serna, como ese bruto y cordial pícaro criollo. Como ocurría con la original, Intratables camina por la cornisa de la sensiblería pero no se cae. En ese intento por, además de divertir, emocionar y dar una lección de vida, algunas escenas rozan la llama de la cursilería, pero la película no se quema y termina cumpliendo su objetivo sin golpes bajos. Dicho todo esto, cabe una pregunta casi retórica: ¿qué motivos, más allá de los económicos, justifican la existencia de esta versión argentina? La respuesta queda a cargo de los espectadores.
A mil por hora A pesar de los lugares comunes, la película se sobrepone a su propia naturaleza. Historia de redención deportiva. Veloz como el viento es una película que se sobrepone a su propia naturaleza. Porque la historia reúne todos los lugares comunes del subgénero redención deportiva como para odiarla con ganas. A saber: la protagonista, una piloto de carreras adolescente, es una huérfana obligada a salir campeona para no perder la casa en la que convive con su hermanito de siete años. No tiene equipo técnico de apoyo y lleva todas las de perder ante rivales mucho mejor preparados, pero ¿quién, después de años de distanciamiento reaparece para entrenarla? El hermano mayor, una vieja gloria del automovilismo arruinada por las drogas. Es decir: está todo dispuesto como para padecer una hora y cuarenta de drama lacrimógeno con final emotivo y moraleja. Y algo de eso hay, pero con suficientes atenuantes como para perdonar el rancio espíritu hollywoodense que tiñe a esta producción italiana. Y quizá sea justamente ese, el origen, uno de los principales motivos: lo que en manos de Hollywood sería indigerible, con espíritu italiano cae simpático. Porque hay tanada a pleno -discusiones a los gritos, exageraciones, vaffanculo por aquí, vaffanculo por allá-, a cargo de tres protagonistas queribles. Sobre todo el hermano descarriado, basado en libremente en el piloto de rally Carlo Capone, que se destacó en los años ’80 tanto por sus logros deportivos como por su personalidad explosiva, y se retiró prematuramente por sus problemas contractuales con las escuderías y sus crecientes patologías psiquiátricas. Es una sólida interpretación de Stefano Accorsi (el de El último beso), que logra sobreponerse a los clichés de su personaje: el loquito peligroso y adorable, el maestro poco convencional. Lo acompañan bien la debutante Matilda de Angelis como la piloto de 17 años, y el pequeño Giulio Pugnaghi como el hermanito menor. A eso se le suman las carreras, filmadas -y editadas- con la pericia necesaria para hacernos sentir la adrenalina de la velocidad y para que dudemos de que ese final tan aparentemente cantado se produzca. Cualidades que hacen que toleremos escenas gastadísimas, como las del entrenamiento rústico a lo Rocky, y nos dejemos llevar a mil por hora en esos autos locos.
Para seguir pensando Misteriosa y enigmática, esta película italiana invita a reflexionar sobre sus múltiples lecturas. En tiempos en que la mayoría de los estrenos comerciales consiste en productos predigeridos, donde el mínimo atisbo de ambigüedad es destruido (no vaya a ser que algún potencial espectador/consumidor se quede “afuera” de la película), Sangre de mi sangre es una rara excepción. Misteriosa, enigmática, con pliegues que pueden dar lugar a múltiples lecturas, deja espacio a que el espectador complete en su cabeza -o en la charla de café o nunca- lo que acaba de ver, como sólo consiguen hacerlo autores como Marco Bellocchio. El director de El diablo en el cuerpo, Vincere y Bella addormentata, que a lo largo de seis décadas de carrera se constituyó en uno de los nombres esenciales del cine italiano, presenta esta vez dos historias situadas en el mismo lugar físico -un convento de Bobbio, el pueblo natal del director, donde transcurre gran parte de su filmografía- pero diferente temporalidad: cuatrocientos años separan a una de otra. La primera, ambientada en el siglo XVII, muestra el juicio al que la Iglesia católica somete a Benedetta, una joven acusada de haber hecho un pacto con el demonio: la pasión que despertó en un sacerdote llevó a que él se suicidara. Si ella confiesa su alianza con el diablo, el cuerpo del muerto accederá a ser enterrado como corresponde a un buen cristiano. Filmada de modo naturalista, como un clásico drama de época, ésta es la historia más aparentemente transparente, con una postura anticlerical por encima de otros temas, como el del doble -un hermano del fallecido lucha contra el atractivo de Benedetta- o el poder de la femineidad en pugna con el autoritarismo masculino. La segunda parte transcurre en la actualidad: el convento, con algunos sectores abandonados, ahora está ocupado por el Conde, un viejo vampiro en retirada. El y otros ciudadanos distinguidos de Bobbio ven amenazada su preeminencia ante la llegada de un inspector oficial y un magnate ruso; los ciudadanos de a pie también temen por el fin de los chanchullos con los que se las apañan para vivir sin trabajar. Otra vez, una presencia femenina funcionará como símbolo de libertad; una crítica a la corrupción, la decadencia de los viejos factores de poder, el deseo como fuerza indestructible, parecen ser algunas de las lecturas posibles de esta fábula. En ambos cuentos, Bellocchio se permite romper las convenciones con elementos fantásticos, diálogos de significados múltiples e incluso música extemporánea (una versión coral de Nothing Else Matters, de Metallica). Ingredientes que hacen que, una vez encendidas las luces de la sala, la película siga repiqueteando en la cabeza del público.
Mi reino por una oveja Esta película islandesa cuenta una historia de profunda humanidad, con ternura y un sutil sentido del humor. Francia parece la plataforma desde la que Islandia está dando a conocer todo el talento que tiene más allá de Björk. Este año, en la Eurocopa, el mundo descubrió que los islandeses podían jugar al fútbol; el año pasado, en el Festival de Cannes, que el cine islandés es digno de ser considerado. Rams (palabra inglesa que significa “carneros”; el título original es Hrútar) llega a la Argentina con el antecedente de haber ganado el premio mayor en la prestigiosa sección Une certain regard en 2015. Comparte algunas características generales con otra película islandesa, Historias de caballos y hombres, que se vio en nuestro país el año pasado: un sentido del humor cáustico entremezclado con el drama más profundo, con animales en el centro de la escena. La anécdota, en apariencia, es pequeña. En uno de los fascinantes y desoladores valles de la isla, dos hermanos se dedican a la cría de ovejas. Viven en granjas contiguas y comparten la pasión ovina, pero están peleados a muerte. La aparición de una epidemia mortal que afecta al ganado reavivará el viejo rencor fraterno y obligará a que esa guerra fría sostenida durante tantos años estalle hacia algún lugar. Esta historia mínima está contada con maestría y un notable crescendo de intensidad por el director y guionista Grímur Hákonarson (este es su segundo largometraje de ficción). Con los mínimos diálogos indispensables, la narración se basa en el registro de detalles para sumergirnos en la situación tragicómica que viven estos granjeros, esforzados hombrecitos perdidos en la inmensidad de ese paisaje tan solitario, bello y salvaje como la Patagonia. Ese marco natural es fundamental para dotar a la película de un dramatismo que tiene su contrapeso en el humor, con pasos de esa comedia que los anglosajones denominan deadpan (que refiere a un humor seco, sin énfasis ni subrayados gestuales, al estilo de Buster Keaton o Bill Murray), que aquí encuentra notables intérpretes tanto en el protagonista, Sigurour Sigurjónsson, como en las ovejas y su cómica inexpresividad. Es imposible no compartir la ternura y compasión que Hákonarson siente por sus criaturas, tan imperfectas y tan humanas.
Italianidad al palo Checco Zalone es un eficaz comediante, que se destaca entre gags efectivos y chistes tontos. ¡No renuncio! llega con un récord a cuestas: es la película italiana más vista de toda la historia en Italia (más de nueve millones de espectadores). Se entiende el porqué: básicamente, se toma a risa la esencia del ser italiano. Algo que puede funcionar muy bien por estas tierras: esa burla es fácilmente extrapolable a la identidad de los argentinos y, sobre todo, de los porteños, tan parecidos -para bien y para mal- a los italianos. El eficaz comediante Checco Zalone -también guionista de la película, y autor e intérprete de su principal canción-, encarna a un oportunista, un vivillo que cumplió el sueño que tenía desde su más tierna infancia: ser un burócrata y pasarse la vida poniendo sellos. Pero después de quince años de servicio, llegan los recortes presupuestarios al Estado, con los consiguientes retiros voluntarios. Checco -así se llama también el personaje- se resiste con uñas y dientes a firmar su renuncia y agarrar la indemnización, ante la desesperación de la funcionaria encargada del ajuste, que lo someterá a todo tipo de traslados para forzarlo a dejar su posto fisso (puesto fijo), toda una institución en Italia. Muchos tendrán que dejar de lado prejuicios ideológicos para disfrutar de lo mejor de la película, que es la cargada a los empleados públicos. Y al proteccionismo estatal: puede leerse como una despedida nostálgica a tiempos mejores o una crítica con tufillo neoliberal; parece lo segundo, porque Checco es un chanta que abusa de todos los pequeños privilegios que le confiere su estatus de funcionario. Siempre intercalando buenos momentos con chistes pavos, gags efectivos con tonterías, ¡No renuncio! también se mofa -a la vez que reivindica- del desapego italiano por las leyes, del culto a la mamma, de la obsesiva puntillosidad gastronómica. ¿Les suena?