Esta peli me suena Un trillado cóctel de elementos de películas de terror que resulta cómico involuntariamente. Si bien jamás podríamos decir que es una experiencia recomendable, a #Exorcismo se la puede ver con diferente grado de sufrimiento según cómo nos la tomemos: como película de terror es decididamente mala, pero como comedia no se puede dejar de reconocerle algunos momentos lúcidos. Si vamos por el primer camino, una vez más es inevitable preguntarse si el terror es un género extinguido, condenado a la eterna repetición de tres o cuatro fórmulas. ¿Cuántas veces vimos a un grupo de adolescentes que termina encerrado en una casa embrujada, donde un espíritu, demonio o lo que fuera, los somete a los peores tormentos? Esta es otra vez la premisa, mezclada con un cóctel de grandes éxitos del rubro. Hipótesis: el director Marcus Nispel es un experto en remakes -dirigió La Masacre de Texas de 2003, la Viernes 13 de 2009 y Conan, el bárbaro, de 2011- y, como tal, no puede parar de rendir “homenajes”. Entonces, hay una suerte de documental o noticiero de época que explica los terribles sucesos que ocurrieron décadas atrás en esa mansión; hay un cura misterioso; hay filmaciones encontradas; hay una camarita de mano; hay un monitor que muestra lo que sucede en otro cuarto; hay una tabla ouija. Y hay, también, para colmo de los colmos, una posesión -con su consecuente exorcismo- calcada de la de Linda Blair, que fue toda una novedad... hace 43 años. Lo que hace soportable el asunto es que provoca, hay que admitirlo, algunas risas. Algunas, muy pocas, buscadas; la mayoría, involuntarias. Pero ¿a alguien le importa si nos reímos con o nos reímos de? La cuestión es reírse, y ese púber poseído, tan parecido a un gnomo espástico, consigue tentarnos. O también ese sacerdote estrolado contra el parabrisas de un auto, con cara de estreñimiento feroz. Hasta en el charco más hediondo puede encontrarse algo de belleza; sólo hay que saber mirar (y conformarse con lo que hay).
Otra de enamorados Basada en una novela de Nicholas Sparks, cuenta una historia simplota y llena de lecciones huecas. Peligro: Nicholas Sparks ataca de nuevo. El exitoso (en términos de ventas) escritor de best sellers nos trae, esta vez como productor, otra adaptación -nada menos que la undécima- de una novela de su autoría. Que no se aparta de su probada fórmula: dramones románticos que buscan tanto emocionar como dejar enseñanzas de vida. Ese cóctel alcanzó su cúspide de taquilla -y, a juzgar por lo que vino después, también de calidad- en 2004 con The Notebook, la película con Ryan Gosling y Rachel McAdams que aquí se llamó Diario de una pasión. Esta es otra historia de amor entre dos jóvenes bellos (y, en este caso, también ricos). El es un seductor empedernido, alérgico al compromiso, pero tierno: así lo demuestra su pasión por los animales (es veterinario). Ella, estudiante avanzada de medicina, es su nueva vecina, y lo atraerá desafiándolo y resistiendo, al menos al principio, sus habilidades de Don Juan. El flechazo es instantáneo, pero hay un pequeño inconveniente: ella está en pareja. En realidad, seamos sinceros: no hay mayor conflicto. Todo transcurre bastante apaciblemente, y la mayor parte de la película se parece a uno de esos irritantes muros de Facebook de gente que se muestra feliz a más no poder, rodeada de hermosos niños y mascotas irresistibles, en lugares paradisíacos. Esto último es lo más rescatable del conjunto: las tomas de la ribera de Wilmington (Carolina del Norte) son un remanso. Un remanso entre tanta historia simplota, tantos deliberados intentos por hacernos lagrimear y tantas lecciones huecas: el guión abunda en frases de sobrecito de azúcar, del estilo de “la vida es una sucesión de pequeñas decisiones”. También hay cierta espiritualidad berreta flotando por ahí, una discutible moraleja provida y antieutanasia y un protagonista (Benjamin Walker) al que hay que agradecerle por los involuntarios momentos cómicos que nos regala en sus infructuosos intentos por llorar.
Un superhéroe del stand up Hay humor del bueno desde el primer minuto hasta el último, con acción a la altura de los chistes. Si Iron-Man, los Guardianes de la Galaxia y Ant-Man habían llegado al universo Marvel para ponerle una cuota de humor al asunto de la eterna lucha entre el bien y el mal, Deadpool directamente es más un súper standapero que un superhéroe. Ya desde los títulos iniciales (el director, el debutante Tim Miller, es “un títere con un sueldo excesivo” y los guionistas, Rhett Reese y Paul Wernick, son “los verdaderos héroes de esta historia”) nos enteramos de que aquí habrá paladines, villanos y acción, pero nada será tomado demasiado en serio. Y cuando decimos nada, es nada: hay chistes sobre feminismo, pedofilia, masturbación; cantidad de bromas sexualmente explícitas. Y muchísimo meta-humor: Wade Wilson/Deadpool es como un amigo cómplice sentado al lado nuestro en el cine, haciéndonos comentarios sarcásticos sobre lo que estamos viendo. Constantemente rompe la cuarta pared (y también se ríe de eso). Hay, por supuesto, recurrentes guiños pop a la subcultura de los superhéroes: el tradicional cameo de Stan Lee es apenas uno más entre las burlas a Ryan Reynolds y su papelón como Linterna Verde, a los X-Men y el universo Marvel. En fin, a la solemnidad monástica que tantas veces endurece a los superhéroes. Este desparpajo respeta la línea de los cómics creados hace 25 años por el guionista Fabián Nicieza -argentino de nacimiento, estadounidense por adopción- y el dibujante Rob Liefeld: es la reivindicación de un personaje que había sido desperdiciado en Wolverine, donde el propio Reynolds había encarnado a un Deadpool siniestro, silencioso y con la gracia de una momia, que terminaba muerto por las garras de Wolverine y su hermano. También es la gran revancha de Reynolds, que hasta ahora era un galancete bobo y musculoso de los tantos que pululan por Hollywood. Lo bueno es que detrás de todos los chistes hay una historia sólida, con escenas de acción a la altura del humor. Se cumple una regla de las sagas de superhéroes: las primeras películas, las que cuentan los orígenes, suelen funcionar. Ah, quédense hasta después del final: el stand up heroico nunca se detiene.
Made in Taiwan Es un acercamiento a esa incógnita que es, para la mayoría de los porteños, la comunidad taiwanesa. Casi todos caminamos alguna vez por esas cuadras del Bajo Belgrano conocidas como Barrio Chino, pero pocos conocemos las historias de los inmigrantes que les dieron su identidad. Arribeños es un acercamiento a la comunidad taiwanesa de Buenos Aires, un intento de contar las vivencias de gente que abandonó su país para ir a buscar suerte en las antípodas. Para subrayar el carácter colectivo de lo que está narrando, Marcos Rodríguez tomó dos fuertes decisiones formales. Por un lado, filmar en planos generales, con cámara fija, largas tomas de situaciones cotidianas del barrio. Así, aparece la esquina de Arribeños y Juramento, con su característico arco de entrada, en una mañana cualquiera, o un comerciante subiendo la persiana de su negocio. Sobre estas imágenes, se escuchan los testimonios de taiwaneses o hijos de taiwaneses: no vemos sus rostros ni sabemos sus nombres, sólo escuchamos sus voces, cada una como una parte más de la expresión oral de una comunidad. Este modo de narrar le quita cierto atractivo a la película, porque, después de todo, el corazón del Barrio Chino consta de sólo dos cuadras: inevitablemente, los planos estáticos terminan repitiéndose. Y sólo algunos de ellos muestran más que lo evidente y conocido: una calle más de Buenos Aires. La cuestión cambia cuando la cámara se adentra en la clase de un colegio, o en un templo mientras se desarrolla una ceremonia budista. Con los testimonios pasa algo parecido: no todos revisten el interés suficiente como para formar parte de un documental de este tipo. Pero hay algunos conmovedores, como el de la mujer que admite que trabaja todo el día e ignora hasta el nombre del colegio de sus hijos; y otros graciosos, como el del hombre que cuenta que su nombre en castellano es Carlos porque así lo bautizó un mozo que no podía recordar su nombre en chino. Este tipo de anécdotas logra compensar la frialdad de la forma y son el alma de una película que no tiene pretensiones de ser un informe periodístico lleno de datos duros, sino una respestuosa semblanza de la colectividad taiwanesa.
Cacareando en el reñidero La historia gira alrededor de la riña de gallos, y es celebratoria de esa práctica deleznable. Algún desprevenido podría pensar que es un documental sobre fútbol de ascenso o una obra del off Carlos Paz, pero no: Un gallo con muchos huevos es una película para niños pequeños, pese a su título. Y pese a su contenido: si nos pusiéramos moralistas, esta animación mexicana no merecería ni un clarincito, porque toda la historia gira alrededor de esa práctica deleznable conocida como riña de gallos. El tema es que la granja de una dulce abuelita viuda está por ser rematada a raíz de sus deudas. Y entonces, un viejo gallo retirado de los rings decide volver a pelear para ganar el dinero que solucione la situación, pero el huevo -sí, el huevo: hay cantidad de huevitos humanizados- mafioso que regentea el negocio de las apuestas establece que debe pelear el gallo novato de la granja. Hay que entrenarlo en dos semanas, y en eso consiste la mayor parte de la cuestión, además del gran combate final y, en el camino, otro par de peleas. Por lo demás, lo previsible: guiños para adultos con parodias de películas como El Padrino o Rocky, y cantidad de chistes con juegos de palabras -nada subido de tono, obviamente- sobre huevos, gallos y gallinas. Ah, y un par de clips musicales, como para que no falte ninguno de los elementos imprescindibles en estos productos destinados a los chicos. Mejor, si de aves y niños se trata, remitirse a la vieja y querida Pollitos en fuga. O, de última, al Gallo Claudio o Chicken Little, o cualquiera de los plumíferos que hayan sabido mantenerse alejados de los reñideros.
Tras los sesos de Jane Austen Esta fusión entre el clásico de la literatura inglesa y los zombis es un curioso experimento que está bien hecho, aunque termine quedándose a mitad de camino. Allá por principios de los ‘80, la música marcó el camino en el arte de mezclar dos creaciones originales distintas para obtener una tercera. El mash-up se popularizó en los ‘90 y hacia fines de los 2000 se puso de moda en el campo literario, casi siempre combinando clásicos con terror, fantasía o ciencia ficción, con títulos como Androide Karenina o Sensatez y sentimientos y Monstruos Marinos. Era cuestión de tiempo hasta que algunos fueran adaptados para el cine: Abraham Lincoln: Cazador de vampiros (2012) hizo punta y ahora, basada en la novela de 2009 de Seth Grahame-Smith, llega Orgullo, prejuicio y zombis. La trama es, básicamente, la misma que la de la novela más famosa de Jane Austen: está centrada en la familia Bennet, con la madre buscando maridos convenientes para sus cinco hijas. Además de ellas, está la mayoría de los personajes originales: el atractivo heredero Bingley, el orgulloso Darcy, el misterioso Wickham. Y todo transcurre en la Inglaterra de fines del siglo XVIII, con un detalle: el país es víctima de una plaga de zombis, tal cual se explica en una deslumbrante secuencia inicial con el estilo de los libros pop-up. Por eso aparecen las novedades: por ejemplo, además de un rico caballero, Darcy es un coronel experto en liquidar no vivos; y las cinco hermanas son tan adorables como letales en el manejo de espadas, armas de fuego y artes marciales chinas. Podría pensarse que estas premisas disparatadas podrían dar como resultado un pastiche putrefacto o, por el contrario, una genialidad absurda. Pues no ocurre ninguna de las dos opciones. Después de un comienzo a todo trapo, con el humor británico como estandarte, la película se toma demasiado en serio a sí misma y termina aburriendo y quedándose a medio camino. Porque los zombis son relegados a un segundo plano, un poco atados con alambre a la historia romántica. Y la historia romántica, desde ya, no puede estar a la altura de las mejores adaptaciones de Austen. Entonces, esa mezcla que podía enamorar tantos a los fans de los cerebrófagos como a las de Jane Austen termina siendo un cóctel que no es ni chicha ni limonada.
La parada, por favor Personajes caricaturescos y un par de insufribles giros morales sobre la paternidad en este thriller sobre una fuga tras un robo. Quien le roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y más todavía si lo hace por una causa justa. Vaughn (Jeffrey Dean Morgan, un that guy que actuó en Grey’s Anatomy y supo ser El comediante en Watchmen) es un croupier en bancarrota, y con una hijita enferma de cáncer que necesita un costoso tratamiento. Desesperado, el hombre recurre a su jefe, Pope, el dueño del casino (Robert De Niro) para pedirle un préstamo de apenas 300 mil dólares, y el desalmado se lo niega. Entonces, Vaughn decide tomarlo por su cuenta. Tiene un plan perfecto, pero para que haya una historia hace falta que algo falle. Esta es una de esas películas que sólo se ven con cierto placer si uno las encuentra al azar haciendo zapping y no hay ninguna alternativa mejor. Porque es una suerte de cruza berreta entre Máxima velocidad y el documental brasileño Bus 174. Como exigía un cierto despliegue de efectos especiales, se ve que hubo que ahorrar en el elenco: las actuaciones son deplorables, con Dave Bautista (el forzudo de Guardianes de la galaxia) a la cabeza. Aunque ya es casi una caricatura de sí mismo, De Niro es la excepción, haciendo otra vez de mafioso (una forma fácil y más o menos honesta de pagar las expensas). Hay que reconocer, de todos modos, que el guión tiene un par de giros que buscan sorprender y lo logran, algo bastante difícil en este tipo de películas, tan de manual. Tiene cierto gancho, y uno quiere ver cómo termina. Una gran falla, quedó dicho, son los personajes. Vaughn es tan, pero tan noble, decente y justiciero que sólo falta que se arreste a sí mismo. También hay otras maquetas, como la policía humana y comprensiva, y el delincuente demencialmente brutal (Bautista), aunque aún peor es el costado moral y los golpes bajos (ay, esa insufrible niñita internada), con una o dos lecciones sobre paternidad -el tema subyacente- que bien nos podrían haber ahorrado. Pero entonces estaríamos hablando de otra película.
Un árabe en el mundo judío Una historia de hondo dramatismo y trasfondo político contada con levedad y sin maniqueísmo. Buena parte del cine de Oriente Medio que llega a las salas argentinas suele plantear incómodos dilemas morales. El israelí Eran Riklis (El árbol de lima, La novia siria) sigue esta línea y la lleva a su propio territorio: la convivencia entre musulmanes y judíos, entre árabes e israelíes. Y lo hace, según admitió en algunas entrevistas, tomando de la tradición cinematográfica europea el interés por asuntos políticos y, del cine estadounidense, ciertos recursos narrativos. Sintetiza ambas vertientes al servicio de historias como la de Mis hijos (curiosa traducción del original Dancing Arabs, árabes danzantes). Basada en dos novelas autobiográficas del guionista Sayed Kashua, cuenta la inserción de un joven árabe-israelí en un colegio secundario de elite en la Jerusalem de fines de los ’80 y principios de los ’90. Opacado por la conflictiva situación de los palestinos en la Franja de Gaza y Cisjordania, a menudo se olvida un dato que la película nos recuerda al comienzo: un 20% de la población de Israel está constituida por árabes, que en su mayoría son ciudadanos israelíes. Dentro de este grupo está Eyad, un adolescente brillante que consigue entrar en uno de los mejores colegios del país. Una vez ahí, tendrá que adaptarse y convivir con el hecho de ser el diferente, con la particularidad de que, en una región que respira belicosidad, él siempre busca salidas pacíficas a los conflictos. Al adoptar el punto de vista de un niño, primero, y de un adolescente después, Riklis consigue dotar de levedad a una historia con un trasfondo trágico. Una vez más, ubica a un personaje inocente como víctima de las circunstancias, pero en este caso logra plantear asuntos políticos tan espinosos como los que sacuden a la región sin caer en una tosca bajada de línea. Lo que parece una leve estudiantina, con situaciones clásicas del género -el primer amor, situaciones en clase, el descubrimiento del mundo- esconde un drama con interrogantes sobre la identidad y la convivencia cultural que probablemente no tengan una sola respuesta.
Nutritiva cual comida rápida El ascendente Bradley Cooper es un chef en busca de redención en esta poco lograda comedia dramática. La gastronomía está de moda. Irritantemente de moda. Los chefs ya son parte del star system, ahora existe algo llamado foodies, prendés la radio y hay alguien hablando de comida, prendés la tele y hay alguien cocinando, en los diarios leemos todas las semanas entrevistas a cocineros, sommeliers y demás militantes del rubro. Para todos aquellos que disfrutan de esta situación, son apasionados de MasterChef, y el canal Gourmet, Una buena receta quizá tenga algún atractivo. Los demás no encontrarán ninguna sustancia dentro de esas cacerolas relucientes y esos platos exóticos. Otra razón para verla es ser fan de Bradley Cooper (que también está de moda). Porque él carga todo el peso de la película sobre los hombros con su Adam Jones, ese chef rockero -aparentemente inspirado en Gordon Ramsay, entre otros- en busca de redención. En un pasado no muy lejano, Jones había alcanzado un alto nivel en la profesión y había sido bendecido con dos estrellas Michelin, pero parece que su leit motiv en aquellos años dorados era sexo, drogas y cocina, y se había excedido en las dos primeras partes de esa santísima trinidad personal (de ahí que el título original sea Burnt, quemado). La cuestión es que en algún momento tocó fondo, abandonó todas las adicciones y cumplió una penitencia personal. Y ahora está de vuelta, con la intención de conseguir su tercera estrella Michelin, al frente de la cocina del restaurante de un lujoso hotel de Londres. Pero los fantasmas del pasado acechan. Hay algo rescatable: de entrada, el protagonista está retratado sin concesiones. Respondiendo al mito de que los genios tienen un carácter complicado, este tipo es narcisista, egoísta, déspota, maltratador. En consecuencia, su territorio es una pesadilla para todos los que deben obedecerle, algo más parecido a un cuartel que a una cocina: una pintura bastante realista de algunas de las tantas asperezas de ese oficio hoy idealizado. Pero claro, un protagonista antipático es muy difícil de sostener, y entonces la cuestión se irá endulzando, tal como corresponde a este tipo de recetas. Como ocurre en literatura con la mayoría de los best sellers, la película es un dispositivo que funciona en cuanto al entretenimiento. John Wells (director de la versión cinematográfica de Agosto, productor ejecutivo de la serie Shameless) y sus guionistas saben qué botones ir apretando para mantener el interés. Pero hay una contradicción insalvable en su esencia: mientras en la pantalla vemos preparaciones gourmet, manjares que la mayoría jamás llegaremos siquiera a olfatear, el contenido de Una buena receta es tan nutritivo como una hamburguesa de McDonald’s.
La primera escena de En la mente del asesino ya nos da la pauta de que esto sólo puede funcionar en un aburrido viaje en un micro de larga distancia, donde no hay nada mejor que hacer que mirar a la pantallita. Dos actores clase B que hacen de arquetípicos agentes del FBI encuentran el cadáver de un hombre que murió de una puñalada en la nuca y que se suma, así, a una lista de víctimas que murieron de la misma forma en los últimos meses. Estamos ante una clásica película de asesinos seriales, un subgénero que tendría que haberse dado por clausurado definitivamente hace 25 años con El silencio de los inocentes. Y ya que hablamos de El silencio de los inocentes, he aquí los escombros de la carrera de quien alguna vez fuera un gran actor, Anthony Hopkins. Ahora aparece con una peluquita canosa que hace imposible tomar en serio a su personaje, un médico y mentalista que alguna vez ayudó a la policía, pero está retirado del mundo desde que su hija muriera de leucemia. Obviamente, vaya uno a saber por qué, acepta salir de su ermita y volver al trabajo detectivesco ante el desesperado pedido del FBI. Todo transita por los lugares más comunes que se puedan imaginar (lo único que escapaba un poco de lo trillado era el título, Solace -solaz- pero se lo cambiaron por uno genérico). Y cuando trata de salirse de los caminos conocidos, la cuestión se embarra más, porque entra a tallar un planteo moral bastante berretón -dejen de leer acá si tienen intenciones de ir al cine- que gira alrededor de la eutanasia. Se supone que una figura como Colin Farrell podía salir al rescate de este menjunje policíaco-paranormal, pero se ve que este papel lo agarró en la mala racha de True Detective 2, así que su villano no consigue levantar la térmica. No produce miedo, ni fascinación, ni nada.