Gemelos temibles El gran trabajo de Tom Hardy com poniendo a los dos protagonistas vale el precio de la entrada. Los gemelos Reginald y Ronald Kray fueron los gangsters que dominaron el crimen organizado en Londres a fines de los ‘50 y gran parte de los ‘60. Su poder no se basaba sólo en la violencia: como dueños de casinos y clubes nocturnos, se hicieron de una gran cartera de contactos políticos, artistocráticos y faranduleros. Y terminaron convirtiéndose ellos mismos en celebridades del Swinging London: daban reportajes, iban a programas de televisión y eran retratados por fotógrafos de moda como David Bailey. La historia es tan atractiva que ya hubo tres películas sobre el tema: El clan de los Krays, de 1990, y The rise of the Krays y su secuela, actualmente en cartel en Gran Bretaña, The fall of the Krays. Y también está Leyenda, con un mérito indudable: Tom Hardy. Curiosamente, la Academia de Hollywood lo nominó al Oscar como mejor actor de reparto por El renacido e ignoró este gran trabajo, en el que interpreta a los dos gemelos con maestría. Su carismática presencia sostiene la película, sobre todo en los momentos en que se pone en la piel de Ronnie, ese matón abiertamente homosexual -una rareza para la época- medicado por su esquizofrenia paranoide. El es una bomba de tiempo y Reggie debe hacer malabares para controlarlo: el vínculo entre los gemelos es la esencia del asunto. Con lo demás hay un problema: el síndrome Buenos muchachos. Scorsese creó un modelo al que gran parte de los largometrajes y series de gangsters que vinieron después intentaron parecerse. La mayoría fracasó en el intento, y Leyenda también: esta película inglesa contada al estilo norteamericano cuenta con una buena recreación de época, una gran banda de sonido, pero su ritmo va decayendo y, salvo los gemelos, ninguno de los personajes alcanza tridimensionalidad. Ni siquiera la mujer de Reggie, elegida por el director Brian Helgeland (ganador del Oscar como guionista de Los Angeles al desnudo) como narradora de la historia mediante una redundante voz en off. Es así, nomás: Buenos muchachos hay una sola.
Tierra invadida Dedicado a los adolescentes, es un producto de fórmula, con una trama forzada y flojas actuaciones. Hace un tiempo, alguien descubrió que los niños eran potenciales consumidores que, además, tenían la capacidad de arrastrar a sus padres al cine, y desde entonces no cesó el bombardeo de películas infantiles. Después, alguien descubrió que los adolescentes también eran un mercado a explotar, y de ahí que todos los años aparezcan sagas como Crepúsculo, Los juegos del hambre o Maze Runner. Basada en la novela homónima de un tal Rick Yancey, La quinta ola es el inicio de una nueva trilogía dedicada a esa franja etaria que los expertos denominan “jóvenes adultos”. He aquí un cóctel de ciencia ficción y cine catástrofe: unas misteriosas naves flotan sobre la Tierra y lanzan una serie de ataques -“olas”- con el fin de exterminar a los seres humanos. Se suceden terremotos, inundaciones y pestes que liquidan a la mayoría. Los sobrevivientes se encuentran en el clásico escenario post-apocalíptico al estilo Exterminio o La carretera, en el que deben aplicar conocimientos de boy scouts para no sucumbir. Hasta ahí, nada original, pero tampoco demasiado reprobable. Los problemas comienzan cuando aparecen los ingredientes que requieren este tipo de recetas, como el romance entre la protagonista y el carilindo -que, en la línea de unos cuantos galanes nacionales, trabajó más en el gimnasio que en las clases de actuación-, la pandilla de niños/púberes/adolescentes con sus estereotipadas personalidades, los villanos ridículos. Y todo empeora aun más cuando la trama se fuerza mediante mecanismos insostenibles y aparecen las poco cinematográficas explicaciones dialogadas. Ni siquiera los efectos especiales acuden al rescate, porque después de un principio a todo trapo, con un Nueva York inundada y otros chirimbolos digitales por el estilo, la acción transcurre entre decorados berretas. La mala noticia es que se supone que esto es sólo el principio. La buena, que difícilmente empeore.
Una remake innecesaria En esta nueva versión de la película de 1991, la trama es una excusa para mostrar destrezas en deportes extremos. Durante años estuvo dando vueltas por los grandes estudios un proyecto de secuela de Punto límite, aquel clásico de acción de 1991 protagonizado por Keanu Reeves y Patrick Swayze, que en su momento fue novedoso por entrecruzar el mundo del surf con el de los ladrones de bancos. Pero esa segunda parte terminó quedando en la nada, y lo que tomó fuerza fue esta remake dirigida por Ericson Core (Invencible), que hace que revaloricemos la original de Kathryn Bigelow. El argumento es parecido en lo básico (un agente del FBI infiltrado en una banda de delincuentes deportistas), pero tiene unas cuantas diferencias con su modelo. Una de ellas es que aquí, antes de convertirse en agente del FBI, Johnny Utah era un poliatleta de deportes extremos que abandonó la actividad y se volcó a las fuerzas de seguridad abrumado por el sentimiento de culpa que le dejó el accidente fatal de un amigo. Justo cuando está tratando de ganarse la confianza de su jefe, ocurre una serie de audaces robos que involucran acrobacias de todo tipo y que son de lo más extraños: los ladrones no se quedan el botín, sino que lo reparten entre la gente común. Utah elabora la teoría de que los responsables pertenecen al ambiente de los deportes extremos, y desempolva sus viejas habilidades para infiltrarse entre los delincuentes. Lo que sigue es una porno, pero con deportes extremos en lugar de sexo. Desde la primera toma hasta la última, la trama es una excusa -bastante débil, por cierto- para llegar a las espectaculares escenas de pruebas imposibles. Hay para todos los gustos: motocross sobre cornisas montañosas; surf en olas gigantes; paracaidismo sobre la selva y dentro de una caverna natural; snowboard en pendientes peligrosísimas; vuelo con trajes aéreos; escalada sin protección alguna. Las destrezas son asombrosas y los escenarios naturales, increíbles: las montañas de Utah, los Alpes suizos, la selva mexicana, el Salto Angel de Venezuela. Se nota que Core hizo la mayor parte de su carrera como director de fotografía: hay que reconocerle que gran parte de las tomas son fabulosas -si no tienen más remedio que ir a verla, véanla en 3D-, pero no alcanzan para compensar el resto. ¿Qué es el resto? Personajes unidimensionales, de cartón pintado; actuaciones pésimas, al punto de que Keanu Reeves y Patrick Swayze son Laurence Olivier y Robert De Niro al lado de Luke Bracey y Edgar Ramírez; un tibio planteo sobre ecología y ecoterrorismo; una trama policial forzada, confusa, inverosímil. La conclusión es la misma que se aplica a todas las remakes fallidas: mejor quedarse en casa viendo la vieja Punto límite, y no arruinar el recuerdo con esta sacrílega actualización.
Padres desparejos Will Ferrell y Mark Wahlberg son dos buenos comediantes y tienen química: alcanza para sostener la película. Habían formado una pareja cómica hace cinco años en The Other Guys, de Adam McKay, y la dupla funcionó. Ahora Will Ferrell y Mark Wahlberg se reunieron, y la dupla vuelve a funcionar. Ellos dos sostienen Guerra de papás: la película dirigida y coescrita por Sean Anders (Quiero matar a mi jefe 2) es una pavada más o menos divertida, que sin sus presencias sería una pavada a secas. Es una nueva incursión en el viejo juego de las parejas desparejas, pero en este caso los personajes opuestos están forzosamente unidos por ser padres -uno es el padrastro, el otro es el biológico- de dos chicos. Uno (Ferrell) está en la ardua tarea de que los hijos de su mujer lo acepten como padre, y en eso aparece el otro (Wahlberg), que tiene todo lo que él no -es aventurero, intrépido, canchero, musculoso- más la habilidad de caerle bien a todo el mundo. Y de manipular a la gente: enseguida consigue ser invitado a vivir durante una semana en la misma casa que su rival, sus hijos y su ex mujer. Este es el punto de partida de una comedia blanca, pensada para toda la familia, con unos cuantos efectivos gags de humor físico protagonizados por Ferrell, entre varias situaciones simpáticas. El talento de Ferrell en esta materia es conocido, y Wahlberg vuelve a mostrar que nada mucho mejor en las aguas de la comedia que en las de la acción o el drama. Hay un tercer hombre, el ascendente Hannibal Buress, que le da un necesario toque absurdo a la cuestión y, por ser negro, motiva un par de buenos chistes sobre la excesiva corrección política estadounidense. Pero casi más que por sus virtudes, Guerra de papás es encomiable por sus carencias: no cae en lugares comunes tan propios de muchas comedias estadounidenses de los últimos años. Esto es, básicamente, la escatología estúpida -o sea, la de Adam Sandler, no la de Louis C.K.-, y las continuas referencias a celebridades e íconos de la cultura pop. Aunque sí, hay un perdonable cameo del basquetbolista Kobe Bryant: nadie es perfecto.
Las cinco vírgenes Es un alegato feminista que cuenta con pericia las tensiones entre secularidad y religión en Turquía. Turquía también tuvo su “Ni una menos”. En febrero de 2015, el asesinato de la estudiante Özgecan Aslan en un intento de violación provocó movilizaciones en todo el país: bajo el reclamo de justicia para ese crimen, subyacía la postergada exigencia de igualdad de derechos para las mujeres. La opera prima de Deniz Gamze Ergüven, escrita y filmada antes de ese episodio, capta esa demanda feminista que flotaba en el aire y la lleva a la pantalla con una historia emparentada con La casa de Bernarda Alba, de García Lorca, y Las vírgenes suicidas, de Sofia Coppola. En un pueblo a orillas del Mar Negro, cinco hermanas huérfanas -todo está narrado desde el punto de vista de Lale, la menor- disfrutan de las travesuras propias de esa edad entre la pubertad y la adolescencia. Esa vida alegre y despreocupada cambia drásticamente cuando uno de sus juegos es interpretado como inmoral: el hogar, regenteado por su abuela y un tío, se convierte casi literalmente en una prisión y, una a una, ellas pasan a ser mercancía ofrecida al mejor postor en matrimonios arreglados. Es una historia dramática, con ribetes trágicos, pero Gamze Ergüven tiene la habilidad de contarla con cierta liviandad y una dosis de humor, algo que la mantiene a salvo de convertirse en uno de esos culebrones turcos que infestaron la televisión argentina. La película refleja con pericia la particular situación geopolítica y cultural de un país que es una suerte de frontera entre Occidente y Oriente, entre Europa y Asia. Y expone la tensión existente en Turquía entre la secularidad occidental, más propia de las grandes ciudades, y la férrea moralidad musulmana, que se impone en las zonas rurales. A través de las peripecias de estas cinco potrancas -Mustang no alude a un automóvil, sino a los caballos salvajes norteamericanos- que tratan de recuperar su libertad, no sólo se cuestiona el machismo y el lugar de la mujer en la sociedad turca; también se desnuda la hipocresía religiosa. Que no es privativa del Islam: los guardianes de la moral y las buenas costumbres suelen ser los primeros en estar obsesionados con esa sexualidad que condenan.
El sueño americano Jennifer Lawrence ganó el Globo de Oro por esta fábula sobre una trabajadora que triunfa con un invento. Créase o no, el cine de Hollywood sigue exportando al mundo el sueño americano y el mito de la tierra de oportunidades. Esta vez, el medio para desparramar ese mensaje es Joy, inspirada libremente en la vida de Joy Mangano, una madre trabajadora que, gracias a sus invenciones, logró convertirse en una próspera empresaria, como el Tío Sam manda. El director y guionista David O. Russell (El lado luminoso de la vida, Escándalo americano) volvió a convocar como protagonista a su actriz fetiche, Jennifer Lawrence, la mejor paga de Hollywood, que por este trabajo acaba de ganar su tercer Globo de Oro y seguramente peleará por su segundo Oscar. Es la típica actuación premiable: Joy es una abnegada madre, sostén de familia, que cuida prácticamente sola tanto a sus hijos como a sus padres. Y que lucha contra todos los obstáculos habidos y por haber para imponer su primer gran invento: el Miracle Mop, un lampazo fácil de escurrir y limpiar. Hay una extraña -y perezosa- decisión de Russell, que decidió contar la historia mediante la voz en off de la abuela de Joy, un personaje desdibujado que sólo toma cuerpo por ese rol de narradora. (Nota al pie: tenemos que dejar de usar la voz en off por al menos dos años). Sí funciona el retrato del resto de las relaciones familiares, lo más interesante de la película: una madre (Virginia Madsen) que no se separa ni un minuto de su cama ni de su televisor; y un padre (Robert De Niro) hiriente, insoportable, inútil, malo, pero amado. Lo demás -el asunto de las patentes, la venta televisiva al estilo Sprayette; en fin, los negocios- puede ser tan fascinante para estudiantes de marketing como tedioso para el resto de los mortales. Es la fábula del ascenso de una self made woman, un canto a los emprendedores, con una heroína idealizada y una moraleja explícita: en Estados Unidos cualquier utopía puede hacerse realidad. Allá, la inteligencia, el trabajo duro y la perseverancia serán recompensados con una fortuna. Un viejo chiste de norteamericanos.
Dignidad en juego Con un Vincent Lindon brillante, la película cuenta la historia de un hombre que, a los 50, debe buscar trabajo. La desocupación y el mundo laboral en tiempos de capitalismo salvaje son temas riquísimos; en la línea de Laurent Cantet (Recursos humanos, El empleo del tiempo) o los hermanos Dardenne (Dos días, una noche), Stéphane Brizé se sumerge en las dos caras de la misma sufrida moneda: la búsqueda de trabajo de un hombre que ya pasó los 50 años, con todo lo que esa cifra implica cuando de un empleo nuevo se trata, y las humillaciones a las que debe someter y someterse para conservar un puesto. La pregunta es: ¿cuánto se está dispuesto a soportar a cambio de un salario para llegar a fin de mes? Después de haberlo dirigido en Un affaire d’amour y Algunos días de primavera, Brizé vuelve a recurrir a su actor fetiche, Vincent Lindon, para darle vida a de Thierry, que quedó desocupado a una edad inconveniente, después de años trabajando en una fábrica, con una esposa y un hijo discapacitado que mantener, ahorros menguantes y un magro subsidio por desempleo. Lindon ganó con justicia el premio al mejor actor en el último Festival de Cannes por este personaje: su composición de este hombre que intenta mantener la cabeza alta contra viento y marea es brillante. El es el único profesional en un elenco integrado por no actores. Este detalle, sumado a las tomas largas, con poco movimiento de cámara, le dan al drama un sabor documental. Y eso aumenta la intensidad de las situaciones que debe afrontar Thierry. Sin cargar las tintas, Brizé se limita a mostrarlo asistiendo a un curso sobre cómo dar una buena impresión en entrevistas laborales, intentando aplicar esos consejos en una de esas entrevistas, pero vía Skype, o negociando la venta de una casita de fin de semana, y esas escenas resultan conmovedoras sin perder su costado humorístico e incómodo. Pero la película no es sólo el retrato del rigor con que el mercado laboral -“La ley del mercado” es su título original- trata a los desocupados en nuestros días, aun en los países desarrollados. Además de una lectura sobre las consecuencias del neoliberalismo, es, también, una exploración sobre la moral humana. Con el simbólico espacio de un supermercado como escenario, en la segunda parte se desarrolla la tragicomedia de humilladores y humillados. Todo, en el fondo, parece reducirse a una gran negociación con una misma prenda de cambio: la dignidad.
El terror a la fiebre amarilla Los rubros técnicos sostienen una historia situada en la Argentina de 1871 que tiene algunos baches. Hace tres meses, con La cumbre escarlata, tuvimos el homenaje de Guillermo del Toro al gótico de la Hammer Films inglesa y de la dupla Roger Corman-Vincent Price. Ahora llega el tributo local con Resurrección. En su tercera película, Gonzalo Calzada (Luisa, La plegaria del vidente) trae ese imaginario visual a estas pampas: la misteriosa y decadente mansión de rigor es, en este caso, una estancia bonaerense sitiada por la fiebre amarilla durante la epidemia de 1871. Hasta allí llega un cura joven (Martín Slipak) que, en camino a Buenos Aires para ayudar a las víctimas, hace un alto en la casona familiar y se encuentra con un panorama devastador: su hermano mayor está en la fase terminal de la enfermedad; su cuñada y su sobrina permanecen encerradas, por voluntad de la mujer, en una capilla lindera. El sacerdote deberá tratar con Quispe (Patricio Contreras), el único criado que no huyó del lugar, el verdadero protagonista, el que sostiene la trama a partir de la duda: ¿quiere proteger o destruir a esa familia patricia? En rigor, estamos ante una película más de misterio que de terror. Y que se apoya sobre todo en la pericia de sus rubros técnicos: eficaces trabajos de iluminación, sonido, maquillaje y escenografía, sumados a algunos logrados efectos especiales, dan como resultado que esté muy logrado el clima y la ambientación. A la historia, en cambio, le falta un golpe de horno: al principio está bien planteada y consigue atrapar, pero a medida que se desarrolla presenta algunos baches y excesivos juegos entre lo onírico y lo real, que por momentos la vuelven tediosa y confusa. Y termina resolviéndose a las apuradas, apelando al recurso de que un personaje nos explique todo en tres minutos, algo que la película no merecía.
La timba financiera La crisis económica mundial de 2008, contada con humor y pedagogía. ¿Cómo hacer una película que explique la crisis de la economía mundial de 2008 y que sea atrapante, divertida y didáctica a la vez? La gran apuesta es una respuesta posible. Adam McKay puso su habilidad para la comedia -es conocido por su sociedad con Will Ferrell en Saturday Night Live, el sitio Funny or Die y películas como Anchorman o The Other Guys- al servicio de una historia trágica: la estafa a gran escala con bonos de hipotecas inmobiliarias que llevó al famoso colapso del que el mundo todavía está intentando recuperarse. El resultado es, a la vez, una comedia negra, un drama y una película de denuncia. Está basada en el libro The Big Short, de Michael Lewis, que cuenta la historia de un grupo de personajes marginales del mundo de las finanzas que vieron venir el estallido de la burbuja y quisieron beneficiarse con la catástrofe. Es una película sobre Wall Street, pero aquí no hay ningún Gordon Gekko o Jordan Belfort; no hay glamour ni despiadados ejecutivos, no hay fiestas con sexo salvaje y drogas. Se muestra el lado B de la especulación: tres grupos de antihéroes que ven el fraude y la mentira del sistema financiero y lo denuncian a su manera, apostando contra bonos supuestamente infalibles. Son personajes fascinantes, inspirados en los verdaderos protagonistas, con un potencial dramático explotado al máximo por un dream team de actores encabezado por Christian Bale, Steve Carell, Ryan Gosling y Brad Pitt (también productor). La historia está contada vertiginosamente, con cantidad de recursos para evitar que se haga un pesado e incomprensible fárrago de números. Los personajes rompen a menudo la cuarta pared, dirigiéndose al público; hay gráficos ilustrativos; patchworks de imágenes de cultura pop yanqui -y, por lo tanto, mundial-; y, en un esfuerzo para que nadie se quede afuera, aparecen celebridades -Margot Robbie, un guiño a El lobo de Wall Street; Selena Gomez; el pope económico Richard Thaler; el chef Anthony Bourdain- explicando los complejos términos financieros para que los entendamos todos. Y, así y todo, es complejo darse cuenta exactamente de qué está pasando, aun siguiendo la trama con atención. Hay todo un vocabulario técnico que para los legos es difícil de adquirir en 130 minutos. ¿Qué es un swap, un CDO, un subprime? Ese es el talón de Aquiles de La gran apuesta: los yanquis suelen ser lo suficientemente obvios como para que ningún posible consumidor se quede afuera de sus historias, y aquí, cuando esa obviedad era tan necesaria, no está aplicada en las dosis que necesitamos los analfabetos económicos. Este reparo no deja de ser también un elogio, porque significa que se trata de una película inteligente, que despierta muchas preguntas y arroja por lo menos una conclusión clara. Que parece remanida, pero por estos días vale la pena recordar: el mundo financiero es una timba sin otro motor que la codicia. Y darle poder político es mucho más peligroso de lo que podría pensarse.
Número equivocado La protagonista es una de esas irritantes chicas apáticas con las que es imposible sentir empatía. Olivia (Loreto Aravena) tiene casa propia, un trabajo que le gusta (es actriz) y sólo necesita una pareja para encajar en los parámetros sociales correctos para una chica de veintitantos años. Pero su mundo está colapsando casi sin que ella se dé cuenta: su madre padece una demencia senil que avanza a pasos agigantados y en la obra de teatro que está ensayando debe lidiar con su ex pareja (el argentino Lautaro Delgado). El temblor que termina de resquebrajar las paredes de su vida cotidiana es provocado por el acoso telefónico al que la someten los acreedores de una tal Lorena Martínez, que al parecer usurpó sus datos personales. La cuestión de la identidad es central en la opera prima de la chilena Isidora Marras. La única certeza que al respecto parece tener la protagonista es por la negativa: “No soy Lorena”. La gran pregunta que debe responder es quién sí es. Hay, de todos modos, algo débil en el planteo de base: la confusión inicial no parece tan grave ni de difícil solución, como sí lo era, por ejemplo, en El otro Sr. Klein, de Joseph Losey, aquella obra maestra centrada en un intercambio de identidades en la París ocupada. En su intento por aclarar el error, Olivia desciende a un infierno burocrático en el que nadie parece poder hacer nada por ayudarla. Hay, en este laberinto kafkiano, una crítica a este sistema capitalista disfuncional que padecemos en los países marginales, donde las herramientas que el consumidor dispone para quejarse rara vez funcionan. A la par del enrarecimiento de los días de Olivia, la película también se enrarece y adquiere ribetes policiales, con un juego detectivesco que termina pareciendo una parodia involuntaria y un misterio cuya resolución deja bastante que desear. Pero hay algo más que no funciona. Y la falla parece estar en el carácter de la protagonista, que se parece demasiado a uno de esos niños ricos que tienen tristeza (y apatía) que hace no mucho superpoblaban el cine argentino. Sus conflictos son más atribuibles a una neurosis pequeño burguesa no tratada que a los caprichosos recovecos de un sistema injusto. Así, en lugar de sentir identificación o solidaridad con el padecimiento de Olivia, nos dan ganas de zamarrearla y mandarla a laburar.