Este thriller fantástico parte de una idea interesante que termina opacada por el exceso de diálogos explicativos. La relación entre Franco (Guillermo Pfening) y Julia (María Nela Sinisterra, atención a esta bomba colombiana, y no por sus dotes actorales) parece estar en su mejor momento: son jóvenes, bellos, están enamoradísimos, les va bien en sus trabajos. Pero a ella algo la atormenta: tiene pesadillas y actúa misteriosamente. Su intempestiva muerte, en un accidente de tránsito, llevará a Franco a investigar sus últimos pasos, a instancias del mentor de su novia, el viejo periodista Luis Ayala (Luis Luque). El guión del primer largometraje de Víctor Postiglione -ayer también estrenó el corto El plan, dentro de Historias breves 12- ganó el concurso de operas primas del Incaa. La historia tiene su atractivo: empieza como un thriller convencional, va incorporando ribetes fantásticos y consigue generar intriga, con un final inesperado, capaz de despertar preguntas y discusiones. Pero en esto último también está la mayor debilidad de Tiempo muerto. Porque la interesante idea de la que parte es un tanto enrevesada, y para poder desarrollarla con cierta claridad, Postiglione se ve obligado a incluir largos diálogos explicativos que enturbian la dinámica y hacen que el suspenso se pierda mientras intentamos procesar toda la información que acaban de darnos. Diálogos que, además, a los actores les cuesta hacer creíbles: Pfening y Luque están lejos de sus mejores trabajos. Y la película también sufre un mal frecuente en las coproducciones -en este caso, con Colombia-, donde la mezcla de acentos es justificada con fórceps y termina conspirando contra el fluir del misterio.
Comedia que no encuentra la vuelta Es una historia con situaciones muy forzadas, que carece del ritmo que necesita una comedia. Si en Un cuento chino, de Sebastián Borensztein, una vaca caída del cielo funcionaba como disparadora de la historia, aquí lo que cae es directamente una mujer: Alejandro (Peto Menahem) está en el patio de su casa, rumiando uno vaya a saber qué melancolía, cuando ahí nomás se estrella Julia (Muriel Santa Ana). Cómo se conocen los protagonistas de una comedia romántica no es un detalle menor, y esta es una manera original, prometedora. Pero la película de Néstor Sánchez Sotelo no logra mantenerse a la altura de esa idea, de ese comienzo que, literalmente, le da el título. No hay mucho para objetar a los actores: no es ningún descubrimiento el talento de Muriel Santa Ana (consigue salir airosa de un personaje bastante esquemático: la mujer insoportable) y de Peto Menahem (aunque por momentos sobreactúa) para la comedia. Y también para el drama, porque aquí componen a dos queribles perdedores que no terminan de encontrarle la vuelta a la vida. Cada uno por separado, quedó dicho, es eficaz. Juntos, en cambio, no encajan del todo: es difícil de creer que ese roto y esa descosida puedan formar una pareja. De todos modos, los mayores inconvenientes están tanto en la falta de ese ritmo necesario para sostener una comedia como en las situaciones que deben atravesar estos cuarentones solitarios para que la historia progrese. Son, en su mayoría, problemas menores, contratiempos cotidianos que se convierten en pequeños dramas por la inoperancia de estos dos neuróticos. El recurso es válido, y bien ejecutado es una probable fuente de situaciones absurdas, ideales para la risa (o la sonrisa, en el peor de los casos). Pero aquí las vallas son muy forzadas y dejan ver sus hilos; se nota demasiado que son un dispositivo. Que no termina de funcionar como debería.
Interna entre héroes En lo que es más un filme de los Vengadores que del Capitán América, el héroe se enfrenta a Iron Man. Los chicos tienen sus muñequitos de superhéroes. Juegan y juegan al viejo buenos vs. malos, hasta que un día se cansan y hacen pelear a los buenos entre sí. Una lógica parecida podría aplicarse a los dueños de las franquicias de superhéroes: si, en busca de innovación, DC tuvo su Batman vs. Superman, Marvel tenía que parir su Capitán América vs. Iron Man. Ese debería ser el título de esta película, que es más una tercera aventura de los Vengadores que del Capitán América. Aquí no hay un supervillano, sino una interna casi tan dura como la del PJ, pero no entre justicialistas sino entre justicieros. Una historia de lealtades y traiciones, con la venganza como telón de fondo. El disparador de todo el conflicto es político: Naciones Unidas quiere limitar el accionar de los superhéroes, para que dejen de moverse a su antojo por todo el planeta causando daños colaterales en su lucha contra el mal. Traducido a la vida real, sería como si la ONU intentara quitarle a Estados Unidos su estatus de policía del mundo. Tony Stark, alias Iron Man, está de acuerdo. Y desde ya que el súper soldado Steve Rogers, alias Capitán América, está en contra. La mitad de los Vengadores se alinea detrás de uno, y la otra mitad, detrás del otro. Con un par de refuerzos sorpresivos del universo Marvel para cada bando que es mejor no anticipar. Esta es la excusa para que, una vez más, veamos explosiones, persecuciones, autos volando de aquí para allá, peleas de todo tipo. Con efectos visuales impecables, por supuesto. Pero que no dejan de ser parte de un esquema que ya está empezando a mostrar señales de fatiga, más aun cuando se prolonga durante dos horas y media. Pero claro, hay tantos personajes que si no el tiempo no alcanzaría para darle a cada uno un mínimo desarrollo dramático. De nuevo, el humor es el gran recurso que viene al rescate. Pero los chistes, aun cuando muchos son eficaces, no alcanzan para disimular la sensación de déjà vu, de exceso sin sentido, de estar ante pornografía superheroica. Y esto incluye al tradicional cameo de Stan Lee -se rumorea que fue el último- y la escena post créditos de rigor (que ya es una herramienta publicitaria sin disimulo). ¿Está agotada la mina de oro de los Vengadores? Para Marvel/Disney, no: hay dos películas anunciadas para 2018 y 2019. Pero si no les insuflan aire nuevo -en la línea “profunda” de los X-Men o delirante de Deadpool-, el hartazgo se asomará en el horizonte.
Tarea en extinción Tiene sensibilidad para retratar el devenir humano, y una fotografía excepcional de los paisajes. La familia Parada se dedica a la crianza de cabras y ovejas en la zona de Malargüe, en el sur de Mendoza: Eliseo, su mujer Juana y su hijo Facundo son puesteros trashumantes que, de acuerdo a las estaciones, van llevando al ganado a través de cerros y montañas en busca de lugares de pastoreo. La cámara de Néstor ‘Tato’ Moreno los siguió durante un año: el resultado es este bellísimo documental que registra lo que quizá sea un oficio en vías de extinción. Arreo muestra las dos caras de la vida rural: tanto el contacto pleno y gratificante con la Naturaleza como la dureza de las esforzadas tareas cotidianas que el campesino debe enfrentar para salir adelante. “En el campo siempre hay trabajo para hacer”, comenta Eliseo sin quejarse, sólo describiendo su realidad. Porque él ama ser puestero, y vuelca ese amor en las tonadas y décimas que compone sobre su tarea, y que son, a la vez que banda de sonido, un elemento clave de la narración del documental. Increíbles cielos, cerros, ríos y valles, son el magnífico escenario donde transcurre todo, con una belleza captada magistralmente por Moreno. Y los animales -los perros, los caballos, las mulas, además del ganado- son tan protagonistas de la película como los Parada. La tentación de caer en una mirada citadina de idealización de esa vida es grande, pero Arreo no incurre en ese error. Porque debajo del entorno bucólico subyacen conflictos. En los ranchos no hay agua corriente, luz eléctrica, gas ni cloacas, pero nadie menciona esas carencias. En cambio, la tensión entre el campo y la ciudad es palpable. José Abel, uno de los dos hijos de los Parada, se fue a estudiar a Mendoza y es improbable que vuelva más que de visita; en él se resume la actitud de muchos jóvenes que buscan un mejor porvenir. Además, la mayoría de los puesteros no son dueños de las tierras en las que trabajan, y conviven con el fantasma del desalojo. Y el progreso acecha: muchos caminos abiertos por los ganaderos fueron asfaltados y convertidos en rutas. Eliseo resume: “Nos tenemos que hacer a un lado para que pase la ciencia”.
El lado b de la Contraofensiva Un lúcido documental con testimonios conmovedores sobre un tema poco tratado en cine. Aunque parezca mentira, todavía quedan historias para que el cine cuente sobre el transitado período 1976-83. Una de ellas es la de la Contraofensiva montonera de 1979 y 1980: Benjamín Avila la abordó desde la ficción en Infancia clandestina, y ahora Virginia Croatto lo hace en formato documental en La guardería, su opera prima. De un modo u otro, ambos directores vivieron esas experiencias en carne propia durante su niñez, y eso explica que en las dos películas sea central el punto de vista de los chicos. Pero mientras Infancia clandestina narraba la vida cotidiana de una pareja de militantes que vuelve al país junto a su hijo para combatir a la dictadura, La guardería cuenta la historia de los hijos de montoneros que fueron dejados por sus padres en Cuba mientras ellos regresaban al país. Esos chicos, ahora adultos, comparten sus recuerdos sobre esa estadía en La Habana, que en algunos casos llegó a durar años (la guardería funcionó desde 1979 a 1983; no se precisa cuántos niños pasaron por ahí). Inteligentemente, la película no se adentra en el debate sobre la lucha armada, pero no elude la controversia sobre los sentimientos que estos hijos de guerrilleros guardan sobre la actitud -abandónica o protectora- de sus padres. También son valiosos los testimonios de los adultos que en ese entonces estuvieron encargados de cuidar a los chicos -una ex militante cuenta que lo hizo por la culpa que le daba no haber querido volver al país a luchar-, aunque en este caso sus palabras dejan más preguntas que respuestas. Las entrevistas están acompañadas por imágenes de archivo de la época no muy vistas, fotos de la guardería, bellas animaciones sobre dibujos infantiles. También por las cartas y -lo más llamativo de todo- las grabaciones que los padres les mandaban a sus hijos desde la clandestinidad en la Argentina. Ahí se escuchan algunas voces que sólo sobrevivieron en esos casetes.
Sin salvación La opera prima de Martín Basterretche presenta una trama confusa, compilación pobremente realizada de lugares comunes del género policial y de espionaje. Un joven cineasta filma todos los días, desde la ventana de su departamento, la misma esquina. El propósito: armar una película poco convencional, que triunfe, según él mismo dice, “en el circuito alternativo y de festivales”. Pero su cámara registra personajes misteriosos, especialmente a una chica bonita, que desviarán las intenciones originales de Ulises (el nochero Alvaro Teruel, en su debut actoral en cine) y lo involucrarán en una conspiración criminal. Ese es el punto de partida hitchcockiano, mezcla de La ventana indiscreta y Vértigo, de Punto ciego, opera prima de Martín Basterretche (montajista de las tres últimas películas de José Celestino Campusano). Un comienzo prometedor: una película dentro de otra y la expectativa de alguna reflexión irónica sobre el mundillo del cine. Pero las esperanzas de ver un buen filme de género se desvanecen rápidamente. La trama se enreda en un confuso compilado de lugares comunes de filmes policiales y de espionaje, con situaciones y personajes que responden al imaginario de estos géneros. Pero pobremente realizados, porque el bajo presupuesto se nota demasiado, y así es difícil darle credibilidad a la existencia de una red de piratería internacional (o algo así). Es ahí donde debería aparecer el trabajo actoral para sostener aquello que no puede la estructura de producción, pero el elenco también falla, y entonces no hay salvación posible.
Un esquiador antiheroico El tono liviano y la actuación de Taron Egerton salvan a una película sensiblera y llena de clichés. En inglés, la palabra underdog define a los héroes inesperados, aquellos que triunfan contra todo y todos. En criollo: los que van de punto y terminan siendo banca. Volando alto no se aparta ni un milímetro de los requisitos obligatorios para entrar al club del subgénero underdog: un protagonista querible, antihéroe absoluto; una historia de superación; un final apoteótico. Como tantos exponentes de este subgénero, tiene los valores motivacionales para ser uno de esos videos que Caruso Lombardi les pasaría a sus dirigidos antes de jugar un partido decisivo por el descenso. Ustedes dirán: una porquería. Pero algo la salva. Probablemente sea el tono general: con un reconfortante toque de humor británico, la película no se toma demasiado en serio a sí misma. Recurre a todas las artimañas posibles para hacernos llorar, es cierto. También cae en clichés insoportables como el típico clip musical donde vemos al protagonista entrenándose, al principio haciendo todo mal y al final convertido en un atleta. Pero el clima no deja de ser simpático, juguetón. Y eso en gran parte se debe al versátil Taron Egerton, capaz de interpretar tanto a un agente secreto (Kingsman) como a un gángster homosexual (Leyenda), como a este increíble Michael “Eddie” Edwards. Eddie “The Eagle” (el título original de la película) existe: es un inglés que cumplió su sueño de competir en unos Juegos Olímpicos dedicándose a un deporte que nadie más practicaba en Inglaterra (el salto de esquí), y aprovechando una legislación obsoleta que no exigía grandes marcas para clasificarse. Así, este amateur de genuino espíritu olímpico llegó a Calgary ‘88. Inspirada en los hechos reales, Volando alto muestra todo su camino, desde la infancia hasta ese pico. La moraleja es explícita: lo importante no es ganar, sino competir. Una de esas frases gastadas que, como los mantras de auotayuda o los videos de Caruso, a veces nos pueden sacar de un pozo.
Entre tinieblas En esta película de terror psicológico, un hombre desconfía de su mujer embarazada. El terror psicológico se cruza con el costumbrismo barrial en Paternoster, opera prima de Daniel Alvaredo. Tito (Eduardo Blanco), un fotógrafo aficionado, tiene su negocito, su barra de amigos, una linda esposa (Adriana Salonia) y, a punto de cumplir 50 años, está por ser padre por primera vez. Como si este momento de su vida no fuera lo suficientemente bueno, recibe una inesperada herencia de un pariente lejano: una casita en el campo. Pero la realidad empieza a enrarecerse y todo lo que parecía parte de la normalidad cotidiana adquiere un aspecto siniestro. ¿Es su percepción o, en efecto, está ocurriendo algo extraño? El guión juega constantemente con la duda acerca de si estamos ante un caso de paranoia patológica o una víctima de una conspiración de fuerzas diabólicas. Todo depende del cristal con el que se miren los hechos, parece ser el mensaje. En esta línea, hay un abuso de intentos por despistar al espectador con escenas ambiguas, que están entre la realidad y la alucinación, sin que termine de aclararse a qué orden pertenecen. Pero por momentos logra crearse el clima ominoso necesario para generar suspenso y mantenernos pendientes de lo que va a ocurrir a continuación, sobre todo en las partes que transcurren en el campo, con el monte, una laguna y la noche como testigos. Alvaredo -actor y director con experiencia en televisión- tiene la virtud de sugerir más que mostrar. Pero hay varios elementos que conspiran contra la eficacia de la propuesta. El bajo presupuesto se nota demasiado en la realización, al punto de que la mayoría de las escenas de interiores están teñidas de una pátina de TV berreta. Las actuaciones son otro escollo insalvable para la credibilidad de la película, a excepción del protagónico de Blanco (extrañamente fuera del registro de cómico triste al que nos acostumbramos a verlo). Hay, además, algunos giros de la trama muy forzados y unos cuantos lugares comunes del género que tampoco ayudan a que Paternoster termine de funcionar.
Francia sigue en contacto Narrado en forma clásica pero con un ritmo vertiginoso, este policial no sorprende pero entretiene. Si el título Conexión Marsella trae reminiscencias de Contacto en Francia, no es por casualidad. Las dos películas abrevan en lo que se conoció como “Conexión francesa”, una operación de narcotráfico que empezó a fines de los años ‘30 y terminó a principios de los ‘80, y que consistía en la introducción de heroína en los Estados Unidos desde Francia. Si en 1971 William Friedkin contó la historia desde el punto de vista norteamericano, Cédric Jimenez da una versión “inspirada en los hechos reales”, según aclara al comienzo, desde el lado francés. La trama se apoya en el antagonismo de sus dos carismáticos personajes principales, que tienen una relación al estilo Eliot Ness/Al Capone en Los intocables. El héroe, el juez Pierre Michel, y el villano, el capo mafia Tany Zampa, son de esos personajes hechos para el lucimiento de los actores, en este caso Jean Dujardin (ganador del Oscar por El artista) y Gilles Lellouche. Dos caras de la misma moneda, tienen fuertes códigos morales, son ambiciosos, temerarios, casi inquebrantables y hasta muy parecidos físicamente, . Filmado y narrado de forma clásica, pero con un ritmo vertiginoso, otro fuerte de este policial es la reconstrucción de época -transcurre entre 1975 y 1981-, con una gran banda de sonido como principal cualidad. En síntesis: digamos que no es una película con capacidad de sorprender, pero está bien contada y consigue entretener durante más de dos horas. Pedirle más sería un abuso de confianza.
La India de Kafka Una sutil y reveladora aproximación a aspectos poco conocidos de la sociedad india moderna. A pesar de ser una opera prima, La acusación llega con pergaminos: recibió alrededor de una veintena de premios en distintos festivales, entre ellos Venecia (sección Horizontes 2014) y nuestro Bafici (en la última edición ganó la competencia internacional y el premio al mejor actor, Vivek Gomber, que también fue productor de la película). A partir del planteo de un caso absurdo, el director Chaitanya Tamhane -tenía sólo 27 años cuando la filmó- muestra los vericuetos del sistema judicial indio y las inequidades de un país del que la mayoría de los occidentales ignoramos prácticamente todo. Un docente, activista, poeta y cantor de protesta, es acusado de haber incitado al suicidio a un hombre que se habría quitado la vida después de uno de sus recitales, bajo la influencia de una de sus canciones. Este disparador le permite a Tamhane introducirnos en la burocracia de los Tribunales de Bombay y bosquejar un mapa tentativo de la sociedad india. Con un estilo ascético, de largas tomas y cámara fija, en muchos momentos cercano al documental pero cargado de un sutil sentido del humor, presenciamos la arbitrariedad de los jueces y el anacronismo de leyes que en algunos casos se remontan a la época del dominio británico y responden al espíritu victoriano de los colonialistas europeos. Sin caer en la obviedad, se deja en claro la relatividad de la democracia india, en la que la policía fragua investigaciones, cualquiera puede ser detenido sin motivo aparente y hasta la posesión de ciertos libros es un crimen. Con la precaución de no meterse directamente en el complejo tema de las castas -que fueron abolidas pero todavía tienen peso sobre el entramado social indio-, la película también aborda con sutileza las extremas diferencias de clase al seguir aspectos de las vidas cotidianas de los involucrados en el juicio (el abogado defensor, la fiscal y el juez, y, lateralmente, del acusado y uno de los testigos). Lo que une a todos es el llamativo estoicismo con el que parecen aceptar los roles que les han tocado en esa sociedad. Una sociedad de la que Kafka se habría reído con ganas.