Queremos mucho a mamá En esa película que aparece dentro de la película, Moretti aprovecha para reírse un poco de su oficio. Como hizo a lo largo de toda su filmografía, Nanni Moretti echó mano de su propia vida para escribir el guión de Mia madre: la enfermedad y muerte de su madre, ocurrida durante el montaje de Habemus Papa (2011), inspiró esta historia sobre una directora de cine que padece la agonía materna mientras lidia con el complicado rodaje de una película protagonizada por una caprichosa figura de Hollywood (John Turturro). Moretti eligió a Margherita Buy (ya había trabajado con ella en El caimán y Habemus Papa) para encarnar a su alter ego protagónico, esa cineasta también llamada Margherita; para sí mismo se reservó un papel secundario, el del hermano de Margherita. Así, los roles femeninos y masculinos tradicionales están invertidos: mientras ella es una mujer de acción, por momentos tiránica, una negadora que está desbordada emocionalmente, él es más sensible, más sensato, y tiene mayor contacto con lo que le está pasando a su madre y a sí mismo. La película puede dividirse en dos: las escenas de carácter más dramático y las de tinte cómico. Las primeras son las que reúnen a Margherita, su hermano y su madre, en general en torno a la cama del hospital donde la mamma está internada. Son un buen retrato del desconcierto que produce ver el declive de esa figura central para la mayor parte de las culturas (y no sólo la latina o la judía, como indica el cliché). Pero estas escenas se hacen reiterativas y, a medida que la trama avanza, se acercan peligrosamente al melodrama y la sensiblería, con diálogos que se van haciendo demasiado explicativos. El contrapeso de este clima pesaroso está en las apariciones de Turturro, tan genial como de costumbre en el papel de ese actor creído y fabulador, al punto que uno desea que el foco de la historia se ponga en el vínculo entre la directora y esa estrella díscola en lugar de la madre. En esa película dentro de la película, Moretti aprovecha para reírse un poco de su oficio. El puente entre las lágrimas y las sonrisas está construido por situaciones oníricas y flashbacks insertados hábilmente, de modo tal que a veces no queda del todo claro qué ocurrió y qué no. Una buena manera de mostrar hasta qué grado el derrumbe de mamá hace tambalear todo eso a lo que llamamos realidad.
Un pentágono amoroso El aleteo de una mariposa divide dos historias que suceden en el mismo lugar y con mismos protagonistas. Mariposa aborda una temática de por sí atractiva -los primeros amores y el despertar sexual- mediante una estructura narrativa magnética: la de los mundos paralelos. El aleteo de una mariposa divide, de entrada, dos historias que suceden en el mismo lugar y con los mismos protagonistas: en una realidad, Romina (Ailín Salas) y Germán (Javier De Pietro) son dos hermanos adoptivos que sienten una atracción mutua a pesar de estar en pareja con terceros; en la otra realidad la situación es parecida, pero hay algunas variantes (la mayor es que ellos no tienen parentesco, sino que se conocen por casualidad). Esta forma de contar obliga al espectador a estar muy atento, sobre todo al principio. Las dos historias están intercaladas con gran pericia y los saltos son imperceptibles; el cambio de aspecto de los protagonistas es lo que permite diferenciar a una de la otra. La teoría que parece subyacer es el fatalismo: lo que está destinado a ocurrir, ocurrirá de cualquier modo. Pero el acento no está puesto en la especulación filosófica-temporal, sino en la tensión sexual entre los personajes. Marco Berger ya ha demostrado en anteriores películas (Plan B, Ausente, Hawaii) tener una sensibilidad especial para contar con sutileza juegos de seducción, la "onda" y el rechazo. Aquí vuelve a desplegar esa habilidad para darle vuelo a este pentágono amoroso pueblerino entre adolescentes. Y, más allá de que quizá la historia se extiende demasiado y no tiene un final acorde a su desarrollo, Berger consigue sumergirnos en un excitante e inocente mundo.
Carrera contra la opresión .Con un guión sólido, cargado de suspenso, retrata eficazmente la opresión comunista. Es inevitable vincular a Juego limpio con La vida de los otros, por la época en la que está situada (principios de los '80) y, sobre todo, por su temática: ambas se dedican a revisar la opresión que el comunismo ejercía contra los opositores detrás de la Cortina de Hierro, y mostrar las prácticas persecutorias que el régimen utilizaba para conseguir sus fines de control absoluto. La vida de los otros transcurría en la República Democrática Alemana y Juego limpio en Checoslovaquia, pero podrían haber ocurrido en cualquiera de los países satélites o en la propia Unión Soviética. Se centra en Anna, una de las promesas del equipo nacional de atletismo checo, que está preparándose para clasificarse a los Juegos Olímpicos de Los Angeles '84. Y entra -engañada, como centenares de atletas- al plan de dopaje sistemático que realmente se implementó en los países del Este en los años '80, especialmente en Alemania oriental. Hay una encrucijada moral en torno a esta cuestión, y otra en torno a la deserción y el exilio, en apariencia la única alternativa para los opositores que no querían soportar humillaciones o terminar en la cárcel. Es un tema cercano a la directora, Andrea Sedlácková, que se fue de su país en 1988 y desde entonces ha construido su carrera como cineasta y montajista entre Praga y Francia. Con un guión bien construido y buenas actuaciones, Juego limpio retrata eficazmente una época y echa algo de luz sobre un asunto -el del dopaje planeado desde el Estado- quizá no muy conocido. La objeción que se les puede hacer a esta clase de películas es su falta de riesgo y hasta de ingenio; en fin, su excesiva corrección política. Porque (casi) todos estamos de acuerdo en condenar las atrocidades del comunismo, así como las del nazismo y, llevando la cuestión al plano local, también las de la última dictadura militar. Entonces, a esta altura del partido, cuando ya no cabe el mote "película de denuncia" para temas tan "denunciados", volver sobre estas cuestiones requiere buscar una vuelta de tuerca que esta película no tiene. Ese giro puede ser poético, como en La vida de los otros; humorístico, como en La vida es bella o en Bastardos sin gloria; tomando el punto de vista del enemigo, como en Lore, o el de un niño, como en Infancia clandestina. En fin, los ejemplos sobran: son títulos que pueden no gustar, pero que no se limitan, como sí lo hace Juego limpio, al ejercicio obvio de glorificar a las víctimas y condenar a los victimarios.
En el auto feo de papá Es un mal remedo de la primera entrega de la saga, de 1983, que tampoco era muy brillante. En 1983, con la road movie Vacaciones, de Harold Ramis, se inició una saga cómica que abarcó cuatro películas, un telefilme y un cortometraje, siempre con la misma temática: los "disparatados" viajes de una familia tipo estadounidense, los Griswold, cuyo patriarca, Clark, era Chevy Chase. Ahora se estrena la séptima aventura, que emula a la primera: Rusty Griswold (que en la de 1983 era un preadolescente) decide acarrear a su mujer e hijos a Walley World, el mismo parque de diversiones al que su padre había intentado llevarlos en la película original (y que, al final, estaba cerrado). Esto implica repetir, también, el mismo trayecto en auto desde Chicago a San Francisco (unos tres mil kilómetros). La primera no se cuenta entre lo mejor de la filmografía de Ramis (director de Hechizo del tiempo, guionista y actor de Los cazafantasmas), pero funcionó en taquilla y eso explica todo lo que vino después. Incluida esta nueva Vacaciones, dirigida y escrita por Jonathan Goldstein y John Francis Daley, que debutan como directores pero ya habían trabajado juntos como guionistas en, por ejemplo, Cómo acabar con tu jefe 1 y 2 (antecedentes poco alentadores). Uno de los escasos motivos para ir a verla es ser fanático de la saga (si es que semejante ser humano existe), porque hay varios guiños a los primeros Griswold (incluso aparecen, en sus viejos papeles, Chevy Chase y Beverly D'Angelo, que hacía de su mujer). El resto es prescindible y es mejor abstenerse, salvo que a uno lo seduzcan los chistes escatológicos, bobos o de consumo interno yanqui, y la moralina profamilia.
Game over Está llena de chistes para consumo interno yanqui. La nostalgia de los ‘80 no alcanza. La idea es muy buena: los videojuegos más populares de los ‘80 cobran vida y atacan a la Tierra. Un gran homenaje al Pac-Man, el Donkey Kong, el Centipede, el Arkanoid, el Space Invaders, el Frogger y otros que tanta felicidad nos dieron a los que andamos por los cuarentipico. Se le ocurrió al francés Patrick Jean, que en 2010 dirigió la Pixeles original, un cortometraje de apenas dos minutos. Pero suele ocurrir que los cortos exitosos no funcionan tan bien al ser convertidos en largometrajes: la idea original es potente en parte por su brevedad y, al ser estirada, queda aguada y pierde su esencia. Quizás algo de esto le haya ocurrido a esta película, que termina siendo un regodeo nostálgico de los años ‘80 y no mucho más. Chris Columbus (director, entre otras, de Mi pobre angelito y las dos primeras entregas de Harry Potter) sabe de lo que habla: fue guionista de Gremlins y Los Goonies, dos emblemas de los ‘80. Al principio de Pixeles estamos en 1982: el púber Brenner es un as de los videojuegos, a diferencia de su amigo Cooper, que sólo sabe conseguir premios en las grúas de peluches. Se supone que Brenner va a ser un exitoso científico, pero termina como instalador de equipos electrónicos: ser hábil en los fichines, al final, no servía para nada. O sí: en 2015 el chico, ya convertido en el adulto Adam Sandler, terminará encontrándole la utilidad a esa pericia cuando los extraterrestres ataquen el planeta usando a los personajes de los videojuegos en escala gigante. Ver esas máquinas en funcionamiento en las escenas de los ‘80 resulta una alegría para todos los que quemamos australes y horas de la infancia frente a esos aparatos. Y también ver a esos minúsculos personajes convertidos en gigantes tridimensionales. Pero el chiste se agota ahí. En realidad no, hay algunos más: los extraterrestres se comunican con los terrícolas a través de videos en los que ponen sus amenazas en boca de íconos ochentosos como Tattoo y el Sr. Roarke (Ricardo Montalbán) de La isla de la fantasía, Madonna o Hall & Oates. El resto es flojo. A menos que uno sea fan del humor de Sandler y Kevin James, su socio en engendros como Son como chicos, se hace cuesta arriba ver una película llena de chistes para consumo interno yanqui. No es que no se entiendan: es que no tienen gracia. Además de ellos también trabajan buenos actores, como Peter Dinklage (el enano de Game of Thrones), pero el contexto no lo favorece. En la brigada de salvataje del mundo hay, también, un poco exitoso intento de remedo del espíritu de otro símbolo de los ‘80, como Los cazafantasmas. Un homenaje más. y justiciero. Pero con la nostalgia no alcanza.
Almas juguetonas Es una historia de amor sutil, que conmueve sin apelar a golpes bajos ni sentimentalismos. Con la cantidad de romances que el cine ha contado a través de los años, es milagroso que todavía haya historias de amor capaces de conmovernos y sorprendernos. Félix y Meira lo consigue manteniéndose lejos del melodrama, sin apelar a sentimentalismos, golpes bajos o heroísmos inverosímiles, recursos a los que el argumento podría haber llevado fácilmente. Meira (Hadas Yaron, vista en un papel parecido en La esposa prometida), una joven madre y esposa, ya no se siente cómoda viviendo según los estrictos preceptos religiosos de la comunidad judía ortodoxa de Montreal, y no sabe muy bien cómo salir de ese universo, el único que conoce. Está en ese trance cuando encuentra a Félix (Martin Dubreuil), un gentil en pleno duelo por la muerte de un padre con el que nunca tuvo afinidad. Son dos inadaptados a dos mundos patriarcales, dos solitarios que rompen los moldes del deber ser. Es una lástima que llegue tan poco cine canadiense (y específicamente de la región de Quebec) a la Argentina: a nombres ilustres como los de Denys Arcand (Las invasiones bárbaras) o Xavier Dolan (Mommy) ahora hay que agregar el de Maxime Giroux. En este, su tercer largometraje, muestra una envidiable economía narrativa: no requiere de diálogos explicativos ni situaciones extremas para contar el desarrollo de este amor, y aun así no cae en el sopor de cierto cine contemplativo. Todo se desenvuelve con sutileza, ternura y humor. La clave de la película es que tiene un alma juguetona. En ese sentido, la música juega un papel fundamental: no podía faltar Leonard Cohen, pero también hay hallazgos, como Cosi Veloce, de Jonathan Richman, la soulera kitsch Wendy Rene, y un increíble video de Rosetta Tharpe, pionera del gospel, que redondean el espíritu dulce y tristón de Félix y Meira.
La hormiga atómica Es más liviano y menos pirotécnico que otros productos Marvel, y uno de los más simpáticos y entretenidos. Vistos con frialdad, todos los superhéroes tienen intrínsecamente algo de absurdo. Si en las viejas cartas de tope y quartet de superhéroes hubiera existido, además de “fuerza”, “velocidad” y demás, el rubro “ridículo”, Ant-Man -o sea, el Hombre Hormiga- les habría ganado a todos los demás. ¿Cómo hacer para que ese bichito doméstico pisoteado sin problemas por niños y ancianos fuera creíble como salvador del mundo? Esta aparente flaqueza termina siendo la fortaleza de la película: el resultado es más liviano y menos pirotécnico que otros productos Marvel, pero es uno de los más simpáticos y entretenidos. Ant-Man tiene a favor que, en general, la primera entrega de estas sagas de superhéroes, en las que se cuenta el origen del personaje y cómo va descubriendo sus habilidades, suelen ser las mejores. Pero al director Peyton Reed (¡Sí señor!) le tocó una tarea difícil: concretar lo que Edgar Wright (Shaun of the Dead) había venido desarrollando durante once años. Wright renunció por “diferencias artísticas” con los ejecutivos de los estudios no mucho después de que Disney comprara Marvel. Nunca sabremos si el proyecto original era mejor que el que se estrena hoy, pero Reed estuvo a la altura del desafío. Por empezar, por el tono de la historia, parecido en su ligereza al de la primera Iron Man y al de Guardianes de la galaxia (aunque Ant-Man parece más dirigida a los niños pequeños). Nunca cae en la solemnidad; siempre hay algún chiste -más inteligente o más pavo- para salvar el momento. Otro punto a favor es que la aventura es clásica y, en comparación con otras películas del género, chica. Esta es una mezcla de película de superhéroes con una de robos (Reed declaró haberse inspirado mirando El affaire de Thomas Crown o La gran estafa, entre otras), porque Scott Lang (el carismático Paul Rudd) es, antes que Ant-Man, un ladrón. El Dr. Hank Pym (Michael Douglas, gran elección), el Ant-Man original, lo elige para sucederlo. Y su primera misión es robar un traje copiado del de Ant-Man (que reduce el tamaño del portador, pero no su fuerza) que será utilizado para el mal. De este modo, la historia no está llena de personajes y efectos especiales que aturden y marean en lugar de contribuir al relato, como pasaba en Avengers: Era de Ultrón. Aquí, en cambio, los efectos aportan magia: lejos del ridículo, es fascinante ver el mundo desde el punto de vista de una hormiga. PD: Hay que quedarse hasta el final de los créditos.
Los cuatro del patíbulo Aun con recursos ya vistos hasta el hartazgo, de a ratos consigue asustar. En el cine de terror, los subgéneros son como los villanos: no mueren jamás. Después de El Proyecto Blair Witch, Actividad paranormal y Rec, y todas las secuelas de cada una de ellas, más los infinitos títulos menores que las copiaron, parecía que el subgénero found footage (filmación encontrada) estaba agotado. Pero no. La explicación es simple: es una forma barata de filmar y sin necesidad de disimular la falta de presupuesto, porque la escasez de recursos es parte de la estética (después de todo, se supone que la filmación se hizo con una cámara hogareña). Esos motivos económicos fueron los que llevaron en primera instancia a Chris Lofing y Travis Cluff a contar La horca con la narrativa típica del found footage. Con dinero que les aportaron algunos comerciantes y un equipo muy reducido filmaron una primera versión. Después hicieron un trailer que llamó la atención de los grandes estudios, que aportaron los fondos para mejorarla y distribuirla. El resultado final no aporta nada nuevo al subgénero: se limita a cumplir sus convenciones -muchas imágenes vertiginosas y confusas, desprolijidad adrede- y pierde en cualquier comparación con las tres películas emblemáticas mencionadas. Pero es efectiva y de a ratos consigue su cometido: asusta. La historia transcurre en un colegio secundario. En 1993, una obra de teatro -llamada, justamente, La horca- representada por un elenco estudiantil tuvo un trágico final: uno de los actores adolescentes murió al ser ejecutado en una horca que debía ser de utilería. Veinte años más tarde, el colegio decide que una nueva camada de alumnos monte la obra. Pero al que le tocó el papel protagónico se deja convencer por su mejor amigo -el típico bully canchero del equipo de fútbol americano- de sabotear el proyecto. Así que deciden entrar de noche a la escuela para romper la escenografía. Y ahí terminan, junto a dos chicas y dos cámaras. Pero no leyeron a Cortázar e ignoran que la escuela de noche puede ser aún más siniestra que de día.
Uruguayísima Melancólica, tierna, agridulce, cuenta una historia que va dramáticamente in crescendo. A priori, el título y el país de origen (Uruguay) predisponen a esperar una película melancólica, grisácea, agridulce. El prejuicio se cumple: Solo es uruguayísima. En su opera prima, Guillermo Rocamora cuenta los rutinarios días de un cuarentón en un tono y un estilo similar al de títulos icónicos de la cinematografía oriental reciente, como Whisky, de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella, o Norberto apenas tarde, de Daniel Hendler. Hay que tener paciencia para disfrutar de esta historia lacónica, tierna, que parece no arrancar pero va creciendo poco a poco, hasta crear un suspenso inesperado. Cuesta asociar la música a la burocracia, pero en Nelson (muy buen trabajo de Enrique Bastos) se conjugan: él es trompetista de la banda de la Fuerza Aérea Uruguaya. Vive en un mundo quedado en el tiempo, analógico, hecho de casetes y viejos teléfonos de línea. Tiene un matrimonio frustrante y, sin hijos ni amigos, no aparecen estímulos en su horizonte: apenas cumplir con la orquesta, ir y venir de los ensayos y los conciertos a horario y con el uniforme en regla. Hasta que aparece una zanahoria para seguir tirando adelante: un concurso de canciones inéditas. Solo habla de la crisis de los 40, cuando, para bien o para mal, ya gran parte de la vida está hecha y el riesgo del estancamiento es grande. De las segundas oportunidades, de puertas que parecían cerradas y pueden volver a abrirse cuando el destino ya parece trazado e irrevocable. Y también de la eterna lucha entre deseo y deber ser. De la tentación de cobijarse en una estructura o recuperar cierto espíritu aventurero y salir a la intemperie en busca de esas emociones que le dan sentido a la existencia. Una encrucijada a la que, tarde o temprano, la mayoría debe enfrentarse.
Una leve mejoría Es mejor que la anterior y tiene algunos chistes eficaces, pero en general todo es bastante pavo. Si durante todo el año la calidad no abunda entre los estrenos masivos, cuando llegan las vacaciones de invierno directamente hay que resignarse a que los cines se conviertan en un campo minado de dibujos animados, dinosaurios o propuestas como Socios por accidente 2. Después del éxito de taquilla de la primera entrega -la vieron más de medio millón de espectadores-, José María Listorti y Pedro Alfonso se erigen como los herederos de la saga de los Superagentes y vuelven a formar la pareja dispareja de Matías y Rody, un torpe traductor de ruso y un eficaz agente de Interpol, que esta vez tienen una aventura en La Rioja. Hay una leve mejoría con respecto a la anterior, también dirigida por Nicanor Loreti y Fabián Forte. Los mecanismos están más aceitados: quizá porque ya no hay necesidad de presentar a los personajes, la historia va directo al grano. Listorti y Alfonso ya se conocen y parecen estar cada vez más cómodos trabajando juntos: la dupla fluye más, aunque el ex productor de Tinelli sigue siendo bastante más duro que su compañero, que tiene más oficio como comediante. Lo que tal vez más favorece a la película en comparación con la previa es que hay menos acción y un tono más decididamente humorístico, con lo cual se da vía libre para el delirio. Alguna escena va en esa dirección, como la que muestra a Listorti detrás de un arbusto, en medio del desierto -el imponente paisaje riojano está bien aprovechado-, intentando evacuar por vías naturales una bomba que tiene en su estómago, mientras Alfonso lo espera enfundado en un traje antiexplosivo y animándolo al grito de “hoy te convertís en héroe”. Decir que ése es el punto más alto de Socios por accidente 2 es toda una síntesis. Hay otro par de chistes de cierta eficacia, pero en general son bastante pavos, aun teniendo en cuenta que este producto está dirigido a un público infantil. El registro es exageradamente caricaturesco, algo que sufren sobre todo los insoportables personajes femeninos (a cargo de Luz Cipriota y Anita Martínez, que hacen lo que pueden con lo que les tocó). Igual, la saga va en ascenso: un dato que mitiga la desazón de saber que habrá una tercera parte.