Proyecto Géminis tardó más de veinte años en concretarse, en parte por el esfuerzo tecnológico que demandaba la historia. Es la siguiente: un sicario al servicio de una agencia gubernamental de inteligencia quiere retirarse, pero sus jefes lo perciben como una amenaza y, para eliminarlo, mandan al único agente capaz de hacerlo, que no es ni más ni menos que un clon de ese agente, alguien con sus mismas habilidades, pero treinta años más joven. Después de una danza interminable de posibles directores, protagonistas y productores, la película recayó en Will Smith y Ang Lee. Y, mientras tanto, los efectos visuales mejoraron al punto de que, como hizo Scorsese en The Irishman, ahora es posible rejuvenecer actores sin tener que recurrir a jóvenes intérpretes parecidos. Lee fue un paso más allá: tal como había experimentado en Billy Lynn (2016, no estrenada en la Argentina), apeló a la tecnología HFR, es decir que filmó a una tasa más alta de fotogramas por segundo que los tradicionales 24 (en este caso 120, lo máximo utilizado hasta ahora). Si a esto se le suma la posibilidad de verla en 3D, el resultado debería ser visualmente asombroso. Pero no lo es. De hecho, la nitidez se vuelve en contra y, paradójicamente, hace todo más artificial, al punto de que las escenas de acción se parecen más que nunca a secuencias de un videojuego. Si el envoltorio del paquete no resulta, entonces hay que enfocarse en el contenido. Pero ahí la película hace agua hasta aburrir. Porque Proyecto Géminis es un nuevo sucedáneo de la saga Bourne, pero sin aportes más allá de la mencionada innovación tecnológica: ver a Smith peleando contra una versión juvenil de sí mismo no agrega nada. Todo parece hecho mecánicamente, por compromiso, como tildando ítems de una lista de supermercado. El súper agente conflictuado: está; la chica que lo acompaña: está; el encargado del alivio cómico: está; el villano: está; los viajes por el mundo: están; las piñas, patadas y explosiones: están. Lo que falta es alma.
El año pasado, Ari Aster sorprendió a todos con su opera prima, El legado del diablo (Hereditary), una película alejada de los lugares comunes, donde el terror estaba anclado en un drama familiar: el desasosiego emocional era el caldo de cultivo para que lo espeluznante tomara la escena. Casi sin pausa, el director empezó a trabajar en Midsommar, en la que el cine de autor vuelve a confluir con el de género y el horror también tiene como punto de partida una tragedia personal. Con referencias casi explícitas al clásico de terror británico El culto siniestro (1973), Aster vuelve al siempre inquietante tema del forastero inmiscuido en el seno de una comunidad cerrada. En este caso, los forasteros: tres estudiantes de una universidad estadounidense, invitados por un amigo en común a pasar unos días de vacaciones en su pueblo de origen, en la campiña sueca, y participar de la festividad especial que tendrá lugar ese verano. A ellos se suma la novia de uno de ellos, Dani (la talentosa Florence Pugh), que está atravesando una etapa de duelo. Aster construye un micromundo visualmente deslumbrante. Los jóvenes parecen haber llegado al paraíso terrenal: en un prado rodeado de bosques y montañas, una mezcla de aldea hippie y menonita, con extrañas cabañas comunitarias, amistosos pobladores vestidos de blanco, flores y hongos alucinógenos por doquier. Demasiado hermoso para ser real. Esa notable puesta en escena, con imágenes difíciles de borrar de la mente y fascinantes referencias a rituales paganos, está manchada por detalles grotescos que le quitan verismo. Pero, sobre todo, no está acompañada por un guion a la altura. En ese lugar donde nunca se pone el sol sucede todo lo que desde un principio imaginamos que va a suceder.
Conseguir el primer trabajo cuando la mayoría lo está perdiendo es extraño, y resulta más contradictorio aún cuando ese trabajo consiste en repartir telegramas de despidos. En esta situación se encuentra Sosa, un pibe de un pueblo del interior bonaerense que, recién llegado a Buenos Aires, entra a un Correo Central en pleno proceso de desmembramiento. Espejo de la situación socioeconómica actual, Cartero transcurre en esa Argentina de los años ’90 que empezaba a ser demolida por el neoliberalismo menemista. Es una película de iniciación, con ese pibe pajuerano aprendiendo simultáneamente porteñidad, los yeites de un oficio y los sinsabores de la vida adulta. Una inquieta cámara en mano lo sigue en sus repartos por las calles y también en los recovecos del Correo mientras su mentor, Sánchez (el siempre rendidor Germán de Silva), le enseña los códigos postales: “Un cartero no es cheto. Nunca”. Las marcas de época son constantes pero sutiles: la mención a un tren que ya no pasa por un pueblo (“ramal que para, ramal que cierra”), los retiros voluntarios, los tickets canasta, los contratos basura, en un paisaje de locutorios y manifestaciones de resistencia al ajuste. La alegría, la ingenuidad y la fascinación de Sosa por el mundo que está descubriendo lo mantienen lejano a los escombros sociales que caen a su alrededor. Donde la opera prima de Emiliano Serra se queda corta es en la potencia de sus resortes dramáticos: a ese marco, tan eficazmente construido, le falta el desarrollo de una historia intensa. Hay insinuaciones que mantienen el interés, pero que no encuentran el cauce narrativo más adecuado. Valen, de todos modos, algunas escenas (como la de Germán Palacios) que son postales de una época y funcionan como microficciones cerradas en sí mismas.
He aquí una historia de hermosos perdedores. Entre 1967 y 1970, Los Knacks se destacaron en la incipiente escena del rock nacional: con Los Beatles como espejo, durante tres años se lucieron con sus composiciones originales en inglés. Iban en ascenso y todo indicaba que la fama y la fortuna los esperaban ahí nomás. Pero tuvieron problemas internos y la dictadura de Onganía firmó su sentencia de extinción cuando prohibió la música que no fuera en castellano. Cuarenta años después de su separación, el quinteto vuelve al ruedo para que se cumplan aquellas promesas de la juventud. Mariano y Gabriel Nesci hicieron un paciente trabajo de seguimiento de la reunión de estos queribles antihéroes, registrando sus vivencias durante ocho años. El humor y la melancolía están entremezclados con maestría y sensibilidad extraordinaria en esta película que tiene pasajes desopilantes, pero sin que los directores hayan abandonado jamás el respeto y el cariño. Nunca caen en la tentación de burlarse de sus criaturas. Este cuento incluye una módica knackmanía; un hit (un cover del Submarino amarillo); canciones con títulos como Me siento mal y deprimido o Veinte años debajo de un felpudo; un único fan, coleccionista de memorabilia de la banda, devenido mecenas; videos de archivo del tecladista hablando en TV de su club de swingers o del guitarrista imitando a Frank Sinatra en bodas. También una manager chanta, una amarga incursión por un reality conducido por Bebe Contepomi y la insólita circulación de las copias de un disco pirata de Los Knacks por disquerías europeas. Enseguida queremos a estos cinco personajes que, con una ingenuidad conmovedora, parecen haber permanecido criogenizados durante cuatro décadas para despertar sin tomar conciencia de los cambios que hubo en el mundo. Porque Los Knacks volvieron con la ilusión de llenar estadios tocando aquellos buenos temas que algunos escucharon en los ’60. Y, aunque saben reírse de sí mismos, están perplejos de que su regreso no haya terminado en un Grammy. Pero Los Knacks no fracasaron: fueron felices tocando otra vez. Este documental es su gran éxito.
Allá por los años ’80, una profesora de literatura prohibía a sus alumnos del colegio secundario que resolvieran sus composiciones apelando, en el último párrafo, al recurso de que todo lo narrado anteriormente había sido un sueño. Porque, además de un lugar común, se trata de una triquiñuela facilista, una suerte de ruptura unilateral del contrato de lectura. Pero todavía se la sigue utilizando. De todos modos, el desenlace es sólo un eslabón más de la cadena de desaciertos que es Crímenes imposibles. Los clichés más esquemáticos del policial se suman a algunos de los elementos más remanidos del terror para dar como resultado esta película que en ningún momento asusta, intriga ni es creíble. Actuaciones flojas, un guion -de Nora Leticia Sarti- elaborado siguiendo fórmulas vistas una y otra vez, una producción que no logra disimular la escasez de presupuesto: cuesta encontrar algún punto que se salve del naufragio. Federico Bal es un escritor que sufre la muerte de su hermana y, años después, protagoniza un accidente de tránsito en el que mueren su mujer y su hijo. Tras un nuevo salto temporal lo vemos convertido en un duro detective de novela negra, solitario y amargo, que investiga una serie de asesinatos extraños. No hay pistas, hasta que una monja se presenta en la comisaría diciendo que cree haber cometido los crímenes, y proporciona datos que sólo alguien que hubiera estado presente podría tener. Todo se torna aún peor cuando una pátina religiosa y de presunta trascendencia espiritual tiñe esta historia en la que, ay, “nada es lo que parece”. Más que asombro, el giro final provoca la desagradable sensación de haber visto una película imposible.
Al francés Mikhaël Hers le interesa explorar los procesos de duelo, en particular en los casos de muertes inesperadas. Lo hizo en su largometraje anterior, Ce sentiment de l’été (2015), y ahora vuelve sobre el tema en Amanda, donde el fallecimiento de una joven pone patas arriba la cotidianidad de quienes la sobreviven. Como para subrayar la sensación de absurdo e injusticia de la situación, ambas películas transcurren en verano y quienes pierden la vida rondan la treintena. Calor, cielos azules, un espíritu vacacional de picnics, bermudas y bicicletas: el mensaje que da el mundo exterior es, más que nunca, contradictorio con la catástrofe anímica que están viviendo los personajes. Todo indica que el espectáculo debe continuar, pero ¿cómo? El título bien podría haber sido David, porque el verdadero protagonista es el veinteañero que interpreta el ascendente Vincent Lacoste. Además de elaborar la ausencia de su hermana, este simpático tarambana debe hacerse cargo de su sobrina de siete años: todo gira en torno a sus dudas y miedos ante la súbita responsabilidad. En un segundo plano hay otro temor, en este caso colectivo. Hers aborda la amenaza terrorista que pende sobre Europa desde un punto de vista íntimo, poniendo la lupa sobre un puñado de los miles de cataclismos individuales que provoca un atentado sobre la población civil. Si esto no es un terrible dramón es porque se mantiene una prudente distancia del dolor, mostrando la belleza que el verano parisino y las relaciones humanas pueden entregar aun en las peores circunstancias. La cámara nos pasea por rincones poco retratados de una de las ciudades más filmadas del mundo y, en consonancia con el carácter del protagonista, cierta liviandad en el tono narrativo contrapesa la tragedia. A la vez, esa distancia hace que la película sólo de a ratos logre comprometernos emocionalmente con el destino de sus criaturas: dentro de la tibieza general, la frialdad de la indiferencia termina predominando sobre el calor de la empatía.
A 81 años de su nacimiento como chiste gráfico en The New Yorker y 55 de su debut como serie televisiva, Los locos Addams tienen su primer largometraje de animación. Si la trama del programa -que sólo duró dos temporadas, con 64 episodios de media hora- siempre consistía en leves variaciones alrededor del choque cultural entre la gente “normal” y la idiosincrasia tenebrosa de la familia, la premisa de esta película es avanzar un poco más en esa dirección. Ahora los Addams son directamente perseguidos. Y no sólo los ocho miembros de la familia que todos conocemos: también otros parientes lejanos del mismo apellido sufren el rechazo de turbas de “normales” armados con antorchas, catapultas y horquetas. Deben huir una y otra vez, hasta que Homero, Morticia y compañía recalan en una mansión abandonada que solía funcionar como neuropsiquiátrico en Nueva Jersey (un guiño al lugar donde se crió Charles Addams, el padre de las criaturas). Lo mejor de esta reencarnación de los Addams está en esa primera parte, que va presentando a cada uno de los personajes y rescata algo del espíritu de comedia negra que le conocimos a la serie. En esos momentos aparece algo del terror tierno y la alegría lúgubre que convirtieron a Los locos Addams en un ícono cultural reverenciado por los Tim Burton del mundo.
Esa moda que en los ’80 se conoció como aerobismo reencarnó hace unos años con carácter cuasi religioso y nombre acorde a la globalización, esa nueva etapa de colonización cultural. El running, evangelizan sus devotos -los runners, claro- es mucho más que correr: es una aventura espiritual, un manantial de valores, un método de autoayuda poco menos que infalible. En las redes sociales y los medios se suele propagar ese ejercicio físico como un acto tan sagrado como épico. Y así está enfocado en esta historia de superación, de lucha contra las propias limitaciones, que es La carrera de Brittany. El director y guionista Paul Downs Colaizzo (que, después de un éxito en el off Broadway que lo llevó a escribir para televisión, debuta en cine), se inspiró en una amiga para crear al personaje del título. Una gran protagonista, generadora de empatía automática: la clásica gordita graciosa y perdedora que es tan capaz de reírse de los demás como de sí misma. Pero como buen cómico triste, debajo de las bromas guarda frustraciones con su cuerpo y su vida. La salida será el entrenamiento, primero modesto y luego con un objetivo mayúsculo: el Maratón de Nueva York. Todo esto suena pésimo, pero hay que decir que los dos primeros tercios de la película son cautivantes gracias al solvente manejo de un tono agridulce, entre gracioso y deprimente, el cariñoso tratamiento de los personajes y la buena interpretación de Jillian Bell. La historia sale a flote mientras navega las aguas del autodescubrimiento, de la pelea de Britanny consigo misma, y de la comedia romántica (gracias a una revelación llamada Utkarsh Ambudkar). Pero llegado un punto, el guion da un giro sacado del manual de fórmulas de Hollywood y se plaga de enseñanzas, diálogos esclarecedores, reflexiones edificantes, corrección política. Todo se estira demasiado y cuesta digerir que ese tramo final sea una publicidad del Maratón de Nueva York -no casualmente se corre en breve, el 1ro de noviembre- y alguno de sus patrocinadores. Así que la línea de llegada de La carrera de Brittany se cruza con la lengua afuera y menos satisfacción de la que dicen sentir los apóstoles del running.
Filmada en el barrio Piedrabuena, de Villa Lugano, ¿Yo te gusto? es pariente de esas historias de marginalidad en las que se especializó Adrián Caetano, desde Pizza, birra, faso hasta El marginal. Pero, acorde a los tiempos de la marea verde, Edgardo González Amer (Familia para armar, Tuya) pone el foco en una protagonista femenina y su lucha por hacerse respetar en un ambiente masculino. Nati (Martina Krasinsky) es una adolescente que, junto a su hermano, forma parte de la legión de los nini (ni estudian ni trabajan). Vive con sus padres, agobiados por una deuda que sus sueldos como colectivero y encargada de un bar jamás les permitirán saldar. Para ayudarlos, ella quiere entrar a la banda del capanga del barrio, pero su fama de díscola le complica todo. Muñeca brava, Nati desafía a todas las autoridades que se le cruzan por el camino, empezando por su madre (Leticia Bredice) y siguiendo por el mafioso de la zona (Daniel Aráoz, en un papel parecido al que hizo en Porno para principiantes). Paisaje de monoblocks, ritmo de cumbia y hip hop, lunfardo tumbero: son los elementos que componen el agobiante ambiente donde se desarrollan esos dos conflictos paralelos. El de mayor potencia dramática es el que enfrenta a madre e hija: Bredice se luce como esa mujer abnegada, emocionalmente limitada, que esperó a su marido durante los años que él pasó en la cárcel y no quiere que sus hijos sigan ese mismo camino. Pero luego de construir pacientemente ese mundo áspero, González Amer privilegia el western urbano sobre el drama social, y entonces ¿Yo te gusto? toma el más transitado y menos interesante rumbo de la acción. De modo que la tensión entre Nati y su madre, al igual que una subtrama que involucra al personaje de Bredice con el de Marco Antonio Caponi, pasan a segundo plano, tapadas por el ruido de los disparos. Una decisión narrativa que le da un cierre demasiado abrupto a esta historia de incomunicación y desesperanza.
Cultor del cine de género, especialista en terror, Daniel de la Vega (Hermanos de sangre, Necrofobia, Ataúd blanco) ahora ensaya un tributo a los relatos policiales clásicos. Punto muerto presenta una ambientación de Agatha Christie para contar una historia que homenajea a autores como Gastón Leroux o Edgar Allan Poe y sus misterios “del cuarto cerrado”, como El misterio del cuarto amarillo o Los crímenes de la calle Morgue. Todo transcurre a mediados del siglo XX, en un hotel ubicado en la montaña, a donde llegan escritores y críticos para participar de un congreso de literatura policial. Un autor prestigioso pero pasado de moda (Osmar Núñez) se jacta de haber encontrado la resolución perfecta para el "enigma de la habitación cerrada" en su nueva e inédita novela, ante la admiración de un ascendente y joven colega (Rodrigo Guirao Díaz) y el escepticismo de un crítico despiadado (Luciano Cáceres). Durante su estadía en el hotel, el escritor será el protagonista de un misterio como los que acostumbra a narrar. De la Vega hace de la notoria limitación presupuestaria una virtud y resuelve la puesta en escena de época con recursos simples pero efectivos -filmación en blanco y negro, imágenes fijas de paisajes y lugares-, que acertadamente no buscan disimular su carácter ficticio y teatral, sino que lo subrayan. En cuanto a lo narrativo, intenta seguir los principios que enumera el protagonista: el relato debe ser sencillo; el criminal debe tener un móvil secreto y estar siempre en primer plano; y la resolución debe ser sorprendente y verosímil. Digamos que el que menos se cumple es el primero: la historia se carga de explicaciones y se complica demasiado, pero no tanto como para arruinar este ejercicio de estilo.