Montevideo, 1985. Víctor es un cineasta amateur que está por renunciar a su vocación para convertirse en un joven formal y cortés: se casará con su actriz fetiche, protagonista de todos sus cortometrajes, y será empleado en el banco del que su suegro es gerente. Está a punto de vender su cámara cuando aparece un productor para financiarle su opera prima. Con un detalle: tiene que ser una porno. La idea de Carlos Ameglio (director de Psiconautas) es propicia para rendir un homenaje burlón pero cariñoso a la generación VHS, esa que creció en los años ’80 y tuvo su educación audiovisual en los videoclubes, consumiendo con voracidad una ensalada de películas de género, de autor y, con suerte, alguna que otra triple X. Los guiños cinéfilos están a la orden del día en esta comedia que tiene sus mejores momentos cuando juega al fleje y se desinfla cuando se rinde a las convenciones. La efectividad del tono general, un humor naif que se sostiene durante la mayor parte del tiempo, responde en primer lugar a la acertada elección del elenco. Con su aire woodyallenesco, Martín Piroyansky es el intérprete ideal de ese director pretencioso y perdedor que jamás resigna sus aspiraciones de trascendencia cinematográfica. Lejos de Diosito y cerca de los excéntricos Tenenbaum, Nicolás Furtado cumple como el compinche catrasca, mientras que Daniel Aráoz se luce como el productor mafioso, lo mismo que la brasileña Carolina Mânica como la estrella porno. Tal como está planteada, esta simpática historia podía encarar rumbos delirantes y convertirse en una suerte de The Deuce lisérgica y subdesarrollada. Pero el guion toma unos giros que, por el contrario, le quitan gracia y terminan llevándola por carriles más transitados y menos arriesgados.
El carácter explícito del título local (con el agregado “de la corrupción” al original “El reino”) y el afiche (un hombre de traje guardando unos cuadernos en un bolso cargado de billetes) pueden confundir y llevar a presuponer que esta película de Antonio Sorogoyen es una versión cinematográfica de uno de los tantos programas periodístico-propagandísticos que, ante todo, buscan indignar al espectador con diatribas morales. Pero no: se trata de un thriller frenético, agobiante, de esos que ponen los nervios de punta. Es cierto que la historia está inspirada por un escándalo real conocido como “caso Gürtel”, una trama de sobornos en torno al Partido Popular que estalló en 2009. Pero Sorogoyen y su coguionista, Isabel Peña, no se proponen recrear esa investigación, sino mostrar la huida hacia adelante de quien es elegido como chivo expiatorio cuando se descubren irregularidades en los manejos de las finanzas de un partido político. Nunca sabemos de qué fuerza se trata ni a qué comunidad autónoma (provincia) española pertenece Manuel López Vidal. Los detalles sobran: no queda claro cuáles eran las trapisondas que hacía este funcionario e incluso por momentos resulta confuso qué cargo tiene cada uno de los personajes. Es que todos esos datos no tienen mucha importancia: la clave del asunto está en la desesperación de este hombre que de repente pasa a ser un paria al que todos le cierran las puertas en la cara. Antonio de la Torre (Pepe Mujica en La noche de 12 años) se luce en la interpretación de este López Vidal que, al notarse parado sobre arenas movedizas, hace movimientos frenéticos para que no se lo trague la tierra o, al menos, arrastrar a alguien en su hundimiento. Fogonean la tensión el montaje dinámico y una cámara inquieta, casi en constante movimiento, que lo sigue desde atrás mientras intenta avanzar por los pasillos del intrincado laberinto en el que está metido. La incógnita pasa por ver hasta dónde es capaz de llegar este animal asustado en su lucha por sobrevivir. Es imposible no ponerse de su lado, más allá del delito que haya cometido. Tal vez por eso mismo, por el temor a presentar al villano como un héroe, es que Sorogoyen entrega un final de un tono burdo, que no está a la altura del quirúrgico tratamiento que le da a su protagonista durante el resto de la película.
Texto publicado en edición impresa.
Con el sello de prestigio de Guillermo del Toro como productor, Historias de miedo para contar en la oscuridad retoma la tradición de Cuentos asombrosos o Historias de la cripta: seis narraciones de terror, cada una con sus diferentes criaturas sobrenaturales. Pero esta adaptación de la trilogía homónima escrita por Alvin Schwartz -ya un clásico de la literatura juvenil estadounidense- les da una unidad a los episodios enmarcándolos dentro de una aventura protagonizada por un grupo de adolescentes en un pueblito norteamericano. Todo transcurre en 1969, con un trasfondo verdaderamente terrorífico: los primeros meses de la presidencia de Richard Nixon y el auge de la guerra de Vietnam. Stella, Auggie y Chuck son tres amigos, los clásicos perdedores que no encajan en los cánones de popularidad de la escuela, a los que en la noche de Halloween se les suma un cuarto, Ramón. La pandilla se mete en una mansión abandonada y descubre un libro: lo que estos nerds no saben es que en las noches siguientes se convertirán en los involuntarios protagonistas de los terroríficos cuentos que una mano invisible irá escribiendo en sus páginas. En La morgue, el noruego André Ovredal ya había mostrado sus virtudes para navegar las aguas del terror más clásico. Con las raíces en Poe y Lovecraft, estas historias de fantasmas y monstruos no apelan al gore -aunque algo de sangre hay- ni a la tortura para asustar, sino que se inscriben en la línea más tradicional del género. Su espíritu juguetón y un tanto inocente deja a las claras que tiene en la mira a un público preadolescente. Se nota que la película está hecha por amantes del terror que se han propuesto homenajear a las lecturas que los acompañaron en la infancia y la primera juventud. Ese goce trasciende la pantalla y, sumado a la solvencia con la que están hechas las distintas criaturas, hace que Historias de miedo para contar en la oscuridad compense su falta de sorpresa con la agradable sensación del reencuentro con un viejo amigo.
En El abrazo de la serpiente (2015), Ciro Guerra y Cristina Gallego retrataron el choque de culturas a través de la poética aventura de un chamán y dos científicos europeos lanzados a la búsqueda de una planta medicinal en el Amazonas. Con la misma excelencia visual y magia narrativa, Pájaros de verano vuelve a abordar la tensión entre cosmovisiones, pero ahora con una trama vibrante que cruza a Scarface y El Padrino con los pueblos originarios colombianos. “Esta historia ha sido inspirada por hechos reales ocurridos en la región de La Guajira (extremo norte de Colombia) entre las décadas de 1960 y 1980”, explica un cartel al comienzo. Es la época conocida como Bonanza marimbera, en la que empezó a florecer el narcotráfico mediante la exportación de marihuana a los Estados Unidos. Ahí se sitúa, como canta un pastor al principio, esta “historia de amor, desolación, riqueza y dolor de aquella gran familia que se destruyó a sí misma”, que tiene como protagonistas a los wayúu, el pueblo indígena más numeroso de Colombia, formado por unas 600 mil personas. Rapayet es un wayúu criado entre los alijunas, como se denomina a todos aquellos que no pertenecen al pueblo. Tal vez esa mixtura sea su mejor cualidad y, a la vez, el origen de todos los males: él será quien descubra la rentabilidad de la marimba que cultivan los wayúu y, con su habilidad para tratar con unos y otros, armará el negocio de vendérsela a los gringos. Pero como el cine de gángsters nos enseñó, a un rápido ascenso suele seguirle una caída estrepitosa. Aquí los códigos mafiosos se entremezclan con las tradiciones wayúu, y es ahí donde Pájaros de verano se vuelve fascinante. Nos sumergimos en un mundo ancestral, donde la palabra oral es sagrada, los sueños tienen valor de profecías y, gracias a sus dotes chamánicas, algunas mujeres compensan de cierta forma el poder que ostentan los hombres. La tensión entre lo femenino y lo masculino y entre lo material y lo espiritual son otros ejes de conflicto. Pero no hay aquí vicios de antropologismo, didactismo, condescendencia ni idealización. Si bien la cultura wayúu aporta su encanto y es lo que hace de esta película -hablada en esa lengua- una experiencia única, está integrada a la historia con total naturalidad, sin el exasperante pintoresquismo en que a menudo cae el cine que se acerca a los pueblos originarios. Ninguna toma -notable fotografía de David Gallego- ni escena sobran: todas están al servicio de esta tragedia que anticipa a la que unos años más tarde viviría Colombia.
La música de mi vida tiene todo para gustar: ambientación en los años ‘80, música para nostálgicos y una historia de iniciación sobre un adolescente que se encuentra a sí mismo gracias a su amor por Bruce Springsteen. Es una de esas feel-good movies (películas para sentirse bien) simpáticas que caminan por la cornisa de la demagogia y a veces se caen. El guion está basado en un libro autobiográfico del periodista Sarfraz Manzoor sobre su último año de secundario en la -al parecer- poco agraciada ciudad inglesa de Luton. Todo transcurre en 1987, durante el thatcherismo, en plena implementación del programa neoliberal de desmantelamiento del estado de bienestar, con el consiguiente aumento del desempleo, la pobreza y la xenofobia. Aquí vemos cómo los horrores macroeconómicos afectan a los individuos. Javed vive un hogar de inmigrantes paquistaníes, donde el patriarcado es incuestionable, pero la crisis social le pega de lleno a su familia: el padre es uno más de los nuevos desocupados y, entonces, su palabra empieza a perder autoridad. A la par, el chico descubre a ese rockero estadounidense que le dice que seguir el propio camino es posible y se convierte en la banda de sonido de su rebeldía. Una docente que estimula sus dotes literarias y un primer amor completan su despertar. Si el cuento suena remanido y previsible se debe a que sencillamente lo es. Digamos que tiene el espíritu de esas historias que otros escritores británicos como Hanif Kureishi -también hijo de un paquistaní- o Nick Hornby contaron mejor. Pero este es un combo iniciático-musical al ritmo de Springsteen: una docena de canciones de El Jefe -una combinación de grandes éxitos con algunas rarezas- les ponen ritmo a los cuadros musicales que tienen como referencia explícita al clásico de culto Absolute Beginners, de Julien Temple. Como toda la película, esos momentos oscilan entre la gracia y la vergüenza ajena. Dosis de Pet Shop Boys, Level 42, A-Ha, Tiffany y Cutting Crew complementan a Springsteen para alegría de los cuarentones, pero no alcanzan a salvar una historia que se va volviendo cada vez más melosa, hasta terminar empalagando.
Tarde o temprano Dora, la exploradora, una de las series animadas más exitosas de Nickelodeon, iba a tener una adaptación cinematográfica con actores de carne y hueso. Pero Dora y la ciudad perdida toma cierto riesgo, porque no se limita a llevar a la pantalla grande otra más de las aventuras de la niñita, sino que es una suerte de secuela del programa de televisión: ahora Dora y su primo Diego son adolescentes y enfrentan algunos de los problemas típicos de la edad, como la aceptación social. Cierto es que además de una sabelotodo un poco insufrible, esta Dora juvenil (la peruano-estadounidense Isabela Moner) es bastante aniñada. Pero ya no está en su hábitat: los padres la mandan desde su hogar en la selva peruana a Los Ángeles para que vaya a la escuela junto a su primo, al que no ve desde hace diez años. En esta nueva jungla, Dora conocerá a la fauna humana y descubrirá que entre sus múltiples habilidades no se cuenta la de ser popular. Por suerte para ella, la acción se trasladará de nuevo a la selva, donde deberá rescatar a sus padres junto a algunos de sus nuevos compañeros del secundario. La magia de los efectos especiales integra a las peripecias al mono Boots, la mascota de Dora, y a un zorro malicioso. Así, este Indiana Jones para chicos cumple con su cometido: mantener el espíritu didáctico y entretenido de la serie. Con chistes básicos pero efectivos y el suficiente desparpajo como para nunca tomarse demasiado en serio el producto. Y saliéndose de libreto en alguna escena, como un pasaje lisérgico que combina a los actores con los dibujitos.
“Un rabino que no tiene deudas no tiene proyectos”, es el lema de Aarón. Por eso pidió un préstamo de 150 mil dólares para remodelar su sinagoga. El lugar quedó muy bonito, pero estamos en la Argentina: una devaluación inesperada convierte al préstamo en un salvavidas de plomo. Y los acreedores amenazan con rematar el templo. Por eso, después de fracasar en Nueva York, el rabino parte hacia Taiwán para conseguir donaciones que le permitan salvar el edificio. Tiene diez días de plazo. Se supone que el primer largometraje de ficción de Walter Tejblum es una película de personajes: la galería humana que rodea al rabino en Buenos Aires sumada a la fauna que se va cruzando en su periplo por el lejano Oriente. Pero la única de estas criaturas que está bien delineada es el prestamista, Suárez (Carlos Portaluppi); los demás están desdibujados y no terminan de provocar gracia ni ternura. Así, esta comedia agridulce no tiene cimientos que la sostengan y termina siendo una fábula moral insulsa, que nunca justifica el esforzado viaje de Aarón.
Una mujer fuera de contexto, caminando por el desierto vestida de fiesta, de largo y con tacos, como si se hubiese teletransportado hasta ahí. Francisca Acosta está escapando de algo: no sabe hacia dónde se dirige, pero sí adónde no quiere volver. Este deambular sin destino claro empieza como una huida y se va transformando en un viaje espiritual. A Emilia Attias le tocó la difícil tarea de interpretar a esta mujer de pocas palabras y honda desesperación. Sólo nos iremos enterando de quién es a través de sus recuerdos sonoros -la tormentosa evocación de discusiones con su pareja y representante- y esa suerte de diálogos interiores con la espectral presencia de Not (Adriana Salonia), su relacionista pública y community manager. En esa figura está simbolizado todo lo que Fran rechaza: la frivolidad de la fama, el ansia de acumular likes y seguidores en las redes sociales, el esfuerzo de aparentar éxito y felicidad semana tras semana. Filmada en Catamarca, esa provincia tan bella como secreta, lo mejor de La sequía es la fotografía de Diego Gachassin. Esos magníficos escenarios naturales, tan poco aprovechados por el cine argentino, lucen aún más en sus tomas de colores saturados. Es el marco ideal para que transcurra esta historia onírica, con apariciones fantásticas tanto el cielo como en la tierra. Un paisaje casi marciano para que esta estrella de televisión transite su camino de autodescubrimiento. Los estereotipados personajes que se va cruzando en su periplo de tres días reafirman su voluntad de alejarse de las luces de la celebridad y acercarse a una vida más trascendente, en contacto con sus deseos más profundos, de una solemnidad acorde a la de esta película.
Uno de los mejores estrenos de este año fue Beautiful Boy, de Felix Van Groeningen, sobre la lucha de un padre contra la drogadicción de su hijo, mostrando los puntos de vista de ambos En Baldío, Inés de Oliveira Cézar aborda el mismo tema, pero lo traslada a Buenos Aires, enfocado en los padecimientos de una madre que intenta recuperar a su hijo de las garras del paco. Este fue el último trabajo de Mónica Galán, que murió en enero, a los 68 años. Una despedida a la altura de su extensa carrera: se luce como Brisa, una actriz que está rodando una película mientras debe lidiar con la angustia de saber que su hijo está en algún lado quemando los últimos cartuchos de su vida. Basada en una idea de la propia Galán a partir de un caso real, Baldío está filmada en un blanco y negro que acentúa la lobreguez de la situación. ¿Qué se puede hacer con un ser querido que está coqueteando con la muerte, pero no se deja ayudar? Esta historia muestra la impotencia de una mujer que agotó todos los recursos posibles y parece tener que resignarse a esperar la pérdida de su único hijo. Sin la ayuda del padre del chico (Gabriel Corrado), ya golpeó las puertas de todas las instituciones pertinentes y conoce las respuestas: Hilario es mayor de edad, y sin su consentimiento no hay manera de internarlo. “No doy más”, le dice Brisa a una amiga, a punto de derrumbarse tras las sucesivas desapariciones del hijo. Buscarlo por los rincones más sórdidos de la ciudad es desesperante, pero que aparezca puede ser peor: cae en estado calamitoso a la casa de la madre, y ella debe tener la fuerza de voluntad de no dejarlo pasar a menos que él acceda a someterse a un tratamiento. El alivio cómico -tanto para los espectadores como para la protagonista - llega con las peripecias del rodaje en el que está trabajando Brisa. La procesión va por dentro mientras afuera hay un director vanidoso (Rafael Spregelburd), una estrella italiana que no llega, los contratiempos habituales en cualquier producción nacional. Esos problemas laborales que se convierten casi en distracciones divertidas cuando en otros ámbitos se están jugando cuestiones de vida o muerte.