Seres desdibujados La ópera prima de Eduardo Crespo tiene escasos diálogos y muchos silencios. Tan cerca como pueda, la opera prima del entrerriano Eduardo Crespo, es una de esas películas que abundan por estos pagos desde el advenimiento de lo que se conoció como Nuevo Cine Argentino. Es decir: no hay historia sino contemplación, escasos diálogos y muchos silencios. Con un registro de cámara en mano cercano al documental, el filme sigue la vida cotidiana de Daniel, un hombre de mediana edad acosado por las deudas, que se las rebusca para ganarse el mango como constructor en un pueblo del interior. De vez en cuando, esta clase de cine compensa la falta de trama con belleza visual, climas profundos o la revelación de un universo. No es el caso. Aquí asistimos meramente a momentos ínfimos de la vida de un hombre: su relación con su sobrino, que se le instala en la casa y sobrevive con algunas changas, sus visitas a una masajista, el vínculo con su hermana y su sobrina, su intento de tener una relación amorosa. No hay tensión dramática, apenas una leve atmósfera deprimente, producto de la chatura pueblerina, y no mucho más. La película es difícil de asir también por el lado de los personajes: más allá de la ternura que causa un kiosquero que tiene como hobby traducir la Biblia del hebreo antiguo, y su hija con síndrome de Down, que hace unos dibujos encantadores, ninguno provoca empatía, por más que la cámara casi siempre está encima de ellos, a la búsqueda de captar su intimidad. Así, entre estos seres desdibujados, va transcurriendo todo, como agua mansa de un arroyo que no causa daño ni deja huella.
Cárcel de la muerte Los daños y los traumas provocados por la última dictadura son tan profundos y están tan presentes que quizá sea inevitable que el tema siga siendo abordado por la literatura, el teatro, el cine. Pero a tres décadas del regreso de la democracia y después de tantos libros, obras y películas dedicados a la cuestión, el tratamiento no puede ser el mismo que en los ‘80, cuando eran necesarias películas didácticas como La historia oficial o La noche de los lápices. Hace rato que la temática necesita una vuelta de tuerca como la que, por ejemplo, le dio Infancia clandestina. El propósito de Condenado s es mostrar una historia no muy difundida: la de la Unidad 9 de La Plata, donde estuvieron detenidos unos mil militantes de Montoneros y del PRT-ERP. Los militares agruparon en dos pabellones a los presos políticos que consideraban “irrecuperables”: desapareció una treintena de detenidos, familiares y amigos. El director, Carlos Martínez, conoce de primera mano lo que está contando: es uno de los sobrevivientes. Por eso puede mostrar con detalle cómo era la vida cotidiana en el penal (donde se filmó gran parte de la película). Pero la película naufraga porque Martínez eligió el espinoso camino de la ficción pedagógica: así, vemos flojísimas actuaciones de intérpretes atrapados en un guión sin grises, que muestra a militares malvados enfrentados a militantes nobles. Al final se ven escenas reales de los testimonios de los sobrevivientes en el juicio que en 2010 se les hizo a los asesinos y torturadores del penal, así como un homenaje a las víctimas en la Unidad 9. Son imágenes que conmueven y revelan la posibilidad de un registro más apropiado para esta historia: el documental.
Justiciero de verdad El personaje es crítico de las políticas de los Estados Unidos. Cualquier no iniciado en el mundo Marvel imaginaría al Capitán América, a partir de su nombre y su traje, como un personaje chauvinista, propagandista de los valores del más rancio imperialismo estadounidense. Esto dista de la realidad: el Capitán América de las historietas ha sido, en muchas oportunidades, crítico de las políticas llevadas adelante por el país al que representa desde su iconografía. Es lo que sucede en Capitán América y El soldado del invierno, donde Steve Rogers se planta frente a la idea de la guerra preventiva. La cuestión es así: en la agencia S.H.I.E.L.D. están diseñando un armamento capaz de ubicar y liquidar a los enemigos de la democracia en un parpadeo; el razonamiento es que con veinte millones de muertos se puede mantener a salvo a siete mil millones. Pero al Capitán no le gusta el plan. Y actúa en consecuencia. Si Luca Prodan viera a Chris Evans lo calificaría de rubio tarado, pero pese a esa cara de pocas luces, el ex Hombre Antorcha (¿cuántos actores habrán interpretado a dos superhéroes diferentes en tan corto lapso?) vuelve a ratificar que el disfraz de Capitán América no le queda grande. En esta oportunidad cuenta con la ayuda de The Falcon, un ex soldado alado que hace su presentación, y de La Viuda Negra, un personaje con mucho más volumen y desarrollo (y no sólo por el traje ajustado de Scarlett Johansonn) que en Los Vengadores y en Iron Man 2, sus dos anteriores apariciones. Otro que tiene mayor oportunidad de lucimiento es Nick Fury, a cargo del gran Sam L. Jackson. El es el protagonista de la mejor escena de acción de la película, que abunda en persecuciones automovilísticas. También se repite en explicaciones, con flashbacks constantes que pueden marear al que no tenga fresca Capitán América: El primer vengador. Que, dicho sea de paso, era superior a esta secuela, porque contaba los orígenes del protagonista, tenía una atractiva ambientación de época, contaba con Tommy Lee Jones y, sobre todo, con un archienemigo de la talla de Red Skull. Aquí ese rol recae en El soldado del invierno, una suerte de supersoldado como el Capitán América pero diseñado para el mal, que es misterioso y al principio logra provocar miedo, pero va perdiendo peso con el correr de la película.
La ley del deseo A la hora de inscribir a El desconocido del lago dentro de un género, hay que inventar la categoría policial dramático, o drama policial, con la gran virtud de que atrapa tanto por la trama de suspenso como por la humana. Es una película sobre el deseo, la soledad y las relaciones amorosas, con dos ingredientes inusuales: un crimen y una importante dosis de sexo explícito entre hombres. Como en Cruising, aquel filme de William Friedkin de 1980, Alain Guiraudie nos muestra el submundo del levante y el sexo casual homosexual. Pero aquí todo sucede en un bosque y una playa junto a un lago; un hermoso entorno, muy bien fotografiado, que neutraliza la sordidez de la situación. Nada sabemos de los personajes más allá de lo que dicen y hacen en ese lugar, en días de verano que parecen siempre el mismo. En apariencia, nada cambia: la rutina es estacionar el auto, bajar a la playa, desnudarse, y buscar un compañero -o varios- para acostarse en el bosque, a menudo sin haberse dicho ni los nombres. En ese marco, Guiraudie -también autor del guión- va creando un clima propicio para reflexionar sobre los mecanismos del deseo. Y las conclusiones van más allá del mundillo homosexual retratado. Lo que plantea es cómo el deseo puede ser un motor que no se detiene ante nada, ni siquiera cuando el sujeto deseado es inmoral. Y cómo el peligro puede ser un poderoso estímulo; cómo aquél que es inasible y elusivo puede llegar a ejercer una atracción irresistible; cómo el temor a la soledad es el miedo que suele prevalecer por sobre los demás, incluso sobre el temor a la muerte. Es notable cómo todos estos temas, lejos de quedar eclipsados, se potencian por el elemento policial de la película. Que introduce un gran personaje: un desgarbado detective que funciona como la mirada heterosexual cuestionadora de ese submundo gay que hasta el momento del crimen parecía el reino del perfecto hedonismo. Si con La vida de Adèle los heterosexuales aprendimos cómo son las relaciones sexuales entre lesbianas, con El desconocido del lago aprendemos cómo son entre los gays (eso sí: siempre entre gente hermosa; la transgresión todavía no llega al extremo de exponer el sexo entre los feos). Más que narrativo, el objetivo de las largas, excesivas y explícitas -casi pornográficas- escenas eróticas parece ser provocar y derribar definitivamente los tabúes del cine masivo sobre el sexo en general y el sexo gay en particular. La cantidad de órganos masculinos que se ven parece estar diciendo: “¿Ven que no pasa nada por mostrar esto en una película? Es sólo otra parte del cuerpo humano”.
Un enfoque reducido al morbo El motín de Sierra Chica tuvo tantos ribetes cinematográficos que era inevitable que alguna vez se convirtiera en película. Recordemos: en la Semana Santa de 1996, un grupo de presos fracasó en un intento de fuga y terminó tomando el penal de máxima seguridad. Durante los ocho días que duró el motín, los doce cabecillas -conocidos como Los Doce Apóstoles- tuvieron en su poder a una veintena de rehenes, que incluyeron guardiacárceles, pastores evangélicos y una jueza que había entrado a negociar. Y aprovecharon para ajustar cuentas con una banda rival: mataron a otros ocho presos, cuyos restos incineraron en el horno de la cárcel y, supuestamente, también usaron como relleno de empanadas. A partir de estos hechos, Jaime Lozano hace una ficción que no pretende ser un retrato fidedigno de lo que ocurrió, sino una recreación. Pero todo lo que pasó fue tan escabroso, que se necesitaba mucha pericia para no caer en el grotesco. Y en muchos momentos, la película parece un capítulo de Sin condena o alguna otra de esas ficciones berretas de aquel Canal 9 de Romay. Fallan muchas de las actuaciones -con algunas excepciones, como Alberto Ajaka, Luciano Cazaux o Daniel De Vita-, ciertos detalles de ambientación y, sobre todo, el enfoque, que termina reduciéndose al morbo. Sobre todo, alrededor de dos hechos puntuales: el tratamiento que recibió la jueza -con el desarrollo de un síndrome de Estocolmo más la siempre latente posibilidad de una violación- y el momento de las famosas empanadas. La película, sin embargo, es efectiva en la denuncia del comportamiento de las autoridades en todo el asunto: tanto la Justicia, como la Policía Bonaerense y el Servicio Penitenciario aparecen como corresponsables de esta situación puntual y del estado crítico de las cárceles en general, que parece no haberse modificado demasiado desde entonces.
Pueblo chico, crímenes grandes Es muy delgada la línea que divide a los elementos indispensables con los que debe contar una película para inscribirse dentro de un género -en este caso, el policial- del lugar común. Y a menudo queda en cada espectador establecer el límite. Aquí hay, por ejemplo, un pueblo chico con habitantes que saben más de lo que dicen sobre un oscuro suceso del pasado; una policía atormentada y obsesiva, acompañada por un ayudante campechano; una seguidilla de crímenes tan misteriosos como horribles; un jefe/intendente que presiona para cerrar el caso a como dé lugar. Esos son algunos de los numerosos ingredientes con olor a cliché y a producto importado que pueblan La segunda muerte, y que sin embargo cumplen la función de darle carácter y establecer un clima apropiado. Que recuerda al de Wallander por lo escabroso de los asesinatos y el ambiente en el que se desarrolla todo. Y la protagonista: en un elenco de actuaciones desparejas, Agustina Lecouna logra darle credibilidad a esa policía forastera que se impone a sus propios fantasmas y al trato receloso de los pueblerinos para seguir adelante en la pesquisa. Hay que admitir que la historia logra atrapar: es un whodunit con ribetes fantásticos y de terror en el que dan ganas de llegar al final, a ese momento en que la investigadora logra reunir todas las piezas del rompecabezas para tener la explicación -otra transitada marca del género- que aclare todo. La intriga lucha cuerpo a cuerpo con unos cuantos diálogos forzados, una voz en off innecesaria y cambios de tonalidad de la imagen -del color al sepia y el blanco y negro- desconcertantes. Y finalmente logra imponerse a todos esos obstáculos narrativos, aunque la esperada resolución deja algunos cabos sueltos y no termina de estar a la altura de las expectativas creadas.
Narcofarsa mexicana Casi cuatro años después de su estreno en su país de origen, México, llega a la Argentina -¿al calor del furor por El patrón del mal?- El infierno, una de las primeras películas mexicanas en retratar el problema del narcotráfico en ese país. Realizada con fondos de una partida estatal para festejar el Bicentenario de la Independencia mexicana, fue provocadora desde el vamos: en el afiche, al logo “México 2010” de las fiestas se le agregó la leyenda “Nada que celebrar”. Esta ácida reflexión sobre el presente mexicano resultó un éxito de taquilla, ganó numerosos premios y dividió las aguas de la crítica y la opinión pública. Para tocar un tema de semejante dramatismo -un dato: la “narcoguerra” iniciada por el ex presidente Felipe Calderón en diciembre de 2006 ya causó más de 70 mil muertos-, Luis Estrada tuvo el tino de elegir hacerlo en tono de farsa: El infierno es una comedia negra que empieza liviana y a lo largo de sus -excesivas- dos horas y media se va oscureciendo cada vez más. Como suele ocurrir, el humor permite abordar una cuestión que, de otra forma, podría resultar insoportablemente dolorosa. Todo sucede en un pueblo que resulta una metáfora, a pequeña escala, de México: tras veinte años viviendo como ilegal en los Estados Unidos, Benny es deportado y vuelve a su San Miguel Arcángel natal, donde se encuentra con que los narcos controlan todo. Pronto descubrirá que entrar a una de las dos bandas que se disputan el poder es la única forma de ganarse la vida. He ahí una de las hipótesis centrales de la película: la pobreza y la falta de oportunidades son territorio fértil para el narcotráfico. Pero nadie se libra de su sombra: todos los poderes -el político, el eclesiástico, el judicial, el policial- están tomados por el tumor. Para señalar esta cruda realidad, Estrada cae a veces en escenas y diálogos -un subtitulador ahí, por favor- un tanto obvios, pero que no alcanzan a empañar un logrado clima tarantinesco.
A mil por hora El asunto en Need for Speed es la velocidad, pero la película llega tarde: a meses del estreno de Rush, esta queda como un juego de niños. De hecho, es así literalmente: se trata de la adaptación al cine de un videojuego que fue creado en 1994 y, desde entonces, tuvo una veintena de versiones. Para dejarla a salvo de las odiosas comparaciones, habría que protegerla bajo el paraguas de las intenciones y suponer que está destinada a un público infanto-juvenil. Pero al verla, es inevitable no extrañar la rivalidad entre Niki Lauda y James Hunt que tan bien contó Ron Howard. Acá, como no podía ser de otra manera, también hay dos archienemigos. Pero sin matices: son el buenísimo, pobre y noble Tobey (Aaron Paul, el coprotagonista de Breaking Bad) y el malísimo, rico y detestable Dino. Los separa una mujer, un amigo muerto y el ego por demostrar quién es el más rápido. Ese asunto, más otros de índole moral, se dirimirán en la De Leon, algo así como el súmmum de las carreras clandestinas. Su creador, Monarch (Michael Keaton), un excéntrico y demente millonario que transmite la competencia por Internet, es el único personaje interesante, pero sólo hace apariciones fugaces. Es que Need for Speed-dirigida por un ex doble de riesgo, Scott Waugh- es una oda a las picadas callejeras: son divertidas, cool y están organizadas con todo profesionalismo (hasta tienen una avioneta de apoyo). La adrenalina de la película no pasa tanto por ver cómo estos pilotos rompen los velocímetros, sino que lo hacen en calles y rutas, donde no está permitido superar ciertos kilómetros por hora. La gracia es que ponen en riesgo a todo el que pasa por ahí, desde un homeless con su carrito hasta un micro escolar lleno de chicos. Aunque milagrosamente nadie resulta herido más que los corredores, la conclusión es que aquí no hay héroes, sino solo villanos. Por suerte, al final un cartel nos indica que no debemos imitar esas maniobras. O terminaremos como Paul Walker.
La idea (padre) era buena Vince Vaughn donó en su juventud semen a un banco de esperma, y ahora quiere conocer a sus hijos. La idea madre (padre, en realidad) es buena. Tan buena que en la Argentina, hace dos años, se hizo una miniserie, El donante, inspirada en la misma trama: un hombre que en su juventud se ganó unos mangos donando semen a un banco de esperma descubre, veinte años más tarde, que tiene una multitud de hijos porque la empresa hizo uso y abuso de sus fluidos. Exactamente 533, de los cuales 142 recurren a la Justicia para conocer la identidad del prolífico -y anónimo- donante. Una familia numerosa (Delivery Man en el original) es una remake de la canadiense Starbuck -hablada en francés-, con la particularidad de que la versión estadounidense estuvo a cargo del mismo director de la original, Ken Scott. Aquí el protagonista es Vince Vaughn, que, carisma mediante, cumple bien su papel de desastre querible, lo mismo que Chris Pratt, que hace del amigo gamba que intenta sacarlo del lío en que está metido. Los chispeantes diálogos entre ellos son lo más rescatable de una película que empieza a derrapar cuando se toma en serio su delirante punto de partida. El protagonista no puede resistir la curiosidad y quiere conocer a esos 142 jóvenes; los va visitando sin darse a conocer y se transforma en un hada madrina que los ayuda desde las sombras (a todo esto, las madres biológicas y los padres adoptivos no aparecen por ningún lado). Así, la trama se va alejando de la comedia y se acerca a la búsqueda de las lágrimas de emoción. Todo se va poniendo cada vez más sensiblero, tendencia que alcanza su cúspide cuando el fertilísimo hombre tiende su infinito amor a un chico discapacitado. En el camino, entre chistes no demasiado graciosos y un crescendo de gestos conmovedores, hay algunas reflexiones sobre la paternidad, la responsabilidad que implica traer un niño al mundo y más etcéteras, con la políticamente correcta conclusión de que lo mejor, siempre, es apostar a la vida.
Entre el cine y el teatro Nicolás Savignone es médico, cineasta e investigador teatral, y se las ingenia para combinar sus tres vocaciones: lo hizo en el documental Hospital de día (2013), donde retrató a pacientes psiquiátricos en un hospital público, y lo hace en Los desechables, película que no disimula su fuerte espíritu teatral. De hecho, su génesis se remonta a uno de los talleres de entrenamiento para actores y dramaturgos coordinado por Andrea Garrote, y es un producto colectivo del trabajo entre Savignone y los actores. Se compone de cuatro escenas: las tres primeras muestran a tres parejas diferentes en conflicto, con una diversidad de registros, que van desde lo fantástico hasta lo dramático, siempre con un tono cómico general. Cada una de esas situaciones es independiente de las otras, pero en la cuarta, a la manera de las películas corales, hay un intento por unirlas: los tres personajes masculinos resultan ser compañeros de oficina. Este cuarto episodio, con un jefe impiadoso sometiendo a sus subordinados a apremios psicológicos e induciéndolos a la delación, rompe la línea de los anteriores, con una bajada de línea bastante obvia: intenta ser, a la manera de El método Grönholm, una muestra de la máquina de producir miseria y miserables en que puede convertirse una estructura burocrática, en este caso empresarial. En menor o mayor medida, cada una de las escenas logra cierto funcionamiento -las dos primeras son mucho más sugerentes que las dos últimas, llenas de subrayados y guiños al espectador-, pero hay en ellas algo inacabado, como si fueran bosquejos de una obra que no llegó a plasmarse. Lo mismos ocurre con las actuaciones, que son aceptables como ejercicio de un taller teatral, pero trasladadas a la pantalla carecen de la suficiente consistencia para darle verosimilitud y fuerza dramática a una película cuya mayor virtud es la búsqueda de algo nuevo, aunque finalmente no lo encuentre.