Abuelito, dime tú Uno de los principales desafíos de un documental en primera persona es no caer en el regodeo egocéntrico, en el anecdotario privado o en el mero exhibicionismo, e involucrar al espectador en la historia íntima que está contando. Huellas lo logra de principio a fin. Miguel Colombo parte de la curiosidad que le despierta la figura de su abuelo materno, Ludovico, ex militar italiano que en la Segunda Guerra Mundial desertó de las filas del ejército para sumarse a los partisanos, y que en la posguerra recaló en Santiago del Estero con su mujer y sus dos hijas. Con un suspenso que va in crescendo, Colombo viaja a Santiago y a Italia en busca de datos precisos sobre la biografía de su abuelo, para poder procesar una genealogía familiar que tiene varios cabos sueltos. Como piezas de un rompecabezas que se van uniendo, los testimonios, las imágenes de archivo y los fragmentos de un libro escrito por Ludovico van revelando un panorama asombroso, en el que la madre del director juega un papel esencial. La bella música original y los paisajes del noroeste argentino, muy bien fotografiados, le agregan dramatismo y cierto aire de western a una historia tan particular como cautivante.
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Todo por 6 numeritos La boleta cuenta con algunas virtudes infrecuentes en el cine argentino: es ágil, no se toma en serio a sí misma y entretiene. Transcurre en un solo día, con una estructura de cadena en la que un problema lleva a otro, y éste a otro, y así sucesivamente hasta el desenlace. Mientras tanto, van apareciendo personajes secundarios creíbles, algunos queribles, casi todos sólidamente construidos. Pablo (buen trabajo de Damián De Santo) está harto de su jefe, de su falta de dinero, de su ex mujer, de la agresividad de la gente, de la vida. Una ensoñación le revela los seis números que saldrán esa noche en el sorteo del Loto. Todo podría solucionarse como por arte de magia, pero jugar la boleta y, sobre todo, conservarla, resultará una carrera de obstáculos. La opera prima de Andrés Paternostro -un experimentado camarógrafo, director de fotografía y realizador de publicidades, cortos y videos- tiene algún parentesco con el cine de Guy Ritchie y también con De caravana, aquella sorprendente película cordobesa de 2010, por el ritmo y las maravillosas criaturas que la pueblan. Sobre todo tres: Nino (Roly Serrano), un delincuente de poca monta, el todopoderoso Merlín (Claudio Rissi), un Scarface de clase C, y Rocky (Marcelo Mazzarello), un boxeador frustrado. Gracias al acertado casting, ellos son los sostenes de una trama que sucede casi totalmente dentro de una villa, un mundo retratado con cariño. Es una comedia policial que cumple con mantener la cuota de suspenso necesario sin ser solemne ni perder nunca el humor. La cuestión se deshilacha un poco hacia el final, con la aparición de algún heroísmo innecesario y la excesiva pretensión de que todas las historias cierren, pero esto no quita que La boleta sea una grata sorpresa del cine nacional.
Quien mucho abarca... Mafia china, corrupción estatal y manipulación genética de animales son los hilos principales de la trama de Mujer conejo, un policial con ribetes fantásticos que empieza prometiendo, pero va decayendo a medida que el guión da un giro forzado tras otro mientras deja baches indisimulables en el camino. Es una buena idea que parte de la acción transcurra en torno al Barrio Chino, territorio fértil para la ficción: en todas las ciudades en las que hay uno, se trata de un rincón tan familiar -quién no paseó alguna vez por ahí- como misterioso, cercano y lejano a la vez. En éste, el de Buenos Aires, hay un chino joven desaparecido, un chino viejo que oculta algo, inspectores municipales que saben más de lo que dicen y, en el medio, una pareja que debe lidiar con su crisis particular y todo ese lío. Pero a medida de que la película va alejándose geográficamente del Bajo Belgrano, empieza a perder consistencia. El aspecto policial se desdibuja y gana terreno lo fantástico: en lugar de tener un efecto potenciador, la combinación de ambos géneros provoca confusión y diluye la historia. De a poco, todo va virando hacia el cine clase B más bizarro, con la aparición de unos conejos furiosos que dan más risa que miedo. Las animaciones que sirven para dar ese toque sobrenatural no aportan mucho más que cierto respiro visual y, eso sí, la efectiva resolución de las escenas de acción. Las actuaciones tampoco ayudan a sostener la cuestión: Verónica Chen (Vagón fumador, Agua) recurrió a varios no actores -como la bella protagonista, Haien Qiu- para algunos papeles, y esa falta de oficio se nota (aunque no por contraste con los profesionales, como Luciano Cáceres, que tampoco se lucen demasiado). Queda la sensación de que, a partir de un planteo de base interesante, se quiso abarcar demasiado, en lugar de haber aprovechado a fondo todo lo vinculado al atractivo universo argenchino del que proviene la propia Chen.
Machu para turistas El documental de Fernando Martínez se centra en la ciudad sagrada de los incas, Machu Picchu, pero no aporta nada nuevo. Lejos de la época en que era toda una epopeya aventurera, el viaje a Machu Picchu se convirtió en un trillado destino vacacional. La ciudad sagrada de los incas es ahora una meca turística internacional y la foto del Huayna Picchu con las ruinas a sus pies es casi un ícono pop al estilo del Che de Korda. Poco queda por decir de un lugar que, aun así, sigue siendo maravilloso -incluso fue marketineramente consagrado como una de las nuevas siete maravillas del mundo- y motivando documentales, como En busca de la ciudad perdida (estrenado ayer en el Arte Cinema). Agregar algo más sobre Machu Picchu es todo un desafío, y el gran problema de la película de Fernando Martínez es justamente que no aporta nada nuevo. Al contrario: lo que se elige mostrar es todo lo que ya se vio infinidad de veces y que forma parte de cualquier viaje estándar, incluyendo ciertas puestas en escena para turistas (la nena vestida con traje típico sosteniendo una llama en brazos, etc.). Con la voz en off de un locutor que da datos históricos y geográficos básicos, parece más destinada a proyectarse en escuelas que en salas de cine. La calidad de la imagen y del sonido es muy pobre; por momentos, parece el video casero -hecho con mucha dedicación- de unas vacaciones: cada tanto, aparece en primer plano un hombre circunspecto (¿será el propio Martínez?) al estilo del turista que quiere dejar constancia de su presencia en lugares históricos. Mejor, aprovechar los últimos estertores del dólar turístico barato y unirse a las masas que visitan Machu Picchu en carne y hueso.
Un sicario de buen corazón Policial que se destaca por su atmósfera y sus personajes. Los héroes silenciosos son personaje siempre atractivos: hay algo fascinante en esos tipos callados, introvertidos, con escasos vínculos sociales, que parecen nulos para la vida pero son implacables en todo lo que concierne a dar muerte. Y que, pese a vivir del asesinato, tienen buen corazón. El cine ha entregado algunos héroes silenciosos inolvidables, como los cowboys de Clint Eastwood, el samurai urbano de Forest Whitaker enEl camino del samurai, o el sicario ingenuo de Jean Reno enEl perfecto asesino. Marcial (Joaquín Furriel) pertenece a esta especie: no hace preguntas, a duras penas da respuestas, parece estar solo en el mundo y no ser capaz de dar ni recibir afecto. Todo en él está concentrado en cumplir con sumisión: matar. Pero ¿qué pasa cuando a esa maquinaria humana empiezan a brotarle sentimientos y se le ocurre jugar a la casita, con papá, mujer e hija incluidos? Pariente lejano de Una historia violenta (de Cronenberg), ése es el planteo de Un paraíso para los malditos. Alejandro Montiel (codirector deLas hermanas L. y director deExtraños en la noche, entre otras) logra generar el suspenso indispensable para la historia, en un clima que hace que en ningún momento se pierda el interés. Es para discutir si el desenlace está a la altura de las expectativas creadas: queda la sensación de que falta darles una vuelta de tuerca a las interesantes situaciones planteadas; la sensación de que se podría haber arriesgado más. La película trae dos buenas noticias actorales. Una, la reaparición de Alejandro Urdapilleta, últimamente más dedicado a escribir que a actuar. Otra, que para el protagónico femenino no se haya elegido a una cara convencionalmente bonita ni famosa sino a Maricel Alvarez, todo un talento. w
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Amor en la oscuridad Quien vaya a ver María y el Araña debe estar preparado para enfrentarse a una película dura. Porque lo que desde el título, el afiche y los primeros minutos parece la encantadora historia de amor entre dos púberes desamparados, de a poco se va oscureciendo hasta convertirse en un drama de proporciones. No conviene contar en qué consiste ese drama, porque se estaría arruinando uno de los mayores méritos de la directora María Victoria Menis (El cielito, La cámara oscura). Va dando indicios, pistas sutiles de lo que está ocurriendo, de manera que los espectadores quedan totalmente atrapados dentro de la trama. Y, al igual que alguno de los personajes, preferirían que eso que sospechan no fuera verdad. Como tantas producciones nacionales de los últimos años, esta es una película de silencios, gestos y miradas más que de diálogos. Pero, a diferencia de otras, esa austeridad verbal es funcional a una historia. Por supuesto, para que ese mecanismo dé resultado son fundamentales las actuaciones (y la dirección de actores): aquí se lucen la debutante Florencia Salas, Mirella Pascual (recordada por Whisky) y Luciano Suardi (un actor de sólida formación teatral poco aprovechado por el cine). La fotografía (a cargo de Daniel Andrade) es bella, y esto puede ser tanto un halago como una objeción. Las imágenes son, casi casi, demasiado lindas: hasta la villa Rodrigo Bueno y el subte de Buenos Aires parecen lugares con cierto encanto, amigables, dignos de un paseo dominical. A la vez, se comprende que, sin esta estetización, la sordidez invadiría la película hasta hacerla indigerible, y entonces se agradece que la cámara, y Menis, sean capaces de captar belleza en los lugares más oscuros.
Una historia mínima en silla de ruedas Al estilo de Una historia sencilla, de David Lynch, en la que un anciano cruzaba Estados Unidos a bordo de una cortadora de césped, Pies en la tierra es una road movie no convencional sólo por el vehículo que traslada al protagonista: una silla de ruedas. En este caso, el viaje es de un pueblito a otro de Entre Ríos: a partir de la inesperada muerte de su madre, Juan (gran trabajo de Francisco Cataldi), un discapacitado motriz que vive en el delta entrerriano, se larga a buscar a una prima y una sobrina, las únicas parientes que le quedan en un mundo sin celulares ni Internet. El género de las road movies es tan atractivo como transitado: es difícil, a esta altura del partido, encontrarle una vuelta novedosa, y habría que preguntarse si no está agotado. Ya sabemos, por definición, que el protagonista se encontrará con personajes más o menos pintorescos a lo largo del camino, y que, al final del trayecto, su vida habrá cambiado (probablemente para mejor). Pies en la tierra -al igual que Road July, otra película nacional del genéro estrenada este año- no se aparta de esta receta; su mayor originalidad reside en la silla de ruedas. Las comparaciones son odiosas pero, por lo visto, parece improbable que alguna road movie argentina se acerque a Historias mínimas, de Carlos Sorín. De todos modos, el cordobés Mario Pedernera no tiene mayores pretensiones que contar, justamente, una historia mínima, y consigue que su opera prima tenga clima. Aunque unos subtítulos que aclararan esas cerradas dicciones litoraleñas no estarían de más, las actuaciones son, en general, muy buenas, y se destaca la de Carlos Belloso en la piel de un cantante rutero, místico y algo desquiciado que lleva adelante los mejores momentos de la película. También contribuye el verde paisaje entrerriano y el hecho de que, si bien la épica de la historia está basada en la condición del protagonista, no se utilice a la discapacidad como fuente de lágrimas.
Hermanos abrazados Caíto es difícil de clasificar: todo el tiempo oscila entre el documental y la ficción, con el detalle de que el documental es sobre la ficción. Es decir: aquí el making of forma parte de la película. Como en La película del rey, de Carlos Sorín, con la diferencia de que en este caso el detrás de cámaras es “real”. Lo que se narra es una conmovedora muestra de amor fraternal: entusiasmado por su experiencia con el corto Caíto -que en 2004 ganó el premio Georges Méliès- el actor Guillermo Pfening (Nacido y criado, Wakolda, muy pronto en Farsantes) ahora quiere filmar su primer largometraje, otra vez con su hermano Caíto como protagonista, en Marcos Juárez (Córdoba), su ciudad natal. Así, se ven las dificultades y desafíos que aparecen en el camino y, también, el resultado obtenido. Con el dato, para nada menor, de que Caíto padece distrofia muscular de Becker: sin plantear la cuestión explícitamente, la película habla también sobre la inclusión de las personas con discapacidad. Y genera incómodas preguntas al respecto, como cuál es el límite entre solidaridad y condescendencia. Hay momentos más logrados que otros -la ficción es floja-, pero la película tiene algo que atrapa. Puede ser su sinceridad, su imprevisibilidad, su habilidad para no caer en el golpe bajo: la magia está. Como en esa escena en la pileta en la que los actores llegados de Buenos Aires -Romina Ricci, Bárbara Lombardo, Juan Bautista Stagnaro- hacen olas y Caíto flota, libre de impedimentos, feliz.