Para el Día de los Enamorados ¿Qué se puede agregar, a esta altura del partido, a Romeo y Julieta, una de las tragedias más filmadas de todos los tiempos? Probablemente muy poco. El director italiano Carlo Carlei debe haber llegado a esta misma conclusión, porque eligió contar la historia que todos sabemos de manera clásica, sin buscarle alguna de esas forzadas vueltas “actualizadoras”, del estilo de Baz Luhrmann en Romeo + Julieta (1996), con los amantes como miembros de pandillas rivales, vistiendo camperas de cuero, usando piercings, etcétera. El placer de esta película -astutamente estrenada un día antes de ese nuevo chiche del marketing llamado Día de los Enamorados- consiste en repasar el cuento tal cual lo concibió William Shakespeare. Con algunas licencias: el guionista Julian Fellowes adaptó el texto original -con mucho tino y respeto-, y Carlei decidió trasladar los hechos al Renacimiento, de modo de quitarle oscuridad a la historia y agregar riqueza visual a los escenarios y el vestuario. Buena apuesta: uno de los puntos fuertes de la película -filmada en Verona, Mantua y otras ciudades de Italia- es la ambientación. Fastuosos salones de castillos, callejuelas y puentes medievales, la campiña itálica y los ropajes coloridos, contribuyen a hacer esta Romeo y Julieta gozosa para la vista, ideal para los fanáticos de los filmes de época. Carlei logra evitar el empalago, aunque la música de Abel Korzeniowski no lo ayuda: el abuso de violines y cuerdas amenaza con acercar todo al espíritu de una telenovela de la tarde. Lo mismo sucede con algunas de las actuaciones, en un elenco sin grandes figuras. Los protagonistas cumplen -su elección es un acierto en cuanto a su edad y belleza no convencional-, Paul Giamatti y Lesley Manville se lucen como Fray Lorenzo y la Nodriza, pero varios de los personajes secundarios -como los padres de Julieta- hacen agua. Son detalles que le quitan brillo a la película, pero no terminan de opacarla.
Un preso en Libertad La experiencia del cautiverio debe ser una de las más difíciles que puedan tocarle a un ser humano. El uruguayo Jorge Tiscornia la padeció durante doce años, exactamente 4.646 días, en los que estuvo detenido en el Penal de Libertad -oxímoron insólito-, la cárcel más grande de Latinoamérica para presos políticos durante las décadas del ‘70 y ‘80. Entre 1973 y 1985, este ex tupamaro pasó 23 horas diarias en una celda de 3,50 x 2,50, con el único atenuante de tener vista a la puesta del sol en el campo. Como estrategia de supervivencia, ideó una suerte de diario: pequeñas hojas de un calendario prolijamente escrito por él, en las que fue registrando, en clave, los sucesos de cada día. Las visitas, los traslados, las muertes de compañeros, las comidas, los cambios de reglas dispuestos por los militares. Las ocultaba en las suelas de unos zuecos que él mismo había construido. El cineasta José Pedro Charlo pasó ocho años en el mismo penal -junto a Pepe Mujica y tantos otros-, pero no conocía a Tiscornia. Recién cuando se enteró de la historia de los zuecos los asoció con el sonido de pasos que escuchaba desde su celda, y decidió filmar este documental, que cuenta con el testimonio del autor del almanaque y de varios compañeros de militancia presos en las mismas circunstancias. También, con valiosas imágenes de archivo de la liberación de presos en la amnistía del ‘85 y de un juicio militar a tupamaros, entre ellos Tiscornia. Pero la película no es una más sobre los años ‘70, en el sentido de que no se centra en denunciar las atrocidades cometidas por los dictadores ni plantea un debate sobre la lucha armada. Se trata de reflexionar sobre las estrategias posibles para conservar la memoria, el afán del hombre por dejar registro de sus vivencias, su resistencia a que cada día sea exactamente idéntico al anterior y al siguiente. ¿Cómo se sobrevive a un prolongado periodo de encierro? El almanaque brinda una de las respuestas posibles.
Dale, comprame Dentro de esa mina de oro aparentemente inagotable que es el negocio de las películas infantiles, una de las claves es el merchandising . Que, en general, suele invadir jugueterías y casas de comida rápida al calor del éxito de los largometrajes. En este caso se invirtió el proceso, y La gran aventura Lego funciona como una gran publicidad del imperio de muñequitos y ladrillos encastrables que tuvo su origen en Dinamarca en 1934. El gran encanto de la película es que no abusa de las imágenes creadas digitalmente, sino que en buena medida está filmada con la técnica de stop motion , cuadro por cuadro, que permite percibir las texturas y nos hace sentir que estamos ante un producto artesanal, efecto que se realza con el 3D. Casi todo está hecho a partir de los productos Lego: no sólo los edificios y los personajes, sino también el fuego, el agua o los disparos. La historia arranca como una parodia de Matrix: Emmet, un albañil común y corriente que sólo trata de adaptarse a las reglas, resulta ser el Elegido que, de acuerdo a una profecía, salvará al mundo. Así, recorrerá los distintos escenarios Lego -la ciudad, el lejano Oeste, etcétera- con la ayuda de los maestros constructores, genios en el arte de armar cualquier cosa a partir de las piezas encastrables. Ellos son personajes como Batman, Shaquille O’Neal o seres del universo de Harry Potter, El Señor de los Anillos y La Guerra de las Galaxias, siempre leguizados . Una muestra de las variadas alianzas que fue tejiendo la multinacional danesa a lo largo del tiempo. Hay varios mensajes. Basta con decir que el malo es el presidente Negocios, con los gerentes obsesivos y la policía como sus lacayos, y que toda la población está estupidizada consumiendo los programas de televisión y canciones que emiten los medios concentrados de comunicación, tomando café “ridículamente caro” y hablando de deportes. Sobre todo, se elogia a la creatividad en contraposición al excesivo apego a las instrucciones (el deber ser social). Pero, en definitiva, lo que más estimula la película es el deseo de consumir todo tipo de productos Lego.
Dos colosos en declive Pareciera que a cierta edad, a actores tan icónicos como Robert De Niro y Sylvester Stallone, que -sin entrar en comparaciones- marcaron toda una época del cine de Hollywood, no les quedara otra que reírse de sí mismos y de los personajes que los volvieron inmortales. Como para sacudirse un poco el bronce y resarcirse de haber caído tantas veces en la autocaricatura (sin ir más lejos, ver al mafioso de De Niro en Escándalo americano). Así, uno tuvo, por ejemplo, su Analízame; y el otro, la saga Los indestructibles y Escape imposible. Si en esta última, Stallone enfrentaba a Arnold Schwarzenegger, su archirrival en el cine de acción de los ‘80, ahora le toca chocar contra el otro gran boxeador de la pantalla grande. El atractivo de Ajuste de cuentas es ver la pelea que jamás sucedió: Rocky Balboa vs. Jake “ Toro salvaje ” La Motta. Un Alien vs Predator o Freddy vs. Jason, sólo que al borde del geriátrico . Esa es la carga intertextual de la película, porque aquí no están Rocky ni La Motta, sino dos grandes boxeadores de Pittsburgh, Razor Sharp y The Kid McDonnen, archirrivales décadas atrás, que pelearon dos veces -dos “peleas del siglo”- con un triunfo para cada uno. Les quedó pendiente el desempate, y ahora, en la tercera edad, se proponen tenerlo. El director, Peter Segal (responsable de la película del Superagente 86 con Steve Carell, y varias de Adam Sandler), tiene cancha para la comedia: algunos gags son los momentos más logrados. Tuvo cuidado en no caer en la burla o la parodia, de modo que estos boxeadores casi septuagenarios resultan creíbles (aun con esa máscara de goma que Stallone tiene por cara). Tampoco cayó en la tentación de las citas: hay un par de guiños a Rocky y no mucho más. Los problemas aparecen cuando la cuestión va por el lado dramático. Algunos conflictos son forzados e innecesarios, y hacen que a la película le sobren por lo menos veinte minutos. La parte “seria” provoca el brote de muchos clichés hollywoodenses: personajes chantas que se redimen, personajes buenos que triunfan, un encantador niño que tiene ocho años y parece de 22... Eso sí: durante los créditos finales hay una sorpresa que vale la pena esperar.
Un asunto capilar Néstor Montalbano fue parte de varios de los mejores programas de televisión que se vieron de los ‘90 para acá: dirigió De la cabeza, Cha cha cha y Todo X 2$, que -sin exagerar- cambiaron la manera de hacer humor en la Argentina. Su sello: el absurdo y los personajes bizarros, marcas distintivas que pudieron encontrarse también, con mucha menos efectividad, en algunos de sus largometrajes, como Soy tu aventura o Pájaros volando. Y que son ingredientes necesarios de Por un puñado de pelos, pero no suficientes para hacer funcionar a esta película (que tiene guión de Damián Dreizik, otro renovador del humor nacional desde aquellos días de Los Melli). Aquí hay unas cuantas buenas ideas: alguna vez alguien tenía que hacer actuar al Pibe Valderrama, dueño quizá del look más increíble de la historia del fútbol. Y qué mejor papel para el colombiano que el de alcalde corrupto de un pueblo bendecido por unas aguas que hacen crecer el pelo. Otra presencia interesante a priori era la de Rubén Rada, como uno de los lugareños peludos que se resisten a que un ambicioso semicalvo citadino (Nicolás Vázquez) explote el lugar. Esta historia, con aires de western capilarmente incorrecto, está bien planteada y parece terreno fértil para una comedia efectiva, pero algo falla. Las situaciones no resultan lo suficientemente graciosas y, así, todo va perdiendo ritmo. O quizás haya que plantearlo a la inversa: la falta de ritmo es lo que quita la comicidad. Y ninguna de las actuaciones logra hacer olvidar estos baches: en su debut, el Pibe salva la ropa, Rada está demasiado contenido y Vázquez no consigue esquivar la sobreactuación. Hay un falso Luis Miguel que brinda los mejores momentos, y un chanchito peludo que todos quisiéramos como mascota. Pero de a poco, todo va poniéndose cada vez más grotesco en el mal sentido de la palabra: hay escenas que son bizarras adrede pero, despojadas de mayor gracia, parecen serlo a su pesar. Y lo peor es cuando, hacia el final, la película se toma en serio a sí misma e intenta darnos una moraleja anticapitalista, resumida en algo así como que “no todo tiene precio”. No era necesario.
¿La vida está acá o en otra parte? Inés Estévez y Guillermo Francella se lucen como la esposa y el mejor amigo de un hombre que desaparece de un día para el otro, dejándolos con la duda de cómo seguir adelante. Gran parte de la filmografía de Daniel Burman -títulos como El abrazo partido, Derecho de familia, El nido vacío- está abocada a un costumbrismo de clase media porteña, con el foco puesto en los vínculos interpersonales, sobre todo familiares. Suelen ser películas amables, agradables, que no bajan de cierto piso de calidad -para decirlo en términos escolares: no menos de 7 puntos-, aunque difícilmente conmocionen. El misterio de la felicidad se inscribe en esa línea, esta vez con la amistad y la dialéctica rutina vs. sueños como principales temáticas. En la lograda primera secuencia, se nos presenta lo que parece la amistad ideal: almas gemelas, Santiago (Guillermo Francella) y Eugenio (Fabián Arenillas) son socios en una pequeña empresa y comparten la mayoría de sus actividades, laborales y recreativas. Tienen una simbiosis total, hasta que los ojos de Eugenio muestran que para él quizá la vida esté en otra parte. Un día desaparece sin dejar rastros, y quien por fuerza toma su lugar es su esposa, Laura (Inés Estévez), casi más preocupada por el destino del negocio que por el de su marido. La dupla de los dos “viudos” (Estévez-Francella) funciona a la perfección. En su regreso a la actuación luego de nueve años de un retiro exageradamente anunciado, ella muestra que no perdió el talento y compone con maestría a una de esas neuróticas queribles que son la especialidad de Valeria Bertuccelli. Francella sigue embarcado en esa búsqueda que empezó con El secreto de sus ojos y, manteniéndoles la rienda corta a sus tics, le da sustancia a su hombre abandonado. Que los fanáticos del Francella televisivo no lo busquen, porque no lo encontrarán (y que tampoco nadie espere una comedia para reír a carcajadas). Ellos sostienen una película que, llegado cierto punto, se queda sin conflicto. Los diferentes nudos -la desaparición, la tensión entre Laura y Santiago, los límites entre amistad y amor, la hipotética infidelidad, la venta de la empresa- quedan en insinuaciones o se van desatando sin mayores sobresaltos. Pareciera haber tanto empeño en no inquietar al espectador que la acción va perdiendo fuerza hasta dejar a todo el mundo tranquilo y contento, pero extrañando un poco más de riesgo.
Infancia idealizada La presencia de Agnès Jaoui es lo rescatable de esta comedia sobre una hija única. ¿A quién no le gustan las películas sobre la infancia, esa etapa de la vida tan a menudo idealizada? La sola presencia de niños suele otorgarle al cine un automático toque de ternura y una frescura inusual. El problema es cuando esa ternura no aparece naturalmente (o sin que se note el artificio), sino que es buscada y provocada una y otra vez, hasta el empalago. Eso es lo que ocurre con Pequeñas diferencias -la traducción del título original es Viento en mis pantorrillas-, cuyos personajes y situaciones son tan, pero tan encantadores, que terminan exasperando. La historia transcurre durante un año (1981) en la vida de Rachel, una conflictuada nena de ocho años que es hija única de un padre semi ausente, sobreviviente de Auschwitz, y de una madre tan neurótica como progre: cocina sano, considera a Barbie casi una mala palabra, es capaz de darle a su niña como regalo de cumpleaños un bono para ayudar a algún africanito famélico. Para colmo, Rachel comparte cuarto con su depresiva abuela. El panorama mejorará cuando en su nueva escuela conozca a Valérie, una pequeña zarpada que viene de un hogar menos rígido y más divertido, comandado por una joven madre soltera que da todas las libertades habidas y por haber. Es una reflexión un tanto básica sobre la educación: la moraleja es que padres esquemáticos, por más bienintencionados que sean, pueden cargar a sus hijos con sus angustias hasta apagarles las ganas de vivir; en cambio, padres ligeros criarán niños alegres. Hay que admitirlo: las nenas son divinas, Agnès Jaoui tiene tanta gracia como siempre, y, por momentos, la atmósfera de la película es, efectivamente, cálida y simpática. Pero ¿hacía falta esa musiquita para subrayar la ternura? ¿Era necesario que todos los personajes formaran una querible pandilla de locos lindos? ¿La única forma de atenuar tanta dulzura era con un sopapo amargo? La respuesta es no.
Entre la fantasía y la realidad Visiones empieza bastante auspiciosamente: una falsa adivina (buen trabajo de Roxana Randón, la madre de Leo Sbaraglia) recluta a un chico de la calle que, con el tiempo, crecerá hasta transformarse en un Don Juan con sus encantos al servicio de las estafas de su socia. Es un vínculo por conveniencia: parecen no quererse ni respetarse, pero se necesitan. Todo cambiará cuando, al estilo del personaje de Whoopi Goldberg en Ghost, la impostora note que realmente tiene poderes extrasensoriales. Con este descubrimiento, la película irá perdiendo el clima logrado hasta ese punto y empezará a hacerse cada vez más confusa, al punto de resultar, por momentos, involuntariamente cómica. “Estoy viviendo un día un poco repetitivo”, rezonga el personaje de Randón. Tiene razón: en su afán por explorar una suerte de teoría de los mundos paralelos, el guión cae en un tramposo juego de cajas chinas y se vuelve reiterativo. De movida suena interesante, al estilo de la colección de libros Elige tu propia aventura, el planteo de poder volver unas páginas -en este caso, fotogramas- atrás para ver qué habría pasado si el personaje hubiera tomado otras decisiones que las que tomó. Pero aquí el recurso está sobreexplotado: hay una visión dentro de otra y dentro de otra visión, hasta que ya no sabemos qué es real y qué es parte de la percepción de la tarotista.
Cuando ser princesa es doloroso ¿Quiénes son Ana y Mía? Recién al promediar la película se confirman las sospechas, así que si alguien prefiere la sorpresa de enterarse frente a la pantalla del cine, mejor que deje de leer estas líneas. El documental retrata la vida cotidiana de cuatro mujeres que, en principio, tienen un punto en común: la frecuentación de páginas de Internet y chats en los que se menciona insistentemente a Ana y a Mía y se dan consejos para llegar a convertirse en “princesas”. De a poco, vamos entendiendo que Ana es un eufemismo para la anorexia y las anoréxicas, y Mía, para la bulimia y las bulímicas. Uno de los puntos fuertes de Diario de Ana y Mía es que los casos que muestra son variados a nivel etario y social: hay dos adolescentes y dos adultas, de clase media baja y media alta. Todas son conscientes de su enfermedad y tratan de sobrellevarla lo mejor posible mientras intentan seguir adelante con sus actividades cotidianas. Ellas son las únicas que hablan: no hay relato en off ni palabras de especialistas. El objetivo, logrado, es darles voz a enfermas que en general sufren en silencio, por vergüenza y ocultamiento o por lo difícil que suele resultar detectar los trastornos alimenticios. Su único canal de desahogo, cuentan, son los mencionados sitios de Internet, que suelen hacer apología de la delgadez y las dietas extremas. Páginas que sugieren que, para reconocerse entre sí en la calle, las seguidoras usen una pulsera roja o morada según sean Ana o Mía. Un submundo desconocido, que el documental revela mostrando capturas de las páginas y de los díálogos virtuales, pero sin profundizar. La película nos deja con curiosidad y ganas de saber más acerca de esos sitios y sus creadoras, sobre todo cuando, después de una hora de película, el retrato de las cuatro protagonistas se vuelve un tanto repetitivo.
Historias de familia La premisa inicial de Un lugar para el amor es mostrar el amor desde tres puntos de vista diferentes, los de tres integrantes de una familia tipo (evitemos el adjetivo disfuncional: ¿qué familia no lo es?). El del padre, un hombre maduro que ha sido abandonado por la madre de sus hijos y no consigue dar vuelta la página; el del hijo menor, un adolescente virgen, tímido y romántico en busca de su primer amor; y el de la hija mayor, una adolescente superada que descree del romanticismo y va directo al grano: el sexo. Los tres son escritores -su apellido es un homenaje: Borgens- o en vías de serlo: el padre, ya consagrado; los hijos, aspirantes a seguir sus pasos. El planteo, del estilo Historias de familia, mezcla de comedia romántica y película con adolescentes, es atractivo. Si a esto le sumamos un director debutante y cierta pátina de cine independiente estadounidense, está todo dado para pasar una agradable hora y media. Y, en efecto, una parte resulta placentera. Hay diálogos agudos (“sos un gran escritor, no gastes tu imaginación en mí”), chistes efectivos (“hoy te ves inusualmente animado, ¿descubriste los antidepresivos?”), situaciones bien presentadas, una excelente banda de sonido (Josh Boone, el director, trabajó en una disquería durante años y dirigió un sitio de crítica musical), buenos actores (sobre todo Greg Kinnear, el padre), continuas referencias literarias -se cita a Flannery O’Connor, Raymond Carver, Stephen King, y la lista sigue-, y fuertes personajes femeninos: ellas tienen la sartén por el mango y son las que empiezan y terminan los romances. Pero... A los 40 minutos, la cuestión empieza a ponerse empalagosa. Van apareciendo algún que otro golpe bajo, lugares comunes made in Hollywood, previsibilidad, demasiada camaradería familiar, demasiado espíritu navideño y del Día de Acción de Gracias. Y ahí, agazapado en un rincón oscuro, amenaza el temible fantasma del Final Feliz Para Todos...