Con el auge de las ferias y los circuitos de galerías, el imaginario puede asociar al mundillo del arte actual con glamorosos vernissages, celebridades con copas de vino caro en mano y precios exorbitantes. Apenas la punta de un iceberg formado por artistas anónimos que, puertas adentro, crean sin mayores expectativas de que alguna vez sus pinturas vean la luz. Uno de ellos es Marcos, empleado de una estación de servicio en un paraje desolado de Córdoba, que alguna vez fue un militante en la clandestinidad y ahora, entrando en la tercera edad, es un pintor clandestino. Su soledad se verá acompañada por la de Luis, un chico de la calle que irrumpe en su casa con intenciones de robar. Paula Markovitch narra este vínculo casi prescindiendo de los diálogos, con una inquieta cámara en mano centrada en las acciones de los personajes. Un tono seco, de observación, emparentado al cine social de los hermanos Dardenne, registra a estos dos marginales que encuentran en el arte un puente de comunicación, una ventana que ilumine la oscuridad de sus días.
Eutanasia canina, alcoholismo, una madre abandónica, violencia de género, cáncer. Este dramón apunta con munición gruesa al corazón y los lagrimales del público... y falla. Y tampoco seduce por el lado zoológico. ¿Es posible que una película protagonizada por perros no cautive ni a los canófilos más fanáticos? Es posible. El esquema es el mismo de la entrega de 2017, dirigida por Lasse Hallström. El alma de un perro va reencarnando de cuadrúpedo en cuadrúpedo y siempre con un mismo propósito: en este caso, la protección de CJ, nieta de Ethan, el mismo personaje que el inoxidable Dennis Quaid hizo en la primera. Así, los caminos de estos animales se cruzan con el de la chica en las distintas etapas de su vida, y siempre actúan como ángeles de la guardia. Se trata de cuatro canes de raza, entrenados para hacer las más adorables morisquetas. Pero el encanto que podrían tener estos ejemplares de publicidad de Royal Canin se desvanece por culpa del recurso que debería darle gracia a la película: una exasperante voz en off (a cargo de Josh Gad) que, en primera persona, nos va contando los razonamientos perrunos. Mientras, los seres humanos van tejiendo una historia minada por los golpes bajos más variados, con diálogos de culebrón y alguna que otra frase edificante. Los mejores amigos del hombre se merecían algo mejor.
“Somos como mariposas que revolotean por un día y piensan que es para siempre”. A alguien -tal vez a la directora, Ry Russo-Young- se le ocurrió que no había nada mejor que una cita de Carl Sagan ilustrada con imágenes del universo para darle, ya de entrada, una pátina de profundidad a esta clásica historia de chico-conoce-a-chica destinada a ese segmento del público que el mercado denomina “adultos jóvenes”. Pero ese intento de trascendencia – y todos los que le siguen- son tan vanos como los esfuerzos por lograr que este romance conmueva. Daniel y Natasha tienen mucho en común: bonitos, están saliendo de la adolescencia y son hijos de inmigrantes. Y ambos son buenos chicos a punto de cometer su primer acto de rebeldía. Él, contra el mandato de ser médico que le impusieron sus formales padres surcoreanos. Ella, contra la resignación de los suyos -jamaicanos, igual que ella- a ser deportados a pesar de llevar nueve años viviendo en Estados Unidos. Se conocen en la calle un día antes de que se concrete esa expulsión. Así se desarrolla esta versión lavada y neoyorquina de Antes que anochezca. Mientras recorren puntos tan estratégicos como trillados de Nueva York -el teatro Apollo, Chinatown, Roosevelt Island, más tomas del Empire State o la Estatua de la Libertad-, los diálogos buscan espesor con el contrapunto entre el cientificismo de ella, la futura astrónoma descreída del amor y del destino, y el romanticismo incurable de él, el aspirante a poeta. En el medio hay algunos desencuentros forzados, filosofía barata y clips que explican desde la teoría del multiverso hasta por qué los surcoreanos son especialistas en pelucas para negros (gran dato). Más un discurso proamericano apenas disfrazado bajo el velo progresista de crítica a la dura política migratoria de la administración Trump. Sólo el carisma de los protagonistas hace soportable el bombardeo de consignas de autoayuda del estilo de “Abrí tu corazón al destino”. La segunda parte de la frase sería “y cerrá los ojos a películas como esta”.
No es novedad que las remakes son una de las medicinas que la industria del cine encontró contra la pandemia de escasez de ideas, y la ola feminista abrió una nueva veta para el oportunismo: contar las mismas viejas historias pero en clave femenina. Ocurrió, por citar un par de ejemplos, con Cazafantasmas y Ocean's 8. Y ahora con Maestras del engaño. En rigor, es una fotocopia de fotocopia: se trata de una versión de Dos pícaros sinvergüenzas, que, a su vez, era una versión de Bedtime Story. Sólo que los papeles que en el filme de 1988 interpretaron Michael Caine y Steve Martin y en el de 1964, Marlon Brando y David Niven, ahora recaen sobre Anne Hathaway y Rebel Wilson. La primera es una estafadora profesional que opera en un pueblo de la Costa Azul y ve invadido su coto de caza por el inesperado aterrizaje de la segunda, una competidora a la que intentará sacarse de encima de todos los modos posibles. Son la gorda y la flaca, y la pareja dispareja funciona: difícil encontrar dos personajes más opuestos en cuerpo y alma. Hathaway se luce como una dama refinada, de múltiples recursos para la mentira, sin abandonar nunca la elegancia. Wilson es menos graciosa porque le toca el trazo más grueso y grotesco. En este punto, la película se contradice a sí misma predicando una corrección política que no aplica, como si nos dijera: aceptemos todos los cuerpos femeninos, pero que la obesa haga de bruta y torpe. Tal vez sea inevitable seguir la lógica del physique du rôle, pero entonces mejor ahorrar los discursos culposos. Pese a un par de escenas ramplonas, prevalece el espíritu del humor inocente -a veces infantil- de los años ’60, con menor efectividad a medida que van pasando los minutos. Con el añadido de algunas líneas de feminismo tribunero -que tanto abunda en el cine por estos días- como “Los hombres nunca aceptarán que una mujer es más inteligente que ellos. Las mujeres estafan mejor porque las subestiman”. Pero los subestimados con este tipo de frases son los espectadores.
Olavi es un viejo galerista de Helsinki siempre atento a descubrir joyas artísticas en subastas para revender en su local. Un día cree estar ante el mayor negocio de su vida: se remata un cuadro anónimo que él le atribuye a un gran maestro ruso y por el que podría obtener una pequeña fortuna. Mientras investiga los asideros de su teoría, reaparecen en su vida su única hija y su nieto, con quienes casi no tiene vínculo. El artista anónimo transita entre el suspenso y el drama. Por un lado, cautiva con su inmersión en el mundillo de las subastas y los comerciantes de arte (llamar marchand a este dueño de un negocio de barrio tal vez sería demasiado pomposo). La película también atrapa con toda la intriga que rodea a ese retrato de un hombre con barba: ¿será una joya desconocida del célebre pintor Iliá Repin o se tratará de una obra más entre tantas? ¿Alguien más comparte las sospechas de Olavi? Pero el finlandés Klaus Härö no quiere limitarse a contar un misterio, sino también hablar de la oportunidad de revancha profesional para un hombre que ve cómo se acerca el final de su vida activa sin grandes logros y con alguna penuria financiera. Antes de jubilarse, el arte puede salvar no sólo su economía, sino también su orgullo y más aún, su vida familiar: casi a su pesar, los cuadros pueden funcionar como un vehículo de acercamiento a ese nieto adolescente al que nunca quiso tratar. La narración se mantiene a flote en tanto y en cuanto es seca, fría y distante como su protagonista. Y se pincha cuando Härö -algo parecido a lo que le ocurría en El esgrimista, de 2015- traiciona el carácter de Olavi para ceder a la tentación de arrancar lágrimas de los ojos del público dándole a la historia una previsible y empalagosa emotividad.
Ya pocos recuerdan al Pokémon Go, pero durante 2016 hubo unos meses en los que era probable chocarse por las calles con entes abstraídos del entorno, embobados por la posibilidad de cazar a través de su celular a uno de los esquivos Pokémon que andaban sueltos por ahí. Esa fiebre mundial por el juego de realidad aumentada fue la que despertó el interés de los grandes estudios por esta franquicia creada en 1995 por el japonés Satoshi Tajiri: así se llegó a esta Detective Pikachu, la primera película de acción real de Pokémon después de 22 filmes animados y más de mil episodios del animé. El vínculo con el mundo virtual va más allá de la aplicación: el guión está inspirado en elementos del videojuego homónimo lanzado en 2016 por Nintendo. Todo transcurre en Ryme City, una ciudad donde humanos y Pokémon conviven en paz, a menudo en relación de amo-mascota. Hasta ahí llega Tim, un veinteañero que alguna vez fue entrenador de Pokémon, a raíz de la supuesta muerte de su padre policía. Pero cuando se dispone a vaciar el departamento paterno se encuentra con un Pikachu parlante -sólo Tim lo entiende- que le dice que su padre vive, y juntos se ponen a investigar. No hay dudas de que lo mejor de la película son las criaturas animadas, al punto de que los seres humanos parecen sobrar. Dentro de la surtida galería de Pokémon -se ven, aunque sea en cameo, unos sesenta-, los más queribles son los protagónicos, Pikachu y Psyduck. Quienes vean la versión subtitulada oirán a Ryan Reynolds poniéndole una cuota de gracia a este Pikachu parlanchín. El resto es pura pirotecnia visual para realzar un refrito confuso, no demasiado atrapante y poco recomendable para mayores de doce. Después de todo, tal vez la cacería callejera de Pokémon fuera un mejor plan.
El sonido de los tulipanes es una de esas películas en las que casi nada funciona. Intenta ser un policial con resonancias de la historia y la política argentina pero choca contra un muro de lugares comunes, malas actuaciones y escenas de acción que causan gracia. Pablo Rago es Marcelo, un periodista de investigación peleado con el mundo. Un de sus vínculos complicados es con su padre (Roberto Carnaghi). Cuando el viejo muere, deja un misterio que involucra a una misteriosa organización, y Marcelo no tendrá más remedio que intentar resolverlo. Mezcla entre el antiguo estereotipo del periodista bohemio y un detective de novela negra, Marcelo toma de una petaca, suele dormir en su oficina y es un seductor. En su vida no pueden faltar las apariciones de una mujer fatal (Calu Rivero) y de un villano siniestro (Gerardo Romano). Poco puede hacer el elenco con un guion que pretende decir verdades y termina siendo una confusión cargada de frases huecas que equivalen a lo que puede repetir cualquier indignado hijo de vecino: “¡Qué barbaridad, todo está podrido!”.
Una localidad balnearia de la costa atlántica bonaerense fuera de temporada: en este escenario caro a los afectos de tantos jóvenes cineastas argentinos transcurre Los miembros de la familia. Pero si bien se inscribe en esa tradición de historias mínimas protagonizadas por personajes con cierto grado de apatía, el segundo largometraje de Mateo Bendesky se despega de esa genealogía esquivando la solemnidad y apelando a un sutil sentido del humor. Los que llegan a una invernal casita cercana a la playa son Gilda y Lucas, que emprendieron el viaje para cumplir con la última voluntad de su fallecida madre: que sus restos sean arrojados al mar. Pero una huelga de transportes los obliga a permanecer anclados en ese lugar por tiempo indeterminado. Una situación por demás incómoda, porque entre ellos dos el vínculo está roto y ahora estarán obligados a reconstruirlo. Y porque en esa casa flota el fantasma de una muerte trágica. Una de las virtudes de la película es que poco de lo que les sucedió a este adolescente y su hermana mayor está verbalizado: casi nada se explica, sino que tenemos que ir deduciéndolo o imaginándolo. Y como entre sí son poco más que extraños, van descubriéndose uno a otro -y a sí mismos- al mismo tiempo que los espectadores. La intriga no sólo es cuál es el pasado de esta dupla sino, en definitiva, quiénes son. Algo que ni ellos mismos saben. Este viaje de autoconocimiento -se trata, al fin y al cabo, de una historia de iniciación- está enriquecido por elementos que le dan vuelo a la gris cotidianidad. Las escenas oníricas de Lucas, el esoterismo de Gilda y algunos jugueteos con la tecnología son los condimentos que le dan un sabor diferente, menos convencional, a las peripecias de los hermanos. El humor -negro, absurdo, seco- surge tanto de la extrañeza de esos elementos como por la incomodidad de los personajes, que nunca pisan sobre seguro. Se mueven en un terreno donde nada está garantizado, ni siquiera los lazos familiares.
Ganadora del Premio Especial del Jurado en la Competencia Internacional del último Bafici y del premio a la mejor Dirección en el Festival de Sundance 2019, Los tiburones se estrena precedida por un aura de prestigio capaz de generar expectativas desmedidas. Porque la opera prima de la uruguaya Lucía Garibaldi no es ni más ni menos que una sencilla historia de iniciación. La protagonista es Rosina (la debutante Romina Bentancur), una quinceañera que vive con sus padres, su hermanito y su también adolescente hermana en un pueblo de la costa atlántica uruguaya. Falta poco para el comienzo de la temporada estival y la supuesta presencia de tiburones en las aguas del balneario tiene en vilo a la comunidad local, que teme que los escualos espanten a los turistas y arruinen su principal fuente de ingresos. Uno de los varios elementos de esta historia que se prestan a una lectura alegórica. Esa inquietud externa coincide con la agitación interior de Rosina: pese a que su lenguaje corporal no expresa demasiado, su accionar indica que está dispuesta a hacer cualquier cosa por cumplir sus pulsiones, ya sean amorosas, vindicativas o meramente caprichosas. En pleno despertar sexual, el aguijón del deseo la lleva por caminos sinuosos hacia el objetivo: Joselo, un empleado de su padre que le lleva algunos años. Algún que otro diálogo tarantinesco (como uno acerca de la conveniencia de recurrir al alcohol para afrontar un tatuaje) y una descarnada escena de sexo, opuesta a las artificiales convenciones hollywoodenses, son los mojones que marcan el tono liviano pero cargado de empatía de Los tiburones. Si hay algo que logra la película es retratar la confusión y la sensación de soledad que suele reinar en la adolescencia. Ante la indiferencia de sus padres, demasiado ocupados en llegar a fin de mes, y la arquetípica rivalidad con su hermana mayor, Rosina trata de encontrar su lugar en un mundo que no parece prestarle la atención que necesita.
Es probable que quienes hayan apreciado Yo, Tonya disfruten de Luchando con mi familia, que está un par de escalones por debajo pero igual vale la pena. Ambas ficciones están basadas en biografías de una deportista real, se inspiraron en documentales y hacen una alquimia de comedia y drama con un tono liviano, no exento de acidez. Aquí la retratada es Saraya-Jade Bevis, más conocida como Paige en el mundo de la lucha libre. Ella ostenta el récord de haberse convertido, a los 21 años, en la campeona más joven de la WWE, una de las empresas organizadoras de este Titanes en el ring hiperprofesionalizado. Pero la gracia de su historia está en sus orígenes: Paige proviene de una pintoresca estirpe británica de luchadores. De ahí el doble sentido del título. Paige creció combatiendo en la WAW, la empresa británica manejada por su familia, entrenada por sus padres y subiendo al ring con ellos y uno de sus hermanos. Pero para poder cruzar el charco y hacer su propia carrera en las grandes ligas estadounidenses, tuvo que sobreponerse a las expectativas y presiones de los suyos. Al menos, ésa es la versión que cuenta esta ficción ideada y producida por Dwayne Johnson. Que, como es sabido, antes de ser el actor mejor pago de Hollywood fue una estrella de la lucha libre bajo el alias por el que aún se lo conoce: The Rock. El gigante -aquí cumple con un par de intervenciones haciendo de sí mismo- tuvo la astucia de convocar como director y guionista a Stephen Merchant, su compañero de elenco en Hada por accidente y socio creativo de Ricky Gervais en series como Extras, The Office o Life’s Too Short. Lo que salva a esta película de convertirse en otra historia de superación hollywoodense más es ese sentido del humor británico. Que se apoya en intérpretes brillantes, empezando por la protagonista, Florence Pugh, y siguiendo por Nick Frost (el padre), Jack Lowden (el hermano) y Lena Headey (la madre, un papel opuesto a su Cersei de Game of Thrones). Así, los clichés épicos no logran arruinar este viaje al mundo de la lucha.