No es lo mismo ver una foto en una película que en un álbum, una galería o un portarretratos. En los segundos casos, uno controla el tiempo -los minutos u horas- que le dedica a la contemplación, como pasa con la pintura. Algo de esto nos dice Roland Barthes, en su libro Cámara Lúcida, cuando nos explica que, para que algo en una foto nos lastime o nos penetre -algún detalle que solo nosotros notamos y que nos obsesiona, lo que él llama el punctum, que está más allá de todo sentido social e histórico- tenemos que contar con la posibilidad de abandonar la imagen, mirar hacia otro lado o cerrar los ojos, y luego volver a ella. Por eso, dice el autor, este proceso no puede replicarse en el cine, porque la imagen cambia en cada momento. Ahora bien, hoy sabemos que estaba equivocado. La teoría cinematográfica, desde entonces, recogió el concepto barthesiano y lo convirtió en un cliché (un buen ejemplo lo encontramos en el libro Cinefilia e Historia, de Christian Keathley). Resulta que, en el cine, el punctum nos interpela igual, a pesar de la fugacidad del medio. Pero, eso sí, lo perdemos de vista rápidamente. Digo todo esto porque el nuevo film de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, La Sal de la Tierra, juega precisamente con las distancias entre cine y fotografía. Gran parte del metraje está compuesto por la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado (padre de Juliano), quien también acompaña y contextualiza las imágenes con su narración. El resultado evoca a otros films que hilvanan una sucesión de fotos o se detienen en una sola, desde La Jetée de Chris Marker hasta Letter to Jane de Godard y Gorin. De todos modos, en este caso, también apreciamos algunas filmaciones, tanto de Wenders como de Juliano. Pero lo más memorable, sin duda, sigue siendo el trabajo de Sebastião, sus recorridos por selvas congolesas o amazónicas, minas de oro brasileñas, carreteras ruandesas, pozos petroleros incendiados, eternos campamentos de refugiados. Y, en cada paisaje, los cuerpos de hombres cubiertos de petróleo, brillantes como si estuvieran hechos de hojalata; los rostros agotados de familias hambrientas, que huyen de alguna guerra; la dureza y dignidad de trabajadores anónimos sobre fondos industriales. Al formar parte de una película, las imágenes están encadenadas según un ritmo establecido por Wenders, aparecen en la pantalla por unos instantes y luego dan lugar a otras. Las fotos, en este nuevo contexto cinematográfico, siempre se nos escurren y lo que encontramos en ellas -lo llamemos punctum o por otro nombre- se nos escapa, nos queda como algo que apenas creemos haber visto, convertido rápidamente en el recuerdo de un recuerdo (salvo que congelemos el fotograma, obvio). La Sal de la Tierra se sostiene gracias al efecto acumulativo de las imágenes de Sebastião. Después, lo demás es menos valioso. Wenders se enamora demasiado de su objeto de estudio y no hace otra cosa que arrodillarse ante la figura trillada del artista romántico y solitario, como si se tratase del personaje de Sean Penn en La Vida Secreta de Walter Mitty. Y entre Wenders y Salgado repiten, una y otra vez, las mismas sentencias, igualmente trilladas, sobre la crueldad del hombre, el infinito dolor que sufren algunos e infligen otros, la hermosura de la naturaleza terráquea, etcétera, etcétera, hasta que uno cree estar escuchando la voz de Klaatu, el sabio y solemne extraterrestre de El Día que la Tierra se Detuvo. Hay poca o nula reflexión sobre los eventos históricos y específicos que se muestran, solo una rendición ante la escala del sufrimiento y la estupidez del ser humano. Las fotos, en este sentido, hablan por sí solas, aunque muchas de las anécdotas que comparte Salgado, sin duda potentes, ensanchan aún más los abismos que revelan las imágenes. Pero el trabajo de Wenders, e incluso algunos comentarios del brasileño, le restan misterio a las fotografías al simplificarlas con frases autoconscientemente “profundas”.
El Gran Pequeño es dos películas. Una es la que nos quieren vender en la Argentina, la que sugiere el afiche latinoamericano: en el margen inferior, el rostro travieso del protagonista; más arriba, emergidas de un cofre, las figuras de un mago, un samurai, un cowboy montado a caballo y un avión; en el margen superior, un texto que promete “magia, aventura, emoción” y que adelanta que terminaremos creyendo “en lo imposible”. Pero otra muy distinta es la película que insinúa el afiche norteamericano. Nuevamente, vemos al protagonista, al gran pequeño del título, pero esta vez de espaldas, parado sobre un muelle, convertido en una silueta ante el horizonte anaranjado del atardecer, la noche ya instalada en lo más alto del cielo. Un clima mucho más sombrío, más melancólico, más fiel al verdadero film. La silueta o el dueño del cofre, según el caso, es un chico de siete años que vive con su madre y su hermano mayor, London, en un idílico pueblo californiano durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando su padre, James, enviado al frente Pacífico, es capturado por los japoneses, el gran pequeño y London, para desquitarse con alguien, apedrean y casi incendian la casa de un vecino, el señor Hashimoto, quien hace décadas vive en territorio norteamericano pero que, desde que estalló el conflicto, se ha convertido en un paria social. Al enterarse de lo que hicieron los hermanos, un amable cura local, el Padre Oliver, le sugiere al gran pequeño que se haga amigo del japonés y que, además, cumpla una (algo arbitraria) lista de buenas acciones, para que “la voluntad de Dios” libere a su padre. El chico confía en las soluciones mágicas: es fanático del mago superheroico que protagoniza su comic favorito y pretende emular sus hazañas. Como en El Espíritu de la Colmena o El Laberinto del Fauno, conviven la brutalidad de la guerra con la imaginación irreprimible del joven protagonista, que depura y matiza el horror del mundo de los adultos. El gran pequeño lucha contra la xenofobia y el racismo, e intenta ayudar a su nuevo amigo, recién salido de los campos de concentración estadounidenses, donde fueron recluidos miles de japoneses y descendientes de japoneses (un hecho escasas veces mencionado en el cine). Lejos estamos de la “magia, aventura, emoción” anunciadas en el afiche. Si hay magia, es la que brota en brevísimos segmentos imaginados o soñados; si hay aventura, es la de Scout en Matar a un Ruiseñor antes que la de Harry Potter; si hay emoción, es la de tantas películas biempensantes y oscarizables sobre “temas sociales”. El director Alejandro Monteverde no parece saber si su película es infantil o solamente infantilizada. Sus personajes son adjetivos caminantes: la madre, amor y resignación; London, indignación y juventud; el gran pequeño, ingenuidad y fe; Hashimoto, santidad y pasividad. El desenlace de la trama es forzado, como si los guionistas se hubieran acordado, demasiado tarde, cuando el tono lúgubre y fúnebre se les iba de las manos, aquella máxima de Don Bluth, de que los pequeños espectadores pueden aguantar cualquier cosa con tal de que el final sea feliz, consejo que Monteverde y Portillo respetan aun cuando no deberían hacerlo. Ni lo suficientemente liviana como para ser divertida, ni lo suficientemente contundente como para ser realmente triste, el film se queda a mitad de camino, a pesar de sus buenas intenciones. La disparidad entre los dos afiches, el hispano y el estadounidense, señala también la ambivalencia de El Gran Pequeño.
La Cenicienta, como Benjamin Button, nació vieja. El nuevo film de Disney es sorprendentemente fiel a la película animada de 1950. Llamarla una actualización o revisión sería inexacto. Es un homenaje, en live action, a los años dorados del estudio de Mickey. Justamente, su arcaísmo (o clasicismo, si queremos ser más benévolos) es su atractivo para muchos fanáticos de la original. Y es cierto que, de alguna manera, lo novedoso de La Cenicienta es que no es novedosa, porque parece pertenecer a una época lejana. Mientras que otros acercamientos recientes a los cuentos de hadas -Hansel y Gretel: Cazadores de Brujas, Blancanieves y el Cazador o Maléfica- buscan “modernizar” los personajes y las historias, al menos superficialmente, el director Kenneth Branagh y su guionista Chris Weitz eligen el camino inverso. Emulan códigos actorales y narrativos de hace 65 años, y hasta componen algunas escenas, especialmente las del famoso baile nocturno, como si pertenecieran a una clásica épica en Technicolor, en las que proliferaban los colores y los vestidos. Ahora bien, el calco del pasado es tan exacto, que no solo se repite lo estilístico sino también lo ideológico. Más allá de algunos comentarios del príncipe (y eventual pretendiente de Cenicienta) acerca del “pueblo” (que, por otro lado, apenas aparece salvo desde lejos, en planos generales), las jerarquías sociales están naturalizadas. La protagonista, de niña, vive en una familia acomodada y sus sirvientes, cuando expresan algo, no insinúan ni la menor insatisfacción (sus patrones son justos y benévolos). Al morir su padre, Cenicienta se convierte en la esclava de su malvada madrastra y sus insoportables hijas, y sufre la humillación de tener que hacer, pues, lo que antes hacían sus sirvientes (que ahora faltan porque, sin el sostén económico que proveía el hombre de la casa, no se los puede mantener). Es cierto, Cenicienta cumple todos los deberes -limpiar, lavar la ropa, hacer la comida- que antes hacían varios empleados domésticos, y es tratada como basura por lo que quedó de su familia mixta. Pero la suya sigue siendo una parábola sobre la burguesa que pierde su estatus social y solamente lo recupera (y supera) al convertirse en realeza, gracias al príncipe (rico, aunque liderará un país supuestamente humilde y pequeño) que se enamora de ella. Y esto, obviamente, reedita otro cliché antediluviano: la mujer que necesita del hombre para superar sus circunstancias (lo que atenúa el sentido de su ascenso social, que en realidad es decisión del patriarca de turno). De más está decir que nadie espera ideales progresistas de una película de Disney dirigida a un público infantil. Lo que quiero subrayar, sencillamente, es que todo acto de nostalgia corre el riesgo de endulzar lo que debería ser criticado, o al menos no reproducido tan complacientemente. Sin embargo, esta (no tan) nueva Cenicienta probablemente sea un éxito. Su clasicismo, además de problemático, puede ser acogedor, como la casa de los abuelos, quienes no defenderán posturas políticamente correctas pero que nos conocen desde toda la vida. La película, dentro de sus estrechos límites, es perfecta. Lily James, que algunos conocerán de Downton Abbey, es Cenicienta (o Ella, su verdadero nombre), un frágil envoltorio de lágrimas y sonrisas. Cate Blanchett, como la madrastra, es soberbiamente autoconsciente, como si su caricaturesca actuación incluyera también notas al pie que la explicaran y la pusieran en contexto: cada gesto está pensado para espectadores familiarizados con el personaje y para quienes el film es un laberinto de espejos que reflejan las versiones anteriores del cuento. Helena Bonham Carter hace lo suyo como la hada madrina, brindando su torrente característico de tics. Y después está Richard Madden, que algunos extrañarán -o no- de la sanguinaria serie Juego de Tronos, acá convertido en un galán simpático y bidimensional, que es lo que es el príncipe en tanto figura salvadora. Hay que destacar, también, el trabajo de Branagh y el director de fotografía chipriota Haris Zambarloukos, que aportan tomas bellísimas, aunque de una hermosura algo banal. Es decir, estamos ante una película que logra exactamente lo que se propone. La incógnita es si lo que se propone realmente vale la pena.
La nueva bazofia de los hermanos Wachowski, sobre dinastías intergalácticas y extracción de recursos naturales, además de ser bastante mala por méritos propios, palidece al lado de los estandartes literarios del género, como podrían ser, siguiendo la misma línea, Duna de Frank Herbert y Nova de Samuel Delany. Todo lo contrario al clásico de ambos realizadores, The Matrix, que no tiene nada que envidiarle ni a Neuromante de William Gibson ni a Blade Runner de Ridley Scott, libro y film que popularizaron la estética cyberpunk en los 80s, impulsados por los comics franceses de la revista Metal Hurlant. Pero el nuevo proyecto de la dupla norteamericana es un mamotreto abúlico y kitsch. La protagonista, Júpiter Jones, es una hija de inmigrantes que ofrece servicios de limpieza en hoteles y mansiones de la ciudad de Chicago, y que un día, como suele ocurrir en la narrativa épica y en innumerables animés, descubre que es una de las personas más importantes del universo, un calco genético de la difunta matriarca de una poderosísima familia intergaláctica. Ahora bien, tras escuchar estas deslumbrantes revelaciones, la reacción de Júpiter, interpretada por una confundida y mal dirigida Mila Kunis, es relativamente apática. Se muestra tan sorprendida como podría estarlo ante cualquier noticia televisada. Es posible que alguna vez, mientras fregaba un inodoro, haya intuido la verdad, pero nada justifica su inexpresividad. Es más, el guion la introduce como una astrónoma amateur, que sueña con su propio telescopio, y sin embargo su periplo espacial no le despierta demasiado interés. Prefiere enamorarse de un hombre al que apenas conoce, en circunstancias poco románticas. Las mujeres, en buena parte del cine, eligen el amor antes que las obsesiones intelectuales. Los Wachowski olvidan a sus personajes en medio de las reiteradas y predecibles batallas que desencadena el hallazgo de la muchacha. Caine Wise, un militar y cazador galáctico contratado para rastrear a Júpiter, quien se convierte en su guardaespaldas tras una serie de intrigas dinásticas que no intentaremos resumir acá, es el típico héroe rudo que carga con un pasado oscuro. Y los hijos de la matriarca reiteran la figura del villano afeminado, del homosexual sospechoso y perverso. Quizás la intención de los Wachowski es desbaratar un estereotipo homofóbico a través del exceso, de la artificialidad exacerbada. Incluso, si vemos el film en clave paródica, sus aparentes defectos podrían interpretarse como comentarios sobre patrones genéricos. Pero los antagonistas son tan amanerados, las escenas de acción son tan rimbombantes y los diálogos son tan acartonados como los de cualquier otro tanque hollywoodense. Nunca se establece una distancia crítica, como sí lo hacen, por ejemplo, RoboCop y Starship Troopers, de Paul Verhoeven, películas de acción que ridiculizan el jingoísmo y conservadurismo que parecen enaltecer una dualidad comunicada a través de estallidos de violencia y de evidente fascismo que rebalsan las expectativas del público al mismo tiempo que exageran las peores tendencias del género. El Destino de Júpiter no es, tampoco, un inocente homenaje a los inicios de la ciencia ficción. A pesar de sus imágenes colorinches, de su torpe mezcla de iconografía grecorromana y ambientes extraterrestres, y de sus frecuentes y bienvenidos toques de humor, se trata de una película más o menos seria e intermitentemente solemne. No exuda la liviandad que caracteriza a Star Wars e Indiana Jones, que inauguraron este tipo de espectáculo pochoclero y postmoderno pero que son también abiertamente autoconscientes y lúdicas, herederas del pulp, de antiguos seriales y comics. Treinta y cinco años más tarde, lo que alguna vez fue un juego de referencias culturales se transparentó, y los clichés antes rescatados con fines nostálgicos ahora son un andamiaje convencional que sostiene películas con portentosas ambiciones temáticas.
Peter Jackson nunca resolvió la cuestión de cómo adaptar El Hobbit. La novela de J. R. R. Tolkien es un divertido cuento de aventuras escrito para un público preadolescente. Su secuela, El Señor de los Anillos, redactada en plena Segunda Guerra Mundial, es una epopeya bélica, de más de mil páginas, por momentos truculenta y dantesca. El pecado original del director neozelandés fue filmar primero el segundo libro y, luego, querer realizar la precuela de la misma manera, aunque la fuente literaria no lo justifique. Tras la publicación de El Señor de los Anillos, el mismo Tolkien amagó con modificar El Hobbit. Entre una novela y otra, algunos lugares habían cambiado de nombre, ciertos personajes habían cobrado más importancia y determinados objetos habían revelado su verdadera naturaleza. Por ejemplo, el Anillo del Poder, la piedra angular del segundo libro, es sólo una joya mágica en el primero, una herramienta que el héroe aprovecha de vez en cuando y que en ningún momento insinúa con ser la clave para dominar la Tierra Media. Lo mismo ocurre con los grandes antagonistas de El Señor de los Anillos, Sauron y Saruman el Blanco, que apenas aparecen (o directamente no figuran) en la precuela. Tolkien pudo ignorarlos porque, sencillamente, ni él ni sus lectores sospechaban el rol que luego cumplirían. Jackson, en cambio, no puede hacer lo mismo, porque ya los mostró en pantalla. El problema es que el Anillo, Sauron y Saruman son relevantes para Tierra Media, pero no para El Hobbit. O lo son, pero retrospectivamente. Las escenas en las que participan son digresiones, y apenas nos recuerdan que lo más importante ocurrirá después, en otros films y otros libros. Tolkien, al final, no reescribió El Hobbit. Se conformó con apéndices y textos adicionales, de los que se nutrió Jackson. Es posible que el autor inglés haya intuido que arruinaría la estructura de la novela si insertaba esta información, como se encargó de confirmar el neozelandés. Bilbo Baggins, en el libro y en las películas, es un pequeño hobbit que acompaña a una banda de enanos que sueñan con recuperar su antigua fortaleza, capturada por un dragón. En la novela, nunca abandonamos el punto de vista de Bilbo. Leemos lo que él ve, y lo que no vive en carne propia se lo cuentan otros personajes. Los hobbits, conocidos por su conservadurismo, raras veces se aventuran más allá de su comarca. El periplo de Bilbo, entonces, es un verdadero enfrentamiento con lo desconocido, y su relato, un diario de viajes. Por eso es tan importante su mirada. En las películas, sin embargo, Bilbo casi desaparece en un caos de batallas y efectos especiales. Comparte el metraje con elfos, humanos, enanos y magos, que en muchos tramos se convierten en los verdaderos protagonistas, mientras el hobbit del título se pierde en el tumulto. Es que, incluso en el libro, siempre es principalmente un testigo, aunque sus intervenciones sean fundamentales. Las peleas en las que se involucra no son las suyas y el mundo que descubre no lo incluye. Por eso, al quitarle su función como observador ilustre, Jackson nos permite olvidarlo. Una pena, porque Martin Freeman es un Bilbo perfecto. Ahora bien, una adaptación cinematográfica no tiene por qué serle fiel a su fuente literaria. Siempre está el libro, si queremos disfrutar la experiencia original. Las dudas surgen, eso sí, cuando los cambios introducen grietas en la estructura narrativa del film o cuando, como en este caso, resaltan problemas que ya estaban presentes en el texto original pero que, por escrito, resultaban menos notorios. Al desplazar a Bilbo del eje de la narración, Jackson pretende remplazarlo con un grupo de personajes poco desarrollados. Tolkien los usó como telón de fondo, porque lo que le interesaba era el viaje del protagonista, mientras que en los films, son varios los personajes que compiten con Bilbo por la atención de la cámara. Pero ninguno de ellos puede cargar con el peso de la trilogía: Gandalf es una sombra de lo que será en El Señor de los Anillos; Thorin, el líder de los enanos, es una mezcla de Aragorn y Boromir, un rey que se obsesiona con el tesoro en su montaña y que reitera el tema de la ambición y la codicia que Jackson ya elaboró en las películas anteriores (o posteriores, según la cronología de la ficción); Bard es un héroe de lo más anodino; Kili, el sex symbol de los enanos, y Tauriel, una hermosa elfo, emprenden un romance prohibido e intrascendente; Saruman y Sauron son un puro guiño de lo que serán después; y Bilbo, que ya no es el protagonista exclusivo, se hunde en medio de las olas, como un barco a la deriva.
Las ficciones interminables. Es difícil escribir la crítica de una película que es, en realidad, la mitad de una película. La adaptación del primer libro de Los Juegos del Hambre, lanzada en 2012, puede disfrutarse sin el acompañamiento de sus secuelas. Pero su continuación directa, En Llamas, cierra abrupta e insatisfactoriamente, como también lo hace esta primera parte de Sinsajo. La popularidad de la fuente literaria significa que, como reza el dicho, cada película es “demasiado grande para fracasar”, y por lo tanto, antes que se estrene una de ellas, las próximas ya fueron filmadas o proyectadas. No es necesario que funcionen en soledad, ya que componen un conjunto cuyo éxito está prácticamente asegurado. Volvemos a encontrarnos con Katniss Everdeen (una intensa y emotiva Jennifer Lawrence), ahora convertida en símbolo revolucionario de los distritos obreros periféricos, que desorganizadamente pretenden sublevarse contra una capital totalitaria. La guerra también se libra en los medios, y Katniss se transforma en el rostro televisado de la lucha (cuya verdadera estratega es la discreta y escrupulosa presidenta Alma Coin, encarnada por Julianne Moore). Reconfigura el personaje que anteriormente interpretó ante las cámaras capitalinas, en el morboso reality show del título, y usa su fama contra la misma clase dominante que la convirtió en estrella. Entre bastidores, es dirigida por un equipo de asesores e ideólogos, quienes la manipulan tan obviamente como lo hizo el estado dictatorial, aunque para fines supuestamente más nobles. Ambos bandos, opuestos ideológicamente, emplean sin embargo las mismas herramientas de comunicación, tema ya explorado en propuestas poco comerciales (No, de Pablo Larrain, y La Comuna, de Peter Watkins), y más que bienvenido en una epopeya mainstream para un público adolescente. Dentro de un año, se estrenará la conclusión de Sinsajo. Recién entonces podremos juzgar la eficacia de este preámbulo, que por el momento es apenas un fragmento de una totalidad indefinida. Ya estamos acostumbrados a las épicas pochocleras divididas en episodios, estrenadas sucesivamente durante dos o tres años. Las precuelas de Star Wars, a partir de 1999, inauguraron la moda, seguidas por El Señor de los Anillos, Matrix, Kill Bill, Harry Potter, El Hobbit, Crepúsculo, las franquicias del universo cinematográfico Marvel y, obviamente, Los Juegos del Hambre. En ciertos casos, los films individuales concluyen sus respectivas historias en dos o tres horas de metraje. Pero la mayoría de las veces, el fundido en negro no señala un final, ni siquiera uno abierto, sino solamente una pausa. Como en el cine serial de la primera mitad del siglo XX, debemos regresar, en algún momento futuro, para ver la continuación de la trama. Aunque estas clásicas aventuras por entregas preludiaron lo que serían las series televisivas, recientemente han vuelto a la sala cinematográfica, ahora como superproducciones (cuyos antecedentes cinematográficos son la trilogía original de Star Wars y la de Volver al Futuro, inspiradas en el mismo modelo). Curiosamente, el mismo año en el que, como dijimos, arrancó esta tendencia, también apareció, en los televisores del mundo, Los Soprano, que fundó la llamada “edad dorada de la televisión estadounidense”, marcada por productos de gran ambición artística. En algunos de ellos, como Breaking Bad o Juego de Tronos, cada episodio, lejos de resolver un micro-relato de media o una hora, es apenas un eslabón en un larguísimo argumento continuo, estructurado para ser visto de un tirón a través de Netflix o por Blu Ray. Resumamos: las películas se convirtieron en series, las series se convirtieron en películas (o en carísimas telenovelas) y el cine serial se convirtió en la norma. Es posible que el espectador medio ya no se conforme con un cuento corto de dos horas: necesita algo de tres, diez o cincuenta horas. Ningún blockbuster dura menos de 120 minutos y hasta los videojuegos, cada vez con más frecuencia, incluyen guiones de proporciones novelescas. Semejante arquitectura serial encuentra su origen en la literatura: la novela decimonónica, la de género (ciencia ficción y fantasía) y los cómics. Como sea, no es un buen momento para ser un amante del arte de la concisión. En el famoso relato borgeano, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, un universo fantástico, generado colectivamente por cientos de autores, amenaza con devorarse la realidad: “Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. (…) Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön”. En nuestro contexto multimediático, estamos rodeados de ficciones audiovisuales que, para colmo, padecen de gigantismo narrativo y ocupan todo nuestro (ya limitado) tiempo. Esto lo escribo como un admirador de las obras aludidas. Pero, a veces, hasta el amor necesita un descanso.
Toda película que retrata una historia mínima corre el riesgo de confundir el (corto) alcance de su mirada con el de su ambición. Fue el error de la sentimental película de Carlos Sorín, parodiada por Mariano Llinás en su monumento a las ambiciones desmedidas, Historias Extraordinarias. Por suerte, Refugiado, de Diego Lerman, evita esta trampa, al rechazar la transparencia de una narración clásica y optar, en cambio, por un relato a veces opaco, que enfatiza cada detalle, porque el secreto de la trama puede esconderse en cualquier lado. Lerman acompaña a una madre y su hijo, Laura y Matías, quienes huyen de un marido golpeador, Fabián. Se hospedan brevemente en un refugio para mujeres maltratadas, pero Laura no quiere enfrentarse a su pareja, aunque sea para presentar una demanda, y por lo tanto emprende una angustiosa retirada, de un hotel a otro y del paisaje urbano al rural. La figura del monstruo, Fabián, nunca se vislumbra y solamente surge en incesantes llamadas telefónicas, por lo que permanece en el amorfo espacio que constituye el fuera de campo. Julieta Díaz y Sebastián Molinaro, que interpretan a los protagonistas, actúan como frente a una pantalla verde, sobre la que después se agregarán elementos digitales. Aunque recorren arterias porteñas, podríamos decir que cruzan un mundo virtual, distorsionado por el miedo y convertido en un laberinto de espejos que les devuelve, multiplicada, una imagen de su pánico. Julieta Díaz, nerviosa y agitada, evoca con atolondrados movimientos lo que no vemos, un cuerpo, el de Fabián, que habita todos los lugares sin materializarse en ninguno. Wojciech Staron, el director de fotografía, sigue los pasos de Laura y Matías con una cámara en mano, o a través de tomas fijas en las que su objetivo espía detrás de muebles u objetos, como en el cine de Wong Kar-wai. Es un punto de vista casi clandestino, que contempla sin ser descubierto. Lerman complica nuestro rol de espectadores, que adoptamos para comprender el sufrimiento de Laura, pero que nos obliga a vigilar lo privado y que entonces nos asemeja a Fabián, tan invisible y ubicuo como nosotros. Es una estrategia estética que remite a la de Pablo Fendrik, en El Asaltante, en la cual un hombre, por razones desconocidas, roba escuelas privadas en Capital Federal. En sus itinerarios, siempre existe la posibilidad de que lo reconozcan y lo detengan, y por lo tanto cada milímetro del encuadre es crucial, porque puede ocultar la ubicación de un policía o envolver la clave del misterioso pasado del protagonista, a quien nunca perdemos de vista, como si nosotros fuéramos sus perseguidores. Las numerosas esquinas y calles que atraviesa, durante su aventura, están infectadas por el virus de un peligro inminente. Esta infección, en el film de Lerman, no se origina en las consecuencias de un crimen, sino en las resonancias (emocionales y psicológicas) de la violencia de género. Laura atraviesa un continente de sospecha y temor en busca de un santuario, pero olvida que, para dejar atrás a su marido, primero debe suprimir el recuerdo del amor alguna vez compartido, que todavía los enlaza. Es el mismo conflicto que sufre Matías, que debe olvidar a su padre. En este sentido, el celular de Laura, último vínculo entre los tres a medida que crece la distancia geográfica, se convierte en una metáfora de la persistencia del pasado, inclusive -o especialmente- el más doloroso.
Toda película sobre juguetes es (en parte) una publicidad. La Gran Aventura Lego y la trilogía de Toy Story, además de ser entretenidas y entrañables, son manuales de consumo. Ambas desarrollan una filosofía de los juguetes: para qué sirven y quiénes deben ser sus dueños. Toy Story plantea que no pueden ser ni piezas museísticas ni objetos intercambiables en un espacio público y comunitario. Deben tener un único propietario, idealmente preadolescente, que los cuide con amor y que luego, cuando sea adulto, los entregue personalmente a otro propietario. Los juguetes pertenecen a una esfera estrictamente privada. Lego, mientras tanto, articula el credo de la empresa y demuestra por qué los famosos ladrillos son tan populares: el usuario se convierte también en productor, como los “prosumidores” de la era digital. La narración expresa una tensión entre las fuerzas tradicionalistas, que quieren fijar la forma de los juguetes, y la ideología combinatoria de los ladrillos. Una alternativa más progresista, dentro del género, es Pequeños Guerreros de Joe Dante, sátira de la obsesión belicista de la industria, en la que los villanos son minúsculos soldados que quieren exterminar a otra línea de muñecos, un grupo de pacifistas que remiten a los pueblos originarios. A contramano de Lego y Toy Story, los juguetes de Pequeños Guerreros no se conforman con pertenecer a alguien y sueñan con su independencia. Barbie y la Puerta Secreta, en cambio, no tiene nada que decirnos sobre lo que promociona. Es un film de fantasía como cualquier otro, pero con adolescentes anoréxicas que, suponemos, son las distintas versiones de las famosas muñecas. Todas las protagonistas son blancas y hasta los unicornios tienen ojos azules, mientras que las representantes de otras etnias están recluidas en papeles secundarios. Las peores tendencias de las Barbies están reflejadas en el film, que carece de cualquier autoconsciencia. No dialoga con su rol publicitario, como sí lo hacen las películas mencionadas anteriormente, ni entretiene. El cine para niños no tiene por qué ser descerebrado y hueco, y puede insinuar, a través de imágenes simpáticas, situaciones bastante complejas. No nos olvidemos que el género ha explorado temas como: el desarraigo, el exilio y la soledad (Un Cuento Americano); la muerte (Bambi); la superación de discapacidades físicas (Dragón y Buscando a Nemo); las dificultades de ser una madre soltera (Una Ratoncita Valiente) y la supervivencia en un mundo violento y hostil (Watership Down). ¿Qué propone Barbie? La nada. Es otra entrega más en una serie de largometrajes que, en Estados Unidos, se estrenan directamente en Blu-Ray y DVD. Trata sobre Alexa, una princesa que no quiere cumplir con sus obligaciones reales (ecos de La Princesa que Quería Vivir) y que, a través de una misteriosa puerta, escapa hacia una dimensión fantástica (ecos de Las Crónicas de Narnia), donde conoce a seres mitológicos (sirenas, hadas, unicornios) y combate el despotismo de Malusia, una princesa-hechicera ridícula y malvada (ecos de El Mago de Oz). Vemos asomarse algunas ideas, como el totalitarismo y la supresión de la diferencia (los pobladores de la dimensión fantástica pierden sus poderes mágicos gracias a Malusia). Pero el film evita ser demasiado dramático o deprimente y se mantiene en el nivel de la comicidad liviana (no es el caso de los ejemplos aludidos en el párrafo anterior). Es un rejunte de tópicos trillados, animados a través de pobres imágenes computarizadas. Los modelos tridimensionales de los personajes parecen más elementales que los de la primera entrega de Toy Story, que se estrenó hace casi veinte años, y los interludios musicales tampoco resultan divertidos: en vez de aprovechar el potencial acrobático y espectacular de una producción animada, Barbie presenta simples y aburridas coreografías que pueden ser imitadas por cualquier niña. Son las mismas que un artista pop moderno podría desplegar sobre un escenario. Todo un síntoma de la colosal falta de imaginación que caracteriza al film.
El director y guionista francés Luc Besson, en Lucy, mezcla ideas con explosiones y se hunde en el ridículo. Propone que los seres humanos sólo usan el diez por ciento de su cerebro, un mito comprobadamente falso. La realidad es que, aunque no lo hacemos todo el tiempo y en todo momento, a lo largo de un día, aprovechamos casi la totalidad del cerebro. Pero esto a Besson no le interesa. Nadie pide que una película sea una clase magistral de ciencia. El problema, justamente, es que Lucy pretende serlo. Morgan Freeman interpreta al Profesor Norman, quien brinda una ponencia sobre el tema del diez por ciento. No lo expone como un mito sino que lo presenta como una posibilidad científica, y sus oyentes lo toman absolutamente en serio. Las alucinadas palabras del profesor, tan sinceras como disparatadas, están yuxtapuestas con imágenes de animales salvajes, maravillas naturales, proezas de la ingeniería humana y las peligrosas aventuras de Lucy, la protagonista. En las primeras escenas, es capturada por mafiosos coreanos, torturada, cuestionada y adormecida. Mientras permanece inconsciente, sus secuestradores insertan en su abdomen una bolsa con una droga experimental, que ella estará obligada a contrabandear. Sin embargo, al despertar, Lucy se pelea con uno de los guardias y recibe una patada en la panza. La bolsa se rompe, la droga infiltra su sistema sanguíneo y, sorprendentemente, activa las áreas latentes de su cerebro. Con las horas, aumenta su poder mental y adquiere asombrosos poderes: telekinesis, hipnosis, memoria infinita (como el Funes de Borges) y la posibilidad de interactuar con computadoras y electrodomésticos, espiar a través de las paredes, visualizar las señales de los celulares y viajar a través del tiempo, que ella manipula como si la vida misma fuera una pantalla táctil. Los diálogos, solemnes y lapidarios, cuestionan lo que sucedería si desencadenáramos los rincones inutilizados de nuestro cerebro. Pero como tales rincones no existen, las reflexiones se pierden en un vacío. En otros tramos del film, Lucy, convertida en súper-heroína, descubre que ya ni siente ni piensa como un ser humano. Pero sus dudas existenciales son triviales comparadas, por ejemplo, con las del Dr. Manhattan en Watchmen. El autor de aquel genial comic, Alan Moore, entendió que la (improbable) ciencia detrás de la transformación atómica de su personaje no era muy interesante, y decidió resaltar, en cambio, las implicancias filosóficas y políticas de un hombre-dios. Besson hace lo contrario: desatiende las implicancias y destaca la (pseudo)ciencia. Despilfarra millones de dólares en explicar e ilustrar (didácticamente) una idea estrafalaria y desarrollar sus extravagantes e imposibles consecuencias. Y lo hace a través de un emocionante operativo de efectos especiales y acrobacias digitales. Los antecedentes genéricos de Lucy son los mismos que los de El Quinto Elemento, aquella comedia de ciencia ficción que Besson filmó junto a Bruce Willis. En ambas se nota la influencia de la revista Metal Hurlant y los comics europeos de los setenta y ochenta, como los ilustrados por Moebius y escritos por el místico Alejandro Jorodowsky: protagonistas arquetípicos, mujeres voluptuosas, tramas absurdas y una imaginación visual incuestionable. Lo que importa es el viaje, el “ultimate trip”, como en 2001: Odisea del Espacio, aunque sin el rigor científico. Lucy es una divertida catástrofe. A pesar de todos sus defectos -o, mejor dicho, gracias a ellos- nunca podría ser categorizada como simplemente mediocre. Alcanza niveles de esquizofrenia y sinsentido para nada comunes en el circuito comercial. Es una mala película que vale la pena ver.
Boca de Pozo, de Simón Franco, sigue las peripecias de Lucho, un trabajador petrolero interpretado por Pablo Cedrón. Al contrario de lo que uno podría esperar a partir de la sinopsis, la mayor parte del metraje está dedicado al tiempo libre del protagonista, no a sus horarios laborales. Su rutina es resumida en breves tomas: vistas panorámicas de la torre petrolera, que domina el paisaje rural, y planos detalle de la columna o sarta de perforación, que se alarga progresivamente con nuevos tramos de caño. La función de estas imágenes es descriptiva. Es decir, muestran la duración y monotonía del trabajo, sin emularla o reproducirla en la pantalla. A modo de comparación, films como La Libertad, de Lisandro Alonso, y La Isla Desnuda, de Kaneto Shind?, registran minuciosamente cada movimiento de sus leñadores o pescadores. Franco, en cambio, cuenta otra historia: no la de un cuerpo que trabaja, sino la de un cuerpo que no sabe cómo descansar luego de trabajar. Terminadas las escenas introductorias en el yacimiento, la trama se muda a una ciudad cercana, donde viven los “boca de pozo”, apodo que reciben quienes se ocupan de perforar el suelo. Descubrimos otra faceta de Lucho, la de mujeriego y drogadicto. Lo seguimos mientras recorre, en su auto, distintos puntos de interés: la villa miseria donde compra cocaína, el club nocturno donde se emborracha, el casino donde despilfarra su dinero en máquinas tragamonedas y la suntuosa casa de una prostituta. También almuerza con su madre, con la que apenas habla, y escucha los reproches de su esposa, quien le recrimina que malgaste su sueldo. El proyecto de la película y su estética resultan algo predecibles. Franco, generalmente, se limita a filmar primeros planos o planos medios, a menudo con una profundidad de campo corta para aislar a sus personajes del mundo. Lucrecia Martel, en La Mujer sin Cabeza, ensayó algo parecido, pero de manera extrema y experimental. Boca de Pozo es más amable y visualmente repetitiva. Pocos son los momentos que desorientan o sorprenden (salvo excepciones, como cuando el rostro de Lucho, sobre el escenario de un boliche, flota ante un fondo abstracto de luces de colores). Se nota cierta ausencia de imaginación cinematográfica. No falta profesionalidad, pero tampoco sobra ambición. De todos modos, esta pobreza de estilo es quizás deliberada. El film es un pequeño fragmento de vida y sus últimos minutos sugieren una historia cíclica, un camino sin rumbo para Lucho. El protagonista, como insinúa el título, es definido por su oficio, pero no lo vemos tanto en acción como en reposo. Los efectos de su trabajo, de sus días largos, del ruido insoportable de la maquinaria, no los descubrimos in situ. Lo hacemos después, cuando Lucho intenta organizar su descanso, construir sus relaciones afectivas, comunicarse con su madre o su esposa y usar su dinero. Incluso, cuando habla con los demás, Lucho tiende a exagerar sus muecas de fastidio y cansancio, como si fueran gestos automáticos. Es el retrato de un hombre que perdió la capacidad de gobernar hasta su propia expresividad. Es en esto que notamos la huella, la cicatriz, de ser un “boca de pozo”.