Esta franquicia ya no está compuesta por películas sino por experimentos socioeconómicos o cognitivos. Cada entrega intenta resolver la siguiente incógnita: ¿Cuánto puede aguantar el público? A partir de esta pregunta inicial, se contemplan otras. Por ejemplo: después de una extensa escena de acción, en la que varios personajes pueblan un escenario y vuelan por los aires, quizás dos o diez veces y en cámara lenta, ¿los espectadores aceptarán otra escena de acción, igual de caótica, inmediatamente después? Va otro interrogante: si, al principio de la película, se introducen varios protagonistas y antagonistas, y luego se los ignora completamente por dos horas para que recién reaparezcan en los últimos minutos, ¿alguien lo notará? Además de abordar estas cuestiones, Transformers: El Último Caballero (Transformers: The Last Knight, 2017), la quinta entrega en la saga del director Michael Bay, también experimenta con los géneros cinematográficos. A través de un proceso alquímico, que describiremos más adelante, mezcla la explosiva fantaciencia ficción de los Transformers con la pseudoarqueología de Dan Brown, y el resultado es algo que podría haberse llamado El Código Optimus Prime. Nos volvemos a encontrar con Mark Wahlberg, que interpreta al inventor Cade Yeager, la mente (no tan) brillante detrás de un sinfín de aparatos y robots inútiles. Es el protagonista de esta (innecesaria) etapa renovada de la franquicia, que arrancó hace unos años con el cuarto episodio, Transformers: La Era de la Extinción (Transformers: Age of Extinction, 2014). También nos volvemos a encontrar con Stanley Tucci, que esta vez se pone el traje, no de un ambiguo empresario, como lo hizo anteriormente, sino del mago Merlín, en una decisión de casting que probablemente se llevó a cabo a la madrugada, con varias cervezas de por medio. Resulta que Merlín, en esta versión libre del mito arturiano, obtuvo sus poderes gracias a una antigua secta de Transformers, quienes le regalaron al legendario embustero un cetro mágico que la secta le había robado a la hechicera Quintessa. Varios siglos después, esta hechicera se cruza con Optimus Prime, el Transformer más bueno del universo, en los restos del planeta Cybertron, de donde vienen los Transformers. El planeta está hecho pedazos y para reconstruirlo hay que extraer la fuerza vital de la Tierra. Una ambiciosa tarea que, sin embargo, no puede realizarse sin el cetro, que está sepultado en la tumba de Merlín, y la única que sabe su ubicación, aunque todavía no sabe que lo sabe, es la descendiente del mago, Viviane, profesora de Oxford, Cambridge y Hogwarts, doctorada en nadie sabe cuántas especialidades, aunque luce de veinte años. A todo eso, Mark Wahlberg, o Cade Yeager, se apropia del talismán del Rey Arturo, o mejor dicho es elegido por el talismán, y se encuentra con Viviane en Inglaterra tras la intervención de Anthony Hopkins, el Viejo Que Te Explica la Trama, y todos juntos sobreviven lo insobrevivible, aunque no todos sobreviven, y hacen lo posible para salvar a la humanidad. En el medio, Optimus Prime, el Transformer más bueno, se vuelve malo, pero no tarda en recuperar su bondad. Este delirante periplo es interrumpido regularmente por enfrentamientos entre humanos y humanos, humanos y Transformers, Transformers y Transformers, el guión y el idioma inglés, la ilusión de movimiento y las ganas de escaparse de la sala. Nada importa salvo la encadenación de sucesos y la construcción de espectáculos visuales que hubieran funcionado mejor en un videojuego. Es que en los videojuegos hay tiempo para digerir la construcción de un mundo narrativo, porque el tiempo lo determina el jugador, que puede perder horas explorando cada rincón de la geografía virtual o desmenuzando los detalles incrustados en alguna armadura. Pero en este cine de montaje acelerado y ritmo incesante, todo es ráfaga y movimiento borroso, y no se aprecia lo único que la franquicia nos puede ofrecer: el descomunal laburo de diseño detrás de cada toma. La saga Transformers es cine algorítmico. Reúne elementos según un programa de gestación de guiones. Se necesitan tantas explosiones por hora y lo que las vincula es un andamiaje improvisado. Hay momentos de gran plasticidad de cuerpos metálicos y humanos. Hay, sin quererlo, cierta conexión con el cine experimental. Hay escenas que alcanzan la abstracción, en las que Michael Bay se vuelve un Stan Brakhage digital. La película, su forma total, es como el “kippel” de la novela ¿Sueñan Los Androides con Ovejas Eléctricas? En este clásico del autor Philip K. Dick, se le dice “kippel” a los desechos, a la basura, a los objetos inútiles que se acumulan y se esparcen por las ciudades. Los Transformers, en muchos casos, son desperdicios, despojos. Autos olvidados en cines venidos a menos, ruinas sobre ruedas. También es basura cada parte de esta película, cada personaje, hilo narrativo, escena. Nada tiene razón de ser, entonces todo es una acumulación de cosas y la película es una gran cosa proyectada sobre una pantalla, y se multiplica y se expande en millones de salas alrededor del mundo. Una desbordante y distópica metáfora de la sobreproducción y sobreestimulación mediática de nuestros tiempos, que quizás no sea tan excesiva sino un nuevo paradigma, una nueva velocidad, un nuevo flujo cosístico que nuestros hijos o nietos considerarán anticuado. Transformers: El Último Caballero no está hecha para nosotros sino para los arqueólogos del futuro, que se frotarán las manos ante El Código Optimus Prime.
Como ocurrió con El Estudiante (2011), El Candidato quiere ser una película al mismo tiempo concreta y abstracta. Es decir, alude a nuestra realidad histórica, pero sus protagonistas no se identifican con ninguna posición o partido. Ambas critican nuestro presente de grietas y diferencias irreconciliables, pero sus argumentos pierden fuerza porque nunca apuntan a nadie en especial. Por eso sus títulos comparten la misma estructura: el estudiante y el candidato son seres indeterminados, difusos. Son la función que cumplen.La comedia de Daniel Hendler –que en este caso cumple los roles de director y guionista, como en Norberto apenas Tarde (2010)– es divertida y liviana. Todos los actores están en sintonía con el tono y el ritmo de la película, y el guión es ligero y económico. No hay un solo minuto aburrido. Su único problema es uno de los más graves que hay: la falta de ambición. Hendler, es cierto, indaga justamente en la imprecisión de su propio personaje, un empresario con problemas de identidad, que no sabe si es de izquierda o derecha, aunque suponemos imposible la primera opción. Nos recuerda a cierto presidente hijo de un ejecutivo nacionalizado argentino. Pero el análisis político e ideológico no avanza más allá de estas resonancias. Es un film demasiado amable. Los primeros minutos son auspiciosos. Martín Marchand (Diego De Paula) quiere lanzar su candidatura, pero para lograrlo deberá alejarse de la figura de su padre y comprobar que no es solamente un niño mimado nacido en una cuna de oro. A su alrededor hormiguean asesores, técnicos, músicos, creativos y un diseñador gráfico, Mateo (Matías Singer). Ellos son los encargados de armarle una identidad al candidato. Estos primeros tramos son los más potentes: vemos cómo se construye al político, con qué símbolos se lo identifica, con qué liviandad el mismo empresario plantea ocupar algún –o cualquier– extremo del espectro político. Pero la trama se pierde por las ramas menos interesantes. Descubrimos a unos “naturalistas” infiltrados, que sabotean la campaña de Martín para protestar los negocios inescrupulosos de la familia Marchand, poco amiga del medio ambiente. Pero el terrorismo informático de los espías se convierte en una excusa para generar un conflicto dramático. Las idas y vueltas de los personajes en la casona de campo donde transcurre la acción, y la suma de malentendidos e infortunios que determinan sus destinos, se devoran cualquier planteo político. El resultado es más parecido a Mi Primera Boda(2011) que a La règle du jeu (1939), la clásica farsa de Jean Renoir que se ganó el oprobio de la burguesía francesa de su época. El Candidato nunca apunta tan alto. Más que volcarnos a la reflexión nos hace pasar un buen rato. No está mal y es muy entretenida, pero es una oportunidad perdida.
Un Momento de Amor (Mal de pierres, 2016) tiene poco de romántico y mucho de frustración sexual. En este sentido, el título original, Mal de Piedras, es más apropiado. Si hay momento de amor, está rodeado por interminables tramos de dolor y enfermedad. Gabrielle es una chica de campo. Vive en la casona de su familia burguesa y está ansiosa por explorar su sexualidad. Se mete en un río, se sube la pollera y deja que el agua fluya entre sus piernas. Intenta seducir a su maestro de literatura y, cuando la rechaza, arma un escándalo en frente de todos sus conocidos. Como estamos en los años 50, a la protagonista se la considera una loca, por su sensualidad desenfrenada y sus ataques de ira. Y por lo tanto su madre, que no es ninguna adelantada a la época, le ofrece dos opciones: o se casa con un humilde obrero español, exiliado y veterano de la guerra civil, o ingresa en un instituto psiquiátrico. Resignada, Gabrielle se convierte en la esposa del sacrificado José. Pero el matrimonio arreglado, obviamente, no la satisface, y sus deseos siguen errantes, en busca de un cuerpo ajeno donde depositarse. Todo cambia cuando a ella le diagnostican cálculos renales y le prescriben una estadía en un balneario, donde conoce a otro internado, también veterano, en su caso de la guerra de Indochina: el teniente André. Planteado así el triángulo amoroso, es bastante predecible lo que sucederá después, o no, porque la trama reserva algunas sorpresas para los últimos minutos. Sin embargo, ninguno de los tres protagonistas parece un ser humano. Retomando el asunto del título y sus múltiples traducciones, es curiosa la versión en inglés: Del Terreno de la Luna. Y sí, los personajes podrían ser lunáticos en más de un sentido, una tríada de extraterrestres inescrutables. No es culpa de los actores, por cierto. El problema es que no tienen mucha tela para cortar. Marion Cotillard hace lo que puede como Gabrielle, quien es pura necesidad de disfrutar lo que se le niega. Es eléctrica y hermosa, llena de vitalidad y energía, pero está encorsetada por su rol, como si fuera una velocista a la que nunca dejan arrancar. El barcelonés Àlex Brendemühl, que conocemos por su interpretación de Mengele en Wakolda (2013), prueba infinitas variaciones de la paciencia y la sumisión, a las que le agrega una bronca subterránea que es lo más interesante de su actuación. Y Louis Garrel, que hace de André, es eterno misterio y languidez, cuerpo juvenil y ojos ancianos. Impenetrable, enigmático, opera en la narración apenas como objeto de contemplación para Gabrielle. Que los tres sean buenos actores le aporta bastante al film, porque con sus gestos insinúan profundidades -de deseo, de bronca, de tristeza, de soledad- que ni el guión ni la dirección se encargan de excavar. Las imágenes están bellamente compuestas, sin duda. Hay un claro intento de evocar, a través de la cámara, la mirada sensual de Gabrielle. Pero en la estética hay algo de postal, de reel turístico, que nos aleja de lo carnal. Y los últimos minutos de la película confirman esta distancia, parecen darle la razón a la madre conservadora de Gabrielle. Intuyo que si la directora y co-guionista Nicole García leyera estas palabras le arrancaría la cabeza a quien escribe, y le diría que no, que ella celebra la sexualidad de su heroína. Es cierto que la película no juzga a su protagonista sino todo lo contrario, pero tampoco le ofrece la oportunidad de gozar. Justo cuando ella lo logra, se le niega la victoria. Es un potente giro melodramático, pero no sentimos del todo el golpe de la caída o el vacío de la pérdida, porque la aventura de Gabrielle con el teniente apenas está desarrollada. Lo que ella hace después, digamos que algunos entenderán como sabiduría y otros lamentarán como derrota.
Las películas de Olivier Assayas funcionan mejor desde lo granular, desde la sucesión de momentos, desde la inmediatez de esta escena o aquella toma, que desde lo global, desde la visión retrospectiva de su totalidad. Irma Vep (1996) y Demonlover (2002) son obras maestras no por su estructura final, por el edificio terminado en el espejo retrovisor, sino por la experiencia de cada instante, las habitaciones y los pasillos de la trama. Personal Shopper (2016) es algo así. Kristen Stewart -en un papel que le demanda más que su típica cara de fastidio- es Maureen Cartwright, una médium que busca reconectarse con su hermano, también médium y recientemente fallecido. Pero además es la asistente de una modelo, la encargada de comprarle la ropa y los accesorios para sus fiestas de gala y sus producciones fotográficas. Y como si esto fuera poco, Maureen también es perseguida por un admirador secreto, que le envía crípticos mensajes de texto. Así, entre una película de terror, un thriller tecnológico y un ensayo sobre la fascinación por la riqueza y la vida de los otros, el film de Assayas avanza hacia un final algo torpe, que pretende sorprendernos con un cliché y que nos obliga a preguntarnos eso que ya estamos acostumbrados a cuestionarnos de todas maneras; es decir, si los vaivenes de la trama son o no son productos de la imaginación febril de la protagonista (No se trata de un spoiler, porque cualquier espectador medianamente atento se adelantará a la epifanía de Maureen). De todos modos, sus itinerarios zigzagueantes por París son inquietantes. Assayas -como alguna vez lo hizo Jacques Rivette en films como Duelle (1976), La Historia de Marie y Julien (Histoire de Marie et Julien, 2003) y la invencible Celine y Julie Van en Barco (Céline et Julie vont en bateau, 1974)- descubre lo sobrenatural como quien no quiere la cosa, como si lo fantástico estuviera a la vuelta de lo cotidiano. Es cierto que Personal Shopper recurre a efectos especiales un poco dudosos, y que sus escenas más terroríficas no logran ni la ironía juguetona de Rivette, ni la mirada expectante de La Bruja (The Witch, 2015) o Te Sigue (It Follows, 2014), ni la locura expresiva de -digamos- algo como Amityville II: La Posesión (Amityville II: The Possession, 1982). Pero no deja de generar una atmósfera intrigante y persistente, a veces (aunque no siempre) con mucha sutileza, a través de pequeños ruidos o movimientos de cámara, como si en cada rincón hubiera un portal hacia lo desconocido. Lo más valioso de la película, sin embargo, es cómo combina sus eclécticos ingredientes con tanta soltura. Es, realmente, la historia de un viaje: el periplo de Maureen a través de ciudades, trenes, carreteras, departamentos très chic, casonas antiguas y distintos géneros cinematográficos. En una escena, la vemos en lo que podría ser Adoro la Fama (The Bling Ring, 2013), probándose la ropa de su empleadora; y en la próxima, aparece en Rojo Profundo (Profondo rosso, 1975), rastreando espíritus en mansiones abandonadas. Es como si hiciéramos zapping y Kristen Stewart estuviera en todos los canales. El hilo conductor de estos continentes narrativos es la ausencia, que se multiplica con cada salto genérico. Está la ausencia del hermano de Maureen; la del acosador, que es una presencia sin cuerpo, un sinfín de mensajes de texto, palabras en la pantalla de un smartphone; la de la misma Maureen, que se imagina en el cuerpo de la modelo, lo que implicaría vaciar el propio, como si se tratara también de un vestido intercambiable; la de los fantasmas, que son el recuerdo de un cuerpo perdido. Escrito de esta manera, suena todo muy programático y tedioso. Pero no lo es en la práctica. Assayas no quiere que nos vayamos de la sala con un mensaje aleccionador sino más bien con una sensación o una intuición, con algo que percibimos -como dijimos anteriormente- en lo granular, en los instantes. Lo que está en juego es la identidad de Maureen, que se descompone ante un sinfín de incógnitas -qué hacer, con quién estar, dónde y para qué vivir- en un contexto de lujos que no le pertenecen, una ciudad en la que es una extranjera y herramientas digitales que ayudan pero no terminan de (o que quizás impidan) estrechar distancias y rellenar huecos emocionales. Y en las contingencias de este trayecto -no tanto en su destino- está lo mejor de la película, en cómo Maureen recorre domicilios, ausencias, vestidos, películas, géneros y su eterna incertidumbre.
En el apéndice de su libro Si esto es un hombre, Primo Levi divide a los sobrevivientes de los campos del nazismo en dos grupos: los que no quieren hablar del tema, los que olvidaron todo o quisieran hacerlo, y los que, al contrario, consideran que recordar es un deber. Levi, a quien le tocó Auschwitz III (Monowitz), se anota en el segundo grupo, e incluso considera que su oficio de escritor nació en el campo de concentración, sin el cual nunca hubiera tenido un motivo para volcarse a las letras. Algo así dice Mira Kniaziew de Stupnik, sobreviviente de Auschwitz II (Birkenau) y una de las protagonistas de este documental de Poli Martínez Kaplun. Hay quienes no pueden hablar -nos explica- y quienes no pueden callar. Ella admite que no sabe cómo sobrevivió, pero sí para qué: “Sobreviví para contarlo”. Lea y Mira Dejan Su Huella (2016) consiste en una serie de entrevistas a Mira y Lea Zajac de Novera, ambas judías polacas que, de adolescentes, fueron arrastradas a Auschwitz y, tras la Segunda Guerra, emigraron a la Argentina. Ya en América, se hicieron amigas. Uno de los grandes aciertos del documental es entrevistarlas juntas, porque no solo narran sus recuerdos sino que también reflexionan y debaten entre ellas. Lea explica cómo, gracias a una doctora rusa y una secretaria austríaca, se salvó de las cámaras de gas. Si uno cree en Dios, dice, entonces Dios estuvo ahí, a lo que su amiga le responde, tajante, “¿Dónde estuvo Dios? En Auschwitz seguro que no”. Si bien ambas atravesaron el mismo horror, no han llegado a las mismas conclusiones o, mejor dicho, no han adoptado la misma postura ante el fenómeno de los campos de concentración. En sus desacuerdos intuimos la dificultad -algunos dirían la imposibilidad- de explicar algo tan desmesurado como un genocidio. A lo largo de apenas 52 minutos, Kaplun y sus entrevistadas cubren una asombrosa variedad de temas. No solo hablan sobre Auschwitz sino también sobre lo que vino después, la readaptación a la sociedad. Lea y Mira todavía no entienden cómo hicieron para seguir adelante, para casarse y tener hijos, luego de lo que vivieron. Lamentan que el Holocausto no haya sido un hecho aislado, que las matanzas se hayan multiplicado, bajo otras formas y contra otras víctimas, acá (con el Proceso) y en todos los continentes. Para ellas los campos no son lejanos hechos históricos, porque los sufrieron y porque siguen siendo ejemplos de lo humanamente posible. Y además porque un trauma colectivo tiende a actualizarse con cada generación y debe ser abordado continuamente. Lo que conmueve del documental, como sucede con el famoso texto de Levi, es el esfuerzo que hacen las protagonistas para relatar su experiencia, aunque les cueste y deban contener las lágrimas. Para ellas, el futuro es lo que está en juego. Y por eso se sienten obligadas a alzar la voz, ayer, hoy y mañana. Hay momentos en los que las palabras les fallan, en los que un verbo o un adjetivo se les escapan, pero inmediatamente retoman el rumbo y redoblan la apuesta. Sus recuerdos son un dolor viviente y cada aproximación es nueva, necesaria y vital. Lea y Mira repasan tanto su vida -en Polonia, en Auschwitz, en la Argentina- como su cambiante relación con el pasado. Y este es el aporte de Kaplun a la extensa bibliografía y filmografía sobre el Holocausto: mostrar que dicha relación no es estable, porque el presente está siempre en marcha y exige renovados enfrentamientos con la Historia.
Zaneta no cuenta una historia sino que construye un mundo: el de la comunidad gitana en la República Checa. No hay una sola línea de diálogo que no sirva para iluminar algún problema, para exhibir prejuicios o para criticar la falta de trabajo. El guión suaviza cualquier pico dramático y lo que al principio se perfila como el eje central de la trama -un intento de robo y asesinato- se vuelve una anécdota más sobre una existencia plana. Sin embargo, o quizás gracias a esta estructura horizontal, el film del checo Petr Václav brilla por sus texturas y sus instantes. Da a entender que lo que se ve es apenas un fragmento de algo que sigue más allá, no en otras pantallas sino en la escenografía de la realidad política y social. Fiel a la tradición neorrealista, Vaclav trabaja con actores no profesionales. Cuando un cineasta que pertenece a la mayoría étnica de su país retrata a una minoría, el desafío siempre es procesar la distancia entre el director y sus dirigidos, entre quien observa desde afuera y quienes sufren la marginalidad desde adentro, y no reproducir las desigualdades que los separan. A la hora de abordar esta distancia, Vaclav optó por acercarse a sus intérpretes a través de planos-contraplanos y diálogos más o menos convencionales y expositivos. Su puesta en escena es simple y transparente, para que los aspectos formales del film no compitan con la gestualidad de los actores, particularmente la de Klaudia Dudová en el rol de Zaneta, que comunica en cada silencio y cada mirada. Hacia el final, se siente como si se conociera realmente a los personajes, como si se los hubiera acompañado durante años. Pero esto genera una falsa sensación de familiaridad, casi reconfortante, que le hace difícil al espectador cuestionar su propio rol. En ese sentido, es más interesante y radical lo que propone La libertad (2001) de Lisandro Alonso, en la que no hay ni familiaridad ni reconocimiento: se ve el esfuerzo diario de un leñador pampeano desde lejos, casi como a una colonia de hormigas en algún programa de la BBC. Podría acusarse a Alonso, no sin razón, de deshumanizar al protagonista o -como se dijo antes- reproducir desigualdades, pero también es cierto que las vuelve evidentes y, por lo tanto, un elemento que molesta y no se pierde de vista, como sí ocurre en la película de Vaclav. Por otro lado, si bien el guión de Zaneta parece no tener columna vertebral por su horizontalidad anecdótica, está construido justamente para que cada momento diga algo sobre cómo viven los personajes. Es una estructura tan aparentemente libre como auténticamente rígida. Y en este restringido espacio narrativo, los actores pierden autonomía y capacidad expresiva. Como alternativa, podría proponerse el contraejemplo de Vergüenza y respeto (2015), documental argentino sobre una familia gitana en el Gran Buenos Aires, en el que los protagonistas, durante largas entrevistas en sus casas, muestran y defienden su estilo de vida, comparten ideas políticamente incorrectas y se presentan a sí mismos más que ser representados por otros.
Una película de seis horas es todo un desafío. Desde el vamos, tenemos que controlar nuestra ansiedad, abandonar nuestras pretensiones de productividad, permanecer sentados durante un largo período de tiempo que normalmente ocuparíamos con otras actividades, quizás remuneradas. Pero los 334 minutos de Homeland: Iraq Year Zero (2015) no son ni una provocación ni el resultado de un capricho. Nos permiten zambullirnos en la intimidad de una familia iraquí, la del mismo director, que atraviesa como puede la ocupación estadounidense. La primera mitad del documental fue grabada justo antes de la invasión. Asistimos a la cotidianeidad doméstica de los protagonistas, a sus almuerzos y cenas, a los preparativos que llevan a cabo para sobrevivir la ineludible guerra. De lo que no hablan es de política. La figura de Saddam Hussein es ubicua, se cuela por todos lados. Pero nadie lo menciona, ni para criticarlo ni para alabarlo, salvo durante los festejos por su cumpleaños. Estos tramos del film son tan tranquilos como perturbadores: no solo porque sabemos que se avecina el caos sino también porque notamos que algo falta, que algo no se está diciendo, que algo turbio se esconde detrás de los constantes y grotescos clips musicales dedicados al líder que se emiten por televisión. La segunda mitad, en cambio, se filmó cuando el ejército estadounidense ya estaba instalado en territorio iraquí, y es desesperanzadora. Vemos un país desordenado, acéfalo. Los soldados norteamericanos disparan y matan por cualquier motivo, generan resentimiento, y no logran controlar a las bandas armadas de iraquíes, que también son una pesadilla para sus coterráneos. Visitamos estaciones de radio bombardeadas, estudios de cine saqueados, ciudades en ruinas. Ni siquiera el pasado sirve de horizonte edénico para encarrilar el país. Al ser destronado Saddam Hussein, se vuelven a mencionar los asesinatos durante el régimen, las fosas comunes repletas de disidentes. Hay que empezar casi de cero, desde un presente de ocupación extranjera y nula autonomía económica e institucional, ante la falta de partidos políticos fuertes, con una población divida y un legado cultural enterrado.
“Un amor que atravesó tres décadas bajo el cielo de dos naciones”, anuncia el afiche de esta coproducción croata, eslovena y serbia. Un tagline engañoso, porque las tres partes que integran esta película no comparten ni personajes ni trama. No hay un único amor que supere los obstáculos del tiempo. Por el contrario, los proyectos de los protagonistas se frustran una y otra vez. El primer relato arranca en 1991, antes de las guerras yugoslavas. Ivan y Jelena son jóvenes y están enamorados. Pero ella es serbia y él es croata, y sus familias se opondrán al romance. Diez años después, ya finalizado el conflicto, el mismo paisaje rural exhibe las huellas de bombas y disparos. Natasa y su madre, ambas serbias, vuelven a su antigua casa, ahora llena de polvo y puertas desgajadas. Contratan a un joven croata, Ante, para que ayude con los arreglos, y frente a su cuerpo sudoroso Natasa sentirá una mezcla de atracción, resentimiento y asco. Una década más tarde, las ruinas fueron reconstruidas o reemplazadas por torres de departamentos y, tras una noche de fiestas electrónicas y caminatas solitarias, Luka, un estudiante croata, se reencontrará con su ex novia serbia, con la que todavía tiene algunos asuntos pendientes. En todos los casos, aunque cambien los nombres, las circunstancias y los años, los actores siguen siendo los mismos. Esto le da una continuidad poética a la película: cada episodio resuena en los otros, como un eco del pasado o una premonición del futuro. Resulta evidente, además, que cada relato funciona como un reflejo microcósmico de una situación nacional: empezamos con una ruptura, continuamos con sus secuelas psíquicas y materiales, y terminamos con una posible reconciliación. Es una estructura narrativa quizás demasiado obvia, y a veces los protagonistas terminan atrapados en la lógica de este paralelismo, sin poder explorar sus propios sentidos. De todos modos, y aunque sus destinos evoquen procesos históricos, los amantes parecen existir -o querer existir- fuera de la Historia. Nunca opinan sobre el nacionalismo serbio o la independencia croata. A lo sumo, se angustian por la muerte de algún familiar o se enfrentan a la xenofobia de una madre o un hermano. Pero no lo hacen por convicciones políticas sino para descargar su bronca o consumar su amor. Sus anhelos son universales y cualquier espectador puede identificarse con ambos personajes. Los violentos que provocan el caos son otros; ellos sólo sufren o reaccionan. De esta manera, la película toma distancia de la especificidad del conflicto yugoslavo y se acerca a una fórmula más bien hollywoodense: la Historia como telón de fondo para los dramas personales de dos o tres personas. Por suerte, el director y guionista Dalibor Matanic trabaja mejor los pequeños detalles que los grandes trazos temáticos. Bajo el Sol prolonga los momentos de espera, de ansiedad y de incertidumbre, cuando los protagonistas se liberan del corsé de simetrías narrativas y se mueven bajo las luces de un concierto al aire libre o dejan pasar las horas en su dormitorio o corren desesperados detrás de un auto. Tihana Lazovic y Goran Markovic, que interpretan a los tres pares de amantes, ignoran sus funciones metafóricas y simplemente son: inocentes e ingenuos, primero; rencorosos y abatidos, después; finalmente más adultos y, quizás, hasta optimistas sobre un futuro posible. En la inmediatez de sus actuaciones está lo mejor de la película.
Creed: Corazón de Campeón, como sabemos, es la nueva de Rocky. Pero en inglés la palabra “creed” significa un credo, un sistema de valores o creencias. O sea, cuando la leemos en una oración, no remite necesariamente al personaje de Apollo Creed, el contrincante original de Rocky. Podría tratarse, entonces, de cualquier film, incluso de una nueva franquicia. Esto es importante, porque Creed, la película, cuenta la historia del hijo ilegítimo de Apollo, quien se apellida Johnson, como la madre, y procura trazar su propio camino. El joven Adonis quiere que la fama lo alcance por sus méritos como boxeador, no por el peso de un nombre/ marca patentado en los años setenta. Y la película misma, como objeto cultural, se propone algo parecido. Pero lo hace al titularse, precisamente, Creed. Es decir: no es Rocky, el padre cinematográfico; es Creed, el hijo pródigo. Lo más interesante de la película es cómo vincula lo narrativo con lo metanarrativo: Adonis lidia con la pesada herencia de Apollo de la misma manera que el film Creed lo hace con la carga simbólica del clásico Rocky. ¿Y cómo se logra semejante hazaña? Al aceptar el legado de los padres, sin por eso dejar de renovar. La película abunda en citas a las recordadas peleas de antaño. ¡Adonis hasta las mira por YouTube! Y el veterano Stallone no aporta un mero cameo, sino que participa como uno de los protagonistas, un zorro que sabe más por viejo que por zorro y que entrena al inexperimentado Adonis para luchar contra un supercampeón británico. Pero, al mismo tiempo que vuelve sobre la Rocky de 1976, esta nueva versión 2016 genera un clima distinto, más cinético, y construye un personaje principal con una historia de vida que no se parece tanto a la del Balboa de Stallone. En este sentido, Creed: Corazón de Campeón se asemeja a la última de Star Wars, como apuntó el crítico Diego Lerer en una reciente columna. Si el sistema hollywoodense actual se mantiene a flote sobre la balsa de sus personajes y franquicias más reconocibles, es destacable que estas dos películas, en vez de hacerse las distraídas, se enfrenten a esta serialización del cine y, como en una sesión terapéutica a gran escala, busquen una identidad moderna pero siempre en el contexto (reiterado, resaltado) de sus antecesores. No se trata, obvio, de tirar la torta por la ventana y arrancar de nuevo, de generar arte rebelde. Son propuestas comerciales para el consumo masivo. Pero intentan darle alguna vuelta de tuerca a los esquemas cada vez más estrechos del mercado globalizado. Y lo hacen no a pesar sino a través de las directivas del pasado.
A esta altura del partido, hacer una película en una sola toma es casi un cliché, aunque la audacia de la propuesta no deja de sorprender, más cuando, como en este caso, no se trata de distintas tomas encadenadas digitalmente (como fue el caso de Birdman) sino de un verdadero recorrido continuo de más de dos horas. La hazaña no es novedosa -ya la lograron, con aún mayor audacia, Timecode, de Mike Figgis, y El Arca Rusa, de Aleksandr Sokurov- pero todavía conserva la emoción del funambulismo: ¿podrán llegar los intérpretes hasta el final del metraje, o se caerán en el vacío de un error? La toma interminable se convierte en un repositorio de incertidumbre y angustia, a medida que los minutos apuntalan nuestro nerviosismo. El director Sebastian Schipper aprovecha este efecto para contar una historia de cinco jóvenes europeos, quienes se sumergen en los bajos fondos del crimen. La protagonista, Victoria, es una joven e ingenua española que atiende una cafetería berlinesa. Durante una noche de fiesta, conoce a cuatro alemanes, con los cuales, bajo la luna, comparte tragos y anécdotas en la terraza de un edificio. Pero el pasado criminal de uno de ellos, cuando despunta el sol, termina por enredarlos a todos. No es un film destacable por su trama o sus personajes, todos funcionales al genérico esquema narrativo. Ni la española ni los alemanes dejan de ser envases más o menos vacíos, capaces de ser resumidos en pocos adjetivos -el simpático interés romántico, el iracundo ex convicto- y que existen antes que nada para girar los engranajes de la historia, que tampoco le agrega mucho a la tradición de películas sobre atracos. Pero es indudable la habilidad con la que Schipper y su camarógrafo Sturla Brandth Grøvlen ponen su única toma al servicio de las exigencias del género: la llegada de la hora señalada, la euforia del instante de felicidad, el peligro de una fuerza policial omnipresente, la agonía de un viaje hacia un destino incierto. Lugares comunes de este tipo de películas, dinamizados por el simple hecho de que no podemos escaparnos de la toma por la puerta de atrás del corte…