Sería muy fácil reducir Memoria de la sangre a su contenido más visible: la vida de Jacques de Mahieu. También sería más cómodo relegar el documental al procedimiento más discutible, la dramatización de un proceso de investigación. Sin embargo, se cometería una gran injusticia. La película de Marcelo Charras es un objeto fascinante que encierra varias capas. La primera, por supuesto, se vincula con el personaje en cuestión. “De su vida en la Argentina, solo quedan pocos rasgos” dice la voz en off que guía este viaje hacia el pasado entre las sombras de bibliotecas y archivos fílmicos diversos. A partir de la búsqueda, nos vamos enterando de quién fue Mahieu, desde su adhesión al nazismo hasta su llegada a la Argentina con Perón en el gobierno, pasando por su proscripción a partir de 1955, motivo por el cual realiza diferentes viajes por países latinoamericanos. De esa experiencia nacerá gran parte de sus tesis. Una de ellas cobra fuerza, a saber, que las culturas precolombinas tienen un origen en común con las nórdicas, trabajada en uno sus libros más famosos, Vikingos en América. De este modo, se justificaría la cantidad de leyendas indígenas que hablan de “hombres blancos con cabellera de sol”. La vida del pensador avanza según los tiempos mismos que trabaja Charras a partir de un montaje notable, capaz de encerrar el núcleo expositivo-ideológico del francés paralelamente a la puesta en escena de la misma investigación. Y es en esta atmósfera de misterio que se teje el relato. Al principio vemos a la dupla ficcionalizada del librero y el detective. El primero le habla de mantener ciertos códigos con respecto a develar las fuentes: “Nunca se cuenta el origen de un libro”. Ese marco será fundamental, la piedra fundacional de un itinerario de paradas intrigantes donde aguardamos siempre un dato más para el asombro. La principal será en Ciudad Evita, el lugar donde vive Xavier, el hijo de Mahieu ,con su mujer. A partir de este momento, el fantasma del padre parece utilizar como vehículo el cuerpo del hijo y los testimonios de uno abren aristas impensables para comprender varias cosas. La primera gira en torno al meollo de un sistema de pensamiento cuya elegancia de enunciación no puede evadir las implicancias que genera. En palabras más concretas, estamos hablando de un adherente al partido nazi encastrado en el peronismo, no solo porque fue amigo del general sino porque estaba convencido de que el justicialismo podía ser la versión del nacional socialismo contra las corporaciones capitalistas. La superación llegaría para Mahieu en la figura de Evita, la verdadera revolucionaria, capaz de integrar estas ideas con el pueblo. Dentro de este orden de conjeturas que dejaría perplejo a más de uno, se suma la teoría de que Ciudad Evita se construyó a partir del rostro de su líder y que parte del mapa devela un saludo nazi hecho con el brazo. No es una novedad que Argentina es un crisol de mitos, idolatrías y odios, pero sí que aún continuemos sumando relatos que no hacen más que añadir aristas al teatro del dolor que es nuestra historia. Esta tensión ideológica entre lo que se muestra y se escucha la deja en evidencia Xavier de Mahieu cuando dice frente a cámara que su sueño es que el padre sea conocido como pensador, escritor y científico y que no se queden los espectadores con el hecho de haber participado en la Segunda Guerra Mundial apoyando a las potencias del Eje. El tema es cómo disociar una cosa de la otra. Memoria de la sangre es también un documental acerca de cómo un hijo debe lidiar con el fantasma paterno y de cómo un documentalista debe poner distancia frente a la moral que encierra su objeto de estudio. Si hay un aspecto sobresaliente es que, al igual que en el Film Noir, todo se cocina entre las sombras, solo que aquí no hay solemnidad alguna en la construcción ni de quien investiga como de quien es investigado. Por eso, podemos ver al protagonista preparándose unos fideos mientras observa los videos que preparó Mahieu para la posteridad. Por otro lado, la búsqueda se despoja de todo indicio de modernidad berreta (tipos googleando o consultando por internet). Al contrario, parte de un método entrañable: internarse en librerías, perderse en bibliotecas, estar librado al azar. Los libros son protagonistas y especialmente uno que forma parte de la trama secreta que da origen al título, el último eslabón del pensamiento de Mahieu, el indicio culminante de un viaje cuya pasión, pese al tono desangelado, se contagia. Así como el mito es más fácil para movilizar a la gente, en el cine lo será para sacudir a los espectadores, quienes podrán lidiar con la historia de un hombre que, además de nazi, era un pensador libre. Y su destino no podía ser otro que la Argentina, el reino de los oxímoros. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Mucha agua ha corrido bajo el puente a la hora de retratar la miseria y la marginalidad en Latinoamérica, un debate en torno a imágenes y representación que sigue vigente. Frente al discurso prevaleciente que elige la fuerza discursiva de tono político, los directores de Arábia eligen una puesta en escena cuyo tono aletargado, moroso, se presenta como una alternativa diferente. Hay algo así como un marco en la película que abre una dimensión social desde lo privado. Un obrero llamado Cristiano, de frondoso prontuario, tiene un accidente en una fábrica de un barrio industrial de Ouro Preto, Minas Gerais. Una enfermera voluntaria le pide a uno de sus protegidos que busque documentos y ropa en la casa del joven convaleciente, hecho que lo ponen en contacto con unos cuadernos donde Cristiano cuenta su vida. Entonces accedemos a las imágenes que derivan de ese diario, un ejercicio de taller teatral. Al principio, la escritura niega su mismo acto de enunciación debido a las dudas que manifiesta el propio Cristiano, amparado en su falta de instrucción (como si se tratara de un personaje picaresco al estilo de Lázarillo de Tormes, que debe responder ante una autoridad), hecho que pronto se disipará porque si hay algo claro en la película es que la única fuente posible de historias es la experiencia callejera, los viajes y sus consecuencias, independientemente del status social. Claro está, si la materia es un diario íntimo, debe existir ese lector que lo descubra y se sienta fascinado, como ocurre en este caso. El haber aludido al accidente del protagonista al comienzo es solo una estrategia narrativa que abrirá un mapa de preguntas provisorias ya que el encanto del relato nos hará olvidar momentáneamente la cuestión. Desde esta perspectiva, las imágenes ofician como un encantamiento similar al mismo acto de lectura que se realiza de la escritura. Pero hay otras implicancias porque, a partir de este marco, el relato construido desde lo privado será una vía simbólica y política que funciona como alegoría del desarrollo económico de la región en desmedro de las relaciones laborales, fundada en la explotación de los grandes granjeros. La diferencia es que dichas tensiones son mostradas desde una óptica alternativa donde una mirada intimista desplaza el foco de conflicto (no por desinterés, sino porque no hay nada que hacer al respecto, un gesto de absoluta resignación) y se concentra en el itinerario del protagonista por diversos lugares, retratando fundamentalmente rituales de supervivencia y evitando la épica característica en esta clase de filmes. De allí la morosidad de su tono contemplativo, de planos fijos que contrastan con la dinámica de la dialéctica de la lucha de clases. Allí, donde se supone deberíamos asistir a una confrontación discursiva propia de un campo de tensión ideológica, encontramos una puesta en escena que muestra lo contrario y que, en todo caso, repara en valores de camaradería (la música) y solidaridad (en un mundo de restos vinculares). Claro está, la fugaz felicidad convive con otros momentos de inevitable violencia. Mientras tanto, todos tienen derecho a una voz, a un relato. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
El cine es un espacio de catarsis y de identificación. Aún hoy, en medio de constantes distracciones, somos capaces de seguir metiéndonos en la pantalla durante un par de horas para reír, llorar, sufrir, gozar, o huir. Si uno es padre, va a ser difícil que se ponga en pose piedra con Beatiful Boy, la película de Felix Van Groeningen; si no lo es, creo que también. Oponerse a la emoción en una película es ejercer una vigilancia innecesaria, tan inútil como cuestionar que se derramen unas cuantas lágrimas cuando en E.T. una bicicleta se eleva hasta la luna, o en Cinema Paradiso el protagonista recibe un regalo inesperado que lo desarma emocionalmente. Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre estas dos películas y Beatiful Boy. Para el Spielberg de 1982 y el Tornatore de 1988, el cine es más importante que la vida; para Groeningen, el mundo está por delante. De manera tal que, nadie derrama lágrimas dos veces sobre el mismo río. Si uno mete la cabeza en un balde de agua fría, pasado el estado de conmoción, descubre algunas trampas o gestos propios de una trama desdoblada. La primera es de carácter universal y versa sobre los vínculos entre padre e hijo con dos actuaciones maravillosas de Steve Carrell y Timothée Chalamet (que la viene rompiendo estos últimos años); la segunda es más sospechosa y tiene su origen en quienes patrocinan (Amazon), como si existiese la imperiosa necesidad de que haya bajada de línea o educación en valores. Se sabe, esto ocurrió siempre. Las historias con adicciones de procedencia industrial no puede evadir el mensaje. Le pasaba a Billy Wilder en 1945 con Días sin huella y le pasa a Groeningen hoy. Pero también hay diferencias insoslayables. En el 45 había que ser insidioso de manera solapada para combatir las demandas y las restricciones de los productores (a menos que uno fuera Orson Welles). La primera escena es elocuente. ¿Cuál es la manera que tiene Wilder de decirnos que no hay salida frente al alcoholismo (más allá de la obligada moralina de la época)? La respuesta es visual. Mientras Ray Milland se prepara para ir a rehabilitación, vemos una botella colgada con una soga en la ventana del lado de afuera. Apenas se vaya de esa habitación su cuñado, el tipo recogerá el botín. Con una imagen el viejo zorro lo ha dicho todo: no hay salida. Como dijera Borges: “El estilo directo es el más débil. La censura puede favorecer la insinuación o la ironía, que son más eficaces”. La solución de Groeningen para con su joven adicto es discursiva. En una de las peores secuencias, el padre ingresa a la habitación del hijo, revisa sus cuadernos con dibujos y los mira con miedo. La cámara desdibuja el contexto por un momento y fija la atención en el supuesto carácter siniestro y nos induce a verlos no como creaciones artísticas sino como engendros de una mente enferma (nótese la música que acompaña ese instante). De nada sirve que en otro segmento, el chico haya dicho que “Bukowski me salvó la vida”, porque a esas elecciones, Groeningen le opone torpemente un punto de vista moral. Es capaz de construir personajes sólidos y al mismo tiempo derribarlos como a un castillo de naipes. Lo anterior obedece a esa doble trama que, también, manifiesta intenciones diferentes. Cuando se desarrolla la relación familiar, se respira una tristeza legítima. Es la tristeza de dos fantasmas en vida con tiempos diferentes. El del padre, imposibilitado de comprender lo que ha ocurrido con su pequeño (el pasado se le incrusta a cada rato), y con la necesidad de saber. Luego, el del hijo, que no puede explicarlo. Mientras tanto, la brecha afectiva entre ambos se abre, se quiebra, se reestablece y vuelve a caer. El proceso es doloroso, como la distancia que se materializa en el rostro de Carrell y la impotencia de Chamalet para conciliar el placer por las sustancias y el amor a la familia sin sentir culpa. Si hay algo interesante es que la película destierra cualquier tesis sociológica barata o determinista. Se es adicto porque se disfruta. Luego, están las consecuencias. Y aquí empiezan los problemas. La segunda trama, la de la investigación del padre pinta como concesión. El personaje de Carrell inicia un periplo detectivesco porque “quiere conocer al enemigo que debe enfrentar”. Busca en Internet, consulta a especialistas y se pone en contacto con otros adictos en la calle. Aquí es cuando invade el cuarto de su hijo, revisa, toca sus cosas y lee sus anotaciones, acciones todas que son escenificadas en un contexto moral sostenido a partir de tres decisiones cuestionables. La primera es la alternancia narrativa que fractura el relato y contrasta la felicidad del pasado con el tormento del presente (cosa que caiga como una piedra en los espectadores), un recurso bastante usual últimamente en las carteleras de cine: cuanto más se incide en la linealidad de la historia, más cool parece (se lo debemos a próceres de la chantada como González Iñárritu, entre otros); la segunda tiene que ver con la utilización de la música. Hoy también está de moda prender la rocola. Hay algunos que lo hacen muy bien (Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson) y otros que son un desastre (David O. Russell). En Beatiful Boy, Groeningen inyecta rock, pop, punk, todo el tiempo. Desde el título mismo (con alusiones permanentes a Lennon), pasando por los pósters que adornan la habitación del pibe (Nirvana, Metallica, Bowie), hasta la inclusión frecuente de canciones indie. El mayor inconveniente es que su uso resulta, cuando no destinado a subrayar las situaciones como si fueran emoticones sonoros, arbitrario, caprichoso por acumulación. Por último, la tercera maniobra la constituye ese momento de lucimiento personal del director por sobre la historia, el escalón más degradante donde encuadra e ilumina prolijito al chico en estado de sobredosis tirado en un baño. Es el punto culminante de esta segunda trama, la de la bajada de línea disfrazada de información. Como corolario, habrá unos carteles al final con estadísticas y otras yerbas innecesarias. Todo tiene un precio cuando se filman esta clase de historias financiadas por corporaciones. El mensaje es uno de ellos. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
DOBLE VIDA En Plaza París hay dos mujeres, dos historias, dos mundos sociales contrapuestos, pero también una película con dos partes. La primera se concentra en la relación de Gloria (excelente Grace Passo), una empleada que trabaja como ascensorista en una dependencia del Estado, y Camila, su terapeuta (la no demasiado convincente Joana de Verona). El consultorio es un espacio que traza un pacto de confidencia entre ambas y también el lugar donde se neutralizan las diferencias de clase. Siempre es más cómodo escuchar un relato, por más terrible que sea, a enfrentarse a la realidad propiamente dicha. Lucia Murat elige los planos cerrados en este primer segmento en el que se destaca la intimidad como sello y privilegia la fotogenia de las miradas de Gloria, cuyos ojos dicen mucho y uno sospecha que esconden tantas otras. A ese consultorio se le suma otra geografía de encierro, la cárcel donde se encuentra Jonas, el hermano de Gloria, quien cumple una condena por matar al padre abusador en defensa de su hermana. Ambas instituciones comienzan a demostrar sus falencias y la directora las pone en evidencia con breves pinceladas donde el maltrato, la discriminación, la indiferencia y el fanatismo se presentan como signos fuertes de una sociedad camino al cadalso. El resultado inmediato es el miedo y la violencia. Cuando la película se abre a la realidad más allá de las cuatro paredes, Joana es incapaz de enfrentar el mundo de Gloria y es presa de una paranoia que la invita a alejarse del caso. Esta cuestión habilitará la trama de intriga, la más floja. Sin embargo, el inconveniente narrativo alimenta la máxima virtud de Murat, a saber, el hecho de meternos en una inquietud, en una plataforma de incertidumbre cuya atmósfera pesada se corresponde con la situación política actual de Brasil. Le bastan algunos planos para transmitirlo, y lo hace realmente bien. Y ese cuadro de inestabilidad se focaliza en este segundo tramo desde el punto de vista de la portuguesa blanca, una profesional que no podrá asimilar ese otro mundo que la desborda y al cual verá como amenaza. De este modo, se resquebraja su noviazgo con el argentino interpretado inverosímilmente por Marco Antonio Caponi, y su mundo personal y profesional comienzan a desmoronarse a medida que se agiganta la sensación de miedo que le provoca la imagen de Gloria y el poder del hermano preso. Las películas son hijas de un contexto y, tal vez, en un futuro no muy lejano, esta historia de Murat pueda leerse como un síntoma político actual sin que ello desmerezca su poder cinematográfico, sobre todo en el armado de ciertos planos descriptivamente potentes para dar cuenta de una realidad “crónicamente inviable”, como sostuvo alguna vez un excéntrico compatriota llamado Sergio Bianchi.
Conocimos a Jafar Panahi en ese momento de dicha cuando el cine iraní nos deslumbraba en las salas gracias a programadores más interesados por descubrir qué pasaba en todas partes del mundo y no solo en los festivales “prestigiosos”. Fuimos testigos de grandes películas, entre ellas, El globo blanco, El espejo y Crimson Gold. Lamentablemente, en el año 2009, Panahi fue arrestado y sufrió diversas persecuciones de la República Islámica de Irán, hecho que lo obligó a filmar en medio de la clandestinidad. De este modo, sus títulos más recientes (Esto no es un filme, Taxi, Closed Courtain) han llegado a Occidente de manera secreta y mantienen una interesante tensión entre lo que podríamos llamar “un ejercicio” y una película. Contribuyen a esta idea la misma imposibilidad de que un director controle y disponga libremente de los materiales que necesita para plasmar sus ideas y el esfuerzo por potenciar los mínimos recursos. Al mismo tiempo, genera admiración la valentía por desafiar a la censura y, sobre todo, desde un lugar de vitalidad, lejos del resentimiento y bien cerca de la creatividad inagotable. El mismo Panahi nombraría a una de los títulos de esta etapa como Esto no es un filme, una sincera declaración al estilo de “hago lo que puedo” (más allá de la sobrevaloración crítica). No obstante, como todo período, hay un momento culminante y acaso Tres rostros sea la confirmación de un método depurado, más pensado y ligeramente complejo. En el principio aparece una imagen. Y es una de las tantas imágenes que forman parte de nuestro universo de multipantallas, correspondiente a un celular. Una mujer desesperada envía un mensaje a una actriz. Dice que es su única esperanza para sacarla del tedio y la traición familiar y que la han engañado. Le prometieron que si se casaba podría estudiar en el conservatorio, pero no fue así. Su historia es similar a la de Sor Juana Inés de la Cruz, pero a diferencia de ella, que eligió el convento, la mujer escoge una horca. Corte. Un suicidio, un pedido y un misterio. Inmediatamente pasamos a la interlocutora obligada del video, una actriz conocida de televisión que se siente agobiada por la transferencia. Estamos ahora en un auto (esa especie de sala para el cine iraní) y mientras vemos su rostro (el segundo de los tres rostros en cuestión), escuchamos a Panahi fuera de campo. Ambos conversan. “Todo parece tan real” dicen e introducen con naturalidad uno de los pilares del realizador (y de su admirado colega, Abbas Kiarostami), la vinculación entre puesta en escena y realidad, maginificada en este caso por la mediatización tecnológica cuyos límites imprecisos ponen en jaque nuestra credibilidad. Este será el gancho policial de la trama, paralelo a un discurso metaficcional: qué es lo que vemos y qué tanto de realidad existe en ello (igual que el cine mismo de Panahi, hacedor de engaños en medio del encierro). Ambos miran el video una y otra vez, lo inspeccionan hasta con ojos profesionales, a través de la noche y dispuestos a emprender un viaje para descubrir la verdad. Hasta que se hace de día y entonces vemos por primera vez el cuerpo regordete con anteojos del director, la imagen icónica del gran Panahi. Comienza el viaje y, por ende, la película misma. Viaje y cine son sinónimos para los grandes directores iraníes. A través de la ventana/pantalla desfilan entidades que son recreadas con la cámara, transferidas a nuestra mirada con una lógica especular engañosa y que enriquece las posibilidades mismas del cine como lenguaje y como registro. A medida que los dos recorren ese valle de múltiples villas, con sus rituales y creencias, asistimos a las problemáticas de una región sumida en el olvido, pero también a un feroz orden patriarcal donde la mujer es confinada al ostracismo. El tercer rostro estará ausente. Una mujer mayor, que ha dirigido películas en algún momento pero que ha sufrido el desprecio de sus colegas por ello, vive encerrada en una humilde casita donde lo único que quedan son palabras de resentimiento y tristeza. Es el segmento melancólico de esta road movie, su estado natural pleno, un instante de suspensión temporal propio de los grandes directores: Panahi espera durante la noche en la camioneta mientras vemos en profundidad de campo la tenue luz del espacio de reclusión. Su compañera le pregunta si quiere a algún lado, y él responde “Estoy más seguro aquí que en cualquier otro sitio”. El mismo lugar para dos personas destinadas a padecer la censura. Panahi se reconoce en esa mujer que no ve pero presiente. Momento sublime. El viaje como movimiento sinfónico que alterna entre solos y pares, se cierra y confirma verdades e imposturas, sin embargo, más allá de la trama, lo que prevalece es el cine en su más alto estado de pureza (tal como lo soñó Bazin), un baño de realidad que evoca a Kiarostami con un último plano que nos devuelve a tantas películas de uno de los directores más entrañables que nos ha dado la historia. Uno no tiene más que agradecer a Panahi por esto. Esto sí es un filme. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
SIN ALIENTO Hay temas importantes en One Shot, de Sergio Mazza (curiosamente, estrenada una semana después de Vergara). Se habla de la transexualidad, de la discriminación, potenciada en el interior de una provincia, y del desarraigo. El problema es cómo. Son algunas decisiones las que perjudican el resultado final de la película cuyo efecto es, por lo menos, kitsch. No está nada mal que un cineasta se corra de los lugares comunes del porteñismo abúlico y del cálculo hinchado al que nos tienen acostumbrados gran parte de las producciones locales. Sin embargo, resulta poco empática una propuesta que parece filmada con desgano, una especie de material en crudo sin sustancia y con actuaciones dudosas, a veces, al filo del ridículo. Marita es una mujer transexual que vive en un pequeño pueblo de Entre Ríos. La decisión de cambiar de género ha modificado su entorno familiar y laboral. Al mismo tiempo, su coraje colisiona contra la violencia y la indiferencia de un universo incapaz de aceptar su elección. En una de las pocas líneas sagaces de diálogo, alguien dice “mi familia es open mind pero no lo podemos sostener empresarialmente”. Es el mismo tipo que más adelante obliga a Marita con un arma a firmar un acuerdo para que deje la escribanía en la que ha trabajado toda su vida junto con su ex mujer, Mercedes, también incapaz de asimilar su nuevo cuerpo. Solo su hija y sus nietos comprenden (hasta ahí) la nueva realidad. Si la película se hubiera circunscripto a ese conflicto (con un poco más de garra) las cosas habrían sido diferentes, pero insólitamente Mazza traza una historia paralela con un chino cuya vida como repositor en un supermercado lo mantiene en un estado de alienación inaguantable, por lo que busca nuevos rumbos laborales y de satisfacción personal, sin resultados convincentes. La invitación para asociar las dos vidas y un encuentro fortuito al final son esfuerzos por atar un relato que se deshilacha constantemente. Despojados de emoción, los personajes carecen de desarrollo dramático, como si fueran marionetas en un universo fílmico que no se decide si ir por el documental o la ficción y no porque exista tensión sino más bien apatía. Fumar un porro, ver tele, revolver los fideos en un plato, son signos banales en medio de una inexpresiva cotidianeidad que no se sabe bien hacia dónde dispara. Un recurso narrativo que utiliza el director consiste en insertar carteles verbales a medida que transcurren situaciones. El uso es de una arbitrariedad tal que, en el mejor de los casos funciona como una parodia de construcción guionística, y en el peor, como complemento explicativo de la temática abordada. En la primera variante, el ejercicio lúdico incluye observaciones del estilo “la historia de este personaje no se desarrollará”; en el segundo, se aportan estadísticas innecesarias por el grado de obviedad, dado que las mismas imágenes ya hacen su trabajo. Más allá de algún momento intenso y de la curiosa interpretación de María Laura Alemán, One Shot carece de ritmo, de pulso y se acerca en su mayor parte (pese al compromiso ético que manifiesta) a una telenovela berreta.
Marcelo Vergara se lleva bastante mal con el mundo. Pero tiene sus motivos. Es capaz de pasar de la calma más absoluta a los ataques de ira del mismo modo que respira. Es como la película: parece que va a derivar en estallidos, que su destino es el caos, sin embargo, colisiona contra un muro minimalista, un pilar cuyo registro pasa por el humor y el absurdo. Si exige algo no es una carcajada, más bien esa sonrisa trabajada desde una complicidad con el espectador que no siempre funciona si cae en manos equivocadas. Mazza lo sabe, y a pesar de dos o tres situaciones fallidas, el resultado general es por lo menos simpático. Quien le pone el cuerpo a Vergara es Jorge Sesán, siempre recordado como uno de los chicos de Pizza, Birra, Faso (1997), la película que disparó el paradigma del llamado “nuevo cine argentino”. Veinte años después, las cosas no han mejorado para la Argentina: continúa la marginalidad, la pobreza alcanza índices astronómicos, la corrupción está enquistada en todos los huecos habidos y por haber y el destino nunca ha sido más incierto. A Vergara lo echan de la radio, su legítimo amor, y anda por Rosario con su mochila pelándose con la gente. Vive en una especie de refugio donde la música y el cine se cruzan como guiños. Un poster de Taxi Driver nos conecta con la alienación urbana del protagonista, mientras que el Jazz marca el rasgo de espontaneidad de una historia que se arma con la continuidad de viñetas, silencios y miradas, más cercana al universo de Rejtman que de Caetano, y que coquetea con Kaurismaki y la música de Krzysztof Komeda para Polanski. De modo tal que Vergara (como nosotros) no encaja en un mundo de muñecos, de poses. Lo único que lo motiva es una doble búsqueda, de naturaleza bien disímil: la laboral y la paterna. La primera le sirve para caer preso de un sistema que se sigue sosteniendo en el fraude y la viveza criolla; la segunda, de índole más espiritual, consiste en la necesidad de saber si puede ser padre. Por ello, su vida transcurrirá en un presente dilatado entre una biopsia testicular y las cajas que recibe en el puerto donde es empleado. Mientras tanto, intenta una relación con Laura, joven productora de la radio donde fue locutor y ahora continúa su amigo. La inmovilidad y la monotonía, dos signos posibles para una mirada enfocada en las grandes urbes, se construyen desde planos fijos y simétricos, más ligados a la caricatura. Por otro lado, la concisión narrativa a base de elipsis y la frialdad de los colores no derrocha empatía, sobre todo en la primera parte de la película. No tiene necesariamente que entenderse esto como un rasgo negativo ni definitivo. Hay algo, a medida que transcurren los minutos, que nos lleva a querer un poco las obsesiones de Vergara, su carácter y sus acciones. Al final, la sonrisa se extiende unos centímetros más. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Hay planos que definen una película. Su ubicación suele ser estratégica. Es una forma autoral de marcar territorio, de trazar un círculo de pertenencia y de invitar al espectador. En Las herederas, la ópera prima de Marcelo Martinessi, el encuadre del inicio se construye a partir de la mirada de Chela, la protagonista, una mujer de sesenta años que espía detrás de una puerta y advierte cómo parte de su pasado se desintegra. Está obligada a vender los muebles y los objetos de su casa. Por ende, diferentes rostros burgueses exploran ese paraíso decadente como si estuvieran en un museo, pero para despojarlo. La casa ya no es la de antes y los signos del deterioro están a la vista en medio de una iluminación opresiva: empapelado roto, manchas de humedad, en definitiva, un universo reducido a colores fríos como la existencia misma de esta mujer cuyo rostro lo dice todo sin decir nada. El punto de vista de la cámara nunca soltará a Chela. Ver por detrás, asomarse, espiar y tener cuidado, no apresurarse, no delatarse por los impulsos, son las acciones/gestos que llenan su presencia, pero también es la invitación que se nos hace en tanto observadores de la historia y de la intimidad de una mujer atravesada por el miedo y por las dudas, pero fundamentalmente por el deseo. Uno de los aspectos más interesantes de Las herederas es su mecanismo de distracción, pensado desde el título. Todas las preguntas que nos hagamos acerca de las subtramas encontrarán sus respuestas fuera de campo. De este modo, nos enfrentamos a un plato lleno de secretos. ¿Es una película sobre una pareja de lesbianas mayores? ¿Por qué Chiquita cometió una estafa? ¿Qué motiva a Chela a vender sus cosas? ¿Qué esconde su personalidad? ¿Y qué vida es la que lleva Angy, la joven que estimula su deseo mientras Chiquita está presa? Todos los interrogantes están planteados, pero siempre es más fuerte el nivel de expectativas incumplidas. En otras palabras, lo que le da fuerza expresiva a la película es el silencio y la vida de la protagonista en ese estado de suspensión. Más vale aferrarnos al único nivel discursivo posible, el de los rumores. Tanto la casa como la cárcel están unidas por la continuidad de estos secretos. Mientras tanto, Chela vende su historia familiar e íntima. Suelta lo material y se descubre como sujeto deseante sin que ello garantice necesariamente la felicidad. Ahora, la extensión de su cuerpo es el auto que le sirve para ganarse la vida haciendo viajes. Allí suben viejas amigas pacatas que alguna vez supieron ocupar un lugar social privilegiado y ahora se conforman con mirar aún al espejo sus caras pintarrajeadas y asesinadas con cirugía estética. Es parte de una realidad política en la que no encuentran explicación y se espantan. El auto es el último signo de una cadena de significantes vinculados al cuerpo, a la existencia. Al principio, la duda invade a Chela cuando maneja con Chiquita al lado; luego, cuando conoce a Angy, la seguridad se va adueñando de su ser como conductora, pero lejos está de manejar al deseo. El excelente gesto contenido de la actriz Ana Braun va a la perfección con este mundo de discreciones donde es preferible aguantar frente a los tabúes y a las propias mezquindades. Martinessi capta muy bien esos elementos sórdidos y los vincula con equilibrio adecuado a la lógica de los espacios, de los gestos, para mantener la tensión erótica. Véase por ejemplo la importancia del cigarrillo para las mujeres que bordean el mundo de Chela, cómo Angy le enseña a fumar, y las miradas que se cruzan ambiguamente de modo constante. Toda la dimensión de lo no dicho y aquellas puertas que quedan abiertas en la historia son estimulantes, pero fundamentalmente la atmósfera que logra transmitir la situación de Chela, o cómo una mujer de sesenta años intenta reemplazar su existencia material (la casa, los muebles, la vajilla, los cuadros) por el mandato de su cuerpo. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
UN MUNDO SIN SOLUCIONES MÁGICAS Lo que le interesa a Darío Mascambroni no son las grandes historias, o por lo menos, no narrarlas de forma épica. Sí cierta predilección por las atmósferas y los desplazamientos. Al igual que en su película anterior, Primero enero, aquí también hay un viaje, un derrotero que debe seguir un pequeño Ulises de doce años llamado Tomás y la mochila de plomo que aporta posee un doble sentido. En el plano material es un arma que le han pedido que tenga por un tiempo, un hecho contado con naturalidad y sin escándalo, aunque la violencia implícita en medio de una realidad social adversa e ignorada por la política cobra una fuerza mayor que lo que se ve. Luego, en el plano moral, la carga se vincula con la muerte de su padre cuyo asesino sale de la cárcel. Toda la secuencia inicial que va desde lo general a lo particular es un pretexto para recortar al protagonista. Los movimientos de cámara buscan, no imponen, y es un rasgo ético para con el protagonista que se mantendrá a lo largo de la película. No se trata nunca de una intrusión y esto se sostiene a partir de pequeños indicios y angulaciones que respetan el punto de vista del chico. Los rituales de los pibes conducen a una serie de acciones cotidianas que trazan el universo social de Tomás, un ambiente donde hay que convivir con la indiferencia de los adultos, las instituciones y el miedo de los otros, de los que no se hacen cargo. Un aspecto interesante dentro del cuadro minimalista elegido por Mascambroni es el suspenso generado por el hecho mismo del traslado del arma. Tomás se desplaza por diversos lugares y uno sabe que en cualquier momento puede estallar (me hizo acordar a la bomba de Sabotage de Hitchcock). Sin embargo, lejos del afán sensacionalista, el director apuesta por el curso natural de los acontecimientos antes que por estallidos innecesarios. Asimismo, en este viaje de paradas negativas, acompañamos a Tomás para soportar la falta de comprensión de un mundo enfrascado en el individualismo feroz. Los adultos ponen reparos, hacen la suya. Abandonan. No hay gritos ni declamaciones, sino una dejadez suficiente para que comprendamos un estado de existencia en el que el héroe es anónimo y está a años luz de las versiones edulcoradas de sagas oportunistas al estilo de Harry Potter. En este mundo no hay escobas que vuelan ni magia posible, sino una supervivencia basada en el amor propio y la resistencia. El mutismo y la quietud (una pose recurrente) aquí encubren el dolor. Siempre hay en esta clase de películas un momento cuya intensidad no radica en el desborde. Tomás descubre la ropa de fútbol que vestía su padre y se mira al espejo. Por primera vez, la cámara se acerca como en ningún otro tramo, elige acompañarlo afectivamente en una escena clave, despojada de dramatismo pero con contenida emoción. Sin embargo, lamentablemente la felicidad es efímera y un encuentro con su abuelo (también evasivo) confirmará la tesis naturalista de la historia: no hay salida siempre que exista el pecado de omisión. El pasaje final es conmovedor. Un pequeño gesto de restitución familiar quiere, necesita desarmar esa tesis naturalista.
Desde sus primeras ficciones, pensemos en Afterflife – La vida después de la muerte, Hirokazu Kore-eda nos dice que los dramas existen pero que pueden ser abordados en medio de la gentileza y la solidaridad afectiva. La imagen de aquella anciana con sus macetas es la clave de su cine, más cercano al tiempo de la meditación y de la banalidad cotidiana, donde la muerte o la ausencia de un ser querido es el punto de partida para reestructurar vínculos familiares, sin excesos ni signos fatales. En este sentido, el japonés es “el realizador de la cordialidad”. Más cerca de Ozu, Naruse o Kawase, que de Kurosawa, Mizoguchi o los estrépitos genéricos de Kitano, Miike y Sono, por nombrar a algunos. El motor que activa la historia de Nuestra hermana menor es una muerte, un funeral y un encuentro inesperado. Las tres hermanas del matrimonio anterior del difunto conectan con la menor del título a la que prácticamente adoptan y se la llevan a vivir con ellas. A la muerte le antepone Kore-eda un universo femenino vital y la necesidad de reparar en las pequeñas cosas como motivaciones para seguir viviendo. El país del director no es el de la modernidad hipertecnológica ni el de la alienación capitalina, sino el de los trenes y los cerezos floridos. Por ende, lo más traumático que se puede presentar es un insecto en el baño. Dentro de ese mundo autosuficiente hay raptos de absoluta alegría: se disfruta de la naturaleza, se la observa y se convive con ella, se saborea un licor de cerezas o se comparte una comida con el tiempo necesario. Para ello, también se concibe una lógica en el encuadre donde la cámara se ubica en una posición y a una distancia suficientes como para preservar los movimientos y las presencias de los personajes en el cuadro, sin movimientos intrusivos narcisistas. Si hay algo que reconocerle al director es que nunca se pone por encima de lo que observa. Lo anterior, no obstante, no quita que en ese afán por dilatar esta concepción de la vida, no escatime en mecanismos reparadores un tanto abusivos, como por ejemplo la utilización de una música incidental que fuerza la empatía con lo visto o la ilusión desmedida de creer que todos en el mundo son buenas personas. De todos modos, estos pequeños pecados no apañan verdaderos momentos de placer, de contagio por respirar esas flores, sentir la brisa o mirar el mar como sus criaturas. Si hay algo que logra Kore-eda con sus películas es dejar una sensación de feliz melancolía a partir del transcurrir temporal en familias de clase media cuyos trabajos implican sacrificio aunque esta verdad no se grite nunca. Las hermanas Koda se desempeñan en situaciones laborales diversas pero que confluyen en una desazón controlada. A ellas se les suma Suzu, con sus trece años recién cumplidos y entonces se forma una nueva coraza protectora cuya sensibilidad femenina se destaca con un sentido comunitario evidente, sin necesidad de que los hombres sean una porquería. Los conflictos están en la película pero nunca sobrepasan la unión de las mujeres, la conservación de un espacio hogareño sagrado, el disfrute de los detalles y las caminatas por senderos arbolados o a orillas del mar. Que la falta de estridencia o de la sordidez habitual no confunda. El cine también es un espacio autónomo para una posible felicidad. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant