DE ENTRE LOS MUERTOS Paul Thomas Anderson es uno de los cuatro o cinco directores más estimulantes que la industria norteamericana tiene para ofrecer. Si hay una imagen que representa posiblemente el desarrollo de su filmografía es la de un embudo. En efecto, sus primeras películas corales progresivamente se fueron cerrando hacia un núcleo protagónico definido por la figura de una pareja. Amores extraños (Embriagado de amor), opuestos enfermizos (Petróleo sangriento, The Master, Vicio propio), hasta dar con el estado más depurado en El hilo fantasma, hipnótica y perfecta. Hay películas exquisitas que son un bodrio; hay otras, como El hilo fantasma, que engañan con su serenidad y esconden una negrura arrolladora. Ambientada en Londres durante la posguerra, en el universo de la alta costura, comprende un mundo tan elegante como la cámara de Anderson, un viejo zorro conocedor y retorcedor de los grandes clásicos. En este caso se perciben los aires de un romance gótico con aires de Rebecca de Hitchcock y La escalera de caracol de Siodmak. Claro está, no sólo de homenajes y referencias vive Anderson. La historia avanza como una marea en medio de ambientes fantasmales, amores vampíricos y costumbres de alta gama. En este mundo fetichista, el director construye con prolija obsesión una trama por cuyos intersticios se cuela una relación de poder, una plataforma de vínculos oscuros pero al mismo tiempo iluminados por la sutileza del humor y la elegante desidia de dos seres humanos que confrontan, que pugnan por un espacio de poder que excede los rangos sociales de cada uno. Alma no se resigna a ser una más en la galería de mujeres que transitan por la vida de Woodcock y éste se sentirá envuelto en una relación de ribetes espectrales, será la víctima del yugo femenino (además del recuerdo de su madre). Y lo que es más importante, aceptará el rol que le toca. Párrafo aparte para ese animal de actor que es Daniel Day Lewis en el papel de Woodcock, maestro de la alta costura británica. Su composición es perfectamente mesurada: no hay un gesto que sobre ni un movimiento que falte. Dentro de ese bloque monolítico que define su personalidad y su prestigio, está el niño que se ríe a causa de la magnífica ironía que le depara el destino: la aparición de Alma, la pueblerina mujer capaz de tenerlo bajo su pulgar. Desde el casual primer encuentro, hay una larga cadena de pequeños duelos gestuales y verbales sostenidos en perfecta armonía. La música vuelve a ser un factor decisivo para el director, anclada en una trama que se teje al mismo tiempo que los vestidos que diseña el protagonista. La extraordinaria composición de Jonny Greenwood es el reloj que mide las acciones aletargadas, las atmósferas y, sobre todo, los pasajes en los que los amantes parecen reírse por formar parte de un universo que escapa a toda lógica convencional. Porque, en efecto, ¿qué es lo que se esconde detrás de la fachada humana sino un halo de hermosa perversidad, oculto como las inscripciones en los interiores de los vestidos? Hacerlo visible sin estallidos y huyendo de los clisés del qualité es uno de los grandes aciertos de Anderson, a través de primeros planos ensoñadores, nítidos, refulgentes, encuadres cuidados (pero no arbitrariamente) y un sentido de la puesta en escena que integra a los personajes perfectamente. Hay que ver con qué meticulosidad y amor los gestos y los actos de cada uno de ellos se relaciona con el mundo del que forman parte, atravesado por el imaginario ambivalente de los cuentos de hadas, sobre todo a partir del valor que cobran los objetos materiales y los lugares prohibidos, sean llaves, hongos, habitaciones, vestidos, retratos, entre otros. Y sobre todo, porque al igual que los relatos maravillosos, debe haber un narrador que evoque los hechos para que estos sean posibles, para que se transmitan de boca en boca. Y allí está Alma, contando la historia frente al fuego ante un interlocutor expectante. Como también es notable la inclusión de una celosa guardiana (Lesley Manville), que remite a esa ama de llaves, de rostro imperturbable y conocedora de los secretos inconfesables. La poesía tiene que ver con la cadencia, con la lentitud. La poesía está acá, en una morosidad que nunca es decorativa ni gratuita sino cómplice con la misteriosa naturaleza de las relaciones humanas, ese hilo fantasma que la mayoría llama amor.
Verano de 1983, en algún lugar del norte de Italia. Decir esto o el paraíso es más o menos lo mismo. Un profesor arqueólogo vive con su mujer y su hijo de diecisiete años unas vacaciones que simulan atemporalidad. Son franceses y residen allí, entre libros, música y piezas de arte. Parece el hogar perfecto, una consumación del placer intelectual en medio de la naturaleza ideal. Elio se llama el chico y su rutina se ve afectada con la llegada de Oliver, un investigador inglés invitado por los padres. El arribo del extranjero despierta la tensión erótica que, en principio, parece afectar a más de uno. Su presencia corporal materializa las sucesivas figuras humanas antiguas que desfilan en los créditos iniciales y despierta el deseo. No es una llegada perturbadora como la de Teorema de Pasolini, pero sí suficiente para trabajar la tensión homoerótica sostenida a partir de gestos, caricias y otros acercamientos fetichistas. La progresión en la relación de Elio y Oliver es mostrada desde una exquisitez capaz de no alterar las buenas conciencias en el seno de la industria, y mucho ha tenido que ver seguramente el guión de James Ivory, siempre propenso al cine de calidad. En todo este tramo de búsquedas torpes y desesperadas, el joven Elio es el enamorado que espera algún signo revelador, el que indaga su identidad y la pone a prueba, y quien se percata de una las verdades humanas más crueles: se puede saber de todo intelectualmente hablando, hasta ser un artista, pero ello no implica saber algo siquiera acerca del amor. Este síntoma lo carcome por dentro: él sabe, nos dice, pero no sobre lo que verdaderamente importa. De allí su tormento frente al deseo que siente ante Oliver, una figura que de manera similar a las imágenes humanas griegas que analiza con el profesor, se presenta en ese pueblo edénico como si retara a sus habitantes a desearlo. El deseo mueve montañas y el estado adánico de Elio se despierta. El acto sexual llega y la película acierta en el camino escogido. Primero, porque no se encierra en explotar la expectativa del culebrón en torno a si el secreto de la pareja es descubierto por los padres. Todo lo contrario: a una naturaleza ideal, le suma unos padres ideales, comprensivos, sensibles e inteligentes ¿Importa si esto es verosímil? No. Importa no caer, en todo caso, en la pacatería de la telenovela barata. Segundo, porque todo el segmento final se concentra en el vínculo de los dos, en sus pactos secretos (de allí el título) y de la inexorable cercanía del fin de la relación. En este tramo de la película los bordes se difuminan, las referencias enciclopédicas y artísticas se borran para concentrarse en la luminosa vitalidad del goce que, como se sabe, es totalmente efímero. Es, también, la hora de explorar el paraíso, de jugar, de bailar y disfrutar del acercamiento corporal, rituales acompañados por la fotografía de Sayombhu Mukdeeprom, colaborador ocasional de Apichatpong Weerasethakul. La espera valió la pena. Luego, lo que resta es el regreso al orden de lo real, reforzado en el extenso plano final con el rostro de Elio, entre el llanto y la risa sardónica mientras suenan los acordes de una canción de Sufjan Stevens. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA ÉPICA PIRATA O LA CARICATURA, ESA ES LA CUESTIÓN “Los actores son ganado”. Hitchcock lo dijo y armó un escandalete en el mundillo cinematográfico, pero en realidad estaba hablando de su propio método de creación: la película ya estaba en la cabeza, por ende, los actores sólo debían poner su talento ante los requerimientos del director. De allí la famosa anécdota con James Stewart en La ventana indiscreta poniendo caras sin saber exactamente de qué iba la historia. Y Hitchcock tenía razón. Darle rienda suelta a los actores en el cine (salvo excepciones) genera estos bodrios como Las horas oscuras, una sucesión de cartones pintados para que sepamos cuán grande es Inglaterra. Gary Oldman (que es un gran actor) ganó y seguirá ganando premios por esta interpretación mimética de Churchill, ridícula, exagerada, cercana a la caricatura, más parecida a un video clip de David Lee Roth que a una actuación verosímil. Ahora bien, despachada la cuestión actoral, ¿qué es lo que convierte a la película en un bodrio triunfalista? Primero, la pose qualité que adopta Wright con la cámara. Basta ver el principio para notar de qué modo se regodea en la exquisitez con un movimiento coreográfico y teatral que comienza en el parlamento y concluye en el sombrero de Winston bajo una iluminación de claroscuros. Luego, por supuesto, los discursos (a esta altura, lo menos interesante, a menos que uno busque documentales en Netflix y se empape de televisión, esa ducha adictiva contemporánea). Es decir, la excusa de un drama íntimo ya expresado en el título para contar un episodio de la historia a la inglesa, se desvanece con la grandilocuencia de una puesta en escena que exalta permanentemente la épica pirata. Sin embargo, ¿qué es lo que salva a la película del desastre? En principio, un extraño contrapeso que se opone a la importancia del Primer Ministro ante las circunstancias, una solapada dosis de humor caricaturesco, como si hubiera una necesidad de ofrecer un cuadro grotesco de la figura de Churchill que genera rechazo en quienes lo rodean y se traslada a los espectadores. Sin ir más lejos, la presentación del personaje, inmediatamente posterior a la escena inicial, se hace a través del detalle de un grasiento plato de comida (un signo que se opone a la formalidad del sombrero) para luego ver emerger desde la cama a Churchill recién despierto, con un vaso de whisky y un puro, lanzando órdenes y ruidos guturales. Esa presencia es la del bufón, la del protagonista de una comedia, identificado con un modo de vestir y de moverse que lo aleja de la estatua de bronce. Este hombre, que “tiene más poder que el rey”, tal como indica uno de los personajes, es también un tipo desagradable al que los demás miran de reojo, “un actor que está encantado con el tono de su propia voz”, como afirma otro de los del entorno político y teatral que construye el director. “Un cerdo”, dice su mujer, y él lo asume sin inconvenientes, de la misma manera que adopta un carácter autoritario con raptos afectivos hacia su secretaria (¿la secretaria de Hitler?). Por tal motivo, lo mejor es no tomarse demasiado en serio el didactismo en torno al triunfalismo y, en todo caso, perderse en esos lapsos de brutalidad expresiva; dejar a un lado la supuesta importancia de “la interpretación” de Oldman y reírse de lo grotesco de la situación.
SABOR A NADA Cuando comienza la película de Rubini, un pescadito asume la narración y un gato simpático recorre el ático de un pintoresco departamento en Roma. Estos dos indicios, que presagian cierta ligereza, se pierden inmediatamente cuando la cámara se mete para no salir más del interior de la vivienda. Más tarde, uno de los personajes dirá en algún momento que “no hay que temerle a los animales sino a los humanos”. Y la sentencia se cumple: la espontaneidad del principio le cede el trono a los trillados conflictos de dos parejas que aburren con su ballet dialéctico de poses y habladurías, en medio de gritos, histeriqueos y lugares comunes. Una vez más, los humanos dejan mucho que desear. Hablemos de amor transcurre en un único espacio dramático y la puesta en escena es pesadamente teatral, lo cual conduce al hastío. A diferencia de otros cineastas que incurrieron en la misma modalidad de encierro, aquí lo que prevalece es el texto como significante supremo, de manera tal que los cuatro protagonistas no son más que marionetas destinadas a sacudir verbalmente, cuando les toca, algún enunciado que haga avanzar la trama, tal como demandan los tiempos del teatro. Este excesivo cálculo ilumina las costuras de un guión bastante estereotipado y oscurece la posibilidad de ver un trabajo de cámara que alimente alguna esperanza de cine posible. Una pareja progre se desayuna con la ruptura de otra y desde ese momento cada uno de los integrantes tendrá su momento para esgrimir reproches, confesar infidelidades y exponer frustraciones. Más allá de dos o tres líneas astutas que despiertan algún esbozo de sonrisa, el resto no depara más que la sensación de claustrofobia y monotonía. La comedia es, tal vez, el género que más expuesto queda si no funcionan sus resortes. Y la película de Rubini nunca levanta, jamás se recupera del sopor que provoca la recurrencia y la falta de matices en sus personajes. Estrenos como éstos confirman la crisis de una cinematografía que supo albergar “verdaderos monstruos” y despiertan la necesidad de reverlos una vez más.
Dirección: Steven Spielberg / Guion: Liz Hannah, Josh Singer / Producción: Kristie Macosko Krieger, Amy Pascal, Steven Spielberg / Música: John Williams / Fotografía: Janusz Kaminski / Montaje: Sarah Broshar, Michael Kahn / Intérpretes: Meryl Streep, Tom Hanks, Sarah Paulson, Bob Odenkirk, Tracy Letts, Alison Brie, Bradley Whitford, Carrie Coon / Duración: 116 minutos. La pleitesía incondicional es un camino que recorre gran parte de la crítica. La necesidad de exaltar ciegamente los valores de una película como si se tratara de una ley es un ejercicio recurrente, sobre todo si se habla de Steven Spielberg, “el gran narrador norteamericano”, “el heredero de John Ford”, una especie de intocable a la hora de evaluar los resabios clásicos de la industria. Los categóricos seguidores del director de Tiburón son tan peligrosos como los que eligen a Godard para negar al resto. Lo llamativo del caso es que todos los elogios destinados a The Post destacan menos los fundamentos cinematográficos (que son escasos) y elogian el carácter más débil: su afán de prédica. Y lo cierto es que, además, se citan otras películas para sostener el supuesto revisionismo histórico (creo que no debe haber una sola crítica que no haya aludido a Todos los hombres del presidente de Alan Pakula). Bueno, mucho ruido y pocas nueces. The Post parte de un hecho apasionante y esto no implica que la forma en que lo aborda lo sea. Un hecho cuya naturaleza Jorge Luis Borges era capaz de recrear en cuentos como Tema del traidor y del héroe sin pudor o que Tarantino se permitiera explotar (literalmente) en Bastardos sin gloria o Django, dos autores que nunca le temieron al anacronismo y que se permitieron masacrar los géneros, y por ende, la misma noción de verdad histórica. Spielberg sustituye el anacronismo por la prédica a partir de una estética añejada. Los personajes, los periodistas que atraviesan la trama, lanzan diatribas sobre la libertad, la moral y otros valores que nunca se cuestionan. Y The Post confirma una vez más que cuando Spielberg se dedica a la prédica tiene más agujeros que un colador. Nunca se resigna a que una mirada, un gesto o un movimiento puedan valer por sí solos más allá de la exaltación patriótica o heroica. Aquí hay una escena clave donde el cine le cede el paso al discurso innecesario. Tom Hanks interpreta al director periodístico del diario y sabe que tiene una oportunidad única para publicar los documentos ocultos del gobierno, en medio de la guerra de Vietnam, ya que su principal competidor, el New York Times, no lo ha podido hacer por las presiones sufridas. Toda la tensión del caso es resuelta visualmente por el director en dos escenas. En la primera, los documentos están sobre la mesa y entre las penumbras de un hotel de carretera, Daniel Ellsberg, el periodista que se filtró para obtenerlos, se entera de que serán publicados. Inmediatamente pasamos a las penumbras del hogar de Ben Bradlee (Hanks). La cámara se aproxima al rostro y su mirada es elocuente, está en un aprieto de esos que definen una vida. Llega su mujer y advierte el estado de enajenación. Toda la tensión del momento se corta gracias a la pulsión explicativa y patriótica de Spielberg, quien resuelve la situación con un acercamiento hacia una foto donde la pareja comparte un sillón con los Kennedy. Por último, la línea de diálogo lacrimosa: “Esa foto me pone triste”. En efecto, los pocos momentos cinematográficos son interrumpidos por el imperativo patriótico, un gesto infaltable en el director, que no se conforma solo con los héroes, un vicio que en otros casos, como Munich, se acentúan con más obscenidad. The Post, lógicamente, es también una película hablada en demasía. Se podrá argüir que la naturaleza del tema lo amerita. Spielberg intenta contrarrestar la cascada verbal con una cámara nerviosa, con desplazamientos circulares que evidencien su presencia más allá de la mecánica estática del guión. Esto no impide que se mantenga lejos de cierta tendencia al teatro filmado y que los actores adopten posturas escénicas acordes. El personaje de Meryl Streep está más allá de todo. Su interpretación de Kay Graham al frente de la empresa deviene como una mezcla de La decisión de Sophie (aquel drama de Pakula de 1982) y La dama de hierro (Phyllida Lloyd, 2012), con un peinado y dicción afectada recuerdan a la Thatcher. Y si bien es cierto que sobre su figura recae una crucial determinación, calificar al filme de “feminista” por ello es tan intrincado como hallar una aceituna en un pan dulce, a menos que se deslumbren por ese plano tramposo en el que la protagonista sale de tribunales y desciende la escalinata en medio todas las mujeres. Se trata sin duda de otra de las exageraciones promulgadas por las mismas sentencias críticas que se emocionan por “la defensa de la libertad del periodismo de investigación” (en un país donde la prensa aliada con el poder inventa guerras) o que califican a The Post como un “filme político”, un argumento tan poco convincente como sostener que Spielberg es un mal cineasta. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
DEGRADACIÓN SOCIAL Hay un elemento distintivo en las películas anteriores de Colás: no miran al costado ni se hacen las sonsas. Films como Parador Retiro o Los pibes, más allá del dispositivo observacional, permitían leer el contexto, el momento social en el que se habían gestado. La primera, durante el ocaso de estos lugares de resguardo para personas en situación de calle, gracias a los drásticos recortes de la gestión macrista en la ciudad. La segunda, exacerbaba la cuestión del fútbol como experiencia de fortalecimiento social, pero con un dejo de enriquecedora ambigüedad: detrás del proceso de selección de los miles de chicos que se presentan con un horizonte de sueños económicos, también hay una feroz exclusión. Es decir, Colás observa con agudeza, se cuela por todos los recovecos de los espacios que escoge, sin embargo, deja intersticios para llenar. Esta sutileza, si se quiere, se diluye en Barrefondo, primera incursión del director en el territorio de la ficción a partir de una novela de Félix Bruzzone. Si en los documentales la visión estaba depositada sobre grupos humanos en marcos institucionales, aquí la historia gira en torno a Gustavo, un piletero que trabaja (en realidad soporta) a los chetos de los countries. El director no escatima en el trazo grueso a la hora de mostrar los gestos y las actitudes de esta gente, pero también es cierto que alguien lo tiene que hacer en el cine argentino, más propenso últimamente a las elipsis acomodaticias. El protagonista en cuestión aparece encerrado entre dos mundos, el de los ricachones con delirios de poder y de grandeza (uno de ellos, que se cree poeta) y una estructura delictiva que no es otra cosa que el resultado de lo anterior. El factor en común es el desprecio de clase y la degradación en una sociedad que está podrida en la mayor parte de sus rincones. Tamaña sordidez es equilibrada por la pericia narrativa de Colás y el timing que despliega en la sucesión de secuencias, como en la inclusión de momentos de humor colocados con dosis justas. Todo el tramo final es alucinante. Pero además escalofriante, tan escalofriante como un país que naturaliza la ilegalidad y el atropello, empezando por los de arriba.
Al igual que la naturaleza que la circunda, plenamente abierta y misteriosa, la película de João Pedro Rodrigues se consagra a lo indeterminado. Como en Morrer como um homem (2009) mantiene la incertidumbre acerca del tono genérico; al igual que en O fantasma (2000) y Odete (2005), la experiencia homoerótica se hace presente; y en consonancia con A última vez que vi Macau (2012) hay una aventura exploratoria, un viaje sensitivo. De manera tal que O ornitólogo puede acaso entenderse como un compendio de uno de los directores más estimulantes de la actualidad. En un bosque que nunca se termina, Fernando observa las aves y sus desplazamientos. Un trabajo de curiosidad científica parece convertirse en una obsesión, cuyo eje pasa por la mirada en un juego de focalizaciones que instala cierto extrañamiento, como si el movimiento de los pájaros fuera un conjuro para lo que vendrá. Los distintos dispositivos ópticos utilizados como extensiones de la cámara, refuerzan el carácter inconmensurable de un espacio abismal. El idílico entorno entonces se vuelve amenazante y un accidente da lugar a una historia abierta a múltiples posibilidades y expectativas. La misma superficie desafiante de la película y sus variadas referencias religiosas, invitan a lecturas tendientes a descifrar símbolos, sin embargo, existe algo más poderoso y placentero que las mismas imágenes plásticas y pictóricas ofrecen. Por ello, el viaje que emprende Fernando da lugar al misterio, a la arbitrariedad, al azar, a una dimensión onírica que envuelve nuestra atención, interpelada para entregarse a la libertad que el mismo filme postula. Y de eso se trata, de consagrarse a la belleza de una experiencia increíble cuyo pilar cabe leerse como la transformación de la identidad de un hombre en un santo. La singularidad de Rodrigues, una vez más, surge de su capacidad por desorientarnos, por no regalarnos certezas. De modo similar al mundo natural, una fuente de sonidos y de signos impredecibles que atraviesan la pantalla, el cine representa para este director un espacio sin certidumbres, sin bordes genéricos de los cuales sostenerse. Al igual que otras películas en las que el marco natural se torna una pesadilla (El parque de Damien Manivel, El desconocido del lago de Alain Guiraudie, por citar dos recientes), la historia está estructurada en gran parte por la sintaxis de los sueños, sin embargo, nunca pierde de vista la matriz proveniente del legendario santo portugués, Antonio de Padua, como horizonte narrativo. Y si la fe atraviesa la historia, O ornitólogo es también una cuestión de fe en el cine, en su poder de persuasión hipnótica. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
¿LA REPETICIÓN HACE LA DIFERENCIA? Hace unos años, un prestigioso crítico respetado incondicionalmente (hoy recluido y denostado por su ideología política, pero también por su soberbia) refería en un catálogo del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata que las películas de Hong Sang-soo podían verse como una sola. No lo decía despectivamente, pero ponía sobre la mesa una característica que con el tiempo se ha vuelto en contra, más allá de lo que digan los cultores de siempre, aquellos que aman instalar cineastas en cimas un poco apresuradas. Son los mismos que demuelen a palos a Woody Allen con el mismo argumento que le critican a quienes osan tocar su cinefilia sagrada. Claro: uno es un director popularmente conocido; el otro pertenece al clan festivalero. Y en este caso, la sensación personal es que el director coreano lo hizo de nuevo, es decir, volvió con más de lo mismo. Es un riesgo que corren quienes filman una o dos películas por año. De ahí que la fórmula se repite: encuentros y desencuentros románticos en mesas de bares; unidades narrativas encapsuladas y filmadas con planos fijos; posición frontal de la cámara y encuadres perfectos; y diálogos que mutan imperceptiblemente de la simpleza a un estado emocional complejo. Un crítico literario envuelto entre su mujer y una joven amante es el conflicto mostrado en un glorioso blanco y negro. La curiosidad, como suele ocurrir con el director, está en el montaje que altera los tiempos y obliga a preguntarse por el orden en que ciertos hechos transcurren. También en la neutralidad con la cual maneja temas de peso dramático, donde todo parece estar contenido, más allá de dos o tres irrupciones de llanto. Cada vez más inclinado a la tradición de la Nouvelle Vague y a los problemas de pareja (sobre todo a Rohmer), Sang-soo cumple aunque no necesariamente dignifica siempre.
“Demasiado ego” es un buen disco de Charly García. También es una expresión que le cabe a Solar, la película que no busca ser una película o que pretende ser el registro de la imposibilidad de hacer una película. Desde el comienzo, la utilización de la cámara como un juguete tecnológico por parte del protagonista entra en consonancia con una idea que demanda un tipo de espectador capaz de soportar la negación del encuadre, la saturación de un sonido sucio y la paciencia para observar primeros planos recurrentes. Se puede participar del juego, o apenas soportarlo. Esa es la cuestión. Hay un objeto en cuestión: una familia cuyos hijos, en la década del noventa, se dicen “misioneros”, “comunicadores”, almas que tienen algo que transmitir en la tierra. El menor de ellos, Flavio Cabobianco, escritor precoz, publicó un libro llamado Vengo del sol y se convirtió en una atracción mediática. Esta historia puede seguirse a partir de archivos de programas seleccionados y mostrados a lo largo del documental. Pero la película de Abramovich es otra y corresponde al presente, un mosaico de escenas en las que el director propone una discutible performance que consiste en hacernos creer que registra un proceso en el cual intenta filmar al Flavio adulto, a su madre y su hermano. Si todo documentalista establece un pacto con sus protagonistas, aquí la escenificación de dicho contrato no logra evitar las costuras. ¿De qué modo admitir líneas de diálogo donde se escucha al director decir “me gustaría filmarte yo”, o susurrar cómo tienen que posar? Del mismo modo, ¿hay que tomar en serio las palabras del protagonista cuando expresa “qué foco tan choto” o “es lo mismo que me acerque o haga un zoom”? ¿Hay alguien capaz de creer que Solar es un proyecto que se le escapa de las manos a su realizador? Si la respuesta es afirmativa, entonces se encontrará antes que placer, un material valioso para todos aquellos que escribirán diatribas sobre la muerte del autor, o un discurso acerca la tensión entre la ficción y la realidad, entre otros posibles asuntos elegantes. También hay muchos ruidos en Solar. Los ruidos externos son molestos y provienen de sacudir la camarita con la que juega el protagonista. Pero también están los otros ruidos: las charlas filmadas como si fueran espontáneas, el tono pedante y la pose de ese murmullo dando indicaciones detrás de cámara. Pero sobre todo, la fachada cool de reality, siempre al límite del culto a la afectación. La palabra tramposa en estos casos siempre será “búsqueda”. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Cada jurado tiene sus razones. Niñato ganó el premio principal en la competencia internacional del Bafici 2017. Considerando que lejos está de ser la mejor película, sí hay que decir que hace honor a un espíritu de independencia absoluta. Filmada con pocos recursos, recorta un aspecto de la realidad española mostrada desde adentro, en el seno de un núcleo familiar liderado por un joven padre cantante de Hip Hop que alterna su trabajo artístico con la crianza de sus hijos. Con abundancia de planos cerrados en ambientes oscuros, asistimos a retazos de una historia que nunca termina de armarse, que tiene sus momentos de gracia cuando se consagra a uno de los niños en particular (un pelirrojo llamado Oro que intenta seguir los caminos musicales de su padre, con una sensibilidad que seduce pero parece jugarle en contra a su edad, demandando mayor atención) y que propone un seguimiento personal, casi asfixiante, al protagonista. Podría pensarse que el film de Orr es un alegato de indignación ante un país que ha sufrido una crisis importante, que esas letras que expulsa rabiosamente el joven treintañero constituyen una forma de protesta y que las imágenes de una familia de clase media amontonada en un pequeño reducto configuran un espacio alusivo a la precariedad económica predominante. Sin embargo, tampoco hay que buscar aceitunas en un pan dulce. Aquí no hay alegatos y la ciudad, a la que habría que mostrar con sus zonas olvidadas brilla por su ausencia. De modo tal que lo que queda es un registro de lo cotidiano que se exprime como a una naranja hasta donde se puede, durante un día en la vida de un artista en busca de un rumbo, mientras lidia con las tareas en la crianza de sus pequeños y algunos encuentros esporádicos con su novia. La mayor virtud de la película es eludir un tono lastimoso y confiar en la naturalidad de aquello que se observa sin reparos, lograr sumergirse en la intimidad de un núcleo familiar y no soltar nunca al protagonista. En este sentido, cabe destacar algunos hallazgos (inevitables cuando se pasa tanto tiempo con la cámara consagrada a ello). Por ejemplo el despertar de los niños, digno de una comedia, y su renuencia para ir al colegio. Orr dedica unos cuantos minutos a la secuencia y permanece con el ojo puesto en la pereza infantil a la vez que se escuchan los reproches del padre. Uno puede advertir que más allá de la pesadez del momento, hay un vínculo afectivo legítimo y sólido entre ellos, y que esto es apenas un síntoma realista de las dificultades de ser padre. También son destacables aquellos pasajes en los que vemos el rostro de David. En la expresión de su mirada tal vez asomen los indicios de resistencia diaria, el cansancio pero también la posibilidad de confiar en la utopía del éxito con la música. Su rostro dibuja los trazos de la melancolía (no conocemos su paraíso perdido), aspecto que se acompaña por tonos azulados en pantalla, al mismo tiempo que saca ese “niñato” que aún lleva adentro. Dado que no hay nervio dramático que suponga un andamio narrativo convencional, lo que resta es un conjunto de fragmentos de dispar belleza que son apenas un amague de nobles intenciones pero cuyo resultado no pasa de ser un filme más donde lo íntimo se convierte en objeto de exploración, una clase de dignidad saludable pero recurrente en circuitos festivaleros. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant