UN HOMBRE SIMPLE Imaginemos un señor, tranquilo, macanudo con sus pares, en algún lugar perdido de la provincia de Buenos Aires, con mujer e hijos, trabajando en una empresa y al que la mayoría conoce como un buen vecino que ha nacido en Alemania pero se defiende bien con el castellano. Bueno, resulta que un día se lo llevan para “juzgarlo” en Jerusalén porque ese hombre simple que se hacía llamar Ricardo Klement es en realidad Adolf Eichmann, el mayor asesino de escritorio de todos los tiempos, el nazi que antes de ser ejecutado agradeció a su patria, a Austria y a Argentina. En otras palabras, la situación anterior remite a una de las expresiones más controvertidas dentro del campo de pensamiento en el Siglo XX, acuñado por Hannah Arendt, la “banalidad del mal”, o cómo detrás de apariencias nobles asoman monstruos. De esto y otros asuntos se encarga el interesante documental de Rosario Cervio y Martin Liji, desde una óptica siempre movediza entre “lo real” y lo ficcionado. La protagonista, la que sostiene el hilo de la investigación es traductora, se llama Renate Liebeskind y la vemos en varios pasajes mirando y analizando el famoso juicio en el que Eichmann permanece en una cabina blindada escuchando y respondiendo preguntas. Aún hoy, esas imágenes producen escalofrío, al mismo tiempo que confirman el circo judicial tramado alrededor con la crónica de una muerte anunciada. El sesgo particular de El vecino alemán es su enfoque. Se eluden búsquedas cibernéticas y reiteraciones de otros films alusivos. Por el contrario, se va al lugar de los hechos, al pueblo en el que Eichmann vivió camuflado, para rastrear testimonios y huellas bibliográficas que puedan arrojar alguna luz más sobre lo ocurrido. La investigación está ligada a la experiencia de quien la lleva a cabo, desde el más mínimo detalle. El visitar y recorrer los lugares por donde estuvo el jerarca nazi es una condición sine qua non para poder escribir algo, narrar la historia, un parámetro ligado a toda una corriente novelística e historiográfica deudora del pensamiento decimonónico que hasta parece anacrónica en relación a las posibilidades tecnológicas imperantes. Por el contrario, del mismo modo que Tolstói para escribir La guerra y la paz tomaba notas para inspirarse en los que habían sido los campos de batalla, Renate vuelca apuntes en su libreta mientras escucha a filósofos, historiadores, jueces y a todas aquellas personas que conocieron u oyeron hablar del personaje en cuestión. Lo hace de manera despojada, con rostro impasible. Sólo una vez parece quebrarse ante un tremendo testimonio de un sobreviviente deudor de los relatos descarnados que transitan por el Shoah de Claude Lanzmann. Esta gelidez enunciativa es proporcional a la elección formal del documental, dividido en episodios, y carente de cualquier música sospechosamente intrusiva. De este modo, El vecino alemán se suma a una extensa cadena de películas referidas al caso, pero desde el riñón mismo de la estadía de Eichmann en nuestro país, lo que le otorga un valor añadido. Primero por contribuir a seguir desentrañando una tragedia; segundo, porque nos obliga a mirarnos una vez más como país en un espejo oscuro y pantanoso, de historias secretas, que acaso puedan justificar el presente como el futuro.
El desconcierto puede ser un efecto saludable en el cine. Sin embargo, no siempre es equivalente a un buen augurio. Los primeros minutos de Román, la ópera prima de Eduardo Meneghelli, son extraños. Uno se encuentra en ese terreno movedizo entre tomarse lo que ve en serio o en broma. Es más, ruega que la balanza se incline hacia la segunda opción. Pero no. Increíblemente, en vez de no temerle al ridículo y jugarse por el costado demencial de la historia, el director escoge el camino de la solemnidad, de la copia mal hecha y de un pastiche muy feo. La supuesta seriedad la establece tempranamente el epígrafe utilizado con la frase de Mishima acerca de la imposibilidad de conocer los sentimientos más profundos del ser humano. Inmediatamente pasamos al interior de un patrullero donde dos policías dialogan lacónicamente. Uno de ellos es Román, el protagonista, una especie de Terminator musculoso que se presenta con sentencias tales como “para qué quiero hacer sociales”, “tengo todo lo que necesito” y cuyos movimientos parecen sacados de una mezcla entre Cobra y Robocop. El aspecto inverosímil del personaje que confiesa ser “un buen policía” y al que todos temen, no es más que un cartón pintado, un dibujo inserto en una oscura realidad ciudadana. Las pésimas actuaciones y los tonos anquilosados remiten a ese cine argentino parapolicial de los ochenta (encima Arnaldo André hace de comisario, en una de las decisiones más insólitas que se le pueda ocurrir a alguien, a menos que la película se hiciera cargo de su costado kitsch). Román intenta sostener la utopía de un mundo donde los policías buenos imparten justicia como si fueran superhéroes. Semejante idea, lejos de concebirse en un marco de incorrección política, pretende instalarse con las acciones momificadas y los tonos impostados del personaje, ya sea evitando que se venda droga en el gimnasio al que acude o interviniendo ante una mafia evangélica a la que enfrenta para ayudar a un amigo. Encima, esta ideología parapolicial rancia (acorde a los tiempos en que vivimos), es acompañada de una estética en cada plano que pretende emular atmósferas lyncheanas de manera obscena, como si la inclusión de cortinas rojas, esculturas y golpes sonoros en determinadas secuencias legitimara un producto que no resiste demasiado análisis ni garantiza placer más allá de algún momento aislado. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
MILAGROS ESPERADOS Un resplandor y una supuesta revelación. Una joven testigo llamada Anne dice haber visto a la Virgen María. La evidencia es un trozo de tela ensangrentado. Esto ya es suficiente para que los fieles acudan al lugar y se multipliquen a la velocidad de la luz, es decir, para que se monte el circo y la chica se transforme en una versión sagrada de estrella de rock. El caso es tomado por un reportero de guerra, luego de una experiencia traumática (la muerte de su compañero de trabajo en un atentado en Medio Oriente), a quien contratan desde Roma para investigar acerca de la veracidad de los hechos. Como en el mundo del director Giannoli todo se da rápidamente, el tipo no se termina de recuperar de los efectos de la bomba en el oído que ya está aceptando la encomienda del Vaticano (con los gastos pagos, obviamente). Por ende, toda la película nos hace esperar por la otra revelación, la de la intriga policial. El problema principal de La aparición es su relajado academicismo, una sucesión de encuadres prolijos acompañados de música exquisita que parecen garantizar la tranquilidad de los espectadores. No se puede culpar al director y guionista por esto, pero sí destacar que esa carencia de nervio desdibuja un potencial de ambigüedad en torno a la protagonista y a las dudas que se instalan. Cada uno de las escenas transcurren como si estuvieran pintados en cartón y cuya mirada no requiere más que recorrer una colorida y bien fotografiada superficie plana. Semejante idea de “belleza” se corresponde con una considerable cantidad de películas que apuntan más de lo mismo. El supuesto gancho aquí es la combinación de lo religioso con el thriller y el resultado está un poco por encima de engendros como El código Da Vinci. Dividida en capítulos, cada uno de ellos se supone como la pieza que va sumándose a un rompecabezas que no exige demasiada atención, o al menos evidencia una pereza proporcional a la puesta en escena, chata por donde se la mire y afectada emocionalmente por la música elegida. Apenas asoman algunos desplazamientos de cámara en medio de procesiones que dignifican la presencia aparentemente sobrenatural de la joven Anne, extraviada con su mirada entre los seguidores. O aquel pasaje donde la interrogan y la cámara no suelta su rostro, evadiendo la lógica del plano/contraplano. Sin embargo, a Giannoli le importan más los condimentos narrativos que las resoluciones formales. El tema es que la ambición le juega una mala pasada al querer fusionar dos historias, mecanismo forzado y, tal vez, innecesario. Por último, está el carácter rancio de ciertos temas que, sin reelaboraciones creativas, caen en un embudo de repeticiones. La supuesta falta de certeza ante la fe, la oposición de la razón frente a la religión y otras yerbas, corren aquí como agua bajo el puente, sin vena ni profundidad durante dos horas y media, un tiempo excesivo si se quiere para mirar algunas buenas postales bellamente fotografiadas por Eric Gautier a ritmo cansino, directamente proporcional a la inexpresiva actuación de Vincent Lindon en esta fallida historia de redención.
La película del mexicano Amat Escalante está concebida desde la sordidez y la incomodidad. Su carácter diletante aparece encadenado inevitablemente a la idea de un mundo desangelado, carente de amor, donde los seres humanos se mueven por instintos y cogen como conejos. En esa doble dirección se juega y el comienzo es bastante elocuente al respecto. Un plano fijo sobre un meteorito conduce luego a una joven mujer masturbándose con un tentáculo. No hay movimiento, dinámica alguna en el enlace, sino estatismo. Cada cuadro debe sostenerse por sí solo, pero en el conjunto no hay movimiento interno: la respiración de La región salvaje es artificial y se apaga progresivamente. Hay belleza, sí, pero a cambio de violencia. Parece ser una condición sine qua non. Y es tendencia en gran parte del cine latinoamericano actual. El mundo de Escalante en pantalla es de sopor y cada acción de los personajes está enmarcada por el cansancio y el fastidio. Se podría pensar en una suerte de nihilismo que golpea a cada imagen y que bien representaría un estado de incertidumbre generalizado en una sociedad multifacética como la mexicana, pero, tal vez, sea preferible rescatar el insólito argumento y defender el espíritu lovecraftiano de dioses primigenios que se cuela sin escándalo en la historia. Esta jugada fantástica impresa sobre el drama familiar y conyugal es más estimulante que los fríos e insólitos vínculos entre los personajes. Cada vez que la cámara bordea la naturaleza y se adentra en un inhóspito bosque para sugerir la presencia de lo sobrenatural, asoman los mejores pasajes, frente a una negatividad imperante, por momentos, gratuita y banal. Las criaturas del filme son eslabones sueltos que se juntan por casualidad. Una pareja instalada en una cabaña, lejos de la ciudad, asiste a la caída de un meteorito que deja, no solo un cráter en el que varias especies de animales copularán (una de las grandes escenas), sino una extraña criatura con la cabeza similar al Alien que todos llevamos en el corazón cinéfilo y unos cuantos tentáculos capaces de dar placer hasta reventar. Porque es ley universal que el goce lleva a la destrucción en el universo de estos directores. Y si aquellos personajes que quedan enrollados disfrutan a más no poder, no es algo que se traslade necesariamente a los espectadores, capaces de admirar los encuadres perfectos, la pericia formal, de entregarse a los bordes difuminados por una cortina de niebla, pero que nunca se conectarán con el mutismo y la hierática presencia de esos seres sufrientes. A fin de cuentas, parece decirnos Escalante, no es obligación interactuar con una película desde el placer, también se puede hacerlo desde el interés (no lo llamaría ni siquiera extrañamiento). Hay que decir que La región salvaje es más tranquila que los trabajos anteriores del director en términos de brutalidad explícita y de examen de tolerancia a quienes miran. No es un dato menor viniendo de quien viene. La balanza esta vez marca un equilibrio mejor concebido entre un estado de violencia y un misterioso acercamiento a la naturaleza que funciona como antídoto ante el automatismo y la inexpresividad de los personajes y las situaciones que sostienen el fragmentado relato. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA DECISIÓN DE FRIDA Se podría pensar en qué difícil es filmar el rostro de un niño en el cine español luego de haber visto a Ana Torrent con Erice en El espíritu de la colmena (lo mismo ocurre con Favio y Crónica de un niño solo en nuestro país). Sin embargo, en Verano 1993, Carla Simón se atreve valientemente al desafío y ofrece un sincero, legítimo y conmovedor retrato de la tristeza desde la veraniega mirada melancólica de una niña increíble. No hay grandes relatos; sí dos o tres momentos hermosos que valen la película. La historia encierra un drama, pero esto no implica que la directora lo explote continuamente ni que exacerbe situaciones que conduzcan al llanto fácil. No sólo tiene en claro que trabaja con niñas y que hay una corriente miserabilista capaz de sacudir a la butaca con mensajes sensibleros; además, sabe que hay allí un potencial de belleza fotogénica. Por ello se consagra a capturar momentos, lapsos de tiempos muertos, donde el rostro de Frida (la niña de seis años que afronta como puede la pérdida de su madre con su nueva familia adoptiva ese verano que reza el título) escribe en pantalla el dolor contenido con la gracia que sólo el cine puede ofrecer cuando hay alguien sensible detrás de cámara. Y como la mirada es la de una pequeña según el período estival que le toca vivir, vemos con ella el mundo de los adultos desde los bordes, espiando a través de las puertas, escuchando en las cercanías de conversaciones, golpeando las ventanas para llamar la atención por su condición de extranjera en un hogar que le imponen con bondad y amor. El tiempo se cocina en una sumatoria de planos cuya búsqueda apunta a no soltar jamás a Frida y no hay arbitrariedad en esta decisión (como ocurre con gran porcentaje de films festivaleros), dado que existe un punto de llegada a la mejor escena de la película, tan natural como dramática, tan pura como creíble: es el despertar a la vida. Nada es fácil para nadie. Los padres ven sacudida su estructura de vida rural con los juegos, las preguntas y la lógica inestabilidad emocional de la niña, breves instantes de tensión que son apaciguados luego sin chantaje. El tiempo se cocina en una sumatoria de planos cuya búsqueda apunta a no soltar jamás a Frida y no hay arbitrariedad en esta decisión (como ocurre con gran porcentaje de films que podemos encontrar en festivales), dado que existe un punto de llegada a la mejor escena de la película, tan natural como dramática, tan pura como creíble: es el despertar a la vida, ese viaje sinuoso en el que, como dice la canción, “la vida es lo que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”. Y es un despertar para nosotros porque ya no sabremos qué le depara el futuro a Frida y si la balanza se inclinará para el lado de la alegría o de la desazón. Cuando todo parece conducir a un camino reparador, hay un brote de genuina tristeza que conmueve, el último eslabón de una cadena de logros de Verano 1993.
“No sé muy bien qué sea el amor, pero de lo que sí estoy convencido es de que es algo muy distinto al sexo y a la reproducción, con los que lo confunde mi vecino. El amor es puro; el sexo, entretenido y sano; y la reproducción criminal.” La cita es parte de una conferencia de Fernando Vallejo, el cáustico escritor colombiano, cuyas palabras se leen y se sienten como heridas, como parte de esa desazón suprema que tan bien retratara Luis Ospina en el documental consagrado al autor. En el cine de Garrel no hay criminales porque en general las cuestiones no pasan por tener hijos. Sí hay sexo y amor, y este último se sufre. Heredero de los mejores exponentes de la Nouvelle Vague, sus películas trazaron un camino donde la clave es la separación y las consecuencias que dicha experiencia genera en los amantes. Cuando las palabras ya no alcanzan, lo que resta es la mirada sobre los cuerpos, la necesidad de explorar cada uno de sus rincones en los espacios que los circundan. Los ambientes en el cine de Garrel aparecen desprovistos de gente, como si una invasión alienígena hubiera absorbido al resto de la humanidad. Son pocas presencias pero intensas (el dolor tampoco es algo que tenga que masificarse; por el contrario, cada individuo lo vive de manera particular). En La cicatriz interior (1972), primer largometraje, inspirado directamente en su tormentosa relación con la cantante Nico, el diálogo ya no es posible y el sufrimiento se vive como adicción. De allí los largos aullidos de la mujer ante el amante que la arrastra por un paraje desértico. Por primera vez, Garrel utiliza un procedimiento que será un caballito de batalla, a saber, el hecho de otorgarle al llanto un sentido musical. Cuatro décadas más tarde, su última película, Amantes por un día (2017) nos recuerda la escena y nos habla del amor con bellísimas imágenes en blanco y negro. Una joven alumna sale del aula de la facultad y espera en un pasillo al profesor. Se encierran en el baño para tener sexo. Corte. Títulos. Otra joven llora desconsoladamente el fin de una relación. Sexo y amor. Dos estampas, dos maneras de sentir. La primera: goce y calentura teñida de clandestinidad; la segunda, la caída al abismo de la ausencia materializada en la desesperación, en la cicatriz interior, y un cuerpo que la sufre. El juego se abre y, como no podría ser de otro modo, haciendo honor a la tradición, se basa en un trío (padre, novia más joven e hija). A partir de que la hija vuelve a la casa de su padre, los tres desarrollarán una dinámica parsimoniosamente trabajada por Garrel donde las cuestiones del amor, de la fidelidad, de las relaciones pasajeras y del dolor serán moneda de intercambio según las circunstancias. Enamorarse es parte de un terreno movedizo, propio de una fragilidad que ya lleva su fecha de vencimiento y el desafío es asumirlo como tal. Puede salir bien y que el tiempo cure parcialmente las marcas, o en su defecto, la vía puede conducir al suicidio (tópico escenificado con recurrencia por el director francés). Fue Gilles Deleuze quien hablaba del cine de Garrel como el fundador de un cine de cuerpos paradójicamente desde la ausencia. Es esta la que justifica en Amantes por un día una cámara que se detiene en los rostros femeninos, en sus posturas, como escrutándolos, indagándolos. Si en La cicatriz interior el movimiento físico era circular para mostrar la cárcel en la que estaban inmersos los amantes, aquí se abre una dimensión donde el estatismo gobierna el plano y en todo caso son los personajes los que reiteran los momentos de placer y de sufrimiento (no hay forma de concebir uno sin el otro): la alumna elige el baño como lugar de deseo y de goce pero se queda sola, el profesor camina en círculos desde la facultad hacia la casa para llenar un espacio que confirmará su fracaso y la hija vuelve con su novio luego del despecho. Como Vallejo, nunca se sabrá qué es muy bien el amor. Solo hace falta sentirlo en todas sus facetas. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
El comienzo de Proyecto Florida no podía ser mejor. Un plano que abre con chicos, travesuras, corridas y una discusión entre mayores que, lejos de terminar en escándalo, fortalece el espíritu comunitario en medio de la adversidad. Nada es fácil para este vecindario de color lila cuya fachada simula un castillo que no fue y donde lo real se materializa adentro de cada habitación. En una de ellas viven Halley y Monee, madre e hija, aunque parecen ser una ya que los roles de adulta y niña son perfectamente intercambiables. Cómplices, felizmente irresponsables e incorregibles, sobreviven en esta historia cuyo escenario es el lugar donde originalmente hubiera estado el paraíso artificial de Disney y que ahora aparece como un gran predio hotelero con gente que, como tantísimos americanos, han quedado excluidos de los planes de Mr. Trump. Ese mundo alejado del idílico parque es visto, disfrutado y padecido por Moone quien, junto con sus amigos, hace de las suyas. El encargado de mantener el lugar y de soportar todas las demandas es el enorme Willem Dafoe. Su presencia, contenida y siempre justa, está a la altura del punto de vista del director: lejos de la moralina, del sentimentalismo y bien cerca de la vida. Bobby es como un superhéroe dentro del complejo, por momentos, contenedor, y otras veces especie de guardia cárcel. Es el centro del huracán adonde confluyen todos los conflictos y si los enfrenta, trata de impartir justicia, siempre con un sentido de moderación y sin violencia. La escena clave que lo confirma como protector se da cuando echa a patadas a un pederasta que se acerca adonde juegan los niños. En este sentido, hay algo notable en la demarcación de espacios que establece la mirada de Baker: el peligro mayor no está en quienes cruzan hacia “el reino de la diversión” buscando pertenecer, tratando de vender perfumes o soñando con disfrutar aunque sea un rato de los placeres de los ricos, sino en esos mismos ciudadanos de apariencia normal que cruzan para este lado para cometer sus delitos encubiertos con máscaras de familia sana y funcional. O aquellos, como la pareja de turistas brasileños, que llegan equivocadamente al complejo y despectivamente dicen estar rodeado de “un proyecto de gitanos”. Cuando los otros, “los olvidados” como dijera Buñuel, van a la supuesta civilización, la respuesta es la indiferencia. Baker introduce dos o tres tensiones lo suficientemente elocuentes para no andar gritando, pequeñas descargas eléctricas que alteran el entorno cotidiano y nos ponen en una perspectiva ideológica clara: hay gente de mierda en este mundo dispuesta a desarmar cualquier forma de comunidad y de felicidad. Van desde pedófilos hasta oportunistas, de ricachones sin escrúpulos hasta presidentes mediáticos, pasando por todas las esferas de poder. Sin embrago, lejos de caer en una visión estereotipada, también existen los conflictos internos al vecindario, las decisiones de los padres con respecto a sus hijos y las consecuencias. En este sentido, la relación de Halley con su amiga estalla a partir de una travesura de los niños (con verdadera actitud punk, hay que decirlo) en un condominio abandonado. El problema pone en evidencia las diferencias dentro del grupo y confluye en un cuadro dramático para nada idílico, pero realista, sobre todo para los que disfrutan de la pornomiseria. El vínculo de Moone con su problemática madre es más fuerte que todas las adversidades juntas, incluso contra los obstáculos controladores de los asistentes sociales, tan torpes como las leyes que regulan la adopción y la tenencia de los niños. Si el cine es el arte del presente, el mejor ejemplo es la explosión de energía y la sensación de lo inacabado que contagian las dos mujeres cuando disfrutan y transgreden la entraña de una sociedad de consumo ajena a los problemas que atraviesan los más excluidos, una haciendo de adulta, la otra de niña, en un universo visual que Baker recrea con colores pastel. Y como es un director sumamente inteligente, no evade las perversiones de un sistema devorador pero tampoco las enuncia con trazos gruesos. Para ello recurre a pinceladas de humor y sobre todo no se resigna a perder humanidad. Por eso, el inolvidable final. Frente a la opresión y a la tristeza, lo mejor es correr, huir, ser libre. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
La escalada triunfal de Cocote en los festivales, incluido el de Mar del Plata, es un signo saludable para una cinematografía en crecimiento. Nelson Carlo de los Santos Arias se anima a pasar por encima ciertas convenciones narrativas y construye un cuadro mixto en el que alterna la historia propiamente dicha con un registro documental de rituales, supersticiones y creencias religiosas. Tal sincretismo es mostrado desde una organización caótica que se estructura en partes, con segmentos intensos, largas secuencias festivas y momentos de humor. Todo lo anterior está atravesado por un tono naturalista cuya mirada proyecta pesimismo: no hay forma de evitar la violencia en un país donde las diferencias sociales son insalvables y no existe un marco de legalidad posible. Los dos planos que abren y cierran la película son elocuentes. Vemos una casa de ricos, una mujer que llama al jardinero como si fuera un perro y luego una fiesta donde la dueña canta patéticamente una especie de bolero. Allí trabaja Alberto, el protagonista. Cuando recibe un llamado de la familia, debe viajar a Oviedo. A partir de entonces comienza un calvario donde deberá contraponer su fe evangélica a las creencias del resto y hacerse cargo de una venganza por la muerte de su padre en manos de un militar de la zona. Durante la estadía en el lugar, Alberto tratará de no tentarse a involucrarse en un episodio de violencia. El director alterna este martirio con imágenes televisivas, algunas grotescas, en las que se desprende la idolatría hacia figuras religiosas e incorpora escenas de bailes, sacrificios y funerales. A medida que transcurren las horas, la tensión va en aumento y el protagonista queda preso entre sus convicciones y las presiones para que se haga cargo de la venganza, situación que se dilata más de lo aceptable. El problema principal aparece cuando el director se muestra por sobre la situación y los personajes, es decir, cuando ostenta su virtuosismo con movimientos de cámara innecesarios, cambios de formato o pasajes del color al blanco y negro para cortar diálogos intensos. Son varios los tramos donde se interrumpe el clima dramático por decisiones cuya finalidad no es otra que la afectación. En Santa Teresa y otras historias, su película anterior, el procedimiento estaba justificado por el carácter experimental de la propuesta. Aquí se aproxima más a la pose. Sin embargo, hay que destacar la fuerza que transmiten las imágenes en términos generales para construir esa mezcla de lo cotidiano con la devoción desenfrenada. Volviendo al marco que envuelve la historia y que involucra esos dos planos referidos al jardín que rodea una mansión, el lugar de trabajo de Alberto, cabe pensar en su inclusión como un universo aparte, ajeno a todo el calvario que ocupa el nudo de Cocote. Es un mundo material encuadrado a la distancia por el director porque no hay manera de pertenecer a él. De allí la frialdad y la frivolidad que transmite. Más allá está el pueblo, la gente real, la que vive en la pobreza, inmersa en la violencia y en la ceguera de sus convicciones, marginados y a la deriva. Con justicia, la cámara se acerca y baja al infierno familiar diario, con sus conflictos eternos y sus despojos para plasmar un destino inevitable. Cuando el pecado es de omisión, la muerte es moneda corriente. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
UNA AVENTURA ESPONTÁNEA Visages Villages es producto del encuentro entre dos artistas. No se trata de algo solemne sino festivo. La misma presentación de los créditos con dibujos animados y el prólogo confirman el aire de desenfado y la libertad que guía a la propuesta: el joven fotógrafo JR, de 33 años, y la maravillosa directora/fotógrafa Agnès Varda, con sus 88 años a cuestas pero con increíble vitalidad, dispuestos a recorrer diversos lugares de Francia para compartir su arte. Una película en estado gerundial, un camino que se construye a medida que se anda. “Lo que me gusta de este proyecto es que se trata de una aventura espontánea”, dice Varda. Y los dos personajes transitan un sendero abierto a la sorpresa y a las reacciones de quienes tienen la suerte de cruzarlos, más ligados a la comedia que a la supuesta trascendencia de las academias. Uno con sus gafas negras; el otro con el andar y la astucia chaplinescos. Si hay algo en claro que tienen sus mentores es que esto es para la gente, para los pueblos, para sus rostros. Dos artistas y un camión que dispara fotos en cinco segundos de las personas que ingresan. Con estos elementos, hay película, es suficiente para internarse y disfrutar de este noble documental. Cada escala plantea una puesta en escena. Lejos de la concepción romántica del artista enfrascado en la incubadora de su inspiración, JR y Agnès involucran a gente de todas las edades y el resultado son sus propios rostros en gigantografías pegadas en las paredes de los barrios. Lo interesante es que nunca caen en una fachada populista y jamás subestiman a los niños, jóvenes y adultos que se prenden en la propuesta, como tampoco necesitan empalagarlos con boludeces teóricas o lloriqueos acerca de concepciones tradicionales en torno a la fotografía. Por el contrario, la misma Agnès siempre está predispuesta a las selfies y a sacarle la lengua a toda pretensión de seriedad impostada. “Es como un juego”, repite ella. Pero, más allá de la espontaneidad y del carácter lúdico, aparece la cuestión de la memoria. Del mismo modo que las fotos sirven para alimentar la memoria colectiva y los recuerdos personales, la experiencia del proyecto es un espejo que reactiva la propia carrera de Agnès en el cine, las impresiones guardadas sobre los lugares recorridos, más la evocación de los espectros del pasado y sobre todo uno, el más temible, el de Jean Luc Godard, esa presencia insomne que aparece en dos momentos claves. Al comienzo, las gafas negras de JR recuerdan a las del joven Jean Luc; al final, Varda le tiene una sorpresa a su compañero de ruta y nos tiene una sorpresa: visitar al polémico director. Sin embargo, lo que encuentran es un mensaje codificado, un golpe bajo. El resultado es decepcionante y ya que estamos con las listas, podría incluirse como el desplante del año. “Es impresentable”, dice ella. Para mí, la frase del 2017 en el cine.
“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.” Así comienza uno de los cuentos más conocidos de Julio Cortázar, cuyo desarrollo hace estallar la demarcación entre lo literal y lo metafórico. Podría pensarse este procedimiento en la relación que establecen palabras e imágenes en el enrarecido mundo familiar que propone Vladimir Durán en Adiós entusiasmo, dentro de una casa donde un grupo de personajes permanece en medio de ritos y juegos mientras la madre se encuentra encerrada en un ambiente contiguo y solo escuchamos su voz de vez en cuando, aunque sentimos la presencia de manera constante. La hermana (Verónica Llinás) le dirá en algún pasaje que “siempre fue una madre ausente” y uno nunca terminará de entender cómo hay que interpretar esa sentencia. De esto se trata, de poner en crisis la relación entre palabra e imagen. Pero también el funcionamiento del habla. La alternancia entre el lenguaje escrito y el coloquial subvierte el dispositivo oral. Por eso el comienzo. Se escucha: “¿Vos sabés qué es la materia oscura?” pregunta Axelito, el pequeño del hogar, mientras un fundido en negro se mantiene unos cuantos segundos y allí queda establecido el pacto con el espectador: la aceptación de un universo cerrado, cotidiano, donde se retuercen progresivamente los resortes de la verosimilitud en torno a lo que oímos (erosionando el lenguaje mismo) y lo que vemos (un formato panorámico exagerado con angulaciones varias, planos cercanos, desencuadres y variaciones focales). De modo tal que si en medio de ese cuadro familiar camina un tigre con naturalidad (como en Bestiario del mismo Cortázar) o un niño teje maniobras siniestras (como en varios relatos de Silvina Ocampo), nada debe sorprendernos. En todo caso, podemos recurrir a un tubo de oxígeno para salvarnos de la asfixia claustrofóbica de esta familia. Pero más allá de las referencias que uno pueda establecer, hay un sólido trabajo de cámara y de montaje tendiente a descentrar permanentemente los hechos, a construir un rompecabezas cuyas piezas nunca van a encajar del todo. Y fundamentalmente a mantener la intriga a partir de personajes poco entusiastas (una maniobra que refuerza un particular sentido del humor como una atmósfera de extrañamiento) y de una madre fuera de campo a la que escuchamos demandar, protestar y pedir para que la saquen. Su voz parece sumergirnos en una especie de Psicosis vernácula. Nunca sabremos por qué está ahí, como jamás podremos determinar la naturaleza del núcleo familiar. Solo algunos indicios diseminados nos harán caer en las trampas de la interpretación forzada. El afuera apenas se cuela en algunos planos aislados, y así el interior mismo deviene en una opresión constante, siempre a punto de estallar y poniendo una barrera con el espectador en tanto y en cuanto es muy difícil tener empatía con los personajes. Lo saludable de la propuesta es la forma en que solapadamente Durán traza el dibujo de la disfuncionalidad familiar desde una estética que remite al absurdo y al escamoteo de emociones, sin escandalizar. Esto supone un riesgo, el de la frialdad y la indiferencia, sin embargo, quienes estén dispuestos a perderse en esta tierra de incertidumbres y de extrañas costumbres, disfrutarán de la belleza de lo indeterminado. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant