Luego de la muerte de su esposa en un accidente automovilístico, un arquitecto y su hija pequeña se mudan a una casa de campo mientras intentan recuperarse del dolor de la pérdida. Pero la nena comienza a tener comportamientos extraños, y de un momento para otro desparece dentro de la propia casa. Pasan las semanas y el hombre, desesperado, se cruza con un exorcista que le cuenta que la respuesta no es lógica sino sobrenatural, y que no le queda mucho tiempo si quiere rescatar a su hija del mundo de los muertos. Contada así, La habitación del horror no es muy distinta a otra decena de películas del género, es cierto. Lo que sucede es que en el film del debutante Kim Kwang-bin lo más interesante no está en el punto de partida, sino en cómo se construye ese viaje de terror. La historia va de menor a mayor y avanza a la par de un crescendo del suspenso, sin tiempos muertos y muy efectivo a la hora de crear tensión. Al mismo tiempo, los episodios fantasmagóricos se entrecruzan con una trama subyacente que involucra la relación de padres e hijos, el egoísmo, y el angustiante dolor de una pérdida. El contraste entre esta situación y las figuras espeluznantes de nenes y nenas (al mejor estilo Ringu) es uno de los varios aciertos del guion, también responsabilidad de Kwang-bin. La habitación del horror es una propuesta, que si bien no será novedad para los fundamentalistas del terror, tiene muchos puntos a favor para llevar su premisa a un buen destino: por momentos inquietante, por momentos terrorífico.
Expandir el universo de La gallina Turuleca era, a priori, un ejercicio de imaginación muy interesante ya que la canción que le dio origen -popularizada por Gaby, Fofó y Miliki a comienzos de los 70- no iba mucho más allá de una somera descripción de su aspecto y de su mala costumbre de poner huevos en lugares inconvenientes. Sin embargo, con los resultados a la vista, el debut cinematográfico del ave cacarea por caminos tan transitados como previsibles. Si se tiene en cuenta que el público al que apunta este film es el de los (muy) chiquitos, lo del lugar común no sería tanto inconveniente; más preocupante sí, es el problema estructural de la narración, reducida a una sucesión de situaciones de vuelo corto: Turuleca es discriminada por su aspecto, encuentra a una dueña que la acepta y valora, aprende a hablar, un accidente la lleva a unirse al circo donde en un parpadeo se convierte en atracción, hay un villano, llega a la gran ciudad… y así. No hay mucho tiempo ni voluntad para profundizar en situaciones o personajes, el objetivo parece ser apresurar una serie de imágenes coloridas, intercaladas con un puñado de eclécticas canciones (desde Macarena hasta Será que no me amas, pasando por La vie en rose) colocadas con precisión quirúrgica y sin demasiada justificación. Se extraña alguna alusión manifiesta a los payasos televisivos más allá de una forzada referencia a Don Pepito y a Don José, aunque sí las hay a Volver al futuro, E.T. o Coco, entre otras. Si bien se le notan las buenas intenciones, a esta gallina Turuleca el cine le queda grande.
El primer tercio de Gemelo siniestro ofrece un punto de partida más que prometedor. Un matrimonio feliz, un accidente de auto y el horror de ver morir en él a uno de sus hijos gemelos. Buscando la manera de recuperarse de la tragedia, Rachel (Teresa Palmer), Anthony (Steven Cree) y el pequeño Elliot (Tristán Ruggeri) se mudan a una casa en medio de la nada en Finlandia, para alejarse del dolor y empezar una nueva vida. Pero a poco de llegar, Elliot comienza a hablarle a su madre de su hermano muerto, como si todavía estuviera con él: “Nathan quiere volver”, le repite. Sueños extraños, la aparición de una mujer misteriosa y la sospecha de una situación sobrenatural que podría involucrar al resto de los habitantes del pueblo, así como también al mismísimo Anthony, llevan a Rachel a un estado de desesperación por mantener la cordura. Conforme avanza la trama, el director y guionista Taneli Mustonen abre más y más puertas, los caminos a seguir se ramifican de tal manera que llega un momento en el que el guion se vuelve tan laberíntico como la casa innecesariamente grande a la que se muda la familia. Que un fantasma, que una secta, que una conspiración demoníaca, las hipótesis se entrecruzan ante los ojos de la protagonista, que termina tan confundida como el espectador. O quizá menos, porque el ojo atento y cinéfilo encontrará en los primeros minutos algunas claves que serán decisivas en el desenlace. En sus múltiples caminos hacia la pendiente final, Gemelo siniestro recuerda a muchas otras: de Midsommar a El bebé de Rosemary rozando, por qué no, Sexto sentido. Por nombrar solo algunas. Sin embargo, lo virtuoso que podría suponer una mezcla de clásicos se ahoga en su propio mar de acumulación. La fotografía es excelente, la puesta en escena y los escenarios naturales también; el problema es el guion, que avanza lenta y pesadamente, rutinario y sin destellos. Lo peor que le puede pasar a una película de terror cuya estructura está construida en base a una vuelta de tuerca final, es que esta se adivine de entrada. Si sucede, el resto del tiempo será solo seguir adelante apáticamente para comprobar que uno tenía razón. Y el camino puede ser muy largo.
Con la misma estética ochentosa y una historia efectiva en su esquematismo, la secuela tiene grandes escenas de acción, sin uso de pantalla verde y momentos emotivos para los que no conviene estar con la guardia baja; por sobre todo brilla su protagonista, entregado por completo a la historia. Hay muchas maneras de mirar hacia atrás. En la vida puede utilizarse un espejo, dar una repentina media vuelta, o ejercitar un sutil y disimulado giro de cabeza; en realidad no importa cómo, sino para qué. En el cine pasa más o menos lo mismo. Si las historias apuntan a retomar éxitos del pasado tiene que haber una buena razón, porque la línea entre el homenaje y el reciclaje de residuos es demasiado delgada. ¿Cuántos Matrix, Halloweens y Cobras Kai más hacen falta para que se den cuenta? Tom Cruise lo entendió y aceptó la mejor misión imposible de su carrera: repensar un ícono generacional como fue Top Gun sin caer en la autoparodia o, lo que es peor, en la autocompasión. Para Pete “Maverick” Mitchell no ha pasado el tiempo. No solo parece haber hecho un pacto de eterna juventud sino que sigue con las mismas malas costumbres de siempre: no reconoce autoridad, es intrépido, arriesgado, usa las mismas camperas y anteojos de sol, e insiste en andar en moto sin casco. Tres décadas después de su ingreso a los Top Gun, el destino lo coloca nuevamente en dicha unidad, pero esta vez como instructor de un grupo de jóvenes pilotos, reflejos de lo que él fue alguna vez. Estando del otro lado del mostrador –al menos durante el primer tercio de la película–, Maverick tiene que ganarse el respeto de una nueva generación con apodos de superhéroes que no sabe quién es, mientras los entrena para infiltrarse en terreno enemigo en una misión suicida inspirada sin disimulo en Star Wars. Y ese no es su único problema. Porque uno de los mejores del flamante grupo de pilotos es Bradley ‘Rooster’ Bradshaw (Miles Teller), el hijo de su malogrado compañero Goose, que tiene con él una mezcla de rencor y asuntos pendientes. Entre su nueva tarea y el pasado que vuelve a él una y otra vez, Maverick encuentra apoyo en su amigo Tom “Iceman” Kazansky (Val Kilmer), y en Penny Benjamin (Jennifer Connelly), un amor fugaz que en la película original era mencionado al pasar. A ese punto de partida es importante sumarle dos cuestiones que hacen al proyecto cinematográfico en sí. Por un lado, la estética ochentosa de la filmación, que va desde el diseño de los títulos de crédito hasta la fotografía y puesta en escena. Y por el otro, el expreso pedido de Cruise de que no se utilicen efectos digitales en las escenas de acción, imprimiéndole a la narración una sensación de realismo, ausente del cine contemporáneo, acérrimo militante de la pantalla verde. El viaje al pasado termina ahí, porque Top Gun: Maverick tiene peso específico y méritos suficientes para sobrevivir sin apelar al original, incluso en muchos aspectos la supera. El guion, aunque esquemático, está mejor resuelto; las escenas de acción transmiten la dosis justa de adrenalina, y hay un par de momentos emotivos en los que no conviene estar con la guardia baja. Mérito del director Joseph Kosinski, pero especialmente de Tom Cruise. Porque si para Maverick “no es el avión, es el piloto”, en el caso de esta Top Gun no es la película, es el actor. Cruise se sabe el último exponente de un star system entregado al entretenimiento a gran escala, y desde ahí construye esta propuesta consagrada al espectáculo efectivo y sin fisuras. La trama promete y cumple con dos horas y pico de acción sin respiro a cargo de un héroe de sonrisa inalterable, sin claroscuros ni graves conflictos existenciales que condicionen sus acciones. Lo dicho, todo “muy ochentas”. El plus para los “adultos mayores” serán las referencias al film anterior, con especial atención a la presencia del personaje encarnado por Val Kilmer, antes antagonista y hoy compañero fiel. Es sabido que el actor padeció cáncer de garganta, y el tratamiento acabó con su voz. A raíz de esto es que se dudaba de que Kilmer pudiera participar de esta secuela. El problema se resolvió otorgándole al personaje la misma enfermedad y limitación. La aparición es breve, pero el diálogo que mantienen ambos, repleto de nostalgia, es uno de los puntos más altos de la película porque trasciende la historia: son dos compañeros pilotos (o actores, es lo mismo), colegas, rivales, que se encuentran una última vez. Top Gun se estrenó en 1986 y, hay que decirlo, estaba muy lejos de ser una obra maestra. Y aunque en su momento fue el éxito de boletería, y lanzó a la gloria a su protagonista, la luz de su estrella fue menguando con el paso del tiempo, siendo recordada con cariño por los cuarentones que la vieron de chicos, e ignorada por los que vinieron después. A la vista de esta secuela tardía, aquella se transforma en un ensayo de lo que debió ser. Se necesitaron 36 años y un Tom Cruise de vuelta de todo, ya no para darle un cierre a la historia, sino para reescribirla con mano maestra y coronar, ahora sí, una película que perdure en el tiempo.
Un billete de cien dólares, que a la sombra de la realidad inflacionaria no parece tanto, multiplicado por setenta mediante el resultado de una apuesta puede ser el comienzo de una nueva vida para quien siempre la tuvo difícil. Correa (Germán Palacios) es un boxeador retirado cuyo destino lo convirtió en brazo ejecutor de Bernal (Daniel Aráoz), mandamás de una organización criminal que regentea la prostitución y la droga en la Buenos Aires marginal. El expugilista quiere un nuevo comienzo para él y para su novia prostituta Rosa (Sofía Gala Castiglione) aunque eso signifique, no solo ganar la apuesta merced al billete con la cara de Benjamin Franklin, sino también salir con vida cuando ambos se conviertan en blanco móvil de aquellos de los que quieren escapar. Con evidente destreza técnica, el director Lucas Vivo García Lagos construye una sucesión de viñetas de violencia que van in crescendo y redondean un espectáculo atractivo, al menos en la superficie. Porque los problemas comienzan y se enquistan cuando se busca una historia subyacente a la acción, y esta nunca aparece. Saltos temporales apresurados, escenas exacerbadas de marco dramático pero resolución humorística, una construcción dramática que por momentos se asemeja más a una serie que a un film, y una trama donde todo vale (que incluye presencias como la de Luis Brandoni o L-Gante, ambas prescindibles para la historia) dan como resultado una película dispar, cuyos mejores recursos están en el trío protagonista. Franklin, historia de un billete es un thriller que promete más de lo que ofrece.
En dos momentos clave de Desierto particular suena “Eclipse total de corazón”, de Bonnie Tyler, y aquello de “cada tanto me derrumbo y ahora te necesito más que nunca”. Así se siente Daniel (Antonio Saboia) por Sara, una mujer a la que no conoce personalmente, pero de la que está genuinamente enamorado. Ella a la vez es un cable a tierra en el peor momento de su vida: la fuerza policial -a la que pertenece- lo tiene suspendido y bajo investigación por un caso de brutalidad, tema que lo preocupa a la par que la deteriorada salud mental de su padre, que además vive con él. Ante la falta de respuesta a sus mensajes, Daniel decide cruzar el país para dar con Sara y averiguar a qué se debe el silencio. El descubrimiento luego de ese primer encuentro será para ambos mucho más profundo y movilizante. La película del brasileño Aly Muritiba es una poderosa historia de amor, que en su interior se concentra en derrumbar pilares de machismo, mandato familiar y homofobia. El camino del protagonista es de deconstrucción de su propio ser, a la vez que de libertad con lo que verdaderamente siente. Asimismo, las contradicciones emocionales y la construcción de un nuevo paradigma personal afectan también a Sara, quien tiene que lidiar con su entorno, también poblado de prejuicios. De a ratos angustiante, pero con un desenlace conmovedor, la trama de Desierto particular no se centra en etiquetas, sino que acierta en subrayar la búsqueda de la felicidad. Como toda buena película de amor.
El universo de Harry Potter, con sus secuelas y precuelas, se sabe único y particular, como también incondicional para sus fans más acérrimos. Suerte de miembros de una logia, que llegan al cine disfrazados, gritan, lloran o se emocionan, viendo mucho más allá de lo que ofrece la pantalla. Con semejante entorno es muy fácil sumarse al tren del entusiasmo y celebrar cada logro de Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore con fervor. Sin embargo cuando se apaga la pantalla y baja el frenesí, salen a la superficie algunos problemas que conspiran con la que podría haber sido la mejor película de la saga. La trama de esta tercera entrega comienza algunos años después de los acontecimientos de la película anterior. Gellert Grindelwald (ahora interpretado por Mads Mikkelsen, luego de la salida por la puerta de atrás de Johnny Depp) está más decidido que nunca a liderar el mundo mágico, esta vez a través de elecciones, y mediante la manipulación de un Qillin bebé, animal mágico parecido a un ciervo que puede señalar a aquel que tenga condiciones para convertirse en un líder honesto, sabio y justo. En un desesperado intento por detener a Grindelwald, Albus Dumbledore (Jude Law al que, a pesar del título se lo ve bastante poco) reune a un grupo de viejos conocidos: Newt Scamander (Eddie Redmayne), su hermano Theseus (Callum Turner), Jacob Kowalski (Dan Fogler), Yusuf Kama (William Nadylam), Lally Hicks (Jessica Williams) y Bunty (Victoria Yeates); en otras palabras, todos los que tuvieron cierta relevancia en el film anterior. Con un punto de partida bien asentado gracias a las películas precedentes -especialmente la segunda-, todo hacía suponer que esta nueva entrega llevaría la historia a un nuevo nivel, pero no. La decisión de poner el acento en los aspectos más personales del profesor mago, como por ejemplo su interés romántico hacia Grindelwald, como así también en subtramas menores que no logran concitar mayor interés (la relación interrumpida de Jacob con Queenie, el trauma de Credence por sentirse abandonado por su propia sangre), termina ofreciendo un producto vistoso pero plano, llevadero pero carente de golpes de efecto. Sin embargo hay cosas que rescatar. El binomio de J.K. Rowling y Steve Kloves en el guion, al que se suma David Yates en la dirección, es garantía para que el “universo Potter” este cabalmente representado, con referencias, guiños y una puesta en escena en la que el fan podrá sentirse “como en casa”. Se agradece y se disfruta. También en la columna de lo positivo está el trabajo de Mads Mikkelsen, cuya composición de Grindelwald se aleja de la extravagancia de Depp, ofreciendo un villano más contenido, y a la vez mucho más interesante. Las dos escenas más importantes que protagoniza con Law -una al inicio y otra sobre el final- son los mejores momentos del film, con un diálogo mínimo que da lugar a un ida y vuelta de miradas y gestos, repleto de matices y sobreentendidos. Ni tanta aventura, ni tantos animales, ni tan fantásticos. A casi cuatro años del estreno de Los crímenes de Grindelwald, Los secretos de Dumbledore mantiene viva la llama de la franquicia. Pero más que aportar elementos nuevos de cara a las supuestas dos continuaciones por venir, se contenta con cerrar aquellos cabos sueltos que habían quedado abiertos. Una verdadera lástima.
Hace rato que el cine de terror ha dejado claro que los payasos dan miedo. Se trate de asesinos camuflados, archivillanos o entes sobrenaturales, la cara blanca, la pintura roja y la risa diabólica inquietan de por sí. Dicho esto la pregunta es: ¿qué más puede ofrecer una película de género que tenga a un clown como protagonista? Al decir de Jack y la caja maldita, la verdad es que no mucho. La mala suerte hace que un hombre con un detector de metales encuentre de casualidad una “caja sorpresa”, de esas en las que hay que girar una manivela hasta que salta de golpe un resorte con cabeza de payaso. El problema acá es que del objeto no sale un muñeco, sino un espíritu que debe matar a seis personas para cumplir su desconocido propósito. La primera en morir es la esposa del descubridor, y aunque este se salva, en lugar de volver a enterrar la caja donde estaba (porque luego se sabrá que no se puede destruir) no tiene mejor idea que donarla a un museo. Así, doce años después, el contador de muertes vuelve a cero y comienza una nueva cadena de asesinatos que tiene como testigo involuntario a Case (Ethan Taylor) quien, como suele suceder, sabe todo pero nadie le cree. El resto se ve venir… y viene. Aunque parezca que el punto más flojo de Jack en la caja maldita es su falta de originalidad o la sucesión de agujeros en la trama, lo que realmente falla en el film de Lawrence Fowler es su falta de riesgo e inspiración a la hora de diseñar cada muerte, que no son tantas y varias ocurren fuera de cámara. Porque al fin y al cabo, al no haber novedad, es lo único que el fanático podría haber agradecido. Sin embargo, también en este apartado tendrá que quedarse con las ganas.
En junio de 2018, un equipo infantil de fútbol y su entrenador fueron a pasear a una cueva en Chiang Rai, Tailandia. Problemas climáticos llevaron a que la entrada se inundara, dejando al grupo atrapado en el corazón de la cadena montañosa. El rescate llevó dos semanas, teniendo que intervenir expertos de otras partes del mundo para lograr rescatar a esos chicos de entre 12 y 16 años con vida. Este episodio -cuyas alternativas recorrieron el mundo- inspiró al director Tom Waller a recrearlo, y en el camino rendirle un homenaje a aquellos que arriesgaron (y dieron) su vida en la acción. Sin embargo, es en ese espíritu celebratorio donde Milagro en la cueva pierde el rumbo. En pos de aferrarse a los hechos -lo que llevó a incluir a varios de los protagonistas de la hazaña, interpretándose a sí mismos-, el guion desdeña cualquier intención de construcción dramática. En sus poco más de cien minutos, el film, se apura a relevar puntillosamente la crónica de lo sucedido, resignando en el camino el desarrollo de los personajes, sus problemáticas y motivaciones. Como es de esperar, esto redunda en una inevitable falta de identificación y compromiso emocional del espectador, no solo con los protagonistas sino también con el hecho en sí. Se esboza brevemente algún apunte crítico hacia la burocracia o hacia ese político de turno que llega, saluda y se va, al mismo tiempo que se destaca el compromiso de la gente común. Sin embargo, tanto una cosa como la otra se mantienen en un plano abúlico que merma cualquier posibilidad de emoción. Quienes recuerdan el hecho probablemente conecten con aquello que sintieron entonces, y experimenten un entusiasmo mayor por Milagro en la cueva. El resto seguramente empatice con el caracter verídico de la historia, pero no tanto con su resultado cinematográfico.
Qué difícil es innovar sobre fórmulas probadas, climas transitados e historias conocidas. Y sin embargo, cuando se da la virtuosa conjunción entre un director talentoso y un elenco impecable, todo fluye, el contador vuelve a cero y se termina recostado en la butaca, con las manos entrecruzadas en la nuca y una sonrisa de disfrute. Hoy se arregla el mundo es un buen ejemplo de todo aquello. David El Griego Samarás (Leonardo Sbaraglia) es un productor de televisión en caída libre. Luego de siete años de éxito sostenido con el programa Hoy se arregla el mundo (un talk show al estilo de El show del problema), el rating se opaca al igual que la confianza del canal en él. Adicto al trabajo, a David nunca le interesó demasiado ni su expareja Silvina (Natalia Oreiro) ni su hijo Benito (Benjamín Otero). La trágica muerte de ella, y el descubrimiento de que en realidad no es el padre biológico de Benito transforman por completo su mundo. Mientras ayuda al nene a desentrañar el misterio de su identidad visitando a todos aquellos hombres que pudieron haber tenido una relación con su madre, David se transforma en un personaje de su propia ficción; aun cuando, paradójicamente, ese camino juntos lo aleja de la fantasía que él se construyó para enfrentarlo con la realidad de sus propios sentimientos. Y aunque al principio se siente un ladero de Benito, con el correr de los días descubre que él también está perdido. “No pasa por si es verdad o es mentira, pasa por que te la creas”, dice el griego resignificado una metáfora afín a la televisión, pero también a la vida. Con el ojo acostumbrado a sus composiciones más intensas y dramáticas, uno a veces se olvida del timing que tiene Sbaraglia para la comedia, un género en el que se lo ve menos de lo que se quisiera. Su composición de Samarás no cae en trazos gruesos ni estridencias. Es precisa, delicada y capaz de transitar con idéntica destreza una tensa discusión con su ex como una pelea a puño limpio contra un payaso mal llevado. Apenas algunas sutiles diferencias en los tonos, las miradas o el lenguaje corporal alcanzan para desandar los vaivenes del guion, siempre apostando a una construcción basada en la credibilidad, como espejo de lo que cada situación le devuelve. El realizador Ariel Winograd insiste en trabajar con chicos, un arma de doble filo en cuestiones de ficción. Afortunadamente a él se le da muy bien, y en esta oportunidad vuelve a salir airoso con Benjamín Otero. Si bien el pequeño actor tiene la caradurez necesaria para hacer propias y naturales las réplicas más punzantes del guion, donde mejor se luce es en los silencios. Las miradas que cruzan padre e hijo, esos momentos que son solo de ellos dos se vuelven el punto más alto de la película. Apuntalando con un personaje que tiene brillo propio está Charo López (homónima de la estrella española), comediante y actriz nacional que hace rato se merecía la oportunidad de demostrar en pantalla grande el enorme talento que tiene. A modo de participaciones especiales, Diego Peretti, Gerardo Romano, Yayo Guridi, Luis Gioia, Gabriel Corrado, Luis Luque, Soledad Silveyra, y la mismísima Oreiro visten la trama, convirtiéndose cada uno en pequeños motores que empujan el relato hacia su inevitable desenlace. Todos aportan, nadie está de más, algo que no siempre sucede y hay que agradecer. Habrá también en las casi dos horas de duración algún que otro momento farragoso para el devenir de la historia (especialmente lo relacionado con la subtrama en torno al programa televisivo), que no necesariamente suma al relato. Por suerte son los menos, y no perjudican en exceso los muchos méritos de la película. De Winograd se ha escrito mucho y no siempre bien, pero cierto juicio sobre sus decisiones estéticas a veces empañan lo buen realizador que es. Su precisión, un ritmo para la comedia que por acá pocos tienen, y esa lucidez a la hora de contar cada historia, lo colocan en un lugar de privilegio entre los artistas de su generación. A pesar de algunos traspiés, con cada nuevo proyecto el director se afirma más y mejor en un estilo afín al gran público, por momentos deudor de la comedia clásica del Hollywood pasado y presente, pero con aroma local. La intención de Hoy se arregla el mundo es empatizar con el público apelado a la emoción. Y su mejor apuesta es hacerlo de a poco, construyendo un vínculo con el espectador que crece paulatinamente y en paralelo al que nace entre los protagonistas. Una decisión fundamental para que esa relación afectiva perdure en el tiempo.