El costo de la intromisión Como aquellos invencibles thrillers ingleses de décadas atrás concebidos para cine o filmados para televisión, El regalo entrega una buena dosis de suspenso, valiéndose de tres personajes fuertemente delimitados y de una historia, ya vista docenas de veces, que se relaciona con el acoso y la invasión a la privacidad. Sin embargo, teniendo como rivales prestigiosos al David Lynch de Carretera perdida y al Michael Haneke de Funny Games y Caché (Escondido) la derrota de El regalo resulta digna, convirtiendo a esta intromisión en un mundo ajeno y a la propuesta como opera prima del actor y guionista Joel Edgerton en un pasatiempo leve y bien contado, pero sin demasiadas sorpresas argumentales. La nueva casa está en orden y a ella llega el matrimonio recién mudado de Simon (Jason Bateman) y Robin (Rebecca Hall), él con nuevo empleo, y ella con cierta inestabilidad emocional a un paso del brote paranoico. Caserón y después, aparecerá Gordon Mosley (el mismo Edgerton como actor), apodado "el gordo", un compañero de la secundaria de Simon (en realidad, esto se corroborará o no a medida que transcurra la historia), encarnando a un sujeto que irá invadiendo la intimidad de la pareja. Obsequios, comidas, llamadas y todo el arsenal de clisés y convencionalismos genéricos servirán como base estructural del relato. Juegos de miradas, sospechas, suposiciones, una mascota protagonista que luego desaparece y un caserón que se muestra como obsoleto pese a su modernidad mobiliaria y que le será útil al intruso para confirmar que, más temprano que tarde, un hecho del pasado servirá como detonante (por momentos, demasiado explicativo) de la presencia en off o en cuerpo presente del susodicho "gordo". Sin embargo, entre tantos lugares comunes que remiten a las noventistas El inquilino y La mano que mece la cuna, El regalo muestra las miserias de una pareja central, su psiquis de clase media acomodada y los miedos que acosan a Simon y Robin por perder su seguridad y tranquilidad cotidiana. Como en Cabo de miedo de Scorsese, pero sin reparar en la idea del superhombre de Nietzsche, la aparición de Mosley en las vidas de Simon y Robin actuará desde la culpa y como castigo al matrimonio protagónico. Pero como se está en los fatigados caminos del thriller, la historia no irá más allá de la corrección política y del castigo que al final merecen recibir aquellos sujetos que deciden incomodar las vidas privadas de los otros.
Una historia de padre e hijo Horacio y César Salgán, padre e hijo. La vida y el tango, el gran músico y su heredero. Horacio y César Salgán, padre e hijo. La vida y el tango, el gran músico y su heredero. El maestro y su mejor alumno reunidos en un documental en donde la música está presente, pero también, subyacen otras razones para comprender un trabajo que va más allá de los dos Salgán al piano. La directora Caroline Neal, luego de Si sos brujo: una historia de tango (2005) pega un importante salto de calidad omitiendo las intenciones de su trabajo anterior, más aferrado a una guía turística para el visitante y admirador de la música tanguera. Salgán & Salgán, por suerte, rumbea para el lado de la intimidad, la búsqueda en el pasado para comprender al presente, los ajustes de cuentas y tensiones entre un padre y un hijo que durante casi dos décadas no estuvieron cerca uno del otro. El inicio se ubica en la celebración del Bicentenario y la última vez en que Horacio Salgán arremetió con el imbatible "A fuego lento" pero, de allí en adelante, la película explora las idas y vueltas de una relación donde existían más discordancias que afinidades. César Salgán y su larga experiencia como piloto de Fórmula 1, el recuerdo del hermano muerto en un accidente automovilístico, el respeto y la admiración al padre, el silencio de aquellos años distanciados. Horacio Salgán, por su parte, relatando su obsesión próxima a lo enfermizo por el mundo tanguero, sus casi 100 años que desde hace un tiempo lo llevaron a convivir con el hijo (no) tan querido, sus pequeños apuntes sobre la música, expresados desde una sabiduría al borde de una edad digna de envidiar. Sin demasiados destellos desde la puesta en escena y eligiendo al instante íntimo por encima de la locuacidad de sus dos protagonistas centrales, el documental de Caroline Neal (al que se le puede criticar algún exceso redundante por el uso de la voz en off), propone más de una sorpresa, en especial, cuando se profundiza los motivos de la separación del Padre Salgán con el Salgán Hijo. Extraña jueves de estrenos: el film de Caroline Neal y Victoria de Juan Villegas, ambos títulos relacionados al tango. Sugerencia: cuanto antes se pueda, ver y disfrutar de ambas.
Nueva hipótesis sobre el crimen perfecto Joaquin Phoenix interpreta a un profesor de filosofía y bon vivant alcohólico cuyo objeto reprimido es su alumna Jill Pollard (Emma Stone) en un film que muta de comedia leve a policial. Son varias las posibilidades que propone Hombre irracional como material de análisis, se trate de un elogio o una crítica que se le pueda hacer al film 46 de Woody Allen como director. A un par de meses de cumplir 80 años y con más de 60 de actividad cultural, el cineasta vuelve una y otra vez a las obsesiones y taras conceptuales que caracterizan a su obra; por eso, Hombre irracional, que no está entre lo mejor que hizo en la última década, observa a sus temas habituales, o al costado más serio de su filmografía, con una importante dosis de humor y sarcasmo. El último opus de Allen (se viene su serie para televisión) repara en la extraordinaria Crímenes y pecados (1989), en la glacial Match Point (2005) y en la fallida El sueño de Cassandra (2007) con tal de comprobar, nuevamente, si existe el asesinato perfecto, previo paso por la culpa y con la hipótesis tardía o no de una redención que les corresponda a los responsables. Por esos trances andará Abe Lucas (Joaquin Phoenix), un profesor de filosofía experto en Heidegger y Kant (Allen y sus preferencias) que, de un día al otro, o a propósito de una conversación en un bar, decidirá el destino de un juez que supuestamente perjudica al género humano. Alrededor de este bon vivant alcohólico andará la joven Jill Pollard (Emma Stone), alumna de Abe, objeto de deseo reprimido del profesor y el clásico personaje activo de una película de Woody Allen frente a situaciones y momentos de riesgo. Pero Hombre irracional es una película partida en dos. El primero de los segmentos describe el paisaje de un campus universitario, a los alumnos y profesores, las clases, las frases que aluden a Feodor Dostoievsky y Simone de Beauvoir, además de la presencia de una mujer casada (jugada por Parker Posey) en un personaje que merecía mejor desarrollo. Si el punto de vista de Hombre irracional hasta el momento remitía al profesor Lucas, de ahí en adelante, y ante la chance de cometer un crimen, la película se desplazará hacia la curiosidad que caracteriza a la inquieta Jill. En esa extraña estructura de la que dispone el argumento, primero a través de la comedia leve con profesor rondando a una alumna, tema clásico en Allen desde Manhattan, hasta las derivaciones del relato al género policial en su vertiente más solemne, Hombre irracional, ni por asomo, alcanza la grandeza de otros títulos del creador en casi 40 años detrás de cámaras. Phoenix y Stone, por momentos, sostienen una historia ya vista en otros títulos donde la invocación al Hitchcock de La soga no parece desacertada. Pero también el maestro inglés de cualquier época concibió varios films menores.
Vidas solitarias en la gran ciudad Como se viene expresando en su prolífica obra (ocho largometrajes desde 2003), las películas de Santiago Loza emplean recursos narrativos y formales que germinaron en la segunda mitad de los años 90 con el nuevo (ya viejo) cine argentino, pero a través de un tamiz propio y con decisiones de la puesta en escena totalmente personales. Desde el tono minimalista elegido para situaciones y personajes hasta los cruces que el realizador propone entre el lenguaje cinematográfico y el teatral, el creador de Extraño, Los labios y Cuatro mujeres descalzas continúa con su afán experimental, que en ocasiones se traduce en hermetismo, pero que termina transmitiendo una innegable sensibilidad. Por las calles de Toulouse transcurren las historias de Si estoy perdido no es grave (Si jem suis perdu, c’ est pas grave), con un inicio pautado desde la voz en off que aclara la transparencia de aquello que surgirá en imágenes. Vidas desparramadas en una gran ciudad, tomadas con planos fijos, diálogos sin pretensiones, momentos de soledad e impaciencia citadina y un taller para un grupo de actores que ofició de disparador de la trama para dejarle lugar a esos primeros planos de rostros obligados a escuchar las reflexiones y comentarios desde el fuera de campo. Como si se tratara de un ejercicio acabado en película entre profesores y alumnos (el recuerdo de Shadows de Cassavetes no suena descabellado), el film de Loza multiplica voces y personajes a través de breves viñetas, intercaladas por los rostros en planos cercanos. En ese sentido, la empatía de las imágenes con el espectador puede resultar poco eficaz; sin embargo, la película hace eco en una búsqueda a pura sensibilidad por parte del director: en las dos versiones de un mítico tema de Sandro ("Porque te amo"), en la actriz que tiene que encarnar a la bella Brigitte Bardot, en la cálida relación entre una madre y una hija y en el plano con travelling a la Nouvelle Vague del final, Si estoy perdido no es grave, un film-ensayo, encuentra sus mejores momentos y sus raptos de inteligencia y sabiduría.
Amor surreal y bastante tonto A esta altura de la carrera de Michel Gondry se está a un paso de confirmar que las virtudes de sus dos films iniciales (Human Nature; Eterno resplandor de una mente sin recuerdos) se debieron más a su guionista Charlie Kauffman que a las aptitudes del cineasta. Más aun cuando su obra posterior (Soñando despierto; el bodrio de El avispón verde) no condice con aquel combo y mucho menos con su creatividad en el mundo del videoclip en trabajos de Björk, Daft Punk, Chemichal Brothers, White Stripes… y la lista es interminable. La espuma de los días cuenta una historia ridícula pero consciente de su ridiculez y semejante definición es una de las peores que puede recibir una película. La alegre y triste historia de amor entre Colin y Chloé, basada ligeramente en el texto de Boris Vian publicado en 1947, expone estados de ánimo, momentos festivos y mortuorios y el protagonismo de una pareja central de casi nula química (Romain Duris, Audrey Tautou) que son insertados en un mejunje visual y sonoro de difícil digestión. Gondry estimula su creatividad visual al servicio de diálogos imposibles y situaciones que tocan lo ridículo. Pero se trata de una ridiculez culposa, como si la recreación de un mundo surrealista y onírico, que ya estaba presente en Soñando despierto y que en La espuma de los días hace centro en su segunda mitad, tuvieran como destino final una acumulación de imágenes empalagosas dignas de una instalación vanguardista. El problema esencial del film es que su regodeo en la superficie del surrealismo, que poco se parece aun al objetivo turístico nostálgico del Woody Allen de Medianoche en París, solo deja ver sus logros en los rubros técnicos que atañen a la escenografía, el vestuario y la decoración. Todo ello revestido de frases literarias devenidas en aforismos de mesa de liquidación en eternas dos horas diez. ¿Volverá aquel Michel Gondry de los inicios de su carrera o se tratará de otro director procedente del videoclip que hace tiempo perdió el rumbo? Por ahora solo queda rever “The Hardest Button to Button” de White Stripes y “Like a Rolling Stone” de Rolling Stones que aún resultan originales y, además, duran bastante menos.
Ninguna fiesta resulta interminable La película dirigida por Mia Hansen-Love narra la vida de Paul, cultor de la música garage por las calles de Nueva York y París en los tempranos '90. Con la participación de Daft Punk. Uno de los mejores films de la primera década del siglo es 24 Hour Party People del inglés Michael Winterbotton y su excelente reconstrucción de la movida musical en Manchester, en una historia que empezaba con los Sex Pistols y terminaba con el estallido de las rave y que tenía al empresario Tony Wilson como voz y cuerpo narrador. Eden no está contada desde el punto de vista de un personaje reconocido sino a partir de Paul (el hierático y funcional Félix De Givry) como uno de los tantos cultores de la música garage por la calles de París y Nueva York, con aquel marco inicial de época (año 1992) que la película traerá hasta casi estos días. Como en 24 Hour el contexto se combina con las vidas de los personajes y la creación musical con las idas y vueltas de Paul y su madre, sus parejas, sus amigos, sus amistades ocasionales y, más que nada, sus ganas de triunfar en aquellos tiempos de Daft Punk antes, durante y después de que los franceses se convirtieran en estrellas. Como también sucedía en el film de Winterbotton, el entorno y la descripción de época agregará consumo de cocaína, una muerte joven, hijos, peleas, la posibilidad de encaminarse hacia otros rumbos y, más que nada, los vanos intentos por detener el paso del tiempo y las obligaciones que impone la sociedad luego de una prolongada etapa adolescente. “Tengo 34 años”, dice Paul mientras es ayudado por un grupo de amigos luego de una noche de alcohol, cocaína e intento de suicidio. La noche y la fiesta parecen interminables para Paul y quienes están cerca suyo pero, como sucede en la mayoría de las películas que marcan el antes y un después de una generación junto a un determinado tipo de música, la sociedad impondrá su mirada hacia un futuro de bienestar muy lejos de aquellos años de riesgo permanente y de bienvenida (in)comodidad posadolescente. Eden fue dirigida por Mia Hansen-Love, joven actriz y ex redactora de la revista francesa de cine Cahiers du Cinéma, ya con tres títulos anteriores entre los que se destaca El padre de mis hijos (2009). El argumento refiere a su hermano Sven, uno de los tantos cultores anónimos de la música garaje-house que en Eden alcanza un alto grado paroxístico dentro de una trama que rinde culto a ese pasado cercano con una mirada melancólica y verídica que hasta consigue llegar a la emoción. “Salsa de mierda”, dice Paul en la última parte del film cuando presiente que los tiempos de las rave están llegando a su fin. O tal vez ese insulto refiera a él mismo, quien no podrá detener el andar de otro mundo y de una fiesta diferente que hasta podría parecer siempre la misma. Los Daft Punk, quienes aparecen en la película, parecen haber quedado atrás pero la música, por suerte, parecería no detenerse jamás.
Mundo nuevo de presencias y ausencias Liz (Zylberberg), una madre primeriza, descubre un nuevo mundo con sus amigas del parque y otros personajes que se cruzan en su camino. Katz otra vez hace la diferencia. Como trasluce en su corta pero estupenda filmografía, Ana Katz se ubica en los bordes del naturalismo para opinar sobre presencias y ausencias. Desde el minimalismo familiar de El juego de la silla, el desconcierto ante un nuevo paisaje afectivo en Una novia errante y el humor negro virado a la descripción social de Los Marziano, Katz construye argumentos que nada se parecen al grueso de la producción local. Como sucede con Liz (extraordinaria Zylberberg), madre primeriza, descubriendo un nuevo mundo, con sus dos extrañas nuevas amigas del parque (Katz y Álvarez) y otras mujeres que rondan a la protagonista central. El argumento dispara diferentes líneas argumentales pero como siempre acaece en el cine de la directora, no existe la necesidad de caer en escenas redundantes y obviedades sobre el rol de una joven madre y sus primeros miedos y temores. La película trabaja desde la sospecha de Liz, quien observa cómo su mundo se ve invadido por "las hermanas R", empezando por cuestiones ínfimas que luego confluirán a la invasión de la privacidad que tanto aterra al personaje. Así, los diálogos entre las tres mujeres y de Liz con las otras madres del parque van conformando una trama repleta de misterios donde nada es lo que parece ser. Desde un eje centrado en los miedos y las paranoias de una mujer, que basculan entre presencias placenteras e intimidatorias, pero que para Liz representarían lo mismo, la película expone como contraste una suma importante de ausencias y vacíos. En el caso de Mi amiga del parque, la mamá de la protagonista murió hace un año, el esposo está haciendo un documental sobre volcanes y solo se comunica por Skype (Hendler, otra vez, "lejos" de su pareja como en Una novia errante) y el hecho de que Liz no pueda amamantar a su bebé, también representan indicadores importantes para comprender las inestabilidades emocionales de la joven madre. Ausencias que también comprenden su alejamiento momentáneo del mundo laboral y de otras amistades de antaño. Por eso Liz y el resto de las madres del parque, también "las hermanas R", se refugian en ese paisaje de concepción cinematográfica abstracta, a solas en su mundo y con sus nuevos miedos, conformando un grupo heterogéneo de múltiples y dispares voces. Y con solo un hombre como consejero experimentado de esta particular comparsa. El viaje inicial de Liz, esbozado en ese rostro ambiguo del final, como sucedía con las carcajadas a solas de Érica Rivas en el maravilloso cortometraje Despedida (2002) de la misma directora, encierra más de una pregunta que un espectador atento será invitado a responder.
Deja que haya rock, pero hasta ahí nomás Protagonizada por Meryl Streep en el papel de una veterana rockera, la película de Demme se ubica en el "subgénero" de films livianos y divertidos, con una digna banda de sonido. La tarea no es fácil frente Ricky & The Flash debido a que las virtudes de la película –que las tiene- podrían caer en el exceso sin fundamento. Un director competente como Jonathan Demme (El silencio de los inocentes y Totalmente salvaje a la cabeza de sus mejores títulos), una actriz archifamosa lejos de sus roles serios y solemnes (aunque el recuerdo del desastre de Mamma mía hubiera sugerido un retorno a las fuentes), una historia rockera pero fusionada a la descripción de una familia disfuncional, un par de secundarios curiosos (el músico Rick Springfield y Mamie Gummer, hija de Meryl Streep), una banda de sonido original bastante pasable y un cóctel explosivo pero licuado con un alto porcentaje de gaseosa light. Ingredientes parecidos tenía la sobrevalorada Escuela de rock de Richard Linklater y su simplista visión de la música en relación a que cualquier nenito con complejos puede tocar un instrumento para delicia de los fans (y papás). Es decir, Ricky & The Flash y Escuela de rock pertenecen a la misma costura fílmico-rockera: películas livianas, simpáticas, divertidas, con directores más que profesionales tras las cámaras e intérpretes de importante ego y peso dramático. Demme hace lo que puede con las idas y vueltas del guión de Diablo Cody (La vida de Juno, Adultos y jóvenes) que describe la atolondrada existencia de Ricki (Streep), feliz en su nube de rock star al borde de los 60 años y que se ve obligada a retornar al rebaño familiar debido a la separación de pareja de su hija (Gummer, también vástago ficcional). Demme narra con elegancia, esquivando con dificultades los lugares comunes del guión, aferrándose a un personaje femenino fuerte que aplasta al resto, no solo por la actuación de Streep sino también porque el texto omite un mejor desarrollo del entorno de la protagonista. Cuando la película está a un paso de caer en esa zona pantanosa y sin retorno del medio televisivo donde el rock es responsable de todos los males en el mundo, y ya agotados los chistes verbales de inmediato impacto (a cargo del ex marido de Ricki, encarnado por Kevin Kline), la historia vuelve a ubicarse en un bar, en un escenario improvisado, en la guitarra de Springfield y en la voz de la primera actriz, el principal sostén de la trama. Acaso el gran triunfo de Demme haya sido sortear el aspecto sensiblero que preanunciaba la historia. Y, tal vez, la principal derrota del director de Filadelfia, tenga relación con su propia incapacidad por no ir más allá de un guión convencional al que solo le gana la pulseada la presencia de una actriz que, desde hace tiempo, hasta puede aminorar cualquier desastre cinematográfico.
Entre la vieja y la nueva escuela Como en Escuela normal de Celina Murga, el director Francisco Márquez y su equipo convivieron durante un tiempo en las instalaciones de un instituto de enseñanza, en este caso, en el Colegio Sarmiento, pleno barrio de Recoleta. La intención del documental es contundente: discutir, debatir, conocer las opiniones de los alumnos, mirar con atención qué propone el Centro de Estudiantes, apresar cada una de las palabras de los docentes a través de sus objetivos pedagógicos. Si la puesta de cámara del documental de Murga correspondía a la de una directora de cine en plan de investigación sobre un mundo determinado, las elecciones formales de Márquez condicen con las de aquel film pero suman otro propósito que roza una (bienvenida) ambición: opinar desde esa geografía escolar sobre el rol que ocupa el Estado en el plano educativo, cotejar viejos y nuevos axiomas relacionados al tema, proponer un discurso de inclusión que reemplace a dogmas vetustos elaborados por una postura educativa liberal bienpensante y destinada para pocos beneficiarios. En ese sentido, el documental de Márquez descree –como beneficio estético- de la utilización de cabezas parlantes y del empleo didáctico de la voz en off. Las voces son las de los alumnos de diverso origen social, de los profesores y maestros y de los integrantes del Centro de Estudiantes. Desde allí, de acuerdo a la postura democrática que propone el film, Después de Sarmiento encuentra sus zonas de mayor interés: en esa multiplicidad de voces que confrontan o comparten una idea, en el silencio de los alumnos combinados con la timidez y en la generación de varios puntos de discusión sobre el sistema educativo, el trabajo encuentra su mejor centro narrativo, tal como ocurría en Entre los muros, del francés Laurent Cantet, donde se tocaba otro tema afín pero con algunos ejes en común al trabajo de Márquez. Párrafo aparte resulta la pequeña clase donde se habla de Laura de Otto Preminger, un clásico del género policial de los años '40, con la bella Gene Tierney de protagonista. También así se enseña cine.
La vida empieza cerca de los 60 En la primera escena y en el final de Gloria la protagonista baila junto a gente parecida a ella dejando cualquier prejuicio de lado. Y así, entre tropezones y momentos felices, el film recorrerá los tramos más tristes y alegres de la vida de Gloria, una mujer separada, con hijos mayores y una relación de pareja que parece encaminada, por lo menos, en el tema sexual. Pero el pasaje no es fácil cuando se trata de un hombre casado, que no se anima a divorciarse definitivamente de su esposa y con hijos de por medio. Gloria, la película del chileno Sebastián Lelio (El año del tigre; La sagrada familia) tiene más de dos años desde aquellas primeras exhibiciones en festivales clase A, pero esto poco importa: un estreno así, aun con su atraso, será siempre bienvenido. Es que Lelio construye un personaje fantástico desde la autoexigente composición de Paulina García, ya que el director, siguiendo con la cámara a su protagonista, emplea todos los recursos de un realismo cinematográfico que juega en los bordes de un naturalismo sin retorno. Pero el guión, la delicadeza de un montaje casi invisible y las idas y vueltas que se narran en relación a Gloria y su familia, su trabajo, su nueva pareja y su soledad a cuestas, disimulada con el afán por la coquetería y por tener sexo y vivirlo como una adolescente, se apropian de una historia que se aleja, por suerte, de lugares comunes y escenas convalidadas por la corrección política. Justamente, una escena clave de la película es aquella en que el personaje retorna al hotel de los sueños, luego de una noche para olvidar, sin plata encima y con varias horas pendientes de sueño. Pero más tarde la inserción de la música omitirá cualquier decisión atroz por parte de la protagonista, tal como ocurría en el clásico Las noches de Cabiria (1957) de Federico Fellini, con Giulietta Massina "salvada" por la banda de sonido de Nino Rota. Y será el pegadizo tema musical cantado por Umberto Tozzi, el que rescate al cuerpo y a la sonrisa de Gloria, originales e imborrables en esta clase de historias. Como la magistral interpretación de Paulina García, premiada en varios festivales por el papel. Gloria sería otra película, ni mejor ni peor pero muy distinta sin la presencia de semejante actriz.