Eufórico y catártico Un film como Brisas heladas presenta el histórico dilema que caracteriza a la transposición de una pieza teatral convertida en imágenes. Tomando como dato que el mismo Gustavo Postiglione convivió con el dificultoso tránsito de su propia obra al cine, los resultados de la empresa, sin llegar a ser inválidos, quedan en las puertas del intento medianamente frustrado. Brisas heladas es un policial de capas superpuestas donde ambientes y personajes condicen con el rigor genérico, en tanto, determinadas situaciones tienden a la explosión catártica y eufórica que rozan el exceso sin sentido. Dos hermanos (Ferrero, Nemirovsky), una valija con dinero, un par de muertes, un interrogatorio a cargo de un fiscal (Pauls), un mafioso digno de temer (Briski) y una vamp/milf acorde al film noir (Medeiros) son los sujetos actuantes de una enredada trama que convence más en su envoltorio visual que en su material dramático. En ese punto, dos escenas resultan fundamentales para desentrañar las virtudes y los defectos de la historia. La primera se relaciona con el encuentro de los dos hermanos, el carácter invasivo de ella, las citas verbales de películas (Love Story, Bullitt, El bebé de Rosemary), los movimientos inquietos de él y la sensación de que algo horrible puede ocurrir. A ese momento de tensión, en la otra escena donde a los dos hermanos se agrega el personaje jugado por Medeiros, el tono cambia de manera abrupta: desaparece la sutileza por el grito, la elusión por la catarsis inexplicable, la violencia soterrada por la violencia explícita. Como docenas de policiales que se precien de tal, la historia empieza y (casi) termina con un interrogatorio, instantes en los que el director de El asadito y El cumple parece sentirse cómodo desde la construcción de un paisaje que remite al film noir de décadas pasadas. Mención aparte para Eli Medeiros, cantante punk (del grupo “Stinky Toys”) y actriz nacida en Uruguay pero conocida por su voz y figura en Francia durante los años 70 y 80. En Brisas heladas es uno de los puntos fuertes de la enrarecida trama, que presenta tantas vueltas de tuerca que recuerda a algunos films de su ex pareja, nada más y nada menos, que el gran Brian De Palma.
Entre clásico y moderno Despareja, absurda, clásica, moderna, sangrienta, tonta, decidida a la cita y al homenaje sin asco. Y a los cameos abundantes, para delicia del fanático de más de 40 años que se crió entre los martes 13, las noches alucinantes, los experimentos de laboratorio estilo re-animator, las noches de brujas y las pleitesías y agradecimientos a Carpenter, Sam Raimi y Stuart Gordon. Todo eso presenta este revival ochentoso agrupado en diez cortos dirigidos por cineastas de una nueva camada de adoradores del género. ¿Es poco? ¿Será suficiente? Todo dependerá de quién se plante frente a semejante experiencia: ningún episodio deslumbra pero sólo uno, tal vez dos, decepcionan. El hilo conductor será la voz de Adrienne Barbeau (La niebla de los 70) como nexo entre capítulo y capítulo invocando demonios, asesinos, chicos disfrazados, duendes, calabazas, enfrentamientos a muerte entre vecinos, dulces terroríficos e indigestos, fantasmas y secuestros que terminarán muy mal. Y los consabidos ríos de sangre, pero no construidos desde la genealogía teen de tiempos más recientes, sino citando a aquellos descabezamientos y litros de color rojo de Noche alucinante y Diabólico de Raimi y Re-animator de Gordon. Cuentos de Halloween pelea todo el tiempo para que el histórico espectador adictivo se tome en serio el asunto y para que el otro, más interesado en juegos del miedo y actividades paranormales, respete a esta serie de homenajes al terror de hace décadas. En la mayoría de los intentos gana el equilibrio (por ejemplo, con “Friday the 31st” de Mike Méndez, “SweetTooth” de David Parker y “BadSeed” de Neil Marshall). En cambio, en los segmentos “Trick” de Adam Gierasch y “Ding Dong” de Lucky McKee, la simpleza infantil para describir personajes le gana la partida a la sutileza y la elusión. Pero la invitación es más amplia, eso sí, si se pretende olvidar a mejores exponentes del género por capítulos tales como Creepshow y Cuentos de la cripta, favorecidos por un mayor desarrollo en cada una de la historias. Cuentos de Halloween es otra cosa y la búsqueda por medio del impacto directo favorece a la mayoría de los segmentos, donde se acumulan la suficiente información y las citas y guiños a Martes 13 y La masacre de Texas, entre una docena de clásicos. Por si fuera poco, los actores de peso, jóvenes en su mayoría, conviven con los cameos de Joe Dante, John Landis, John Savage y los citados Gordon y Barbeau. Y los más veteranos tendrán su momento emotivo al descubrir a un irreconocible Barry Bostwick, aquel esposo de Susan Sarandon en el clásico trip-homo-terror de The Rocky Horror Picture Show.
Un héroe al borde del ridículo Sería fácil echarle la culpa a Van Helsing con Hugh Jackman y a toda una corriente posterior de caza vampiros presentados a través de efectos especiales de última generación. Pero el último cazador en el rubro es más berreta, soporífero y poco lúcido con su facha de guerrero de la Edad Media que, trasladado a estos días, sigue con la obligación de asesinar demonios de diversas formas. En todo caso, hay varios responsables de semejante mamarracho, empezando por el ineficaz Breck Eisner (Sahara; The Crazies) en la dirección, dispuesto a creer que con un par de peleas bien filmadas se puede sostener una trama. Ya de por sí, vaga e insulsa, la historia de El último cazador de brujas presenta a Kaulder, encarnado por Vin Diesel, que no agrega demasiados matices actorales a los ya de por sí "exigentes roles" de Riddick y el fatigado Dominic Torello de la saga Rápidos y furiosos. Sin embargo, cargarle con toda la furia al actor pelado sería un camino fácil para destruir al cazador del pasado y el presente. En todo caso, la cuestión pasa por la impericia del director en construir un film menos que básico, sustentado exclusivamente en las escenas de acción, decidido a no ir más allá de un entretenimiento de manual de iniciados donde se tiran datos sobre la Edad Media como si fuera un programa de preguntas y respuestas de la televisión vernácula y, durante la segunda mitad, recurriendo a una sobreexplicación de los hechos donde al espectador se lo trata de poco o nada inteligente. Cabría plantearse qué hace el gran Michael Caine dentro de semejante engendro, también Elijah Wood, y por qué no, la colorada Rose Leslie de Games of Thrones. Ah, esos cruces e idas y vueltas genéricas aun sin sustento entre el lenguaje del cine y la televisión…. En cuanto a Diesel y sus facultades interpretativas, nada mejor que recordar la anécdota/frase de Groucho Marx yéndose rápido del cine donde se exhibía Sansón y Dalila (1950) con Victor Mature y Hedy Lamarr. "Nunca veo películas donde el pecho del héroe es mayor que el de la heroína", expresó el inefable y verborrágico cómico con su habano.
Abyecta y manipuladora La danesa Susanne Bier hace un cine abyecto. Lo hizo en su país natal y lo viene haciendo en una exitosa carrera que llegó a la cima del Oscar con la abyecta Un mundo mejor. Pero esa manía de la realizadora por mostrar las miserias humanas a un grado extremo jamás había alcanzado una altísima dosis de manipulación y maniqueísmo como se ve en las imágenes de Una segunda oportunidad. Probablemente se esté ante un fenómeno incomprensible (ya de por sí, la repercusión que tiene Bier en el cine no tiene explicación) como determinan los climas turbios y el realismo sucio de algunas película nórdicas que hace 20 años encabezaba esa jugarreta de marketing que fue el Dogma danés. Pero daría la impresión, por lo menos con las películas de la península que tienen su estreno comercial, que ellas sólo dedican sus historias a describir lo más obtuso y repudiable del género humano. En Una segunda oportunidad hay un bebé muerto que luego no es tal, otro bebé secuestrado, una pareja pulcra (él policía) y otra de marginales, drogones, roñosos, mala gente. El ida y vuelta narrativo acumula un suicidio, un bebé rodeado de mierda, alguna escena de violencia gratuita, jeringas que van de acá para allá y un rejunte de "temas importantes" (la culpa, la redención, la responsabilidad), en una historia que intenta sin suerte describir a dos parejas como si fueran las caras de una misma moneda, en manos de una realizadora efectista como Bier, que representa una visión particular y nada complaciente sobre el mundo. Ahora bien, ¿está mal que Una segunda oportunidad elija captar hasta el extremo las miserias humanas? No, por supuesto. Pero por eso mismo se trata de un cine abyecto, manipulador, petardista, estentóreo en situaciones y climas que no admiten misterio alguno. En una semana donde se producen las reposiciones de dos films (Persona y Cuando huye el día) del notable Ingmar Bergman, justamente otro realizador que hablaba del pecado, la culpa y la redención, la película de Bier comprende todos los clisés de un cine repleto de estereotipos llevados a la máxima abyección. Ni el notable plantel actoral, encabezado por Nikolaj Coster-Waldau (Game of Thrones) puede salvar semejante incendio cinematográfico
Sin espacios para el terror La tarea del crítico siempre es placentera, aun cuando semana a semana la calidad de los estrenos sube y baja en forma permanente. Pero además de buenos o malos títulos, el problema más grave aparece con un grupo de películas, especialmente relacionadas al terror, donde se repite una fórmula, un gesto, una manera de hacer cine que se agota en los primeros minutos, ya de por sí nada sorpresivos y repetitivos desde su forma y contenido. Actividad paranormal 3D es sólo eso: parecida a la primera, a las siguientes y a las que vendrán pero con la acotada novedad en donde las imágenes se justifican sólo por el uso y abuso de los anteojitos. El argumento destaca a un matrimonio (otro) y a su pequeña hija (otra más) mudándose a una casa en Palo Alto, California. Los Flegges, Ryan, Emily y la niña Leila, viven sus primeros instantes de alegría en el nuevo hogar pero al poco tiempo (como siempre) surgirán los ruidos extraños, los retornos de fantasmas, las viejas cintas descubiertas en un desván que recobran su vigencia y las corridas e intentos de súplicas del clan ante inexplicables sucesos que parecen provenientes del más allá. El centro de interés será la gurrumina Leila, en la centésima repetición temática con niña asustada de protagonista desde los tiempos de aquella Poltergeist de los '80. Pero las cosas cambiaron, para mal, como se observa en la mayoría de las películas genéricas. Desde hace tiempo, las actividades paranormales y los exorcismos filmados de manera tensa y nerviosa, la ausencia del fuera de campo y la explotación hasta el cansancio de esa camaritas que todo lo registran, invadieron sin culpas al terror y al suspenso contemporáneos. Entre sustos gratuitos, un presupuesto berreta disfrazado de alto presupuesto, interpretaciones de segunda y una nula construcción del espacio en el cine (esencial para dilucidar a los buenos y los malos films genéricos), transcurre esta nueva y triste mirada sobre el terror. Hace un par de meses se estrenó Te sigue, ejemplo de suspenso y horror retro adaptado al nuevo siglo que pasó casi desapercibido en la taquilla. Un plano, solo uno de ese film, también de bajo presupuesto, vale más que las cinco actividades paranormales. Y así estamos
El río y sus misterios En los últimos años una de las características (bienvenidas) de algunas películas del cine argentino surgido a mediados de los 90 fue haberse alejado del universo Palermo Hollywood y sus personajes divagando entre forzados aires minimalistas y náuseas sartreanas de mesas de liquidación. En los últimos años una de las características (bienvenidas) de algunas películas del cine argentino surgido a mediados de los 90 fue haberse alejado del universo Palermo Hollywood y sus personajes divagando entre forzados aires minimalistas y náuseas sartreanas de mesas de liquidación. Títulos que aparecieron en el Bafici y en el evento de cine de Mar del Plata (Los salvajes; La araña vampiro; Germania; Marea) cambiaron la pose vacía y cool por los silencios de una naturaleza protectora pero también agresiva hacia los personajes. El referente, en cambio, tiene su origen en la original puesta en escena de Los muertos y La libertad de Lisandro Alonso y en la sólida y personal obra de Gustavo Fontán y sus alusiones a la poética de Juan L. Ortiz. La huella en la niebla, segundo largometraje del entrerriano Emiliano Grieco (Diamante, 2013), continúa con esa tradición narrativa donde el hombre y el paisaje se funden una y otra vez. La mínima historia se inicia con Elías (Damián Enríquez), un bote, el silencio invadido por los sonidos de la naturaleza y un relato que se construye a través de una información a cuentagotas. Aparece su padre (ese buen actor Germán De Silva), un pasado que cobra protagonismo, la joven Lara (Emme Vitale) con su nueva familia y el río como trance metafórico frente al estado de las cosas. La huella en la niebla tiene los tempos narrativos de ese río cansino que de vez en cuando sufre alteraciones, como ocurre con su personaje, en donde confluyen un pasado poco feliz y un presente que dependerá de la recomposición familiar y laboral. Para ello, la película trastoca de su atmósfera bucólica y de sus inquietantes silencios a la superficie genérica del policial, necesaria para que el director anude parcelas argumentales que resuenan como dispersas durante la primera parte. Tal como sucedía en algunos de los títulos de Alonso o en la trama de Los salvajes, ese mundo calmo marcado por el paisaje será invadido por la anécdota policial, en donde la sangre y la violencia adquirirán importancia para comprender las motivaciones de Elías junto a su pasado y su presente.
Graffitis y murales de Cali La geografía es diferente a la de su opera prima, El vuelco del cangrejo (2006), ya que en el segundo opus los espacios abiertos arenosos y rurales se modifican por las calles de Cali, de noche y de día, como si la travesía de los protagonistas no tuviera fin. La geografía es diferente a la de su opera prima, El vuelco del cangrejo (2006), ya que en el segundo opus los espacios abiertos arenosos y rurales se modifican por las calles de Cali, de noche y de día, como si la travesía de los protagonistas no tuviera fin. Los films del colombiano Oscar Ruiz Navia hablan de un país y de un continente, como la cuantiosa producción latinoamericana actual, pero los recursos del cineasta se evaden de lugares comunes y de la afanosa búsqueda de ese pintoresquismo for export que colma las delicias de un público festivalero. La metáfora, en cambio, está a la vuelta la esquina, y vaya su si recorrerán aceras peligrosas y calles en tensión los jóvenes Ras y Calvin, especialistas en graffitis y murales de la resistencia y subsistencia diaria. Uno es diferente al otro desde sus orígenes, color de piel y expectativas a futuro, pero comparten los propósitos del arte urbano, aquel que molesta a la ley y a los reaccionarios de cualquier sociedad, pero más aun a la colombiana, siempre sentada en una bomba a punto de estallar o supeditada a la represión policial casi diaria. Ruiz Navia cambia de tono en forma permanente, ya que su película varía de un minimalismo familiar aferrado a una actitud ética frente al estado de las cosas, tal como se observa en la primera mitad, a un recorrido (casi) final por la música de bandas musicales under, en esos lugares adonde asisten Ras y Calvin. Por eso, Los hongos es un film extraño pero de innegable seducción. Como si se tratara de un viaje por las calles de Cali guiado por un director y su equipo técnico, reúne en su argumento cada uno de los tips de una película latinoamericana (marginalidad, represión, religión, desempleo, supervivencia, amistad). Pero ninguno de ellos molesta debido a que su director presenta los conflictos como un diario de viaje con una cámara en plan de descubrimiento. Y con dos jóvenes protagonistas que tienen sus armas cargadas de futuro a través de pinceles, aerosoles y baldes de pinturas.
Un hombre en plena crisis de confianza Thriller y suspenso, una buena dosis de terror fuera de campo, un riguroso trabajo en los rubros técnicos y un crecimiento dramático de la historia. Con esos ingredientes, estéticos y temáticos, la opera prima de Fercks (Fernando) Castellani narra las sospechas de un empresario, el desconcertado Víctor (Casaux), en relación a María (Spataro), su mujer, los riesgos con los debe convivir la hija de ambos y las apariciones, plenas de misterio y sugestión, de Juan Cruz (Sein). El dispositivo temático y formal de Pájaros negros no oculta sus influencias (Hitchcock, David Lynch, los films de suspenso de décadas atrás donde se intuía más de lo que se exhibía), pero esto no actúa de manera contraproducente para el devenir del relato; al contrario, la génesis de Pájaros negros ya invita al espectador a sumergirse en la vida de Víctor, sus inestabilidades de pareja y también profesionales, a escarbar en ese punto de vista que se presenta como una bienvenida manipulación. Castellani trabaja sobre algunos espacios concretos: el familiar, el laboral y los exteriores (bosques, caminos, rutas), cada uno de ellos delimitados por un reconocimiento inmediato y transparente. En ese sentido, al director (y a la misma historia) se los nota más cómodos cuando el argumento se establece en los espacios abiertos, representados a través de escenas diurnas y nocturnas que expresan una sensación muy compleja de obtener en cine: en Pájaros negros, una atmósfera turbia, un clima sugestivo o un registro visual que atemoriza al espectador se imponen en más de una oportunidad a los momentos familiares y oficinescos que también se describen en la trama. Es que el relato de Castellani, aun con su afán de acumular las clásicas obsesiones y constantes que caracterizan a los cineastas en sus operas primas, además de tratarse de un cuento muy bien contado, pertenece a la categoría de historias que tratan sobre un malestar, en este caso, por las sospechas de un esposo en relación a su mujer. Siempre es muy complicado transmitir un síntoma determinado desde la mente inestable de un personaje, pero, ante semejante desafío, los genuinos propósitos de Pájaros negros terminan resultando más que gratificantes.
Vacaciones peligrosas El sueño de la joven pareja integrada por Mateo (Benjamín Vicuña) y Trini (Sabrina Garciarena), y sus paradisíacas vacaciones en Argentina, parece caerse a pedazos cuando son secuestrados por una banda de narcotraficantes liderada por un explícito vilano Eric (Carlos Belloso). Mateo será obligado a cargar con varios kilos de cocaína hasta España, Trini queda como garantía y un policía de civil, el personaje "frontera" de la trama, el siempre listo Nacho (Germán Palacios, en un buen trabajo), podría encarnarse en el salvador del asunto. Lejos parecen haber quedado las postales turísticas de la ciudad que Baires mostrara al inicio a través de tomas aéreas que recordaban a las imágenes que se exhiben en los aeropuertos. De allí en más, las fronteras del bien y el mal se debilitan como lugar de pertenencia para que la historia describa un submundo desconocido por el protagonista Mateo pero correspondiente y autorizado en los informes de televisión sobre el narcotráfico en una gran ciudad (en este caso, Buenos Aires), con un inocente metido en problemas, unos villanos obvios en sus caracterizaciones y un policía que se las sabe todas. Como el año pasado ocurriera con Muerte en Buenos Aires y tiempo atrás con los policiales violentos y reaccionarios policiales de Juan Carlos Desanzo y Emilio Vieyra, Baires ancla en el género desde la superficie del tema, abocándose a contar una historia desde una ciudad con el suficiente peso dramático para convertirla en protagonista. En esa oscilación entre verismo televisivo y película de explotación con raíz genérica, el segundo film de Páez Cubells (Omisión) deja lugar a un acabado técnico nada discutible que no se compadece con un argumento obvio que requerirá de un giro dramático cerca del final que tampoco se destaca por su originalidad. En todo caso, en el afiche de la película, se percibe más de una hipótesis sobre el conflicto y su vuelta de tuerca del último tramo. El amor será o no más fuerte para la historia que se narra en Baires pero, en ese sentido, el policial ad-hoc con sus correspondientes traiciones cobrará intensidad en el desenlace de la película. Todo ello dentro de propuesta menor, elocuente, demasiado pequeña .
Un país que se mira desde el automóvil La prisión domiciliaria impuesta hace cuatro años por la teocracia iraní al director Jafer Panahi (El círculo; Offside; El espejo) parece haber quedado atrás, ya que el prestigioso cineasta –asiduo "no concurrente" a festivales- ahora construye una historia documental y de falso documental manejando un taxi por las calles de Teherán. Autos y más autos se observan en el gran cine iraní de Abbas Kiarostami (El sabor de la cereza; Ten; La vida continúa) y ahora su colega parece haber tomado el volante para describir los tabúes, prohibiciones y censuras de su propia sociedad. Pero Panahi apunta más alto en sus ambiciones temáticas y formales, aun cuando los resultados no terminan siendo (casi) perfectos como en la asfixiante This is a Not Film, aquel registro en imágenes desde su cárcel a domicilio. Los pasajeros son bien heterogéneos entre sí: algunos descubren la presencia de la cámara, un hombre agoniza debido a un accidente en el regazo de su pareja, a dos mujeres se las ve obsesionadas por unos peces en su pecera y la inquieta –acaso demasiado- sobrina del realizador filma a través de su celular. En esas escenas, cuando la púber se entromete en el taxi, el punto de vista de la película se expande y reparte entre el tío y la sobrina para que la trama se inmiscuya en la disección de una sociedad desde su lado más oscuro y poco permisivo. Los filosos dardos de Panahi se lanzan sin contemplaciones al régimen iraní en contraste con el lugar que él ocupa dentro de un sistema que prohíbe las críticas. Allí, en esos momentos en los que tío y sobrina articulan un discurso alegórico sobre un contexto, Taxi deja de lado la ligereza del inicio (y del verismo que caracteriza a los primeros pasajeros) para exhibir su opinión política sobre un entorno opresor. Allí, también, la película deja de sorprender para convertirse en una mirada –otra más- que reflexiona a viva voz sobre un régimen. El plano final, concluyente y alegórico, autorizaría a plantearse en qué condiciones Jafar Panahi filmaría su siguiente opus en donde se vislumbre la (in)discutible "puesta en escena" del director en relación a su lugar natal.