Antes del revolucionario Poco material se conoce de Jorge Denti, reconocido cineasta de documentales. Algún estreno ocasional –la excelente Malvinas, historia de traiciones (1984) y ocasionales exhibiciones por televisión de otros trabajos– manifiestan a un director que intenta alejarse de los lugares comunes del género. La huella del doctor Ernesto Guevara relata los años previos del personaje como viajero por Latinoamérica, antes de conocer a Fidel Castro en México y emprender la lucha por la liberación de Cuba. El documental recurre a fragmentos de cartas del Che a una compañera de estudios y a otros amigos, entremezclados con escenas de archivo, alguna ficcionalización de los hechos y ocasionales inserciones en la animación. Además, los numerosos testimonios a cámara, en especial de sus compañeros de ruta Alberto Granado y Carlos Ferrer, se dirigen a articular un discurso que sintetiza los propósitos de la película: escarbar en aquel Ernesto Guevara, médico especializado en el terreno de la alergología, antes que en el inmediato revolucionario del continente. En ese sentido, el film relata sin apresuramientos la toma de conciencia del Che ante un continente en tensión, pero también, algunas de sus dudas y cavilaciones por asumir el rol que lo convertiría en mito. Una zona interesante del trabajo –acaso por el desconocimiento que pueda generar el tema– es la estadía del Che en Guatemala durante el gobierno de Árbenz, un militar revolucionario (parecido pero también diferente a Perón), que sería destituido de su cargo. Al fin y al cabo, las intenciones de Denti triunfan en más de oportunidad al analizar aquellos años del Che previos a su agitada actividad como funcionario y combatiente dentro y fuera del continente.
Humor negro y desmadres Cine gore del bueno, humor cínico y contundente y una narración que acumula virtudes de cámara y nunca virtuosismos, son los tres vértices de Hermanos de sangre, primer largo que se estrena en el país del experto Daniel de la Vega. La trama es simple: Matías, un nerd obeso (estupendo Parrilla), humillado en su trabajo y a la búsqueda del amor imposible de una compañera que se le ríe en la cara, se cruza con un viejo compañero de coro, el hierático Nicolás Galvago (excepcional labor de Boris), motivo por el cual construirán una particular amistad con cinco cadáveres de por medio, algunos sutilmente destripados en la bañera de la casa del atribulado protagonista. Pero la película también arranca de la mejor manera, en una escena que transcurre en una morgue con el policía que encarna Juan Palomino, descubriendo cadáveres ante el sudado Matías. Un gran comienzo que tiene un par de gags que demuestran el tono descontracturado y feliz elegido por de la Vega para contar la historia. Es indudable que una parte del último cine argentino dedica su interés a explorar la mixtura de géneros, en especial, el terror en su vertiente más zafada, revisado por el suspenso, junto a escenas de violencia visceral y pinceladas de humor negro. El año pasado fue Diablo, hace unos meses La memoria del muerto y ahora Hermanos de sangre pisa fuerte con sus invocaciones al pop y al derroche de azulejos salpicados de rojo. Por supuesto que no se está ante una película perfecta, pero mucho menos frente a un divertimento adolescente concebido por un grupo de amigos al que se ve mientras se toma cerveza. El profesionalismo de Hermanos de sangre se destaca en los rubros técnicos (hay un minucioso trabajo con el espacio y el fuera de campo en las secuencias dentro del baño) que descarta cualquier atisbo de amateurismo cinematográfico. Con ecos que llegan de los mejores desmadres del cine de Alex de la Iglesia, la película convencerá a los fanáticos y a los que rechazan esta clase de propuestas. Desde allí puede explicarse el merecido premio en el último Festival de Mar del Plata.
En una galaxia muy lejana Un padre (Will Smith) y un hijo, encarnado por Jaden Smith, hijo del actor en la vida real, viajan a una Tierra destruida por una catástrofe y se enfrentan a peligros varios. Diez películas ya tiene M. Night Shyamalan, la mayoría estrenada en nuestro país con importante suceso, especialmente Sexto sentido (1999). Pero el cineasta de la India hace tiempo que no tiene a su lado a Bruce Willis y a un guión de buena factura. Más aun, luego de El protegido vendrían los puntos muertos de su filmografía: la horrible Señales, la presuntuosa La aldea, la extrañeza camp de La dama del agua y el desatino fílmico de El último maestro del aire. Ya sumergido en las grandes ligas del mainstream, Después de la Tierra es el ejemplo perfecto que sirve para llegar a un par de conclusiones. Por un lado, afirmar que Sexto sentido es su mejor película; por el otro, y aunque resulte paradójico, plantear ciertas dudas sobre aquel film con el niño protagonista que veía muertos. Ocurre que Shyamalan es un ilusionista del cine, con aspectos visuales que merecen rescatarse, pero también, un gran farsante que trata a la imagen como un mago decadente al que se le escapó el público por la ventana. Aquel cine de ideas que mostraban Sexto sentido y algunas zonas de El protegido, cuesta reencontrarlo en Después de la Tierra, una cinta caníbal sin culpa alguna y una especie de grandes éxitos de los últimos años cocinada por un cineasta que dejó de ser original. Cypher Raige (Will Smith) junto a su hijo Kitai (el vástago de Smith) viajan a la Tierra, un planeta destruido luego de la catástrofe. Un accidente impide que el padre comande la misión de encontrar el objeto de rescate (una especie de baliza), por lo que el adolescente cumplirá el mandato de convertirse en un auténtico soldado como su progenitor. Esa es la historia: dos personajes, un planeta destruido, una serie de peligros y amenazas, animales buenos o malos con los que cruza el chico, un par de monstruitos (los "Ursa") que meten algo de miedo. Todo esto piloteado por el padre desde la nave destruida, con una pierna rota, mientras su hijo corre de acá para allá a la búsqueda del objeto salvador. Sí, como si se tratara de un videojuego de 100 millones de dólares al servicio de un par de sustos. Más allá de que soportar a Smith amplificado resulta una tarea titánica, esta cruza de Una aventura extraordinaria (el film de Ang Lee de este año) pero en espacios abiertos y algún momento que recuerda a Apocalypto de Mel Gibson (ahí estarían los pocos aciertos de Después de la tierra), sorprende por la incapacidad de Shyamalan por construir algo fuera de norma, como fueron sus dos únicos films de interés. En esos momentos, se confirma el escaso vuelo de un director al que una década atrás se lo consideraba un genio innovador dentro del Planeta Hollywood.
Espiar el mundo femenino Ligera, eficaz y con buenos protagónicos resulta esta comedia belga de hace un par de años. La realizadora y actriz Van Mieghem toma como centro a cuatro mujeres: una madre, sus dos hijas y una joven tía para contar las idas y vueltas con el amor, el sexo, los afectos y la búsqueda de la felicidad. Locamente enamoradas tiene un packaging visual estilizado, que a la directora le sirve para jugar con las imágenes a través de efectos que jamás logran incomodar al espectador. Ese trabajo desde el aspecto visual, con bastante de envoltorio de película high-class, se contrapone al tono del relato, oscilante entre la comedia ligera y el drama en clave menor que viven las protagonistas. La madre, recién separada, pero extrañando y viendo a su ex esposo; la hija mayor, enamorada como una adolescente quinceañera; la hija menor, por su parte, a la espera del primer beso; en tanto, la tía, a punto de casarse pero al borde de la infidelidad antes de la boda. Con estos cuatro personajes, que la directora describe y desnuda en sus mínimos detalles, el punto de vista de Locamente enamoradas es ostentosamente femenino. En oposición, los hombres son exhibidos desde ciertos trazos gruesos, incompetentes ante las mujeres. Pero acaso, allí esté la principal virtud de la película: exhibir al mundo femenino no únicamente desde la comodidad y los clisés habituales. En efecto, Locamente enamoradas no es Sex and The City, por suerte, ni cualquier otro manifiesto misógino contado al revés de la ortodoxia. Film placentero de ver, efímero y sin demasiadas pretensiones. Aprobado
Sensatez y sentimientos A través del montaje paralelo se presentan los dos personajes centrales. Por un lado, Paco (Callau) retorna al país después de treinta años para concurrir a una boda. Por el otro, Margarita (Picchio), viuda y jubilada, está a cargo de una empresa de catering junto a su socia. Los minutos iniciales abordan un esquema lógico que tendrá relación con el pasado de los dos personajes y el recuerdo de una trunca historia de amor que la película irá desovillando entre preguntas y cuentas pendientes. Otras miradas estimularán o no la hipótesis de conformación de la pareja: la hija de Margarita (Solda), su compañera de trabajo (Lanzoni), el hermano de Paco (Awada). Las indecisiones de ambos irán completando la tesis de la película, entre vacilaciones, peleas, entuertos familiares y consejos que parecen extraídos de una tira diaria de décadas pasadas. En ese punto, el argumento de Cuando yo te vuelva a ver bucea en el aspecto errante y desconcertante de Paco, recorriendo una ciudad ahora desconocida para él, y en las discusiones entre Margarita y su hija, un personaje que actúa como espejo de su madre. En ese deseo de la pareja central por intentar recuperar el tiempo perdido, la película obtiene algún interés dentro de unos códigos formales que pocas veces se alejan de la obviedad y de una puesta que en varias escenas llega a la concluyente definición de "teatro filmado". La música, invasiva hasta arribar a lo insoportable, un par de flashbacks de manual y el subrayado naturalismo constituyen otras de las marcas que identifican a un film que parece concebido en décadas pasadas. Bienvenido el retorno de Ana María Picchio en un protagónico para cine, con una importante gama de matices.
Mientras la ciudad duerme Como aquellas películas de los primeros años del retorno de la democracia, la apuesta policial de Gustavo Cova con Rouge amargo trabaja desde un amplio abanico temático donde confluyen ex presidiarios, prostitutas, políticos corruptos, travestis y periodistas. En ese submundo tantas veces transitado por aquel cine se desarrolla una débil historia de necesaria complicidad entre Julián (Cáceres) y Cynthia (Emme) quienes, por cuestiones del azar, o de las vueltas del guión, se meterán de lleno en la basura de la ciudad, retratada a través de escenas nocturnas, sexo publicitario y algún derroche de sangre. En aquella década Cova (junto a Horacio Maldonado) codirigieron Alguien te está mirando, un film de terror y suspenso con jóvenes con la testosterona a punto de estallar y los rockeros de entonces Stuka y Michel Peyronel en breves apariciones. Aquella película, hoy casi de culto, presentaba una estética "moderna" para la época, en un combo perfecto junto a la "futurista" Lo que vendrá de Gustavo Mosquera, con Charly García como enfermero descontrolado. Rouge amargo parece original pero no lo es por su frágil construcción de personajes estereotipados: el ex preso recién salido de la cárcel que vuelve a tener problemas, el periodista deseoso por la noticia que lo lance a la fama, la prostituta de buen corazón, el entorno político que trata de ocultar su ilegalidad, más algún secundario que parece sacado de otros films de los años '80, como aquellos de Juan Carlos Desanzo (El desquite, En retirada, La búsqueda) debido a su gratuito grado de violencia. En Rouge amargo, mientras se presencia una inválida acumulación de planos procedentes desde la posproducción, y en tanto se subraya el carácter esquemático de la mayoría de los personajes, Gustavo Moro, interpretando a la travesti amiga y protectora de la confundida Cynthia, obtiene un alto índice de autenticidad en un rol que excede al carácter rutinario del guión. Rita, nombre de la travesti, termina convirtiéndose en el único ápice de humanidad cinematográfica de la cinta.
De cine, sólo tiene los fotogramas La quinta entrega de esta saga que parodia las películas de terror casi no tiene argumento ni guión posible de describir. Los mediáticos y revoltosos Sheen y Lohan cuentan sus desventuras y se ponen al servicio de la nada. Bienvenidas las parodias a los géneros, también las sátiras. Bienvenida esa mirada irónica sobre los monstruos del terror que inauguraran La danza de los vampiros y El joven Frankenstein. También, algunas de las torpezas con Leslie Nielsen de protagonista en los años 80 y, más tarde, Scream de Wes Craven, película fundamental para comprender al terror reciclado e intertextual y al espectador adicto al género. Pero la saga Scary Movie plantea otra clase de interrogantes en relación al cine y al público fanático del terror de la última década. Definir al quinteto de cintas como estúpidas podría llegar a confundir el término, como si se sonriera con culpa ante tanto desatino estético y temático. Está bien, digamos que la primera zafaba con un par de chistes elementales y porque Scream estaba aun cerca y se había convertido en una película de culto para una generación. Pero la saga continuó y ahora presenta una acumulación definitiva de gags torpes, humor invadido por la estupidez, acumulación de escatología en versión gratuita y una forma de concebir una película que sería reprobada durante los primeros meses en una escuela de cine. Es complicado hablar de un argumento, historia o relato al ver Scary Movie 5, que empieza con Charlie Sheen y Lindsay Lohan hablando de sus propios revientes en un prólogo que pierde intensidad al poco tiempo. Y eso que dura menos de diez minutos. Es muy difícil saber qué pasa dentro de un estudio de Hollywood cuando se reúne un grupo guionistas para elaborar algo parecido a un guión como el de Scary Movie 5. Aclaremos que se puede hacer un cine idiota –hay varios ejemplos en cualquier época– pero si a esa idiotez se la multiplica en noventa minutos, los resultados terminan siendo más que penosos. Además, la cinta toma referencias de películas muy cercanas como Mamá, Actividad paranormal y El planeta de los simios, es decir, materiales exhibidos anteayer, buenos o malos, cuestión que habla de las pocas o nulas ideas que surgen en esta clase de sagas. También se invoca a El cisne negro, de manera lamentable, con un par de gags, supuestamente, eficaces. En Scary Movie 5 se filma una película dentro de la película, pero esto no importa demasiado, ya que el propósito queda expresado desde el minuto inicial: hacer algo que está a años luz del cine. Y se logra, de manera apabullante.
Las sombras del pasado La primera escena trae un rostro hermoso, el de la actriz catalana Cristina Brondo, a punto de parir, sudada, a pleno llanto y a los gritos. Parece una escena de Penumbra, film argentino de terror estrenado el año pasado, donde la intérprete era acosada y torturada por un grupo de desquiciados. Pues bien, Pecados es otra cosa, aunque los datos cierran, ya que Brondo era la intérprete de Penumbra, que se filmó en 2010, el mismo año de rodaje del segundo largometraje de Diego Yaker, que recién se estrena por acá con bastante atraso. La actriz catalana no vuelve a aparecer ya que el prólogo remite al pasado de los personajes de Pecados, Historia de pueblo con dos adolescentes (Bepo y Lourdes) con la piel del deseo a punto de explotar, el tiránico abuelo del joven (Pepe Soriano) y el dócil padre de la joven (el buen actor español Carmelo Gómez). Pueblo chico, infierno grande sería la frase convencional que describe al relato de Yaker, estimulado por una primera parte donde florece el amor entre la pareja de jóvenes, pese al fastidio y maltrato del abuelo de Bepo y al desconcierto del padre de Lourdes. En esa zona narrativa, Pecados entrega un sutil caudal emotivo, al mismo tiempo sexual, con la joven pareja descubriendo sus cuerpos mientras aguardan –con importante paciencia e inquietud– el momento del encuentro a solas. Pero, justamente, la escena sexual, insatisfactoria para ella, deja lugar a una segunda mitad donde el pasado retorna –de allí el prólogo inicial– y otros secretos más turbios serán revelados, en tanto cobra protagonismo el abuelo de Beppo, experto luthier que en manos de Soriano ofrece una sobredosis de adrenalina actoral. De allí en más, la película se retuerce en sus pliegues entre el pasado tenebroso y el futuro auspiciante y feliz de la (casi) pareja protagónica. Aunque, cabe aclararlo, Pecados parece una película con cuatro fantasmas perdidos en un pueblo nada acogedor. En esa segunda mitad, el film de Yaker también pierde misterio y sólo se sostiene por el trabajo de Diana Gómez, personaje inteligente y de transparente belleza etérea.
Amores y traiciones cerca de fin de año La película se apoya más en el texto, y se sustenta en tiempos muertos y silencios prolongados con rasgos del cine argentino minimalista y austero. Los personajes crecen desde pequeñas acciones y conversaciones banales. Tercera película de Victoria Galardi, luego de la juvenil Amorosa soledad y la melancólica Cerro Bayo, Pensé que iba a haber fiesta es una historia de mujeres, que transcurre en esos días insufribles que oscilan por Navidad y Año Nuevo, y que narra una historia de infidelidad y traición entre dos amigas. La cuestión pasa por Lucía (Valeria Bertuccelli), separada de Ricky (Fernán Mirás), ambos con una hija adolescente, y desde hace tiempo con una nueva pareja (Esteban Bigliardi). Lucía dejará la custodia de su casa en manos de su amiga española (Elena Anaya), en tanto, por razones azarosas, el ahora soltero Ricky reaparecerá para motivar el conflicto de la película. Pues bien, hasta acá el argumento –o aquello que puede contarse en una reseña crítica–, donde los personajes crecen desde pequeñas acciones, conversaciones banales y un liviano estudio de caracteres donde el espectador es invitado a completar la información que el film esconde con alguna sutileza. En principio, Pensé que iba a haber fiesta es la clásica película que propone un doble juego dramático con resultados finales poco alentadores. Por un lado, Galardi se esfuerza por no cargar las tintas en el conflicto central –la relación de dos amigas presuntuosas de sí mismas que vivirán una situación límite–, en una operación estética que tiene similitudes a aquello que hiciera Ana Katz con Los Marziano: es decir, no caer en los lugares comunes y alejarse de las fórmulas del naturalismo televisivo a los que todavía recurre buena parte del cine argentino. Pero donde el film de Katz se apoyaba en la sutileza del humor y en el lado oscuro de un grupo social, Pensé que iba a haber fiesta se protege en una medianía sin crescendo dramático, aferrada al texto más que a la puesta en escena. Por otra parte, ante esta fallida (in)decisión, la película se sustenta en tiempos muertos, silencios prolongados y en un par de escenas en que la música actúa como único soporte dramático, como si la trama eligiera algunos rasgos de ese cine argentino minimalista, austero y hasta despojado de toda afirmación procedente del guión. Por lo tanto, Pensé que iba a haber fiesta, que tiene un par de interesantes trabajos de Bertuccelli y Elena Anaya (aunque en ella será difícil olvidar la complejidad de su papel en La piel que habito de Almodóvar), queda oprimida en sus esforzadas pretensiones por no parecerse a un cine clásico y genérico, pero también, en su intento de aproximarse, pero no tanto, a una puesta en escena que se acomoda (de manera incómoda) a los tiempos muertos que caracterizan a película modelo BAFICI. En esa medianía sin demasiadas zonas rescatables, transcurre esta no-comedia dramática de aires San Isidro, con mucho sol y pileta de natación de por medio y dos amigas protagonistas que vivirán un momento de tensión. Sólo eso y nada más que eso.
Se viene el estallido en la ciudad Sergio Bizzio cuenta una historia casi asfixiante que transcurre durante un viaje en taxi. Un joven pasajero ignora que, en realidad, no se está subiendo a un simple auto de alquiler sino a un coche bomba. Diálogos en clima de tensión. En 2001 el escritor y director Sergio Bizzio estrenó Animalada, su ópera prima, una historia de amour fou entre un hombre (el recordado Carlos Roffé) y una oveja, contada desde los tópicos del absurdo y los códigos surrealistas jamás transitados por el cine argentino. Luego de este film original y después de No fumar es un vicio como cualquier otro (2007), que pasó inadvertida en su momento, Bizzio eligió una historia particular, con dos protagonistas casi exclusivos (un taxista y un pasajero) y la ciudad como paisaje y entorno de un viaje nada convencional. Ocurre que el joven Walter, al ganar un concurso por su novela gráfica, recién venido del interior, debe presentar la obra en la Feria del Libro. Al subir a un taxi descubre que se trata de un coche bomba, manejado y controlado por otro Walter (Jorge Marrale), dispuesto a detonar los explosivos o, tal vez, a inmolarse y volar en mil pedazos. Esa es la pequeña pero contundente trama de Bomba, un estudio de caracteres de personajes que se empiezan a conocer, también a desafiarse, ante semejante situación límite. Bizzio construye dos personajes que actúan como opuestos complementarios: por un lado, el irascible y resentido taxista, por el otro, el temeroso y suplicante pasajero. Pero, al tratarse de una road movie donde la ciudad también cobra protagonismo –como si el silencioso Travis Bickle de Taxi Driver de Scorsese viviera una situación parecida con un ocasional pasajero–, la película encuentra un bienvenido desvío formal, desprendiéndose de "la caja cerrada" que reclamaría una puesta teatral. Bomba, en ese sentido, se aleja de esa clase de riesgos, imponiendo una marcada tensión desde las amenazas del taxista al pasajero, fusionada al crecimiento dramático de la historia, en este caso, por medio de diálogos que funcionan a la perfección para que los personajes descubran sus miedos, traumas, defectos y miserias frente a ese cuadro de situación difícil de soportar. En ese ida y vuelta entre los dos Walter y en los llamados de la madre al celular del joven pasajero, Bomba elige una bienvenida concentración de tiempo y espacio, donde Bizzio ubica la cámara en lugares no convencionales, alejándose de la pereza del plano y contraplano. En cambio, los puntos débiles de la película se relacionan con los breves flashbacks donde se expresa el pasado del taxista, en especial, su ruptura de pareja y su encuentro nada ocasional con el amante. Son esos momentos, pocos pero certeros, donde la película, ahora sí, se aleja de esa insoportable asfixia que convoca al encierro en el taxi y al grado de incertidumbre que define a la situación. Marrale y Daicz, por su parte, establecen una lograda química actoral en ese espacio único a punto de volar por los aires.