Afirmarse en la libertad El punto de partida es ¿Dónde está Kim Basinger? (2009), curioso cortometraje que el realizador francés Edouard Deluc filmó en nuestro país. Con algunos actores de ese trabajo y recurriendo a la comedia estilo road-movie, Voyage, voyage muestra a dos hermanos de diferentes características: el exaltado Marcus (Rebbot) con su cuerpo largo y torpe, y el silencioso Antoine (Duvauchelle), a quien acaba de dejar su esposa. Están en el país porque deben concurrir al casamiento de un primo (el cantante Benjamin Biolay), es decir, son dos extranjeros en un territorio que desconocen, razón para que Voyage, voyage pretenda convertirse en una comedia simple, directa, y por qué no, en un viaje iniciático concebido en una geografía que por momentos actúa como postal turística. Como el corto anterior, el primer largo en cine de Deluc es extraño por su tono descontracturado, con escenas felices y otras que no merecen recordarse, pero que aun en sus puntos bajos, transmite cierta sensación de "película libre" que envidiarían otros ejemplos genéricos. Aparecerá un conserje de hotel (Kamenetzky) y una mujer que se prende rápidamente a la aventura de los hermanos (Contreras), como dos personajes que se afirman en la libertad y simpatía a la que alude la trama. Y, por supuesto, las clásicas obturaciones dramáticas que requiere una road-movie, donde la felicidad le deja un pequeño espacio a la tristeza y melancolía. Y habrá borracheras, bailes, robos, cuestiones azarosas, planteos entre los dos hermanos, recuerdos por la madre muerta y algunas líneas de cocaína en la previa del casamiento. Voyage, voyage es una película menor pero consciente de su categoría. No es poco.
Guiños y ladrones de guante blanco El nuevo film de Ariel Winograd cuenta con un elenco encabezado por Daniel Hendler y Valeria Bertucelli. Una frase bastante gastada dentro del medio es aquella que ruega por un cine industrial, de raíces genéricas, que le interese a la "gente", como si al otro –al supuestamente "de autor"– no le importara más que su propio ombligo estético. No es momento de polémicas ni de cuestionar expresiones cercanas a la demagogia, últimamente engordadas, entre otros cruzados de ocasión, por algún programa televisivo de semanas atrás. La cuestión es que la tercera película de Ariel Winograd (Cara de queso, Mi primera boda), funciona como tránsito y puente entre la división que se suele hacer con el cine industrial y el de autor. La trama es simple y contundente y refiere a dos ladrones de guante blanco; por un lado el experto Sebastián (Hendler), quien azarosamente conoce a una colega (Bertuccelli) en plena tarea. Pero habrá otros personajes secundarios de peso, como el hacker interpretado por Piroyanasky, el vértice que desea al MacGuffin hitchkokiano (Leyrado) y un rol satelital que Mario Alarcón eleva en tres o cuatro apariciones. Al principio hay una máscara azteca de por medio, y más tarde una botella de Malbec francés que saboreaba Napoleón, razones desde las cuales los personajes confluirán a través de sus conocimientos sobre el tema. El tono de la película es de celebratoria inminencia, apoyándose en citas y referencias que van desde Hitchcock y sus maravillosos "entretenimientos" (Intriga internacional, Para atrapar al ladrón), pasando por la saga de La gran estafa, de Soderbergh, hasta llegar a los tópicos de un James Bond, y por qué no, a El affaire de Thomas Crown en sus diferentes versiones. La astucia del guión y la sofisticación visual de los rubros técnicos acompañan con placer al perfil bajo que propone la historia, repleta de guiños, diálogos felices y una importante química de la pareja central. Es que Vino para robar, como sucede en una película de chorros elegantes y de primera categoría, necesita situaciones eficaces, que ya de por sí las tiene (robos a bancos, el doble papel que encarna Piroyansky) es una película de disfraces y enmascaramientos, de mentiras y falsedades, de diálogos que van más allá de la palabra escrita en el guión. Es decir, la sofisticada puesta en escena, acompañada por la utilización de lugares turísticos de la provincia de Mendoza, por suerte, nunca mostrada como "postal chivera", es la herramienta desde la cual el director se aferra para narrar una historia con placer y delectación. Efectivamente, Vino para robar no esconde sus cartas y funciona como entretenimiento eficaz y sin complejidades. "El cine es el arte de llenar butacas" dijo Hitchcock alguna vez, y la película de Winograd resulta una buena jugada previa que termina con un gol digno de festejar. Y sin muñequitos de animación de por medio.
Imágenes de una vida no tan feliz Sin golpes bajos ni lugares comunes, el film de Brizé está lleno de matices y se involucra en un drama familiar. Una historia que muestra que el cine no sólo es para sonreír. El rostro apesadumbrado de Alain (Vincent Lindon) no necesita de explicaciones ni subrayados. El casi cincuentón sale de la cárcel luego de cumplir una condena por tráfico de droga y vuelve al rebaño edípico, al hogar donde lo espera su madre (Heléne Vincent), también una mujer de pocas palabras. La reinserción social y personal no será fácil, acaso un trabajo ocasional o tal vez la presencia de una bella mujer (Emmanuelle Seigner) neutralicen la tristeza y desolación de Alain. Un par de vecinos agradables y alguna sonrisa furtiva contrastan con los muchos silencios de la relación madre-hijo, conflictiva, a punto de estallar. Pero, por si fuera poco frente a semejante contexto familiar, se sumará un drama, una agonía inmediata y una resolución a tomar entre la madre hiperprotectora y el hijo frustrado y meditabundo. Con pocos elementos dramáticos –una relación tensionante que se aproxima a la catarsis– y un paisaje bucólico que pretende disimular la gravedad de la historia, el cineasta francés Stéphane Brizé construye una película repleta de matices y de pequeños intersticios familiares que jamás apuntan al golpe bajo y a los lugares comunes de este clase de relatos. Los últimos veinte minutos de Algunas horas en primavera (irónico título) son de una tristeza atroz en referencia a la cercanía de la muerte y a las decisiones límites que madre e hijo deben tomar para aliviar el sufrimiento. En ese sentido, el film conforma un combo perfecto con la terminal Amour de Michael Haneke, comprobando que el buen cine no sólo es aquel que cuenta historias felices con gente que sonríe cada cinco minutos. El cine, en efecto, también merece un melancólico e incómodo relato como el de Algunos días en primavera.
Monstruos grandes que pisan fuerte La ciencia ficción al mejor estilo de Godzilla se une a robots gigantes dignos de Transformers. El resultado es una superproducción de 200 millones de dólares con dirección de Guillermo del Toro, a puro entretenimiento. Dos nuevas palabras se suman al diccionario del cine del siglo XXI: kaijus y jaegers. Los primeros son monstruos que superan en tamaño y violencia a los Godzilla de los legendarios films japoneses postnucleares de la década del '50. Los otros son enormes robots controlados por dos pilotos, listos para combatir a esas feroces bestias que salen del Pacífico y arrasan con todo aquello que encuentren a su paso. Otro nombre puede agregarse junto al rótulo de hábil entretenedor de un cine de masas: el de Guillermo del Toro, el mismo de El laberinto del fauno, entre otros títulos. Casi 200 millones de dólares para tirar la casa por la ventana se necesitaron para la gestación de Titanes del Pacífico, una megapelícula que los fans del director mexicano recibirán con deleite y placer interminables. Pues bien, al comienzo, un extenso prólogo de casi 20 minutos, como ocurre en esta clase de películas, explica la situación y el porqué de la hecatombe y las razones que certifican el ataque de las bestias y la resistencia del resto del mundo. Es un inicio alentador, a puro vértigo, sin comentarios científicos de por medio, yendo directo a los bifes. La resistencia parece que se cae a pedazos y la humanidad peligra pero, como también siempre sucede, dos defensores saldrán a la cancha para derrotar a la bestia que pisa fuerte. En este punto, Titanes del Pacífico para un poco la pelota entre tanto vamos al frente y rompamos todo, y decide contar las vidas de un piloto con ciertos traumas (Charlie Hunnam) y una joven japonesa que carga con un pasado (Rinko Kikuchi) donde los kaijus hicieron de las suyas. Son los momentos donde los flashbacks como elemento dramático de la historia transmiten una pequeña dosis de humanidad y emoción en medio de tanta adrenalina. Otros personajes episódicos se sumarán a la gesta, entre ellos dos científicos al borde del delirio, y varios soldados y civiles que se sacrifican por la causa, algunos interpretados en roles secundarios por Ron Pearlman y Santiago Segura, dos apuestas rendidoras para agrandar el festejo del cinéfilo de 20 a 40 años. No caben dudas que Guillermo del Toro le encontró la vuelta a un cine de gran presupuesto donde el dinero y los efectos especiales pasan a segundo plano, neutralizadas ambas cuestiones por ese extraño cruce que caracteriza a su obra, ubicada entre una infancia y adolescencia que busca la eternidad y una postura inteligente frente al cine de gran presupuesto que lo diferencia de buena parte de sus colegas. Cabría preguntarse, entonces, si hay algo más allá de esto. Mientras tanto, a divertirse y pasarla bien con los combates entre kaijus y jaegers que para eso –y sólo eso- se concibió semejante monstruosidad.
Historias de nómades El mundo del circo puede provocar felicidad, temor, placer, rechazo. Cada espectador sabrá cómo se ubica dentro de ese universo de artistas nómades y de recorridos interminables por carreteras y rutas con un destino fijo que conoce de triunfos y derrotas. El documentalista Andrés Habegger (Historias cotidianas; Imagen final), junto a Diana Rutkus, centro esencial del relato, construyeron un trabajo sobre una familia de artistas circenses, aquellos de la vieja guardia, lejos de las luces de neón y el éxito económico. Sobrevivientes de pistas, el grupo de trapecistas, magos, equilibristas y artistas que recorrieron caminos de acá para allá, representan el sector testimonial del relato. La familia Rutkus es el sujeto de la historia, el eje por el que circulan horas de ensayo, trabajo arduo y laborioso, ejemplificado por el director y su cámara en un conjunto de anécdotas y hechos donde se fusiona aquel pasado lúdico y feliz y un presente de añoranza y melancolía. Diana sale a la búsqueda de sus orígenes entrevistando a familiares y a otras personas de ese mundo al que Cirquera muestra desde la trastienda, lejos del aplauso y la repercusión en boletería. En ese sentido, Habegger explora al individuo pero también a los objetos y a los espacios vacíos, emulando a los trabajos de Gustavo Fontán, otro documentalista argentino que se aleja de los clisés y las convenciones del género. Hay lugar para la emoción a través del recuerdo o del bienvenido silencio frente a los viejos carteles y las añejas hojas de un diario. El paso del tiempo no puede detenerse, nos dice Cirquera con importante énfasis, pero lo esencial es que Diana convive con sus orígenes y, finalmente, encuentra su lugar en el mundo. En aquel mundo feliz y triste al mismo tiempo.
Hombre hablando en el manicomio La última película de Eliseo Subiela narra la historia de un supuesto cineasta, interpretado por Fernando Birri, quien se encuentra internado en el Borda. Tres estudiantes investigan su vida para grabar un documental. Rantés de vuelta en el manicomio? Probablemente el personaje que interpreta el director Fernando Birri tenga ciertas afinidades con aquella extraña criatura de Hombre mirando al sudeste, el ya clásico título de los 80 del mismo Subiela. Pero las cercanías terminan ahí, en principio, porque la recordada ficción con Hugo Soto de protagonista poco tiene que ver con este falso documental que explora los delirios y las fábulas de un personaje que trasmite fascinación y rechazo en dosis similares. Que el habitante destacable del Instituto Borda se manifieste a través de la figura y la voz de una leyenda como Birri, el gran cineasta de Los inundados y Tiré Dié, considerado uno de los patriarcas del cine latinoamericano, es un punto que la película aprovecha como pequeño acontecimiento. La excusa es el trabajo de tesis de tres estudiantes de cine sobre un supuesto director del que se conoce poco y nada. La investigación comienza a través de las compus pero el lugar de anclaje será el Borda, donde mora esa particular figura, provista de un ambiguo cinismo y de inesperados lapsos de lucidez y bonhomía. ¿Quién es el director de cine que investigan los estudiantes? ¿Quién es ese señor de barba desprolija que filma en forma improvisada las paredes del manicomio? Subiela sigue confiando en sus personajes que observan más allá de lo permitido. Los ejemplos son extensos y enfáticos al recordar títulos como Últimas imágenes del naufragio, No te mueras sin decirme adónde vas, El lado oscuro del corazón o Las aventuras de dios. Pero también continúa apoyándose en el discurso ramplón, el consejo pontificador y el aspecto recargado de textos poéticos convertidos en aforismos de transparente cursilería. En este punto, las imágenes de Paisajes devorados jamás se ven traicionadas debido al estilo de su director, donde su personaje central se materializa en una especie de oráculo frente a las miradas azoradas y respetuosas de los jóvenes estudiantes de cine. Si además, la figura y voz de Fernando Birri (brillante en lo suyo) son las que aconsejan, estimulan, aclaran, confunden y manifiestan su visión y opinión sobre el mundo, Dios, la religión, el cine y la vida en general, ahí sí se está frente a un film autocomplaciente y ombliguista. Seductor y sorprendente por momentos, vacío y presuntuoso en casi todo el resto.
Shakespeare para todos Los hermanos Taviani ya tienen más de ochenta años pero siguen haciendo películas originales, lejos de las fórmulas y de cierta domesticación proveniente de Estados Unidos que padece el cine europeo. César debe morir tal vez no tenga la potencia de sus mejores títulos (Kaos; Padre padrone; La noche de San Lorenzo; Las afinidades electivas) pero presenta una suma de riesgos estéticos y temáticos más que sorprendentes en los hermanos ya octogenarios. En una prisión de las afueras de Roma un grupo de presos de alta peligrosidad, algunos condenados a cadena perpetua, con las sugerencias de por medio de un director de teatro, construye, ensaya, analiza y traslada al escenario de la cárcel la obra Julio César de William Shakespeare. El pretexto es ese y resulta más que suficiente para que los directores de El sol sale también de noche exploren en cada uno de los rincones de la prisión, haciendo fusionar el ambiente "real" (la cárcel) con la representación de la obra. No son necesarias ni togas, sandalias y túnicas para escarbar en los alcances de una obra vigorosa debido a su eterna vigencia. Los "presos pesados" del lugar actúan con su ropa de todos los días y hasta se animan a discutir las idas y vueltas del libro. Con notables momentos donde los pasillos y rejas de por medio del lugar transmiten una asfixia insoportable, y valiéndose de sus personajes reconocibles (Julio César, Casio, Bruto, Marco Antonio), interpretados por un grupo de no-actores procedentes de la mafia y la camorra, los Taviani organizan un pequeño y gran film de cámara en un espacio casi único, recorrido por personajes de ficción y, al mismo tiempo, auténticos asesinos y delincuentes. Shakespeare y la mafia italiana que se hace entender a través diversos dialectos: la fórmula perfecta.
El cine, tomado por asalto por el baile Una película de chicos de propaganda que bailan, cantan y sonríen con blanquísimos dientes y se enfrentan a un grupo de estereotipos rebeldes. Un cóctel creado y dirigido a coreógrafos y cantantes con poco del séptimo arte. Como ocurre casi siempre, todo dependerá de gustos y preferencias. Ritmo perfecto es un musical teen con un grupo de chicas que compite cantando a capella en un concurso para adolescentes. Por lo tanto, el trabajo previo de marketing, donde conviven la saga Crepúsculo, la factoría Disney, la marca Glee y, por qué no, programas afines de la televisión vernácula, está plenamente asegurado. Pero, por si no fuera suficiente, a toda esta ensalada visual y sonora se le agrega el toquecito Broadway de las últimas dos décadas, ese lugar de ensueño dedicado a destruir al género musical de los inicios del sonoro hasta los años '70. Por eso, el hipotético espectador –fanático de estos guisos cinematográficos– saldrá feliz de la vida con Ritmo perfecto, algo cercano a una película concebida por teatristas, coreógrafos y actores-cantantes provenientes de las tablas y de la televisión. El resto de los mortales, por su parte, odiará esta cinta donde el cine se ve invadido por un argumento previsible, canciones insoportables de digerir y una mirada en relación al mundo donde triunfan las sonrisas de crema dental, el diseño de producción y las coreografías ensayadas hasta el hartazgo. Es que el ¿film? de Jason Moore es un producto construido para coreógrafos, bailarines y cantantes. El cine, por lo tanto, es tomado por asalto. Beca (Anna Kendrick) llega a la universidad y se ve obligada a sumarse a un grupo de chicas que conforma un coro a capella. De allí en adelante se suceden divertidas situaciones con el propósito de armar el clan. Las geniales ideas de Ritmo perfecto comprenden la constitución del grupo, que deberá enfrentarse a otros integrados por chicos rebeldes, algo heavy y bastante tarados. En medio de simpáticas situaciones, el clan de jóvenes está listo: la rubia, la morocha, la medio punkie, la china, la flaca, la negra, la gordita, todas ellas con la inesperada líder Beca, al frente de la cosa. Roces internos, disputas egocentristas, romances que pueden trascender o no y alguna escena filmada en la ducha con las chicas desnudas hasta ahí, componen las pretensiones de la cinta. Ritmo perfecto logra algo inesperado: convertir a la añeja Grease con Travolta y Newton-John, que emite TCM este domingo, en una consumada obra maestra.
Milagros en la dictadura Un caso real que sucedió a comienzos de la década del '80 y un régimen dictatorial que recibe los primeros rechazos con la gente en la calle. Un adolescente (Sebastián Ayala), acaso usado por el poder, que dice poder ver y hablar con la Virgen, y un cura (Patricio Contreras) peleado con la fe que es enviado al lugar del hecho con la intención de averiguar cuánto hay de verdad en aquello que transcurre en Peñablanca, en la región de Valparaíso. La pasión de Michelangelo habla de un país y de una dictadura como la de Pinochet, pero también expresa su opinión sobre los supuestos milagros de la fe, la manipulación de los medios, la exacerbación de la gente frente a tales acontecimientos. En uno de los segmentos más vivos aun hoy y también recordables de La Dolce Vita de Federico Fellini, el maestro italiano describía un tema semejante, al mostrar el desenfrenado pandemónium de un pueblo ansioso por la aparición de la Virgen, supuestamente observada por dos chicos. Allí, y en solo media hora, Fellini sintetizaba el carácter esperpéntico de la situación y los varios excesos de un hecho registrado por la prensa amarilla. El film de Larraín, más allá de sus bienvenidas intenciones, navega entre el contexto político y la historia del supuesto adolescente que conversa con la Virgen. Esa indecisión le juega en contra al film, amparándose en su mirada superficial y de mera cobertura periodística. Más aun, el tercer vértice de la trama, con Contreras encarnando al cura sin fe, termina convirtiéndose en el segmento más interesante de la film. Película de denuncia, válida por supuesto, pero nada más que eso.
Antes de la caída del muro Una pena que no se estrenen títulos del reciente cine alemán, especialmente, de la llamada escuela berlinesa que tiene a Christian Petzold como uno de sus máximos referentes. Por eso, Bárbara es una oportunidad que no debería desaprovecharse en el marco de la cartelera porteña. La historia transcurre en los inicios de los '80, en un pueblo bucólico y tranquilo de la Alemania Oriental, y tiene como centro a una mujer, obligada a trabajar en un hospital frente a la sospecha y paranoia del resto. En efecto, la trama profundiza en ejes temáticos como la vigilancia y el control hacia Bárbara, que será ayudada, o tal vez custodiada, por el jefe de médicos. Es que el film invita a la ambigüedad antes que a la certeza, a la sutileza pautada a través de los silencios en lugar de las afirmaciones sin vueltas y al esquema básico de personajes buenos y malos. Como si se ubicara en la vereda de enfrente de La vida de los otros, aquel título rutilante que obtuviera el Oscar con su historia de trazo grueso y sin matices. El objetivo de Bárbara será huir de la asfixia de ese mundo que parece caerse a pedazos, en tanto, otras subtramas se suman al relato central (la relación con los enfermos, el control permanente de agentes del gobierno, los encuentros clandestinos con su pareja). En esa acumulación de historias paralelas, la película deja crecer una, a través de silencios y dudosas intenciones: la sugestiva relación que se establece entre la protagonista y su jefe en el hospital. En ese juego de sospechas que Petzold describe desde el extrañamiento y la incertidumbre, aumentado por el impresionante protagónico de Nina Hoss (actriz fetiche del director), Bárbara se convierte en uno de los mejores estrenos del año. Ojalá que no pase desapercibido.