Usurpadores de cuerpos versión New Age Una persona que es dos, se enamora de dos galancitos teen que vienen de la resistencia y de la invasión de alienígenas, un condimento que resultaría divertido por lo inverosímil pero sólo deja la sensación del tiempo perdido. Algunas películas del cine mainstream deberían prevenir al espectador por sus probables efectos o daños colaterales. La huésped reúne todos los condimentos para dicha sugerencia con su extraña mezcla de ciencia ficción, thriller, romanticismo quinceañero, frases pontificadoras y una estética "bonita" y New Age que fluctúa entre el aforismo más cursi y el sermón religioso que hace sonrojar sin vergüenza alguna. Tampoco es para sorprenderse demasiado si la autora de la novela original es la exitosa Stephenie Meyer, responsable de la saga Crepúsculo y de este relato que planificó en un viaje por la ruta. Algo parecido a la descripción de un nuevo mundo es aquello que sucede al inicio del film donde un grupo de alienígenas encabezados por Wanderer (Diane Kruger, ¿qué hace acá?) llega a la Tierra con su gente para apoderarse de la rebelde Melanie Stryder (Saoirse Ronan con la actitud actoral de una ameba) e incluir en su anatomía a la invasora Wanda, razón por la que habrá un personaje conviviendo con dos criaturas diferentes. Melanie y Wanda, quien tiene algún pariente cercano escondido en una cueva, junto a otra gente que se opone a tales cuestiones (por allí anda William Hurt), se enamorarán de dos jóvenes de revista teenager, uno que aboga por la resistencia y el otro que procede de la invasión. Más allá de lo disparatado de la trama –los diálogos "internos" entre Melanie y Wanda pueden causar repentinas carcajadas– el problema mayor de La húesped es su postura grave y solemne frente a los géneros que, sin suerte alguna, intenta abordar en su interminable metraje. Otra actitud preventiva sería evitar que a semejante pastiche cinematográfico se lo compare con Invasion of The Body Snatchers (1956) de Don Siegel y también a sus remakes de finales de los '70 e inicios de los '90. La huésped es otra cosa, algo tan alejado del cine y del mínimo criterio para construir una puesta en escena, debido a sus malogradas pretensiones humanistas y didácticas, destinadas a adolescentes en época de descubrir sus primeras inquietudes hormonales, que termina convirtiéndose en una inconsistente e insconciente comedia, olvidable, aburrida y pavota.
Stark regresa como salvador Miles de efectos y escenas de acción se unen a la ironía con que se cuenta una tercera parte de este héroe que ahora hasta deberá salvar al presidente. Un guiño para los fans. Los fanáticos incondicionales de la saga estarán a sus anchas con el retorno de Tony Stark. Los seguidores de los personajes de Marvel recibirán con alegría la tercera parte de Iron Man. También, los conocedores de los pliegues y replieges formales y temáticos de las películas de superhéroes, se trate de la marca Marvel o de cualquier otra. El desafío, por lo tanto, está en saber qué les ocurre a los otros espectadores. Pues bien, Iron Man 3 es una película democrática, invadida por ideas geniales y otras reiterativas, plagada de acción, ironía y momentos autoparódicos, atractiva de digerir. La fiesta está preparada y su personaje principal, interpretado por el híper carismático Robert Downey Jr. oficia como un perfecto y seductor anfitrión. Con su aspecto canchero, sus dudas existenciales (hasta donde permite un héroe de estas características), su aspecto dual entre ser o no ser Iron Man, sus nuevos enemigos, su novia de siempre (Gwyneth Paltrow), ahora con más protagonismo que en las dos partes anteriores, y su nueva misión de salvar al mundo, incluyendo al presidente. Uno de los ítems en que se beneficia el film está en la dupla de enemigos de Tony Stark o de Iron Man, . Por un lado, el desquiciado y violento Aldrich Killian (Guy Pearce), dispuesto a destruir todo aquello que se le cruce en el camino, como una especie de Terminator de historieta. Pero quien no se toma demasiado en serio, a tono con la ligereza que manifiesta la película, es el chanta que recibe el mote de El Mandarín, encarnado por Ben Kingsley, en clara oposición a su recordado papel de Gandhi de hace tres décadas. En un coprotagónico de peso aparece otra novia de Stark, Maya Hansen (Rebecca Hall), excusa para que Iron Man 3 empiece en 1999 en la ciudad de Berna, en una secuencia que se procesa como disparador argumental de la trama. Destacar una escena de acción en una película repleta de efectos visuales, batallas aéreas, explosiones, hologramas para tirar por la ventana y esforzados rescates en el aire (Iron Man tiene esa misión, que incluye salvar hasta al presidente) es un propósito inútil de cumplir. Sin embargo, la película construye personajes interesantes, la mayoría de ellos a través del guiño y la ironía, buscando complicidad en ese espectador fanático, pero también, en el recién llegado de la serie. En ese punto, la herencia dejada por el director y actor Jon Favreau, ahora tomada por Shane Black, tiene sus réditos estéticos. Un último detalle: una vez que terminan los diez minutos de créditos finales, Iron Man 3 entrega una secuencia que colmará de felicidad a los miles de fans de películas con superhéroes como protagonistas.
Una dulce y sofisticada perversión Park Chan-wook (Oldboy) desembarca en Hollywood con este film que cuenta la fatalidad de una mujer que deja viuda a una madre, interpretada por Kidman y huérfana a su hija. Aunque falta sangre el universo Park está presente. Tarde o temprano llegaría el momento en que el asiático Park Chan-wook aterrizara en Hollywood. Nada sorprende al respecto, ya que hace dos décadas, John Woo, aquel rey del cine de acción, también fue contratado por el cine mainstream para seguir exhibiendo su talento… pero de manera atenuada, ahora para un público diferente, con películas no tan demenciales, menos sanguíneas y violentas. Lo mismo puede decirse sobre el primer film de Park en Estados Unidos, con un guión ajeno (es decir, escrito en la Meca), una historia con sus subes y bajas y un par de protagónicos con estrella en alza y otra consagrada. También sería pecar de ingenuo suponer que los excesos de Oldboy y Symphaty for Mr. Vengeance y I’m a Cyborg, podrían expresarse en un sistema de producción tan pacato y predigerido como el estadounidense. La cuestión no pasa por allí, ni tampoco por imaginar cuántas libertades formales tuvo Park para volcar su adrenalina visual en la historia que cuenta Lazos perversos. Sin embargo, pese a que bastante se perdió en el camino, y aun con su exceso de sofisticación visual, la película resulta atendible, acaso imperfecta y sin demasiada sangre, pero el mundo perverso de Park dice presente una vez más. La superficie argumental y el nombre de un personaje fundamental remiten a La sombra de una duda (1943) del maestro Hitchcock, pero allí terminan las referencias. Park cuenta sin prisa la fatalidad que sucede a una muerte que deja viuda a una madre (Nicole Kidman) y huérfana a su hija India (Mia Wasikowska, la adolescente de "Alicia en el bodrio" de Tim Burton) con sus 18 años recién cumplidos. En el funeral aparece el tío Charlie (Matthew Goode), presencia que causa turbación en las dos mujeres y razón de las que Park se vale para inclinarse a construir un particular trío donde gobierna el deseo, el erotismo y la seducción. Con esas herramientas temáticas y esos clásicos impactos visuales del director, que a veces se manifiestan con demasiado énfasis, Lazos perversos lucha de manera titánica por no parecerse a otros thrillers familiares con una importante dosis de perversión. En este punto, Park desafía ciertos conceptos del Hollywood industrial, valiéndose de una estilización de las imágenes que condice con el ambiente burgués familiar donde transcurre la historia. En esa puja por separarse de lo obvio y omitir la fórmula "thriller hecho para el cable" Park gana y pierde de una escena a otra. Ocurre que a su minucioso trabajo visual y a su predilección por racionalizar los conflictos, características de sus films asiáticos, le falta la sangre derramada, el exabrupto formal y la locura y demencia de sus historias asiáticas, esas películas desvergonzadas que aún estaban algo lejos y bastante cerca de las luces de Hollywood y de las cirugías de la cachonda mamá que en Lazos perversos interpreta la diva Nicole Kidman.
El general en su laberinto Un mito viviente con sus luces y sus sombras, en este film codirigido y protagonizado por VÍctor Laplace. Los años del ex mandatario y su mujer durante su exilio en España. Perón viejo, indeciso, con problemas de salud. El General en su laberinto de hierro y de puertas cerradas reflexionando si vale la pena pegar la vuelta definitiva. El largo exilio de paria sin patria por Latinoamérica y la estadía en España, en la fortaleza de las afueras de Madrid, como si se tratara del cielo protector que definiera el retorno hasta el último suspiro. Pero Puerta de Hierro no fue el edén, sino el aquelarre de brujos consejeros, personajes sumisos y una esposa aferrada al dislate y al acompañamiento de la celebridad. Víctor Laplace vuelve a cargar con la figura de Perón, pero ahora no solo desde el cuerpo y la voz, sino también ubicado detrás de cámara junto a Dieguillo Fernández. Vaya zona riesgosa a la que se animaron ambos, hasta ahora inédita en el cine: escarbar en ese largo período de Perón fuera del país donde se intenta reconstruir al movimiento desde la supuesta tranquilidad que ofrece la fortaleza de piedra madrileña. La apuesta es más que valiente y los riesgos asumidos conforman una película atendible, plausible a la discusión, abierta al debate cinematográfico y, por qué no, también político. Puerta de Hierro, el exilio de Perón retrotrae al cine de los '80 desde sus marcas estéticas: sujeta al guión, a veces discursiva, invadida por ese espíritu demodé que en ocasiones la perjudica pero que también la beneficia en sus propósitos finales. Laplace y Fernández construyen un personaje de ficción, la española Sofía (Natalia Mateo), la costurera privada del General, el confesionario del mito que aun duda en volver. Semejante apuesta –también con sus victorias y derrotas estéticas– configura el remanso que Perón necesita para irse de su casa. Es que su morada, visitada con frecuencia por Cámpora, Galimberti y Paladino, donde las sugerencias del General también se fusionan a sus prolongados silencios, constituye una casa tomada por Isabel y López Rega (estupendos trabajos de Carreras y Yanelli). En esas zonas de encierro, donde Perón no sabe con qué puede encontrarse al recorrer un pasillo o pasear junto Galimberti o Cámpora por el jardín; la película gira a su bienvenida zona laberíntica y asfixiante. Allí el film se anima a lo siniestro, a la superchería sin rodeos, al rostro abatido del personaje central, incapaz de gobernar un hogar ocupado por otros. Por eso la gran escena de la llegada del cadáver de Eva Perón, en esa noche de lluvia donde el film se atreve al delirio, con Perón abriendo el féretro mientras López Rega e Isabel convocan a dioses y demonios, rezan y aprietan con fuerza los rosarios. La otra vuelta, la que prologa el retorno definitivo, cuando los bandos en pugna se reúnen en la cantina para entonar la Marcha, representa la luz, la alegría, la fiesta previa antes del arribo a Ezeiza. Esas dos escenas sintetizan la película y al personaje en sí mismo: un viejo líder y un mito viviente conviviendo con sus luces y sus sombras.
Con los minutos contados La carrera de Nicholas Cage viene en caída libre, a tono con la cantidad de su pelo que no puede disimular ni un milagroso aplique capilar. Se viene a pique como representante de un cine de acción clase B donde el verosímil que ya no pueden remplazar docenas de explosiones, choques de autos y carreras veloces en tiempos limitados. Hace más de dos décadas, el inquieto Cage –con su habitual cara de bagre que necesita un psicofármaco urgente–, se convirtió en un héroe de acción con La roca y Con Air, entre otras cintas de musculosa y testosterona, en tanto se exigía un poco más con películas que hasta le harían ganar un Oscar. Adiós a Las Vegas con su sobreactuado borrachín, el detective exaltado de Ojos de serpiente y el desquiciado drogón de Un maldito policía en Nueva Orléans, ofrecieron algunas variables a sus rutinarias labores como héroe explosivo. Justamente por Nueva Orléans anda el ladrón de bancos Will Montgomery (Cage, un tanto más calmo) y su experimentada banda. Algo sale mal, él va preso, la plata no está y los ocho años en cana pasan en una elipsis. Pero un colega y amigo del grupo (Josh Lucas, sin psicofármaco de por medio) quiere la plata porque está hecho un lumpen y anda con una pierna menos. Will tiene una hija que no le da bola, la cana lo persigue porque quiere el dinero y, en relación al compañero cojo, imagínese cómo y de qué manera hará brotar de bronca al arrepentido y experto atracador bancario. Habrá otro robo para conseguir plata (ahora en oro) y redenciones y salvaciones varias cerca del final. En el medio, todo a pura acción, cero verosímil, efecto a puro montaje y miles de dólares invertidos en un par de tomas, personajes expresados en tres trazos como máximo y la triste conclusión de que Contrareloj se parece a otras películas con Nicholas Cage o las descartables de los ochenta con Stallone, Schwarzenegger o Chuck Norris en Vietnam. Eso sí, con más dinero y menos ideas que cualquiera de las cinco Duro de matar con su veterano héroe de camiseta.
La tristeza puede tener un fin La nueva producción del director Juan Taratuto deja de lado su especialidad en la comedia romántica y pone el mayor acento en el tono melancólico de la historia y sus personajes, con actores como Peretti, Casero y Fontán. En la segunda mitad de La reconstrucción se produce un momento que resume las intenciones de la película. Además, es el instante necesario para que Eduardo (Diego Peretti, excelente) comprenda su dolor y el dolor de quienes lo rodean. El personaje se está duchando y una mano empieza a rodear su cuello. No importa de quién es, porque en principio es solo eso, una mano que acaricia a un personaje derrotado, furioso, nada altruista, silencioso, con una bronca interna que la película develará en el transcurso. Juan Taratuto realizó en su cuarto opus un drama de silencios, pesares y ausencias de un pasado cercano y de un presente inesperado, luego de la trilogía de comedias desde las que se convirtió en un emperador genérico en su vertiente industrial. Pero aun en algunos momentos de aquellos films se desliza una pátina melancólica sobre personajes abandonados que deben superar una crisis. El diálogo por celular entre Peretti y Soledad Villamil en No sos vos soy yo, cuando se produce la ruptura de pareja, está teñido de un matiz agridulce y de despedida, aumentado por la voz de Jorge Drexler desde la banda de sonido. En La reconstrucción cambia el paisaje y el tono. La nieve de Tierra del Fuego tiene barro y cobra protagonismo para describir la vida un ser huraño, al que no sabe qué le ocurre ni tampoco porqué no detiene su auto cuando una mujer le pide ayuda luego de un accidente. Eduardo trabaja, habla poco y nada y cuando lo hace se comunica con monosílabos que parecen gruñidos de alguien que carga una cruz muy pesada. Aparecerá su amigo junto a su familia (sólidas interpretaciones de Casero, Fontán y de las adolescentes Aguilar y Casali), el dolor inesperado y la posibilidad de que Eduardo cambie de eje, se comprometa otra vez con la vida y trate de olvidar ese pasado cercano que le corroe el alma y que hasta lo expone a algún ataque de furia sin sentido. La reconstrucción tiene la virtud de no ir más de sus acotadas y bienvenidas pretensiones. A Taratuto le importa ese pasaje que media entre el dolor más crudo y la chance de salir adelante. Pero no lo hace desde la contundencia verbal ni por vía de la lágrima fácil. Calibra los tonos con astucia y maneja los tempos narrativos con sutil sabiduría. En este punto, el segmento en que el personaje de Casero permanece internado en el sanatorio se manifiesta como una lección de cine en el uso del fuera de campo y del espacio off. Al fin y al cabo, esos tempos pausados del relato, representan aquello que Eduardo necesita para comprender y destruir su tristeza y las de los otros. Pese a los duros, durísimos golpes de la vida.
Sangre y terror argentinos Los primeros minutos de La memoria del muerto ya definen una de las cuerdas que tocará la película en su desarrollo posterior: Jorge, el personaje que interpreta Gabriel Goity, muere más de una vez. De allí en adelante se sabrá que su esposa (Lola Berthet) tiene en sus manos un manifiesto donde la intención del muerto (o no) es reunir a sus amigos y parientes más íntimos en un caserón de lujo. De allí en adelante las cuerdas del inicio, acumulativas y ruidosas, que se expresan a través de voracidad gore, trastocan a otras, donde el suspenso, el miedo al miedo (eje central de las mejores películas del género) y la composición pictórica del plano (herencia del "giallio" –horror– italiano) junto al uso (y abuso) del gran angular de cámara (gracias a Kubrick por El resplandor), articulan un discurso diferente, donde la sutileza se impone al trazo grueso. En ese triple juego entre el terror exhibicionista, el horror fuera de campo y la formulación pictórica de una trama rutinaria, La memoria del muerto navega con resultados más favorables que contraproducentes. Efectivamente, el encierro de los personajes, la asfixia por sobrevivir en un espacio agobiante que resiste al afuera (otra influencia notoria: los mejores films del gran John Carpenter) se impone al uso y exceso de esas cámaras veloces, técnicamente irreprochables, pero también autosuficientes, a las que tanto recurriera San Raimi en sus años '80 con Diabólico y Noche alucinante. Sin embargo, un aspecto curioso del film de Diment es que no es un pastiche más de invocaciones satíricas y paródicas sobre el terror, un género que parece resucitar en los últimos años en Argentina con exponentes atendibles o de inmediato olvido. La película tiene vida propia, aun cuando necesite de la cita y la invocación a determinados referentes. El maravilloso plano donde la sangre se desliza por el vidrio de un auto conformará a los fans del género y a los amantes de la hemoglobina cinematográfica más exigente. Siguiente film de Diment luego de Parapolicial negro, documental-ficción sobre la Triple A, La memoria del muerto es otro tipo de terror, más sanguíneo y directo, con algún brujo pero con muchos fantasmas.
Hombres después de los 40 El director catalán Cesc Gay se maneja muy bien con historias corales y relaciones de pareja que fluctúan entre la frustración y el placer efímero. Desde Krámpack, su film inicial en solitario, con un grupo de jóvenes y el sexo a flor de piel, hasta los relatos circulares de En la ciudad y Ficción, Gay ha construido una sólida filmografía que descansa entre el entretenimiento reflexivo y la astucia para parecer un cineasta independiente cuando en realidad está lejos de ser tal. Además, no es cien por ciento español, ya que nació en Cataluña. En Una pistola en cada mano la propuesta es parecida pero la estructura resulta episódica, tomando como centro de interés a los hombres luego de los cuarenta años. Los seis encuentros son azarosos y permiten el descubrimiento de situaciones originales y de relatos orales que se aferran con comodidad al guión previo. Dos amigos que hace tiempo no se ven (Sbaraglia, Fernández); un esposo (Cámara) que intenta reencauzar su separación matrimonial; un marido (Darín) que espía la infidelidad de su mujer desde una plaza y se cruza con un “supuesto” desconocido (Tosar); el empleado de oficina (Noriega) que desea tener sexo rápido con una compañera de trabajo a la que ridiculizaba por sus kilos de más, y finalmente, dos historias cruzadas y narradas en montaje paralelo donde la película juega con los secretos íntimos de los hombres contados por sus mujeres. Dentro de una estructura rígida que desemboca en el clásico principio-desarrollo y fin para cada capítulo, Una pistola en cada mano entrega momentos felices, diálogos picantes y las típicas situaciones que culminan con el efecto sorpresa. Leve pero nunca superficial, crítica al mundo masculino sin necesidad de recurrir a un discurso feminista de barricada, el film mantiene un nivel parejo en cada uno de sus segmentos, valiéndose de su plantel actoral donde se destacan Cámara, Tosar y Fernández. Pero no todo es incertidumbre masculina después de los cuarenta: los quince minutos en que aparece Candela Peña como empleada de oficina en plan de venganza, bien que valen el precio de la entrada.
Sobre la vejez y los sentimientos La película recurre a la gracia y a la simpatía para contar las vidas setentonas de cinco personajes. Con un elenco de grandes nombres, el film francés gana en el tono, con peleas, risas y reconciliaciones alejadas de la sensiblería. El argumento podría contarse en pocas palabras, cuestión que llevaría a un sinfín de arbitrariedades y prejuicios sobre la rutinaria historia que narra la película. Sin embargo, ¿Y si vivimos todos juntos?, con la ligereza del caso, no tiene las intenciones humanas llevadas al extremo de la genial Amour, de Michael Haneke. En la obviedad, las dos películas tienen un punto en común, pero si en el matrimonio del director austríaco se profundiza la decrepitud física, la enfermedad y el amor terminal de una pareja de ancianos, ¿Y si vivimos todos juntos? recurre a la gracia y simpatía para contar las vidas setentonas de cinco personajes que deciden estar más cerca que antes. Dos parejas (Fonda-Richard y Chaplin-Bedos) junto al ex seductor al que le encantaba acostarse con todas las mujeres (Rich) perciben que están en las últimas curvas de la vida. Además, uno de ellos padece Alzheimer, otro tiene los días contados y un tercero desea rendir cuentas pendientes sobre el pasado con algunos de los amigos. Buena ocasión, entonces, para el cara a cara, los recuerdos, las ironías y las idas y vueltas de cinco vidas que aún tienen tiempo para peleas y reconciliaciones. En ese sentido, el director Robelin descansa en el quinteto de personajes, claramente delimitados con sus propias características. Sorprende escuchar el francés de Jane Fonda y no tanto sus cirugías, pero además se trata de una gran comediante. Frente al gruñón personaje que encarna Bedos se oponen los silencios de su esposa, expresada a través de la fragilidad y el rostro óseo de Geraldine Chaplin. Ver al cómico Pierre Richard, emblema del género en los '70 y '80, invita al placer y al déjà vu sin vueltas. Pero de los cinco intérpretes es el veteranísimo Claude Rich quien tiene las mejores líneas de guión, más aun cuando sus dos amigos del alma descubren, décadas más tarde, que el ex seductor y ex semental anduvo muy cerca de sus respectivas esposas. Acaso esa divertida escena es la que define el tono leve y nunca molesto de la película.
Cuando el artificio sólo muestra los hilos La adaptación al cine de esta obra de Tolstoi, con el protagónico de Keira Kinghtley, abusa de una puesta en escena teatral que resulta asfixiante y se olvida, entre tanta marioneta, de la pasión y el romanticismo propio de la historia. Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007) habían conformado a una dupla que reinterpretaba a su manera las virtudes y los defectos del cinema de qualité. Es que Wright como director junto a su estrella Keira Knightley, más el prestigio de las obras originales y el aporte del guionista Christopher Hampton, vinieron a ocupar el espacio vacío dejado por el experto Kenneth Branagh y otros cultores de adaptaciones de la alta literatura. La tercera apuesta recae en el dramón de Tolstoi publicado en 1879 con Anna Karenina como centro de una época que se relame en su engreimiento e importancia. En muchísimas oportunidades la rebelde e insatisfecha Anna Karenina fue adaptada al cine, desde aquella versión de los '30 con la glacial Greta Garbo hasta que en 1997 la bella actriz francesa Sophie Marceau aclaró que el personaje de Tolstoi no tenía exclusividad con el cine y la televisión procedente de Rusia e Inglaterra. Pero entre tanto baile, reconstrucción de época, infidelidades y pasiones palaciegas, Wright y el adaptador Tom Stoppard (otro nombre prestigioso de la cultura británica) decidieron una operación estética singular: concebir al cine como un enorme y ampuloso artificio. En ese sentido, no es criticable la apuesta, ya que eclécticos cineastas adaptaron tal riesgo, por ejemplo, Lars von Trier con Europa (1991), cuando el danés aún no se creía el centro del mundo, y Leonardo Favio con Aniceto (2006) y sus cielos, soles y lunas de papel maché y telgopor. Pero en esta Anna Karenina el recurso se convierte en algo asfixiante, como si el espectador fuera invitado a una representación teatral de marionetas y maniquíes, construidos desde la afectación y la sorpresa inicial que al poco rato deja lugar a un mecanismo de puesta en escena donde jamás se ocultan sus costuras. En efecto, la versión de Wright de la obra de Tolstoi es una extraña y vacía mezcla de "cine de calidad" y amor por el teatro, con la cámara ubicada entre los supuestos espectadores que observan el amor prohibido de Anna (Knightley reiterando su performance-esquema) y el oficial Wronsky (Taylor-Johnson en registro Rebelde Way) frente a la ira y el rechazo de Alexis Karenin (Jude Law, el mejor de los tres), encarnando al cornudo de la corte zarista. Tampoco la película se interesa por retratar a una época más allá de la escenografía, el vestuario, la música y el juego de cucharitas de mayor o menor tamaño de ese siglo XIX. Pero esto no importa demasiado, ya que el problema mayor de Anna Karenina es su falta de pasión y romanticismo frente a tanto artificio y decoración teatral donde el cine pierde la partida. Claro, entre maniquíes y marionetas es más que complicado.