Entre la confusión y la hibridez El film cuenta una historia a través de metatextos que complejizan el relato. La fusión de comedia y policial no logra un óptimo resultado. Entre Quentin Tarantino y Guy Ritchie. He aquí una película que propone una extraña simbiosis formal entre dos directores que tienen más diferencias que coincidencias estéticas. Es que Sie7e psicópatas refiere a lo mejor de Tarantino y a lo peor de Guy Ritchie, fusionando ambos mundos con placer, pero también, peleando con ciertos obstáculos que pueden provocar confusiones narrativas o, en todo caso, y para ser más claro, la adopción de un pose canchera y autocomplaciente destinada a resultados híbridos y hasta carentes de interés. Por un lado, la película de McDonagh (Escondido en Brujas) se propone como comedia, tomando como centro al guionista de cine Marty (Colin Farrell, en un trabajo de compromiso), en plena construcción literaria, con un par de amigos dignos de temer (Christopher Walken, Sam Rockwell, puntos fuertes de la película), que se dedican a secuestrar perros. El primer giro de Sie7e psicópatas se produce porque el dúo de amigos secuestra a un can peligroso, no tanto por el animal en sí mismo que resulta bastante tonto, sino porque pertenece a un gángster (Woody Harrelson, en piloto automático). De allí en más, se cuecen las costuras del guión, más aun tratándose de un film con un guionista como personaje principal: surgen las vueltas de tuerca, los diálogos eficaces o no tanto, otros personajes secundarios que rodean al cuarteto central (bienvenidos los pequeños papeles de Tom Waits y el veteranísimo Harry Dean Stanton), una subtrama paralela donde aparece la novia del guionista (Abby Cornish) que no agrega demasiado y los consabidos primeros planos de perros que buscan afanosamente a un espectador habituado a la vieja saga de Beethoven. El problema mayor de Sie7e psicópatas es que no tiene vida propia. Elige contar a través de metatextos y metadiscursos que no hacen otra cosa que confundir el relato. Se aferra a lo mejor de los diálogos provenientes del cine de Tarantino pero en pocas ocasiones llega a la histeria verbal que caracteriza al director de Kill Bill cuando se pone a escribir en serio. Algunas escenas, por su parte, con su montaje furioso y ríspido, lo acercan a la estética de Guy Ritchie pero, como ocurre con el sobrevalorado realizador de Snatch, cerdos y diamantes y la última Sherlock Holmes, se queda en la cáscara, en el mero artificio que caracteriza a su "pose canchera". Por lo tanto, Sie7e psicópatas es un atractivo híbrido, y hasta un mejunje de imágenes que ofrece alguna zona de interés. Sin embargo, termina siendo una película que jamás logra esquivar a sus buenos y malos referentes.
Una película con pretensiones de comedia El personaje central es Javier (Luciano Castro) con todos los clichés de un escritor en crisis: borracho, encerrado en su bunker y sin idea alguna sobre una novela que debe entregar lo antes posible a su agente (Miguel Ángel Rodríguez). Es decir, el tipo anda falto de inspiración, motivo que lo llevará a un crucero por el mundo con el propósito de encontrar esas historias y personajes para el maldito libro. De allí en adelante el resto, o casi todo, sucede en el barco, los disparates, los bailes, la aparición de una pareja que no está bien (Morales, Gadano), el compañero de camarote (Goity) opuesto al escritor, la súbita y casual incorporación del personaje que encarna Luisa Kuliok. Y algunos tipismos más: una novia despechada (Córdova), parejas de gays cincuentones y, también, el protagonismo principal de marchas, chivos, publicidades directas y subliminales que, ya de por sí, ostentan todos los cruceros pero que, incorporados a la imagen, resultan invasivas. Pero el problema mayor no es que Amor a mares, en forma obscena, despliega una artillería de marcas. La película pretende ser una comedia en (casi) un espacio único, pero no funciona como tal. Los gags (no es tan complicado escribir un par de chistes medianamente felices) en ningún momento se destacan por la novedad. Los diálogos y la química actoral trastabilla cada dos o tres minutos (lo más livianito que podría decirse sobre la interpretación de Luciano Castro es que “no da el papel”). En tanto, el rol protagónico del barco, mostrado con lujo de detalles, incluyendo a su capitán y al baile de disfraces recurrente y obvio (ay, ay, ay), se asemeja a aquellas berretadas del cine de los '70, especialmente el de los años de la dictadura, donde el nivel de exigencia y de talento, por lo general, se calificaba con un cero. Sí, la película remite en cuanto a la supuesta alegría que transmitirían historia y personajes a la serie El crucero del amor, pero si aquella ya pecaba por ingenua e inverosímil, esta travesía por el mundo, jamás puede ocultar su guión paupérrimo, unas actuaciones que no superan la mediocridad y la exhibición de gags que ya habían tenido su fecha de vencimiento hace bastante tiempo. Mala eres, Amor a mares.
Una trilogía para descubrir y volver a ver Cierre de la trilogía de Gustavo Fontán sobre su hogar natal, luego de El árbol y Elegía de abril, La casa extiende las marcas de estilo de su director llevándolo a un grado importante de abstracción. Pero “abstracto” en la lente de Fontán y de su excelso equipo técnico no implica regodearse en el hermetismo ni en la postura arrogante. Todo lo contrario a ello, ya que en La casa ese paisaje que se derrumba a propósito de topadoras y paredes y ventanas que pasan a conformar el recuerdo de otros tiempos, transmite una gran cantidad de emociones, cercanía y sensibilidad. Por eso el protagonista es ese lugar del pasado y la cámara subjetiva del director profundiza en esos vidrios, espejos, paredes, ventanas, rincones y hasta secretos que escondía esa casa que no puede oponerse al paso demoledor de las topadoras. Los habitantes de ese lugar a punto de constituirse en escombros observan la desaparición física del protagonista mirando desde afuera, reflejando ese pasado que no vuelve. En los dos films anteriores miraban desde adentro hacia el exterior, como señales fantasmagóricas ocupando el espacio que les pertenecía. Pero ahora es la casa el sujeto fantasmal y el que se apropia de los recuerdos observando su propia agonía. La casa es poética en imágenes y describe el desenlace de una trilogía para descubrir y ver completa más de una vez.
Y todo es cuestión de plata Dirigido por Martín Salinas, el film protagonizado por Valeria Bertuccelli y Juan Minujín, entre otros grandes actores, es una comedia de amor que recuerda al viejo humor inglés. Guionista reconocido no solo en Argentina y director de uno de los mejores cortos de Historias breves 7, Martín Salinas se anima a contar una comedia que entremezcla thriller y humor negro con muchos personajes que se conocen de pura casualidad. El inicio es enigma y sorpresa: una pareja (Valeria Bertuccelli y Juan Minujín) carga con 100 mil dólares y un tipo en el baúl del auto que al poco rato se muere debido a un accidente. La geografía es la selva del Iguazú y la pareja decide hospedarse en una hostería fronteriza, oculta en medio de la vegetación. Allí aparece un lugareño que atiende el hotel (Piroyanski) y más tarde un guardia (Ziembrowski) con acento acorde al paisaje. Otros personajes irán surgiendo en el lugar en una trama donde dos cadáveres, el dinero deseado y una serie de enredos, equivocaciones y mentiras ventajosas actúan como centro operativo del relato. En efecto, Ni un hombre más es una comedia que recuerda al humor inglés de antaño y de estos tiempos, con el bienvenido flematismo y la ironía típica de los británicos cuando dejan de mirarse al espejo con su aire autosuficiente y deciden adoptar al género desde su vertiente más oscura. Pero aquello que sorprende al comienzo de Ni un hombre más termina perjudicando al devenir del relato. Por un lado, los personajes resultan carismáticos y seductores cuando "hacen cosas"” en lugar de explicar los conflictos; por el otro, aquellas acciones iniciales –con un cadáver adentro de un baúl al estilo Hitchcock y la obsesión por el dinero como marca el ABC del policial–, a medida que transcurre la historia, deja lugar a otros personajes secundarios que no suman sino que se acumulan de acuerdo a las piruetas que se establecen desde el guión. Entonces, el ritmo y la sorpresa decae y surgen los momentos donde se perciben las costuras del libro, la astucia de los guionistas (se necesitaron ¡cinco consultores sobre el tema!) y las reiteraciones de causa-efecto a las que son adictos quienes profetizan que una buena película es aquella que se escribe antes de que empiece a rodarse. Hay otro punto que hace tambalear la segunda mitad del film, pese al esfuerzo del grupo actoral por gambetear las líneas de un guión que ya descansa en la repetición y en los tics previsibles. El deseo de quienes llegan a la hostería por conseguir algo de la guita, en lugar de aclararse como el único tema, abre las puertas a historias paralelas relacionadas al amor, las traiciones y las infidelidades. Allí Ni un hombre más pierde la posibilidad de convertir a sus personajes en gente desagradable, obsesionada por el botín, repudiable desde el punto de vista ético. Todo lo contrario a aquello que transmitía el cine de Hitchcock, especialmente, el de su etapa inglesa…
Mujeres y un trauma del pasado Ana (Victoria Carreras) y Laura (Roxana Blanco) hace mucho tiempo que no se ven, pero el reencuentro es imprescindible para que el pasado retorne desde las heridas no cerradas y a través de algunos hechos horribles de recordar. Pero necesario de hacerlo. Ambas son distintas pero complementarias y las dos tienen hijos adolescentes, que desconocen aquel pasado turbio y espantoso. El paisaje selvático de una zona de Tucumán será el marco ideal para el reencuentro afectivo, cariñoso y nostálgico entre dos mujeres que articulan su amistad entre preguntas, recuerdos y frases que dicen poco o mucho, pero que no resultan suficientes para ocultar el dolor. Tercera película de la realizadora Alejandra Marino, El sexo de las madres jamás enfatiza el tema de la violación ni subraya la trama a través de la catarsis y la exhibición de los hechos. Desde ese perfil bajo y visceral elegido por la directora y guionista, lejos de la declamación pero profundo en su certeza, El sexo de las madres encuentra su tono justo y sin histerias, constituido por sutilezas en el trazado de personajes y situaciones. En esas miradas de Ana y Laura que se dirigen a un hombre del que sospechan lo peor, se refleja el trauma que proviene del pasado, o en todo caso, ese pasado que puede retornar en cualquier momento. En esa fusión entre personajes y paisaje (nunca manifestado como postal turística), la película encuentra su centro, ocultando el tema con inteligencia, pero también, mostrándolo desde sus capas más horrendas. En un llanto no demasiado estentóreo, en el cariz melancólico que viven los dos personajes centrales (valiéndose de una dupla actoral absolutamente funcional y de transparente discreción) y en la compleja relación que ambas viven con sus hijos adolescentes, El sexo de las madres abre puertas hacia otros caminos que secundan al tema central del film: el horror del pasado no podrá modificarse pero la vida sigue adelante. Eso sí, recordando, como manifiesta el silencioso último plano de la película.
Terror más clásico que moderno El personaje de Ethan Hawke se dedica a escribir libros sobre crímenes y se mete de lleno en cada historia hasta que llega a una casa con un espacio y seres siniestros. No está mal ni tampoco demasiado bien, pero por suerte Sinister confía en contar una historia de terror al estilo clásico. Ellison Oswalt (Ethan Hawke), acompañado de su familia, se dedica a escribir libros sobre crímenes horrendos y, para conocer al detalle cada masacre, se muda a la casa donde se produjeron los asesinatos. El inicio es más que alentador con una breve escena filmada en súper 8 donde se muestra a una familia ahorcada en un árbol detrás de su casa. Pues bien, por allí andará Ellison y su clan (esposa, nenita e hijo que tiene problemas al dormir) con el propósito de conocer mejor el terreno en dónde escribir su próxima novela. La policía del condado lo recibe de mala manera ya que Ellison nunca se llevó demasiado bien con la ley, a la que responsabiliza por cierta inutilidad laboral. La casa es enorme –como suele ocurrir en los films del género– y los pasillos y paredes intimidan –como también sucede con los buenos y malos exponentes del terror–. Pero hay un espacio siniestro: el altillo de la casa, donde Ellison descubre cintas rodadas en súper 8, recortes periodísticos y objetos familiares que, al poco tiempo, tomarán protagonismo en una historia poco original pero atractiva debido al pulso narrativo del director Scott Derrickson (La doble de Audrey Rose), aun dentro de los clisés y lugares comunes que caracterizan al terror de la última década. Por supuesto que una presencia siniestra (fantasma, ánima o lo que sea) tomará la posta en la segunda mitad de la película, la menos interesante y original, aunque las (re)apariciones de chicos asesinados en pasillos y rincones de la casa hacen pegar algún susto y meter un poco de miedo, como suele ocurrir en un film genérico. Acaso la gran novedad de Sinister es que fusiona la casi agotada moda del film found footage (grabaciones caseras al estilo saga Actividad paranormal y su docena de parientes cercanos) con un estilo clásico no sólo narrativo sino también por la presencia de objetos e imágenes "retro" que, al conjugarse con otras supuestamente "modernas", ubican a la película en una zona ambigua y de sutil seducción. En ese sentido, la trama es un tanto más compleja que varios ejemplos del terror cercano donde con tres o cuatro camaritas de última generación se intenta transmitir cierto miedo que termina siendo gratuito y efímero. Acá el terror se asemeja a los ejemplos genéricos de los '70 y '80 con los rollitos en súper 8 guardados en un cajón del altillo familiar, que emitirán imágenes que parecen salidas de El príncipe de las tinieblas (1986) de John Carpenter o de la más lejana y extraordinaria Pepping Tom (1954) de Michael Powell. Y si a esto se le suman algunos pibes que andan dando vueltas por la casa con las caras arruinadas, ahí sí, agárrense fuerte.
Obsesionadas por el dinero ajeno Con un elenco envidiable, encabezado por Marilú Marini y Erica Rivas, la opera prima de Mariana Balza transcurre en un hotel de mala muerte donde distintos personajes se cruzarán y cambiarán sus destinos. Seductor título lleva la opera prima de Marcela Balza, que ya de por sí permite un montón de interpretaciones. Excelentes actrices tiene para ofrecer una trama donde el thriller y el policial, con el consabido dinero de por medio, actúa como disparador argumental y obsesión casi enfermiza pero también necesaria para los personajes. Sin embargo, en su primer tercio, Las mujeres llegan tarde tiene a Miguel (Rafael Spregelburd) como protagonista, un marinero con un montón de dólares encima, que decide alojarse en un hotel de la provincia de Buenos Aires, cuyas dueñas (Marilú Marini y Erica Rivas) no disimulan que el lugar se encuentra en plena bancarrota económica. Buen comienzo para una película de estas características, donde el dinero es el leitmotiv de la historia, como ocurre en infinidad de policiales. Sin embargo, otro personaje, que ya había aparecido al principio (encarnado por Andrea Prieta) reaparecerá en la última parte del film, acaso buscando a Miguel, tal vez obsesionada por el dinero. O por las dos cosas al mismo tiempo. Las mujeres llegan tarde tiene el esqueleto argumental de un thriller clásico, con alguna reminiscencia de Las diabólicas (1952) de Henri Clouzot, en cuanto a las decisiones que deberán tomar dos mujeres para obtener un botín ajeno. También, en alguna escena aislada, la película puede resultar atractiva por la captación de ciertas atmósferas enrarecidas y asfixiantes, ya que una buena parte de la trama transcurre en ese hotel decadente. Pero el opus inicial de la joven cineasta descansa placenteramente en diálogos solemnes y sentenciosos, en declamaciones estentóreas y en una historia que no se anima a desnudar las flaquezas y debilidades de los individuos cuando se encuentran azarosamente con el dinero de otro. En ese sentido, y pese a que no resultaría conveniente recordar demasiado a la maravillosa La parte del león (1978) de Adolfo Aristarain, que narra una historia similar, Las mujeres llegan tarde es una película que en ningún momento consigue captar los climas del thriller clásico. En este punto, el más débil y al mismo tiempo el que hunde a la película en forma definitiva, la historia pierde interés y los personajes, en un principio atractivos como modelos genéricos, terminan resultando insulsos, sin matices, invadidos por la presuntuosidad que le ofrecen las líneas de un guión deshilachado. Reconocidos nombres aparecen en roles secundarios y episódicos (Amigorena, Pavlowsky, Gusmán, Pfening), rodeando a las tres mujeres protagonistas, que de manera esforzada y titánica hacen lo posible por ir más allá de aquello que les entrega una película fallida y con muchas zonas inestables.
Uno que viene del futuro y se ve en el pasado Bruce Willis y Joseph Gordon-Levitt interpretan al mismo personaje en un encuentro que oscila entre la desconfianza y el malestar por tener que cumplir su objetivo. Entre la obra maestra y el recipiente de desechos. Viajes en el tiempo, del futuro al pasado, de 2044 a 2014, una estrella incipiente (Joseph Gordon-Levitt), otra ya veterana y siempre canchera, como si las hubiera vivido todas (Bruce Willis) y un director de prestigio (Rian Johnson) debido a su opera prima (Brick, 2005). La mesa está servida para los fanáticos de la ciencia ficción ajena a los lugares comunes, es decir, dentro de esa lista interminable que abarcan Terminator, Blade Runner y hasta la saga X-Men. Las citas a estos y otros títulos genéricos resulta inabarcable, desde la sutileza hasta la intertextualidad, desde el homenaje subrayado al guiño cómplice. Looper: asesinos del futuro, al estilo film de Tarantino, será un cóctel perfecto para muchos o un tacho de basura con objetos residuales y descartables para tantos otros. Dependerá desde qué lugar se mire al género, o al mestizaje genérico que propone Rian Johnson, para que Looper sea una obra maestra o una astuta acumulación de materiales ajenos reciclados con cierta inteligencia. En realidad, la película no es tanto ni tan poco. La primera parte, la hora inicial, es arrolladora debido a sus ideas y a la destreza narrativa de la que se vale Johnson para construir una historia original. Los loopers, los mafiosos en cuestión, esperan el envío de su víctima proveniente del futuro, le pegan un par de balazos y cumplida la misión. Pero uno de ellos, Joe (Gordon-Levitt), se encuentra con él mismo, 30 años después, en la piel de un veterano Bruce Willis, razón por la que se establecerá una particular relación entre ambos que oscila entre la desconfianza, el malestar por cumplir el objetivo y la posibilidad de abortar la misión. Cuestión más que improbable porque los mafiosos andan por todos lados y el poder acosa al sorprendido Joe. O a los dos Joe, claro está. En ese primer segmento, el film alterna escenas de una violencia seca y contundente junto a las ironías de las que sólo alguien como Bruce Willis, que hace tiempo está más allá del bien y del mal, puede sostener con su transparente simpatía. Son los momentos donde Looper ancla en el terreno de la acción y toma a la ciencia ficción con una bienvenida ligereza, sin necesidad aun de recurrir a una mirada presuntuosa sobre la historia. Pero la película se quiebra en su tono eficaz cuando en la segunda mitad se convierte en un ejemplo de cine reflexivo, invadido por otra clase de ideas, ahora sí, que fluctúan entre la banalidad y los mensajes de segunda mano que también caracterizan al género en su versión más autosuficiente. Como si la extraordinaria Terminator (1984) hubiera pasado a manos de Stanley Kubrick, aquel nombre intocable para muchos, discutible para tantos otros. Y que me perdonen los fans del creador del 2001: odisea del espacio, tal vez una de las grandes mentiras de la historia del cine.
Entre el cine, la literatura y el teatro Inspirado en un cuento de Silvina Ocampo, este primer film de ficción del documentalista Daniel Rosenfeld es una rara avis del panorama local, que aborda el desafío de pasar una historia del texto a la pantalla grande. A la sombra de su hermana Victoria, de su esposo Adolfo Bioy Casares y de su compinche Borges, la literatura de Silvina Ocampo adquirió en las últimas dos décadas una merecida valoración. Sin embargo, con la excepción de un par de telefilms y del frustrado proyecto de La casa de azúcar, el cine aún no reparó en sus cuentos fantásticos. Bienvenida, por lo tanto, la riesgosa propuesta de transponer a las imágenes el cuento Cornelia frente al espejo, a cargo del documentalista Daniel Rosenfeld (Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos; La quimera de los héroes), por primera vez embarcándose en la ficción. Riesgosa, porque la adaptación reposa en su origen literario, apoyándose en el libro original de forma similar a cómo se expresa en el papel. Semejante pasaje de la literatura al cine, donde este último nunca esconde su génesis impura, conlleva a otros riesgos que se manifiestan desde la solemnidad y gravedad con las que se transmiten los textos. Efectivamente, Rosenfeld aúna literatura y cine para contar la intención suicida de una mujer, quien llega a una casona para cumplir con su propósito. A partir de allí, un trío de personajes fantasmales alteran el objetivo de Cornelia (Eugenia Capizzano), acaso retardando su cometido, tal vez explorando las consecuencias del propósito inicial como si ya se hubiera cumplido. Dentro de esos climas asfixiantes –que también le deben a la "teatralidad" que señala el encierro de la protagonista–, Cornelia frente al espejo invoca a Lewis Carroll y su Alicia en el país de las maravillas, fusionando lo "real" con un espacio onírico que tampoco disimula sus características procedentes del surrealismo. Pero acaso el inconveniente mayor que transmiten las imágenes de esta rara avis del cine argentino se encuentre en la presuntuosidad misma de la propuesta, en la extraña sensación de estar observando una excelente versión teatral de un gran cuento, que parece concebido por un excelso taller literario con los mejores alumnos como protagonistas centrales y secundarios. Y allí, en ese punto tan específico, es donde el cine pierde la partida, sometido al carácter imbatible del texto original, a la estupenda protagonista y al sutil acompañamiento de un trío coprotagónico de raíces espectrales.
Viaje iniciático por una araña Extraño y sugestivo segundo film de Gabriel Medina, el mismo director de la urbana Los paranoicos. En La araña vampiro el paisaje se modifica por otro agreste y primitivo, rocoso y selvático, agresivo y peligroso. Como el insecto que pica a Jerónimo (Martín Piroyansky, gran trabajo), con una picadura mortal que sólo podrá ser neutralizada con la de otra araña, razón por la se deberá explorar un territorio ajeno, plagado de dificultades, donde surgirá un personaje clave, el guía baqueano (Jorge Sesán) que le da duro y parejo a la bebida y que conoce aquello de explorar tierras precarias. Extraño por extrañeza es el segundo opus de Medina, conformado por una primera parte singular sin demasiada información y nada subrayada (la relación entre el padre –Alejandro Awada– y su hijo adicto a las pastillas) para después dirigirse a una zona mística donde el paisaje y su recorrido actúan como protagonistas. Allí aparecerá el baqueano, sumergido entre cavilaciones sobre el Apocalipsis y su eficacia laboral como guía del protagonista. La araña vampiro fluctúa entre esos dos mundos, el urbano y el primitivo, convergiendo hacia un film de no-aventuras, donde la imperiosa necesidad de Jerónimo por salvar su vida se convierte en pretexto para emprender un viaje iniciático, de descubrimiento permanente entre preguntas sin respuestas y silencios prolongados. Sugestiva por sugestión termina siendo La araña vampiro, una película de sensaciones más que de respuestas concretas. ¿A qué se debe el comportamiento inicial de Jerónimo? ¿Qué rol cumple su padre como tal? ¿Qué representa esa araña mortal para el protagonista? ¿El guía es sólo eso o representa un personaje-símbolo? Gabriel Medina, por suerte, confía en el espectador y recurre a él narrando una historia donde los climas y las atmósferas interesan más que el mero esqueleto argumental. Es que su film transmite una sugestiva extrañeza, una bienvenida incomodidad.