Un tipo piola, bajito y ganador Acomplejado a más no poder, Brown, el personaje central de la película, lleva adelante un film eficaz y sin pretensiones. Sangre, accidentes y persecuciones en un guión eficaz pero con mil vueltas de tuerca. Roger Brown (Axel Hennie) es un "Headhunter", un cazador de talentos que elige ejecutivos de primer nivel para importantes empresas. Está casado con una mujer que mide 20 centímetros más que él, a la que complace regalándole pinturas robadas y otros obsequios que están lejos de sus posibilidades económicas. Pero Max es astuto, inteligente y seductor y su único problema parece ser su baja estatura: 1,68 metros, que más de una vez le recuerda al espectador desde la voz en off. Todo parece fluir sin problemas entre un personaje con complejo de enano y su esposa, que de vez en cuando le recuerda sus ganas de tener un hijo. Pero entre exposiciones y galerías de arte, surge un tercer personaje, interpretado por Nikolaj Coster Waldau (uno de los actores de la serie HBO Game of Thrones), un coleccionista de arte con un pasado oculto y poseedor de una pintura que el inquieto Brown desea como nunca. De allí en más, la trama establece el particular juego del gato y el ratón, dentro de los mecanismos del clásico thriller, con una inusitada avalancha de cinismo y gente desagradable pero seductora para el espectador más despierto. Las imágenes de Cacería implacable (horrible título) transcurren a mil por hora, cuestión jamás disimulada por el origen publicitario y videoclipero del director Mortem Tydlum, una estrella detrás de cámaras en Noruega, su país natal. La voz en off, por su parte, permanentemente invasiva, describe al personaje central, tan astuto e inteligente como la película misma. El guión, por otro lado, pega mil vueltas de tuerca, entre ríos de sangre, accidentes casi fatales, persecuciones interminables y una pareja que parece caerse a pedazos debido a las características del incansable y voraz Brown. Es que la película es eso y hasta resulta autosuficiente en sus pretensiones: una mirada sobre el mundo que protege a tipos narcisistas, obsesionados por ocupar un merecido y ganado lugar a través del afano, la mentira y el carácter cínico. Brown es un auténtico hijo de puta y es consciente de ello, dentro de una película eficaz que, obviamente, ya ha sido comprada para su correspondiente nueva versión en Estados Unidos. Y bueno…
Otra morada vacía y rutinaria En los últimos tiempos ha nacido el "género Jennifer Lawrence", una sorprendente joven actriz que, en general y a través de sus trabajos, está por encima de las películas. Primero fue con Lazos de sangre, la apuesta indie dentro del sistema; luego otra de los X-Men y más tarde Los juegos del hambre, estrenada este año, con una primera mitad más interesante que el resto. Pero el "género Lawrence", que oscila entre la variante teen lavadita y sin mancha de sangre alguna y el futuro casi asegurado de remplazar a la pálida Kristen Stewart si esta no es salvada por algún vampiro anoréxico, llegó a su punto más bajo con La casa de al lado, una propuesta fagocitada y reiterativa que ancla en el thriller psicológico con una pequeña dosis de terror para adolescentes. Madre rubia recién separada (Elisabeth Shue) e hija conflictiva (Lawrence) se mudan al lado de una casa supuestamente vacía donde se produjeron algunas masacres familiares. Pero por ahí anda un sobreviviente, el confundido Ryan (Max Thierot) que seducirá a la joven recién llegada, pese a los consejos de la mamá solitaria que Shue interpreta con más garra y compromiso que las débiles líneas que le presenta un frágil guión. Al principio, un par de escenas de sustitos convencionales y nada originales, que transcurren entre pasillos y habitaciones vacías, hacen funcionar a un relato sin demasiadas pretensiones, a pura rutina dentro de la vertiente "me parece que las cosas están mal en esta casa vieja donde corrió sangre". Pero no hay sangre en "el género Lawrence" –como ocurría en Los juegos del hambre– y las volteretas de la historia en la media hora final suenan forzadas, inexplicables, gratuitas, convirtiendo al film de Mark Tonderai en un ejercicio de estilo digno de un alumno de escuela de cine que curso su primer año de facultad terciaria. ¿Y Jennifer? Corre, besa, se asusta, discute con la madre y hasta en alguna escena intenta despojarse del corsé teen asignado por Hollywood. Ella y Shue (pasaron 20 años de Adiós a Las Vegas y sigue siendo una mujer muy atractiva) le ganan por lejos a una película soporífera.
De gira junto a las gorditas En su tercer film como realizador, el actor francés que protagonizaba La escafandra y la mariposa presenta una suerte de road-movie feliz, con personajes complejos pero de una gran sinceridad y honestidad. Joachim Sand vuelve a Francia y despliega su voracidad empresarial saliendo de gira con un espectáculo de burlesque, conformado por mujeres lejos de los cuerpos ideales aceptados por la publicidad. Joachim es el buen actor e interesante cineasta Mathieu Amalric, quien narra detrás de las cámaras y en cuerpo presente una road movie feliz con personajes complejos pero de una gran sinceridad y honestidad. El relato se multiplica en dos vértices: por un lado, la historia personal de Sand y la relación con su pasado, tumultuoso, y de esposo y padre desprolijo; por el otro, las largas secuencias en cabarets, boliches de ínfima categoría y gorditas de buen corazón, que tienen como eje a Mimi Le Meux (Miranda Colclasure), un personaje extraordinario dentro de una película border. Pero la mirada de Amalric no busca la compasión ni recurre al peligroso tono bizarro, el fácil trampolín narrativo para contar una historia con semejantes personajes. Tournée fluctúa entre otras películas similares, como The Killing of a Chinese Bookie (1976, John Cassavetes) y Go-go Tales (2007, Abel Ferrara) en cuanto a la captación de un mundo de sobrevivientes viviendo situaciones límites, se trate de económicas, personales y sexuales. Pero entre la autodestrucción que caracteriza a la primera y el delirio que identifica a la segunda, Tournée recurre a la sinceridad apabullante de su personaje central –un perdedor que pese a las derrotas sigue yendo al frente– y de un grupo de chicas que exhiben sus cuerpos y deben soportar a tan particular representante. Por eso, Amalric cruza tristeza y alegría en las casi dos horas de su película, protegiendo a sus personajes, mostrando sus virtudes y miserias, estimulando las ganas de seguir adelante pese a los tropiezos y deudas económicas. De allí el gran soporte que corporiza Mimi Le Meux, la criatura ideal que actúa como contrapunto del desaliñado Sand. "¿Por qué esa dictadura del cuerpo perfecto?", comentó Amalric en un reciente reportaje. En efecto, Tournée es una película en contra de la corriente, un extraño oasis de sinceridad temática y estética. Que sea bienvenida, entonces.
Perdona nuestros pecados La cuestión pasa por el debate dialéctico y el lugar que ocupan tres sacerdotes de diferentes edades y expectativas en este mundo tan cruel. Pero también, El cielo elegido profundiza el interior de los personajes, inestable y ciclotímico, junto a la misión que les corresponde por mandato divino. Dentro de esos caminos, adyacentes y espinosos, en un momento de la película surge una historia en clave policial, expresada por el más veterano de los curas (Osvaldo Bonet), que implicaría o no al de edad intermedia (Osmar Núñez), y que llevaría a tomar una decisión límite al joven clérigo (Juan Minujín), ya con la sotana inculpada de pasión sexual debido a su "fiel" pareja (Jimena Anganuzzi). En tanto la película oscila entre extensas charlas sobre el rol asignado a los religiosos, otras líneas temáticas invaden la tesis inicial: el pacto policial, la presencia de la fémina, el sexo como pecado o culpa eterna, la cruel sospecha sobre el pasado de uno de los curas. Es decir, El cielo elegido acumula tramas y subtramas, cambios de tono, silencios y voces altisonantes que le hacen perder un único centro narrativo, una única forma de desarrollar un relato, que empieza tenso y verbalizado y que prosigue en un vale todo donde los hábitos se despojan y el verosímil se destruye en mil pedazos. No está mal que así sea, pero las infinitas vueltas de tuerca del guión estropea el clima inicial (lograda escena entre Bonet y Minujín a propósito del pacto "policial") que, más temprano que tarde, sumerge a la película en un declive sin retorno. Hace más de diez años Víctor González estrenaba Ciudad de dios (no confundir con el film homónimo de Brasil), una áspera historia que se replegaba en imágenes contundentes más que en la explicación y el subrayado de los conflictos. En El cielo elegido se extraña eso y también a los dilemas existenciales de otros clérigos, aquellos que el gran Ingmar Bergman expulsaba a través de sus personajes que hablaban a través de susurros y nunca valiéndose de gritos. Víctor González, por su parte, elige otro camino; aquel donde se desea llegar al paraíso a través de la catarsis y la culpa a través del autocastigo sin contemplaciones.
Cuando algo raro anda por casa Un experimento de 1973 produjo consecuencias inesperadas, que recién se develarán muchos años después. Tal es el punto de partida de este thriller de terror con Ashley Greene (Crepúsculo) y Tom Felton (Harry Potter). Y bueno, siguen las casas con fenómenos paranormales, presencias extrañas, objetos que se mueven solos, manchas en las paredes (no es humedad, claro) y escaleras entre luces y sombras que transportan quién sabe adónde. La aparición no es nada original, ni ahí, pero tampoco recurre a los golpes de efecto y al sustito gratuito que resulta algo eficaz y sólo efímero. Hay un prólogo entre un especialista en el tema (Tom Felton, ya sin la carga de Harry Potter) y otros dos personajes que lo ayudan, él con cara de piedra (Sebastian Stan) y una rubia –Julianna Guill– que vuela para el otro mundo. Uy, ¡qué miedo! Pero luego, el cineasta debutante Lincoln ubica su cámara en una casa, donde la joven pareja interpretada por Felton y Ashley Greene (hermosa morocha pero tan sosa como gelatina dietética) viven alguna noche de placer previa a los impensados cambios que sufrirá tan acogedora morada. Primero, un mueble se corre de lugar, luego surgen las consabidas manchas, más tarde los cortes de luz, la noche siguiente las puertas se abren solas, y así sigue la trama. Hay algunos planos que funcionan (cuatro, cinco), por aquello de no intimidar al espectador con efectos gratuitos, y un buen trabajo de iluminación, algo demodé, pero que recuerda a películas del género de hace 30 años. En ese sentido, La aparición es una película vetusta, concepto que no estaría mal, pero en ningún momento pega una vuelta de tuerca para alejarse de recientes actividades paranormales en hogares invadidos por ánimas y fantasmas. Obviamente, que el especialista en el ramo reaparecerá en la última parte para explicar con términos científicos qué ocurre en la casa de los jóvenes enamorados. Pero tampoco ahí Lincoln omite los lugares comunes y las reglas establecidas en esta clase de terror que ya exhibe sus primeras fechas de vencimiento. La corta duración de la cinta, que en principio puede resultar bienvenida, a medida que pasan los minutos actúa por efecto contrario: a la media hora de La aparición sólo queda espiar el teléfono celular y descubrir cuánto falta para que llegue el final.
Estampitas grotescas Las imágenes de archivo del inicio, entremezcladas con alguna simpática reconstrucción en blanco y negro, funcionan como un pequeño sketch que parece construido por Capusotto y Saborido. Ocurre que en una de las interminables colas a la espera de entrar a la Iglesia de San Cayetano, en pleno auge del peronismo década del '50, nace Félix Cayetano (Awada), personaje que a futuro pretenderá conformar un sindicato de “coleros” Pero La cola, ópera prima del actor Enrique Liporace junto a Ezequiel Inzaghi, acumula en su desarrollo los clisés y momentos más estentóreos del cine argentino de los '80. Entre su objetivo sindical y las reuniones con amigos (entre ellos, el pibe bardero y chorrito que interpreta Nazareno Mottola en diez registros más altos de lo permitido), Félix debe plata por el alquiler de su pieza, espera los llamados telefónicos de su hija que supuestamente-vive en París, y hasta tiene tiempo de seducir a la casera hablándole al oído con algunas palabras expresadas en francés (¿!). Pero la hija anda cerca, sin un mango, haciendo castings de acá para allá, y exponiendo su cuerpo a algún baboso y chanta representante (ese buen actor de Liporace, ayudado por un peluquín). En medio de semejante catarsis teñida de humor grotesco y de una exacerbación de puteadas sin sentido, también habrá lugar para algunos momentos oníricos donde el ético Félix aparece haciendo fila en un paisaje extraño y planteándose dilemas con otros personajes secundarios (entre ellos, su hija) sobre el estado de las cosas. En la última parte surgirá un cura interpretado por Gasalla y cuatro o cinco líneas de guión que provocan una mínima sonrisa. Rara película La cola. Los personajes parecen haber metido los dedos en el enchufe y las cuatro o cinco subtramas no están bien narradas, sino contadas a golpes y a los gritos. Todo se transmite con un grado de euforia cinematográfica que recuerda a los peores exponentes del cine argentino costumbrista. Tal como si se tratara de un viaje a través del tiempo, cubierto de desechos y telarañas, sobre algo incomprensible que hace bastante se divorció del lenguaje del cine.
Coral, turística y nada original Nuevos exponentes de las historias que unen a diversos personajes en distintos puntos del planeta, aquí con escalas en Viena, París, Londres, Colorado, Bratislava y Phoenix, llena de aforismos y frases de manual. Por un tiempo, las historias corales que unen a diversos personajes en distintos puntos del planeta deberían tomarse un descanso. Como fórmula inaugurada, entre otros, por Robert Altman en los años '70 y que tuviera su apoteosis dos décadas más tarde con Magnolia de Paul Thomas Anderson, estos cruces casuales o causales entre conflictivos personajes parecen ofrecer una alta dosis de agotamiento y repetición. Más aun si este dispositivo argumental cae en manos del sobrevalorado cineasta brasileño Fernando Meirelles, responsable de aquel desatino esteticista y publicitario de Ciudad de Dios y de rutinas ya domesticadas por Hollywood como El jardinero fiel y A ciegas, esta última basada en la pluma de Saramago. El ambicioso Meirelles construye múltiples historias que transcurren en Viena, París, Londres, Colorado, Bratislava, y al final, en Phoenix, como si se tratara de un guía turístico cosmopolita y global disertando sobre el mundo y abarcando temas como el amor, la infidelidad, las drogas y la prostitución, entre otros ítems, desde la torre de marfil de un pastor "new age" que se manifiesta a través de aforismos y frases de manual para iniciados. El punto de arranque es un matrimonio en crisis (Law, Weisz), pero de allí en adelante otros personajes cobran vida: un padre que busca a su hija (Hopkins), dos hermanas que se establecen en el mundo de la prostitución, una chica que abandona a su novio infiel, un joven que sale de la cárcel y un par de traficantes-mafiosos que parecen una parodia de los rusos de Promesas del Este de Cronenberg. Pero Meirelles, a los tropezones y con varias caídas al abismo, confunde destreza con inteligencia, y hasta supone que sus personajes tienen la suficiente carnadura e interés para transformarse en "mensajeros" de la vida y de los horrores de vivir en un mundo convertido en postal turística. En realidad, 360, por aquello de la circularidad que propone un encuentro casual, son pedacitos desparramados de algunas vidas supuestamente en etapa de conflicto, pero nunca la puesta al día de personajes sumergidos en dudas y cavilaciones por sobrevivir en un mundo determinado. Por ejemplo, nada se sabrá de la hija que busca el personaje de Hopkins, ni tampoco del matrimonio de Jude Law y Rachel Weisz podrán comprenderse los motivos de su momentánea separación e infidelidad. 360 es una de esas películas donde su hacedor confía pura y exclusivamente en los encuentros casuales en aeropuertos (un sitio ideal para exhibir el film mientras se espera la salida del vuelo) y en departamentos, hoteles y casas cinco estrellas, que no ocultan el carácter obsceno del dinero y la ostentación. Algo feo está pasando en el cine si Meirelles y el mexicano González Iñarritu encontraron su lugar dentro del poder económico de Hollywood. Es que ambos encarnan a dos pastores audiovisuales que no dudan ni un instante en manifestar su plúmbea y vacua visión del mundo y sus horrores.
Alguien te vigila día y noche Mientras duermes podría titularse como “El lado oscuro de César”, en referencia al particular encargado de edificio que interpreta con macabra sutileza Luis Tosar. César es la rutina personificada a través una vida gris que se enfrenta a los fragmentos ocasionales de quienes habitan el edificio. Y tiene una obsesión, la joven y hermosa Clara (Marta Etura), pura vitalidad erótica en oposición al solícito César, experto en fumigaciones, fanático de la limpieza e hijo aun subordinado a su madre, pese a que esta se encuentra internada en estado comatoso. Jaume Balagueró dejó por un rato la hiperquinética cámara de Rec y su secuela, codirigidas junto a Paco Plaza, para construir una historia que de cabeza se mete en el thriller psicológico con alguna pizquita de gran guignol. El único aspecto similar al de la inicial Rec (gran película) son las dimensiones del edificio, pero aun así subyace una particular diferencia: la presencia de un ascensor intimidatorio, de casa vieja, con las clásicas rejas que sirven para ocultar una doble personalidad. De esta manera, el demente Balagueró, ya en la primera mitad, presenta a un personaje traumado, excedido en sus obsesiones, un solitario repulsivo que maneja como desea las vidas de los hospedados. Esa psiquis transparente de César, a veces subrayada a través del aspecto formal que requiere el personaje, tendrá otro problema por delante: una niña que vigila los movimientos del portero y que asegura conocer cada uno de sus pasos, en especial, cuando decide dormir (y mucho más) debajo de la cama de Clara, sola o acompañada por su novio. Mientras duermes es puro relato clásico y sin pretensiones sobre el tema de la invasión de la privacidad, a cargo de un personaje que observa al mundo desde un supuesto poder. Bienvenido, entonces, este reposo sin demasiadas estridencias de Balagueró, luego de tanto zombie y muerto vivo filmado con una, dos o tres cámaras digitales de última generación.
La discreta perversión de la prostitución Anne (Juliette Binoche) es una inestable periodista de la revista Elle que conocerá a dos jóvenes que financian sus estudios trabajando como prostitutas. Un mundo rutinario que se opone a otro novedoso e inquietante. Directora polaca de renombre ya financiada por el pulpo industrial francés, una estrella como protagonista, dos jóvenes actrices que en cualquier momento emigran a Hollywood y una historia sobre la prostitución estudiantil concebida a través del "toquecito de calidad" que caracteriza a buena parte de la producción gala. El mundo que rodea a Anne (Juliette Binoche) es a pleno confort "risqué" pero inestable desde el punto de vista afectivo: periodista de la revista Elle, con un marido entre machista y interrogador, un par de hijos (uno de ellos, el clásico adolescente "con problemas de niño rico") y una investigación que la llevará a conocer a dos chicas que financian sus estudios trabajando como prostitutas. Entre la languidez de Charlotte (Demoustier) y la seducción infantil de Alicia (Kulig) fluctúan los misterios que deberá revelar Anne, metida de lleno en su labor, olvidando al resto del mundo, comprometiéndose cada vez más en las historias de vida que relatan las jóvenes. Elles es una película astuta pero esta afirmación no implica que se trate de un buen film. Describe a un mundo rutinario (el de Anne y su familia) en oposición a otro novedoso que seduce a la inquieta periodista. La vida familiar es mostrada a través de quehaceres domésticos, discusiones e interrogantes como pueden observarse en docenas de films. Pero frente a ellos, están los espacios abiertos, los monoambientes de supervivencia en barrios obreros y un tono descontracturado y misterioso que identifica al dúo de jóvenes prostitutas. Las escenas de sexo, por su parte, pese a los excesos de filtros y lentes especiales que bordean un peligroso tono publicitario, resuenan como creíbles y necesarias para mostrar el lado oscuro de las cosas. Sin embargo, subyace algo impostado y sentencioso en el desarrollo de la trama, hinchada de presuntuosidad y elegancia decorativa que no vacila en ostentar marcas importantes de diferentes productos. Esa astucia que manifiesta Elles también se contrapone al tono solemne que elige la directora para articular su discurso, construido desde la inestable Anne, repleta de incertidumbres y enigmas sin respuestas. Por eso la vuelta de tuerca del final, que no será revelada, encontrará admiradores y detractores por igual. Pero, una vez que se descubre la (supuesta) sorpresa, semejante resolución queda como otra astucia más del guión, acaso inútil y arbitraria. Quien suscribe estas líneas se declara un voraz admirador de Juliette Binoche, y no sólo como actriz, ya de por sí, extraordinaria. Sería imposible imaginar Elles sin ella y sus dudas, su pelo revuelto y desprolijo, su rol de madre, su faceta de periodista, su vestido negro en contraste con su piel blanca. Elles es otro ejemplo donde Juliette Binoche supera a la película en sí misma.
Tiempo de descuento Ópera prima de un director argentino, con el Rifle Pandolfi. Entre el clasicisismo de antaño y las nuevas corrientes estéticas de los últimos años, coqueteando con la elegía al barrio pero sin caer en transparentes miserabilismos televisivos, y oscilando entre tiempos muertos poco justificados y un tono ascético que no disimula cierta pose. Por allí andan las idas y vueltas de La despedida, un relato que cuenta una historia en presente pero que, por momentos, recuerda al cariño por el club amateur que el inolvidable Discépolo rumiaba por su "Vitoria Fóbal Club" (sic) en la esencial El hincha (1951). Pero ningún militante de tablón es el protagonista de La despedida, ópera prima del publicista Juan Manuel D’Emilio, sino el crack José (Carlos Issa) en su última curva como jugador debido a un problema incurable de salud. Surgirán otros personajes secundarios, algunos mejor construidos que otros, alrededor de este heredero del Comeuñas (Armando Bó en Pelota de trapo, 1948), claro que adaptados a la melancolía algo chantuna de una película sobre fútbol que transcurre en estos días. José emprenderá un viaje (re)iniciático junto a sus amigos, interpretados por Héctor Díaz y Fernando Pandolfi, revelaciones actorales en ambos casos, más el segundo cuando seguramente los hinchas de Vélez recuerdan aun sus goles de los '90. En ese mundo de amistad entre hombres, la mirada de Andrea (Natalia Lobo), actúa como nexo entre el clasicismo retro y el toquecito cool y moderno que propone la película. Es que La despedida recorre aguas estéticas de diferente intensidad con el afán de superponerlas y concretar un discurso que sorprenda por su originalidad. Pero algunos silencios aparecen forzados, algún parlamento actoral puede resultar maniqueo, como también el manierismo técnico que caracteriza al film. En medio de eso, surge el barrio, la pasión, el dolor, las alegrías, el retiro de un crack de fútbol que también tiene un antecedente en Pelota de cuero (1962), donde otra vez un jugador encarnado por Armando Bo jugaba el último partido de fútbol, muerte incluida en la cancha de Boca. La despedida termina resultando un clásico tiki tiki, pasesito para acá, otro para allá, algún ole, una pelota que se va afuera por poco, un tiro en el palo, ocasionalmente un par de goles a favor. Y no siempre.