Algo de pecado, culpa y redención Qué hubieran opinado Bergman y Kieslowski sobre Aguas turbulentas? Sucede que temas importantes como el pecado, la culpa y la redención, con la correspondiente música sacra de cortina sonora, recorrieron parte de las filmografías de ambos directores: prestigiosos, densos, interrogadores a través de sus historias. Esta película de Erik Poppe plantea argumentos cercanos a los de La fuente de la doncella (Bergman) y No matarás (Kieslowski), ubicando la trama en un pueblo nórdico donde el personaje central consigue trabajo como organista de una iglesia luego de cumplir una condena en la cárcel por asesinar a un chico. Sus intentos de formar una familia con una mujer y un hijo sin padre empiezan a trastabillar cuando aparece la madre del chico “supuestamente” asesinado por el músico de parroquia. Hay una primera parte descriptiva, solemne y grave en sus tonos, al bucear en la psiquis atolondrada del personaje central; en tanto, en la hora final modifica el punto de vista y se entromete en la personalidad de una madre que no comprende cómo los habitantes del pueblo aceptan a un asesino de criaturas. Esta segunda mitad, más interesante y menos enfática que la anterior, omite los planteos teológicos expresados de manera pomposa para mostrar las idas y vueltas de dos parejas en colisión debido a un hecho trágico del pasado. En efecto, Aguas turbulentas es una película de guión con un cuarteto actoral digno de destacar y textos que resaltan la solemnidad y gravedad del asunto, aclarando definitivamente sus propósitos en una secuencia final que apunta a la emoción a través de una montaña de arrepentimientos y disculpas debido a un pasado conflictivo. Pero siempre aferrándose al guión, jamás desde la puesta en escena. Y entonces, ¿qué dirían Bergman y Kieslowski sobre el film de Poppe? Tal vez con una sonrisita irónica hubieran zafado de cualquier otro compromiso.
Como si el mundo fuera un comercial Alex seduce mujeres y rompe parejas, pero prontamente deja a sus enamoradas, cobra por su trabajo y espera su próxima falsa conquista romántica. Alex maneja una pequeña sociedad, junto a su hermana y cuñado, dedicada a que cualquier tipo pase a ser un ex de un día para el otro. Hasta que aparece en su vida Juliette, a punto de casarse, pero ocurre que el futuro suegro no soporta al yerno y allí estará Alex para cumplir la misión de falso seductor. Pero, si se está en una comedia romántica, el galán Alex, metido en la piel del guardespaldas de la millonaria Juliette, se enamora de la chica. Rompecorazones empieza bien,con una intensa secuencia de montaje contando las aventuras de Alex y sus triunfos como seductor, sigue con un par de situaciones graciosas y luego se dedica a mostrar la hilacha de film turístico recorriendo Mónaco, ostentando la grosería económica de los personajes y las distintas marcas de ropas y autos que recuerdan a Sex And The City en sus incursiones cinematográficas. Digamos que algunos gags y situaciones funcionan, especialmente cuando aparece la pareja secundaria, porque Romain Duris y Vanessa Paradis serán muy atractivos desde la imagen, pero manifiestan menos compromiso actoral que un par de amebas en estado de éxtasis. También la película entrega una banda de sonido donde se entremezclan Wham!, Steve Miller Band y Chopin junto al culto a Dirty Dancing, cuestión que obliga a pensar que cierto cine industrial francés se maneja entre dudosos gustos qualité y medio grasas en dosis similares. Y que el debutante director Pascal Chaumeil filma como si el mundo fuera una gran publicidad y una venta permanente de productos, con una pareja central que se enamora en esos paisajes paradisíacos donde sobra aquello que represente dinero y poder, ostentación, obscenidad moral y estética. Cada película tiene su espectador y seguramente Rompecorazones –con un enorme éxito en Francia– no será la excepción. <
Otra casa embrujada y poco más La película del malayo James Wan, responsable de El juego del miedo, narra la historia de una familia que habita una residencia frecuentada por ánimas y seres extraños. Una cinta que confirma el mal momento del género. Cada cinco, diez años, las películas de terror plantean los mismos interrogantes: ¿hacia dónde va el género? ¿Cuáles son las innovaciones formales y temáticas? ¿Qué nuevos aportes pueden descubrirse en films que parecen reciclar fórmulas y recetas construidas tiempo atrás? Bien lejos quedaron los temores familiares de Poltergeist (1982) de Tobe Hooper, a esta altura un clásico genérico que re-formuló a aquellas casas embrujadas del viejo Hollywood, valiéndose de efectos especiales originales y del dinero invertido por el empresario Steven Spielberg. En los últimos años, en cambio, surgió el sadismo como necesidad sanguínea, donde el fuera de campo parece haberse tomado unas eternas vacaciones para dejar lugar al plano detalle de torturas y flagelaciones; a la revancha por medio del ojo por ojo, diente por diente; al ríspido montaje que acumula atrocidades, vejaciones, humillaciones varias. En ese marco se encuentran Hostel, Escupiré sobre tu tumba, la saga El juego del miedo. Tales películas, además, no serían tales sin el uso de lo último en tecnología audiovisual, donde los personajes también registran esos horrores llevados al extremo. Por eso no tiene que sorprender que La noche del demonio, del malayo James Wan, responsable del puntapié inicial de la execrable El juego del miedo, intente responder algunas de las preguntas del principio de esta crítica. Un matrimonio, tres hijos, una casa importante, uno de los chicos que cae en estado de coma, una suegra que sabe algo que el resto desconoce, una experta en actividades paranormales que escribió un par de libros sobre casas poseídas y sus dos sorprendidos ayudantes, son los personajes habituales en este tipo de películas. Y La noche del demonio (¡qué feo título!), a los tropiezos y por momentos en caída libre, se esfuerza por ser original: no sólo se trata de una historia de casas embrujadas, sino que el castigado hijo de ese matrimonio perfecto se encuentra en la llamada “zona astral”, suspendido en las amplias instalaciones del lugar, con el riesgo que invoque a las ánimas que andan dando vueltas. Algunas explicaciones científicas asombran a la pareja que no puede entender que ocurran tantas cosas extrañas. En efecto, se está en el territorio del terror versero, donde el género se cruza con la ciencia en forma didáctica. Y habrá algunos sustos y corridas, los intentos por retornar al pobre chico, una visita previsible a la otra dimensión y una solución que parece la definitiva, pero claro, surgirá el doble final que anuncia futuras actividades paranormales en esa casa, o en la de al lado, o en la del pueblo vecino. O cerca. La noche del demonio demuestra que el terror en el cine no vive su mejor época. Sólo sobrevive. Un poquito, casi nada.
Edipo en forma de culebrón qualité Un primer comentario sobre Incendies obliga a la definición contundente: se trata de un film ambicioso, debido a su trama principal y a la importancia que tienen sus múltiples subtramas. El segundo comentario, completa el anterior: como película pretenciosa que no oculta sus intenciones, Incendies tiene momentos de interés y otros no tanto. Dos extraños sobres reciben los hermanos gemelos Jean y Simon a propósito de la muerte de su madre, razón por la cual, primero ella y luego él, deberán escarbar en el pasado oculto de su progenitora, viajando a Medio Oriente, a un país no identificado, un paisaje atroz que padece una cruenta guerra civil. El cineasta canadiense Villeneuve, en su cuarto film y primero que se estrena en la Argentina, estructura la historia a través de capítulos que designan los nombres de los personajes principales. El cóctel temático y formal es explosivo y tiene munición gruesa y liviana: escenas de torturas y flagelaciones, Sófocles tratado de manera subliminal, música de culebrón de segunda mano, fotografía paisajística que recuerda a ciertos films de qualité como El paciente inglés, interpretaciones gélidas que transmiten un incómodo distanciamiento en el espectador. Y, por supuesto, la turbia sensación que Incendies está contando una tragedia, perdón, Tragedia, en mayúsculas. En esa mélange de estilos e intenciones desmedidas, la película fluye sin inconvenientes a través de sus más de dos horas, cuestión que termina resultando un punto a favor pese a los reparos ya enunciados. En efecto, Incendies, derrotada como mejor film extranjero en el último Oscar, es una película que puede interesar por su acumulación, nunca desde el perfil bajo y la voracidad por manipular sin vueltas las emociones del público. Y termina ganando por ir al frente sin vergüenza alguna.
Un vodevil con olor a naftalina La ductilidad de François Ozon detrás de cámaras parece no ceder: Bajo la arena, El refugio (estrenada el año pasado), 8 mujeres y La piscina son algunas de las películas de este cineasta camaleónico y con buena respuesta de público. Su eclecticismo no se discute y tampoco su democrática decisión de recurrir a actores reconocidos para interpretar roles de peso: allí están los nombres de Charlotte Rampling, Catherine Deneuve, Emmanuelle Béart y Fanny Ardant para engordar la taquilla. Ahora Ozon convocó otra vez a Denueve y al gigante Depardieu para construir en imágenes un vodevil que protagonizara en las tablas Mirtha Legrand con dirección y producción de Daniel Tinayre a fines de los ’80 y que ubica su acción a fines de la década anterior. En efecto, se trata de Potiche. La película narra la nueva vida política de una mujer (Denueve) aferrada a las directivas de su esposo (Luchini), un verborrágico y tacaño empresario de una fábrica de paraguas. Hay personajes secundarios –los hijos de la pareja, ella conservadora, él liberal y gay– una secretaria sometida por su jefe y un grupo de obreros en rebeldía frente al poder del dinero. Y, claro, el personaje de Depardieu, encarnando a un sindicalista de izquierda que parece sacado de un folleto para iniciados en el tema. En realidad todo es leve, simpático con reservas, pueril en su concreción. Por momentos, da la impresión de que la película atrasa más de medio siglo, no sólo desde su pensamiento ideológico, sino también desde la forma en que está concebida, como si la torpe y desganada puesta de Ozon no se preocupara por salir de la teatralidad original, omitiendo cualquier riesgo que se relacione con el lenguaje del cine. Mujeres al poder es un film fuera de estos tiempos, donde a Deneuve se la ve contenta cambiando vestuario un montón de veces, tal vez rememorando a la versión teatral argentina de hace más de dos décadas.
Desconcertante viaje a través del tiempo Ideas tiene muchas la última película de Cohn y Duprat, los responsables de El artista y El hombre de al lado. Más aun, después del prólogo que transcurre en Marruecos, la siguiente escena resulta seductora, una especie de acuerdo fáustico que ocurre en un bar de provincia, donde el Inmortal (Poncela) propone 1 millón de dólares al fracasado Ernesto Zambrana (Disi), a cambio de volver a vivir diez años de tiempo subjetivo en algunos lugares de su pasado. De allí en más, la vida de Ernesto retornará a tres momentos anteriores: comienzos del siglo XX, inicios de los ’70 (allí aparece Lopilato encarnando a Zambrana joven) y como recién nacido. Con oscilaciones que van y vienen entre la comedia, el relato fantástico y la mirada cínica de los directores sobre el país y el mundo, el film agrega un sujeto narrador, el escritor Laiseca, también autor del cuento original. Las ideas están y circulan por toda la narración, agolpando hechos y situaciones que fluctúan entre la originalidad de la propuesta, los cambios de tono y la visión de Cohn y Duprat sobre el mundo, sugestiva y feroz en películas anteriores, pero redundante y subrayada, por momentos, en esta fábula fantástica. Determinadas escenas triunfan por su graciosa crueldad (Ernesto alerta sobre el atentado a las Torres Gemelas y termina en la cárcel de Guantánamo); otras oscilan entre la comedia lunática y una mirada piadosa que llega al patetismo (el segmento donde Lopilato escribe y graba “Imagine” antes que John Lennon); en tanto, el retorno a los primeros días del niño Ernesto articula un discurso que justifica el futuro malestar y las oportunidades perdidas en la vida a futuro del personaje central. Es que Querida, voy a comprar… es un film desconcertante, ambiguo, con una mirada presuntuosa de los cineastas sobre los personajes, discontinuo en sus propósitos finales, efectivo y efectista, manierista y tramposo, original por sus ideas. En efecto, se trata de un film con muy buenas ideas. Hasta ahí.
Otro perezoso romance otoñal Mis tardes con Margueritte es una película-fórmula y no está mal que sea así. Pero también es una ecuación en imágenes perfecta y previsible, perezosa y didáctica, metida de cabeza en las rígidas reglas que caracterizan a un film cálido y sin riesgo alguno. La historia-fórmula es simple: dos mundos opuestos, el encarnado por un ser tosco, primitivo e inculto (Gerard Depardieu en piloto automático) en contraste con otro, el de una anciana culta, bondadosa y con aire de profesora de escuela exigente (Gisele Casadesus, actriz de la Comédie-Française de la década de 1930, quien lleva muy bien sus más de 90 años). El encuentro se produce en un parque, donde ella está leyendo La peste de Albert Camus, en tanto él no sabe leer. Y como la amistad, o tal vez algo más, es posible en esta clase de películas, el bonachón personaje que interpreta Depardieu empieza a escuchar a la veterana a través de los libros. Sí, claro, es otra película planteada como “una lección de vida” que apunta a la emoción del espectador a través de esa imposible amistad entre dos visiones opuestas del mundo. Hay un punto a favor que sostiene el relato: Mis tardes con Margueritte (que no son tantas) no apela a frases altisonantes ni a aforismos de ocasión, esos que pegan en el estómago por sus ingredientes indigeribles. Pero el resto, o casi todo, es pura rutina: una buena química actoral, un cuerpo enorme que se pasea incómodo (Depardieu en estilo cavernícola) y otro cuerpo enjuto que actúa como oráculo del saber (Casadesus con su voz tenue dando consejos desde la experiencia). Jean Becker, un cineasta con buenas y malas películas, allá lejos y hace tiempo, dirigió Verano caliente (1983) con una seductora y erótica Isabelle Adjani. Daría la impresión de que también el director entró en su propia etapa otoñal sin salida alguna.
Una fallida intención de grotesco Hay un aspecto, fundamental para sus intenciones, que en Cruzadas no funciona desde la primera escena: no causa gracia. También se traslucen otros desatinos: el raquítico ritmo que gobierna las escenas, los textos que acumulan groserías y chistes en momentos inadecuados, algunos números musicales de inmediato olvido y una trama que funciona a los tropezones pero que, al primer traspié (cinco minutos de película), cae en un pozo ciego y sin salvación alguna. Hay tres actores muy conocidos fuera de sus arquetipos habituales: Moria Casán es la primera heredera de un imperio periodístico y multimediático; Nacha Guevara encarna a una reina bailantera y aparece para compartir la herencia; y Enrique Pinti es el padre de ambas con sus 96 años maquillados para la ocasión. A los tres se los ve incómodos: la primera hace algunos mohínes, tal vez recordando a Rita Turdero, la segunda canta un tema de Gilda, y el tercero, habla bajito hasta que gesticula y grita a viva voz por San Lorenzo (¿?). Hay cameos o intervenciones secundarias que tampoco dignifican la actuación en cine. Por allí, se ve desconcertado a Claudio Rissi y en una escena aparece Hernán Caire presentando a Damas Gratis. Y cantan, claro. Hay un director que tal vez pretendió hacer una película grotesca-kitsch al estilo Esperando la carroza, pero el resultado final transforma al film de Alejandro Doria en una obra maestra del cine de cualquier época. Hay extensos créditos en el desenlace, donde se muestran errores y equívocos y algún momento que quedó afuera del final cut. Allí se observa una leve discusión entre las divas Nacha y Moria que no hace olvidar a Bette Davis y Joan Crawford en ¿Qué pasó con Baby Jane? Ni ahí. Y hay alguien que aparece cuando terminan los créditos. Es Pablo Lescano, líder de Damas Gratis, quien nos mira y pregunta si la película nos gustó. En fin.
Sorín apuesta al cine de suspenso El director de Historias Mínimas se aleja del tono de sus películas previas para narrar una inquietante trama sobre un hombre que regresa a su casa, tras haber estado unos meses en un psiquiátrico, y las sospechas de su mujer. En apariencia, Luis está mejor luego de ocho meses de internación debido a un brote psicótico que lo llevó a maltratar a su mujer Beatriz y a golpear a un colega profesor universitario. Por eso, el matrimonio de más de dos décadas retorna al hogar donde sólo debería estar Donatello, el gato de la casa. Pero, imprevistamente, el recibimiento del felino para el supuestamente mejorado Luis no es el mejor. Son algunas de las escenas iniciales de El gato desaparece, el film de Carlos Sorín bien lejos de sus incursiones en paisajes patagónicos (Historias Mínimas, El perro), idolatrías con estética road movie (El camino de San Diego) o posturas heredadas de las películas de Alexander Sojurov (La ventana). Todo lo contrario, Sorín incursiona en un film de suspenso, con pocas locaciones (la casa del matrimonio adquiere un rol protagónico), dos actores que funcionan a la perfección por su química (Luis Luque y Beatriz Spelzini) y una trama que no oculta sus referencias al cine de Hitchcock, apuntando a la tensión y el suspenso que transmiten determinadas escenas con sus correspondientes climas. El punto de vista es el de Beatriz– sujeto narrador de la historia– quien sospecha que el comportamiento de su esposo no mejoró alejado de la casa. Más aun, Donatello desaparece apenas retornado el conflictivo Luis y sólo vuelve cuando tiene ganas de comer. Pero habrá más tensiones, algunos momentos de humor (bien “negro”), la aparición de algunos personajes satelitales (uno de ellos será protagonista del desenlace) y hasta una escena pesadillesca que será un punto de inflexión en la estructura narrativa del film. Con esos recursos expositivos y a través de la concreción de climas asfixiantes, todos ellos narrados desde la perspectiva y las sospechas de Beatriz, Carlos Sorín emprende un camino diferente para su cine, lejos de aquellas historias de vientos fuertes, paisajes desolados y personajes que siempre sonríen pese a sus padecimientos. ¿Donatello es el responsable del desequilibrio matrimonial? Una escena define los propósitos de la película. La primera noche luego de la internación, Beatriz se levanta de la cama porque no tiene a su esposo al lado y descubre que Luis está ordenando la biblioteca a su manera, descartando los cambios que ella hiciera durante la ausencia. Ese efímero momento de El gato desaparece expresa las intenciones de la trama: atrapar al espectador desde lo mínimo para definir los comportamientos y temores de un matrimonio en permanente tensión. Y es a través de ese tono menor y sin pretensiones cuando la película obtiene una incómoda y bienvenida victoria.
Secretos y manías de una familia Ana Katz indaga en este film, protagonizado por Guillermo FMrancella y Arturo Puig, en la relación entre dos hermanos que hace tiempo que no se ven. Una mirada que espía estas relaciones con humor sútil y sin evitar la amargura. Los Marziano son tres hermanos: un pesimista ganador que vive en un country con su mujer e hijas; un perdedor que añora el pasado y anda en una motito; y la hermana, supuesto equilibrio entre dos visiones antagónicas del mundo. Ellos recién se reencontrarán cerca del final, a propósito de un asado en ese country muy vigilado pero que tiene pozos en la cancha de golf, tema que preocupa al winner. En tanto, el loser de la familia tiene un problema de salud, aparentemente neurológico, que acosa su visión: ya desde la primera escena de la película vemos que las letras de un cartel se le salen de foco. La hermana, por su parte, hará lo posible para convencer a ambos del hipotético reencuentro familiar. Ana Katz había mostrado su talento en El juego de la silla, y más aun en La novia errante, dos comedias agridulces desde diferentes ópticas temáticas: la primera, escarbando en una familia disfuncional, y la otra, en una separación de pareja al inicio de un viaje de vacaciones. Los Marziano, en este punto, es su apuesta mayor: intérpretes reconocidos y de éxito, el apoyo económico de una productora y distribuidora de primera línea y una historia escrita a dos manos, entre la directora y su hermano. Los resultados, por momentos, son notables: un humor sutil que nunca omite la amargura de los personajes, situaciones trabajadas desde el detalle sustituyendo la obviedad, una excelente descripción del mundo de la riqueza y el poder del dinero, y en contraste, el lugar que les toca a los perdedores que no aprovecharon su momento. Dentro de esos caminos que el cine argentino industrial casi nunca elige, a años luz del grotesco y de los desbordes gestuales o de los chistes fáciles, el humor de Los Marziano apela a la inteligencia del espectador y al compromiso estético y temático de una directora que describe sin condenar a sus cuatro personajes principales. Desde la puesta en escena, da la impresión que Katz espía esas vidas solitarias (pese a que los personajes pueden estar acompañados), constituídas por cuatro criaturas con sus mañas, miedos, taras, miserias, virtudes, defectos. En ese sentido, las graciosas situaciones que transcurren en el country (donde Arturo Puig compone el personaje de su vida), apuntan a la sonrisa cómplice del espectador describiendo un mundo gris, desangelado, misterioso, nunca declamatorio y siempre detallista. Y donde el dinero y el poder económico no resultan suficientes para ser feliz. Ni un poco. Los Marziano tiene cuatro intérpretes que funcionan a la perfección en sus papeles, claramente delimitados por la solidez del guión. Pero también posee una mirada particular, minuciosa, que observa con extrañamiento y delectación a esa familia disfuncional y rabiosamente empática hacia el espectador. Es la mirada de una excelente directora de cine.