Los niños clonados van al cielo Extraña y sugerente resulta la segunda película de Romanek (la primera fue Retratos de una obsesión, aquel film con Robin Williams como fotógrafo en versión peligrosa) y más aun viniendo de un publicista y creador de videoclips (Michael Jackson, Bowie, Madonna. Sonic Youth, Red Hot Chili Pepers, Morrisey). El prestigio de la novela de Kazuo Ishiguro se sustenta no sólo por la historia que narra sino también por la mezcla de tópicos de la ciencia ficción distrópica con la amistad entre tres adolescentes luego adultos junto a la donación de órganos y la medicina que construye clones. En esa mélange de marcadas ambiciones y propuestas temáticas, subyace el relato de tres adolescentes encerrados en un orfanato inglés de rígidas directivas que, al cumplir 18 años, serán informados que les corresponde un destino que beneficiará a quienes necesiten órganos y que, lógicamente, perjudicará su futuro inmediato. La película elige la melancolía y las voces susurrantes como estética para esas vidas construidas por la ciencia que tienen un futuro acotado. De allí que surja la historia de amor entre dos de ellos, tratando de aplazar, aunque sea de manera temporaria, el destino que se les tiene fijado de antemano. El principal punto a favor de Nunca me abandones es esquivar el morbo, el golpe gratuito, los lugares comunes que propician unos materiales literarios tan peligrosos para contemplar en imágenes. En oposición, esa excesiva prolijidad formal que propone una fotografía paisajística y el distanciamiento que elige Romanek para no caer en los tópicos del melodrama, anulan cierta dosis de emoción que la historia necesitaba con urgencia. Con tres jóvenes actores de actual predicamento y una Charlotte Rampling temible como directora de la escuela, transcurre este cruce de las plumas de Bradbury y Orwell pernoctando en un hogar de esquimales.
Entre chinos, vacas y ferreteros Ricardo Darín protagoniza la historia del encuentro entre un veterano de Malvinas y un chino que deambula por Buenos Aires en busca del único familiar que tiene vivo. Dirigida por Sebastián Borensztein y con Muriel Santa Ana. La tercera película de Sebastián Borensztein, también enrolada en la comedia como su opera prima La suerte está echada, maneja distintos tonos, eficaces y originales por momentos, vetustos y subrayados en otros casos. Puede decirse, entonces, que en Un cuento chino subyacen cuatro películas en una. A saber: 1) Aquella que se sustenta en los chistes obvios y de efecto inmediato, escritos con piloto automático desde el guión. Por ejemplo, todas las situaciones que se dan entre el ferretero Roberto (Darín) y el chino Jun (Ignacio Huang), que no puede decir una sola palabra en español. El humor, en este punto, es tonto y funcional, también previsible. 2) Aquella que se anima al humor absurdo, sin las características demenciales de Pájaros volando. El comienzo de Un cuento chino gana por lejos y convence de inmediato: una pareja de chinos, felices y contentos en un bote, no presiente que una vaca se le cae encima, provocando la muerte de ella y el desconsuelo de él. Otras situaciones también resultan graciosas: Roberto y Jun yendo a la embajada china para ver qué puede hacerse con el pobre asiático; la conversación entre una familia numerosa de chinos y Roberto, quien cree que puede sacarse de encima a Jun y otras situaciones parecidas que exceden la simple simpatía que despierta la película. 3) Aquella donde la comedia queda de lado y Un cuento chino acumula situaciones insostenibles. Ocurre que Roberto peleó en Malvinas y acaso de eso trate el rictus serio que ostenta durante la película. Pero el guión se pone solemne y pretencioso cuando el personaje le cuenta al chino su historia en la isla, momento en que la película recurre a un flashback explicativo e inútil. En este punto, también en el aspecto endeble con el que está trazada la relación entre Roberto y Mari (Muriel Santana), un amor no correspondido del ferretero. Un cuento chino naufraga, pone su cara más adusta, propone una vacía pretenciosidad. 4) Aquella donde se confirma que Ricardo Darín actor está por encima de cualquier historia y que, por si fuera poco, su caracterización del arisco Roberto disimula los puntos flacos de la película. La composición es perfecta: tacaño, desconfiado, huraño, un tipo que desea que no lo caguen más. Roberto inspira y transmite desconfianza pero, debajo de su máscara más grave, esconde una profunda soledad. Y ahí está el camaleónico Darín para encarnar a ese personaje difícil de olvidar.
Relaciones disgregadas en clave menor Un hotel en Valeria del Mar, un padre casi cincuentón, la madre y su hermana y sólo tres alojados en el lugar, un tipo grande y dos chicas que andan revolcándose buena parte del día. Rutinas laborales, diálogos entre madre e hijo, la hermana que observa no se sabe qué, un teléfono que suena y una visita imprevista que viene a romper la monotonía. Quien llega es la hija de Ernesto (Ferrigno) luego de ocho años de desunión familiar, motivo por el cual ese pequeño hotel modificará su aburrimiento: la adolescente pregunta y da lecciones de vida, la abuela (Aleandro) dice un par de ironías y reta a su hijo, en tanto, el padre de familia “disfuncional” da consejos a la nena que le da poca bola. Mientras tanto, la hermana mira y sonríe. Ah, y los tres alojados en el hotelito continúan –en off, claro, porque se trata de una película familiar– con sus maratones de sexo. Aunque, no faltará mucho tiempo para que una de las chicas necesite consuelo en otro lugar. Es que esta familia tiene cuentas pendientes del pasado, secretos a revelar, alguna mentirita que no puede sostenerse más. Y que, cerca del final, cara a cara, padre e hija confesarán aquello que se preveía desde el minuto diez, quince como máximo. Familia para armar es el imperio del plano-contraplano, de la ineficacia por construir un espacio cinematográfico (la película podría suceder alrededor de una pileta de natación o con los personajes encerrados en una habitación), el típico exponente de guión calibrado con frasecitas simpáticas (de la adolescente), chispeantes (de la abuela) y reflexivas (del padre). La hermana, por su parte, dice algo de vez en cuando. Es que Familia para armar es un retorno al pasado, no sólo por la película en sí misma, sino por una manera de hacer y pensar al cine que se parece al de 20 o 30 años atrás. Un film radial de look retro y bastante apolillado. <
Cuatro viejas golosas y su cocinero La comedia a la italiana murió hace tiempo y aquello que sobrevive son retazos, fragmentos dispersos de una tradición que tuvo sus años de esplendor en los ’50, hasta dos décadas más tarde. Un feriado particular es una película sobreviviente de aquella forma de mirar al mundo: una historia que transcurre en la periferia de la gran ciudad, interpretada por actores no profesionales junto a la extraña mezcla (en este caso, lograda) de candidez y comicidad que manifiesta el argumento. Un hombre y su madre, la mamá y tía de su administrador y la mamma de su médico son los personajes de esta trama de una simpleza apabullante, que transcurrirá casi en su totalidad en un departamento del barrio de Trastevere. Las deudas acosan a Gianni y por ese motivo alberga a tres viejas, quienes junto a su inquieta madre expresarán sus mañas, temores, humores, celos y un ferviente deseo por vivir 100 años más. Los tonos que maneja Di Gregorio (también el actor principal) omiten los textos miserables y los golpes bajos; más aun, la superficial simpatía que transmite Un feriado particular (un fin de semana largo en el cual muy poca gente se queda en Roma) actúa de manera beneficiosa para que la narración encuentre sus mayores virtudes a través de pequeñas viñetas que describen las características del quinteto protagonista. El batallón de octogenarias está observado con la mayor calidez, pero también Di Gregorio le da a cada una de las cuatro viejas sus propios gestos, acciones, decisiones. Hasta sus clásicos achaques de salud, pero nunca sometiendo a sus criaturas a un humor que provoque compasión; todo lo contrario, el tono es bajo, casi susurrante, leve, pudoroso. Lo mismo ocurre con el pobre Gianni, de acá para allá con el delantal, conformando a las golosas señoras, encarnado a un excelente cocinero al servicio del batallón senil. Ocurre que Un feriado particular es una buena película por aquello que exhibe, pero también por esquivar todos los clichés y gestos fáciles en esta clase de films. <
Thriller de oficina con dilemas religiosos El peligroso piromaníaco Stone (Norton) implora por su libertad condicional pero depende de la parsimonia y astucia de Jack (De Niro), a punto de jubilarse y de vivir junto a su creyente esposa (Conroy) con el rezo previsible antes de cada comida. Pero Stone tiene su chica (Jovovich), seductora y atractiva, que cobrará protagonismo acercándose de a poco (y mucho más) al conflictuado Jack. Ya está. Este es el argumento de La revelación, un policial de oficina donde se establece el combate actoral entre Norton (de pocos matices) y De Niro (acaso extrañando a Scorsese) que terminará resultando uno de los puntos fuertes de la película. Pero el téte-a-téte entre los actores, con frases que parecen sacadas de un film de Tarkovsky o de Bergman pero en una oficina con canas y custodios, dispara para otro lado cuando aparece Milla Jovovich y su metro ochenta, erotizando la pantalla y llevando a la privacidad, y a la infidelidad claro, al atolondrado fiscal que encarna De Niro. Y ya está. Pero hay algo más. Da la impresión que determinadas películas estadounidenses de los últimos años (Río místico de Clint Eastwood; El sueño de Cassandra de Woody Allen) inauguraron esta extraña mezcla de género policial más un poquito de erotismo más un tanto (o bastante) de encrucijadas religiosas que se explayan en textos altisonantes y diálogos donde Dios está por encima de todas las cosas, las buenas y malas decisiones, el destino que le corresponde a cada uno, el reparto de culpas y responsabilidades, el pasado que corroe y preocupa a los personajes. No está mal que así sea, pero el interés cinematográfico se diluye cuando surge la sentencia, el aforismo evangélico, el interrogante expresado con la más insufrible de las solemnidades. Parece que el cineasta Curran, que filma en plano-contraplano como en una tevé movie de los ’70, nunca vio películas de Scorsese, Coppola, De Palma o Abel Ferrara, que hablaban de lo mismo pero desde otro lugar, con menos explicaciones y didactismo de estampita. Amén. <
Profecías desde el púlpito Llega el film de González Iñárritu con Javier Bardem que el domingo peleará por llevarse las estatuillas de mejor película extranjera y mejor actor en los premios de la Academia. En la línea de Babel y 21 gramos vuelve sobre la vida y la muerte. Alejandro González Iñárritu ocupa un lugar importante en el mercado del cine contemporáneo con su trilogía sobre la vida y la muerte: Amores perros, 21 gramos y Babel. Con sus historias de estructura coral y personajes que viven situaciones extremas de dolor, resignación, redención y compasión, el nombre del director mexicano, junto al de su ex socio y ex amigo, el guionista Guillermo Arriaga, apareció en festivales Clase A y recibió el visto bueno de la crítica y de un público seducido con la particular mirada sobre el mundo de la exitosa dupla. La sociedad se rompió y Biutiful, con la colaboración de dos guionistas argentinos, es la confirmación de un estilo y una forma de comprender al cine (y a la vida) desde los márgenes de la sordidez y la opulencia estética que caracteriza la obra del director. Uxbal tiene pocos días de vida, un matrimonio desastroso, una relación conflictiva con sus hijos y una forma ética de desenvolverse con el mundo, por lo menos, bastante discutible. Sobrevive en una Barcelona ajena al turismo, habla con los muertos y por ese motivo le pagan, contrata mano de obra barata de africanos y japoneses para trabajar en talleres clandestinos y discute axiomas filosóficos en su derrotero místico. Uxbal es Bardem poniéndole el cuerpo a un supuesto héroe trágico que carga sobre sus hombros una importante acumulación de textos evangelizadores y redundantes. Iñárritu tiene un colaborador fundamental: su DF Rodrigo Prieto, quien construye una paleta cromática de por grises y opacos y barridos de cámara que transmiten al espectador una enfática crudeza, por ejemplo, desde el retrato de una Barcelona lumpen y de supervivencia mostrada con el mayor realismo posible. Pero el problema mayor de Biutiful es su desbordante ambición temática, donde a Iñárritu se lo ve cómodo y autoindulgente con una propuesta que hasta sobrepasa sus prédicas mesiánicas. Biutiful no resta nunca, sino que acumula escenas miserables, frases sentenciosas, postulados y sermones que parecen expresados desde un púlpito doctrinario, siempre en voz alta, aleccionando sobre un mundo que se cae a pedazos, que sólo es una porquería y que merece un cercano apocalipsis. El mundo, en efecto, siempre será así e Iñárritu, a través de su tetralogía sobre la vida y la muerte, se erige en su máximo exponente con un cine destinado le petit bourgeoisie que tiene un montón de adherentes, acá, allá y en todas partes.
Fuegos artificiales y Tchaikovsky Natalie Portman encuentra en este film una interpretación hecha a medida para los premios Oscar, mientras que el director de Pi y Réquiem para un sueño confirma su propensión al efectismo más altisonante y declamativo. Todo es cuestión de estilos. Y no hay duda de que Darren Aronofsky lo tiene: efectista, presuntuoso, declamativo, energético. Ya en las iniciales Pi (más allá de las ecuaciones matemáticas) y Réquiem para un sueño (más allá de su inmerecido prestigio), el director hacía de las suyas. Nunca perfil bajo, siempre con su estilo altisonante, ideal para el resultado de los anabólicos y la exhibición de tatuajes del resucitado Mickey Rourke (o algo parecido a lo que fue alguna vez) en los rings de El luchador. En este punto, El cisne negro tiene más de un parentesco con aquel outsider de musculatura fabricada en el gimnasio. Ahora es El lago de los cisnes y la elección de la joven bailarina Nina (Portman) para interpretar al blanco y al negro de la obra de Tchaikovsky, al lado puro y al oscuro del mundo del ballet. Desde la primera escena, Aronofsky ofrece su nada sutil estética y, peor aun, con el devenir del relato explica una, dos, tres, varias veces por dónde viene la historia y qué le ocurre (y ocurrirá, claro) a la frágil y glacial protagonista, características que resaltan aun más desde la robótica y oscarizable interpretación de Natalie Portman. Pero el director –al mismo tiempo, ambicioso y vacío a través de su propuesta– apuesta más alto y convierte la trama en una sucesión de escenas de género (terror, melodrama, film-ballet) con momentos realistas, fantasmagóricos y oníricos, transformando a la narración en un vale todo a puro efectismo. Por ejemplo, la relación entre Nina y su madre (Barbara Hershey, otra resucitada para el cine) que remite a la Carrie (de Brian De Palma), con una mamá en versión erudita, claro está, porque se trata de Tchaikovsky, El lago de los cisnes y los conflictos internos de una bailarina impedida de expresar su lado oscuro. Que es el cisne negro, no olvidar. Pero el estilo pirotécnico de Aronofsky no culmina allí. Habrá una escena de sexo entre una borrachita Nina y su competidora (para deleite de la platea voyeurista), un tiránico director del ballet (Vincent Cassel), y la habitual pero nada original competencia que se establece en el mundo de la danza. También hay grajeas de talento para los fanáticos de la cámara en mano y bailes y destrezas bien filmadas, pero siempre con el consabido montaje que impide saber si la protagonista es la que aparece en imágenes, una doble, o quién sabe. Y así es el estilo Aronofsky, un rompecabezas astuto que deja ver sus pomposas costuras a pura euforia estética. Fuegos artificiales tirados al voleo que terminan siendo un par de petardos en oferta que no pueden ocultar su más declarado exhibicionismo.
El cuentito del monarca tartamudo La gran candidata a llevarse el Oscar como mejor película no deja de ser una fábula prolijamente narrada sobre Jorge VI y sus dificultades en el habla. Poca novedad pero grandes actuaciones de Colin Firth y Geoffrey Rush. La casi ganadora del Oscar a mejor película y a otros rubros de importancia reúne aquellos códigos que identifican a buena parte del cine inglés. Veamos: diálogos perfectos, reconstrucción de época, conflicto político e historia personal contada con ironía y sarcasmo, vestuario y decoración impecables, trabajos actorales que parecen salidos de la Royal Shakespeare Company. Sigamos con las características representativas en esta clase de películas: flematismo british, ironía británica, prolijidad inglesa. Paramos acá, pero conviene decirlo desde un comienzo: El discurso del rey es eso. Y poco más. La película puede verse como un simpático cuentito donde el futuro rey Jorge VI acusa problemas de dicción, razón por la que su esposa contrata los servicios de un fracasado actor devenido en terapeuta para solucionar los problemas del próximo monarca. La historia es real y la ubicación de la anécdota comienza en 1925 con el tartamudo y bastante inestable aspirante a rey que no puede emitir un discurso, y se cierra cuando se dirige por radio y emociona al pueblo inglés (bueno, nunca aparece en imágenes) frente a la invasión nazi. En medio de todo esto, el duelo actoral entre Firth y Rush resulta suficiente para que la película no se precipite al academicismo más rutinario dentro de una historia que parece gobernada por la de un guión-formulario y la conformación de algunos textos burocráticos. Pero no hay mucho más que eso: el teatrista y televisivo director Hooper coloca la cámara en lugares insólitos (planos cenitales, uso de angulares gratuitos), acaso para escaparse de una puesta que le debe más a la escenografía que al lenguaje del cine. Critica filosamente al poder de la iglesia pero esto no es novedad y ya fue visto en docenas de films británicos. Jamás arriesga contar una escena donde no necesite recurrir a los textos, lo que no estaría mal si no hubiera existido Laurence Olivier y la corriente británica del cine y del teatro británico más tradicional. O el engreído Kenneth Branagh. O, sin ir tan lejos, la más reciente La reina de Stephen Frears, una película con los mismos códigos estéticos de El discurso del rey, pero más intensa, feroz, menos convencional, menos cuentito. Y bueno. Será que los estadounidenses siempre necesitan premiar una película inglesa para disimular sus propias carencias ¿O se tratará de otro mea culpa de la anacrónica academia de Hollywood? El discurso del rey no está mal, pero es inocua, efímera, intrascendente. Imagínese tomarse el té más caro y un par de ricos scones rellenos en la casa de Victoria Ocampo de Mar del Plata. Te cae bien, pasás un rato agradable y a la media hora olvidaste todo. Y chau. <
El lado oscuro del amor y la vejez Woody Allen vuelve a regodearse en sus obsesiones de los últimos años: el paso del tiempo, las prostitutas y la soledad, para entregar una película coral con textos risueños que no escapan ni a la profundidad ni a la nostalgia. Uf. Cuántos años pasaron de Manhattan, Annie Hall, Hannah y sus hermanas , Zelig y Crímenes y pecados, tal vez el quinteto de films imprescindibles del prolífico Woody. Más de 40 películas, más de 65 años, una vida agitada, una vida para el cine. Lejos quedaron esas obras maestras y otros buenos trabajos; más aún, el nuevo siglo no trajo demasiadas novedades: la agradable travesía turística de Vicky Cristina Barcelona, la gravedad y solemnidad de El sueño de Cassandra y Match Point; el cine en primera persona de La mirada de los otros, la estupidez de Scoop. En efecto, las películas de Woody Allen parecían haber perdido aquellos diálogos filosos, la visión agria y desesperanzada sobre el paso del tiempo, las situaciones socarronas y el ritmo que nunca decaía, más allá del interés que transmitían las historias. Sin embargo, y recurriendo al manual que mejor maneja, Conocerás al hombre de tus sueños encuentra al cineasta en buena forma. Las historias y los personajes son los habituales: cultos, inteligentes, de buen pasar económico, interrogadores y solitarios (estén o no acompañados o en pareja). La voz en off funciona a la perfección para mostrar a dos matrimonios como protagonistas centrales y las obsesiones clásicas del director en los últimos años (el paso del tiempo, las prostitutas, la soledad, la vejez), presentadas con una bienvenida ligereza que jamás omite la profundidad y la intensidad de las situaciones. El viejo Allen resignifica algunos tópicos de su cine: ahora la muerte no está tan lejos, el viagra es necesario e imprescindible, y especialmente, hay que aprovechar cada minuto de la vida, buscando consejos en una mujer que adivina el futuro, enamorándose de una prostituta o hasta robándole la publicación de una novela a un amigo que se encuentra en estado de coma. Un matrimonio que no vive su mejor momento (Naomi Watts y Josh Brolin) y la madre de ella (Gemma Jones) abandonada por su esposo (Anthony Hopkins), quien forma una nueva pareja con una seductora y graciosa prostituta (Lucy Punch, brillante), son los ejes desde los cuales Allen construye una película coral con textos devastadores y risueños, donde el transcurrir de la vida se manifiesta en un soplido efímero, fugaz, inasible. Y, en este punto, pese a sus errores, problemas y contradicciones, esos personajes están vivos y resultan más genuinos y empáticos que en otros films. Entre situaciones simpáticas, melancólicas y cínicas, oscila el mejor Woody Allen siglo XXI: el plano detalle de la cajita de viagra y el tiempo real que aguarda el personaje de Hopkins para que la pastilla cobre efecto sintetizan que el veterano creador puede reírse del paso de los años sin caer en el patetismo. Bienvenido, entonces.
La nueva vida de un ex presidiario En los últimos años, el cine francés emprendió un argumento con características similares al que narra La mentira, nueva película de Xavier Giannoli (El cantante). En la excelente El adversario y en El empleo del tiempo, los personajes centrales, con falsas identidades, transgredían ciertas normas establecidas por la sociedad, presentando ambas películas una particular mirada sobre la ética y la moral de las instituciones. Dentro de esos dilemas se encuentra Paul Muller (François Cluzet), un ex presidiario que toma el rol de empresario de la construcción con el propósito de reiniciar la extensión de una autopista que favorecería el bienestar de un pueblo. La aparición de este personaje, claro está, modificará los comportamientos de los habitantes, entre ellos la alcalde (interpretada por la gran actriz Emmanuelle Devos) y una pareja de jóvenes residentes del lugar. La mentira está basada en hechos reales, tiene algunas escenas de interés de acuerdo a las peripecias que vive el personaje de Muller y una sutil opinión sobre los mecanismos de poder, el afán de progreso y los manejos empresariales. Sin embargo, hay un punto donde la película flaquea: la poca verosimilitud que ofrece la historia. ¿Es posible que nadie sospeche de un personaje tan particular como Peter Muller? ¿Los habitantes del pueblo jamás dudan de su origen? ¿Por qué Muller decide emprender semejante proeza ética? ¿Cuáles son sus motivos? Además, La mentira, un film atractivo por su narración, que fluye sin inconvenientes pese al exceso de minutos, derrapa en un aspecto central: el antihéroe que encarna Clouzet (un buen actor) no tiene la mínima seducción para que un pueblo, una alcalde, una pareja de jóvenes enamorados, un banquero y un montón de obreros dispuestos al trabajo se rindan a sus pies y acepten con fervor sus decisiones. <