UN SISMO QUE NO ROMPE ESTRUCTURAS CLÁSICAS Lo que antes era el cine indie para alternar con las películas de producción mainstream hollywoodense, ahora son las superproducciones (más modestas, por cierto, para ser tan “super”) por fuera de Hollywood que rescatan a los géneros clásicos como los de catástrofe, reinventándose para lograr algo más “fresco”. De ese modo hace unos años tuvimos La ola en la que un geólogo a punto de mudarse de una bahía en la costa noruega, ve antes que nadie cómo un tsunami de proporciones arrasa con la localidad, e intenta salvar a su familia y a la mayor cantidad de vidas posible. Y ahora recibimos Terremoto, que no es ni más ni menos que su probablemente innecesaria secuela directa, esta vez ambientada en la ciudad de Oslo, en la que, una vez más, un sismo al que nadie puede anticiparse, es detectado por el mismo especialista que de nuevo intentará un rescate casi imposible. La diferencia con películas como Terremoto: la falla de San Andres o Lo imposible, además del obvio presupuesto, es la intensidad dramática de la que se quiere dotar a la historia. Lo cual no parece un objetivo demasiado fácil de lograr para el director dado lo poco demostrativos que son nuestros amigos nórdicos para lucir algo parecido a las emociones básicas. De hecho el geólogo Kristian Eikjord (Kristoffer Joner) aparece anímicamente destrozado -luego de lo vivido en el episodio del tsunami-, básicamente por no haber podido salvar a más personas, y eso lo convierte en alguien incapaz de volver a conectar con su familia y tener una vida normal. Este conflicto se lleva casi una hora de línea argumental hasta que llega un momento que podría calificarse de resolución positiva (aunque el mismo Kristian dude de que sea así) y es interrumpido por el nuevo riesgo que acelera la acción, llegando como al rescate para que la tensión emocional no siga pareciendo tan forzada. Pero cayendo, al mismo tiempo, en el giro recurrente de la búsqueda del héroe de sus seres queridos en medio de la catástrofe. El día después de mañana se apoyaba en ese sólo hecho y sin embargo, tenía más profundidad de la que tiene esta Terremoto en las subtramas (de las cuales carece, a decir verdad). Y a diferencia de lo que uno podría esperar, la escena o conjunto de secuencias en la que sucede el tremendo sismo es bastante breve. Si bien gana en intensidad porque los momentos a puro riesgo son muy vertiginosos e impecablemente coreografiados, no deja de resultar poco para un film de estas características. El problema termina siendo que el conflicto dramático previo es bastante trillado, tanto como el hecho de que el único que parece tener conciencia del peligro es el protagonista (no puedo evitar citar al síndrome John McClane en el cual el único que sabe de algún peligro inminente es desacreditado y eso termina incrementando el riesgo) y convierte a Terremoto en una película más. Una que entretiene, una que hace que funcionen todos sus mecanismos, que maneja de manera impecable los efectos especiales, pero que no deja de ser mucho más que eso.
LA ENTREVISTA MÁS PAUTADA Antes de comenzar a hablar de la película en sí misma, hay que acordar en algo: el cine cristiano es un género (o subgénero) en sí mismo que tiene sus propias convenciones. El consumidor de estas películas tiene la complacencia que presenta todo el que sabe lo que va a ver y no lo discute. Por dar un ejemplo claro, el espectador de películas de la saga de Sharknado no va a quejarse de los paupérrimos efectos de computadora, porque se supone que es parte de la gracia. O los seguidores de la saga de Rápidos y furiosos no se quejarían de las situaciones inverosímiles que desafían las leyes de la física sobre cualquier vehículo en movimiento, ni del reggaeton del soundtrack, ni del exceso de masa muscular de los protagonistas, ni de los planos bajos de las chicas en malla o ropa escasa o ajustada. Viene en el combo y tiene su target que lo aplaude sin cuestionar. Entonces Una entrevista con Dios no le escapa a las generales de la ley y por ende tiene una fuerte y explícita bajada de línea sobre las bondades de tener una divinidad en la cual creer, sin disimulo. Rostros muy populares como el de David Strathaim (Jason Bourne) o Brenton Thwaites (Piratas del Caribe: la venganza de Salazar) le ponen el cuerpo a la propagación de la palabra divina en un film de propaganda religiosa que no quiere ni intenta disimular su objetivo. Dicho esto, hay que reconocer que el valor del contenido del film es por demás pobre. Lo que algunos guionistas y directores manejan con maestría, como lo son las situaciones en las que los diálogos dominan la escena aunque no exista un montaje frenético que ayude al estilo Oliver Stone (y nos ponemos de pie para mencionar al maestro Aaron Sorkin, por ejemplo), aquí es una obviedad tras otra. Pero vayamos al planteo de la situación: Paul Asher (Thwaites) vive una situación personal límite luego de regresar de cubrir una guerra como cronista. Su esposa está en crisis y un compañero de expedición requiere de su ayuda por algo similar. En esos momentos, una persona le ofrece una entrevista diciendo que es el mismísimo “Dios”. Asher acude a la cita, que será la primera de tres, con lo que en lugar de obtener respuestas se verá cada vez más presionado y desconcertado por la situación. El problema, insisto, para quienes no somos consumidores del género, es que la historia resulta sosa y muy poco efectiva en el manejo de las emociones. Strathaim resulta un verdadero desperdicio en esos minutos en los que su carisma intenta cubrir la pantalla. Sus líneas, bien ejecutadas pero escritas casi a reglamento, nos hacen pensar en lo colosal que fue haber tenido a Morgan Freeman en el mismo personaje o, muchos años atrás, al inolvidable George Burns (Oh, Dios) que personificara al altísimo en su faceta más simpática junto al actor/cantante John Denver en un film que hasta tuvo secuela. Pero insisto en que el actor no es el problema, sino sus líneas de diálogo tan obvias y predecibles que por momento exasperan, más incluso que al pobre Asher en la misma situación. Y esa obviedad se mantiene y acentúa en cada escena, en cada giro “inesperado” de la historia cuyos personajes parecen todos pastores o sabios que aconsejan al periodista sobre lo mejor que puede hacer con su vida, desde su jefe hasta su cuñada, que lejos de renegar de sus propios pecados y tragedias, parecen haberlos dosificado de la mejor manera para tener la palabra correcta. Como si este dios, que parece más retórico que un psicoanalista en sus respuestas, se recostara en la sabiduría de los personajes secundarios para obrar de maneras muy poco misteriosas. En definitiva, no alcanza el carisma ni renombre de los actores, no suma la corrección de la ejecución de las escenas de manera prolija, ni el uso metafórico de escenarios y locaciones cuando la historia es tan débil en su construcción. Una entrevista con dios ni siquiera es anacrónica, porque es tan pequeña e intrascendente frente a cualquiera que se hubiese producido en los años setenta, que hasta en eso falla. Si me dan la posibilidad de interrogar a Dios sobre cualquier tema, le preguntaría porqué se prestó a intervenir en esta película. Al fin y al cabo creo que se lo necesita mucho más en otros lugares, por estos días. Perdónalos, George Burns, no saben lo que hacen.
CUANDO EL HOMENAJE ENTIERRA AL HOMENAJEADO Me pregunto si no habrá otra manera de ver esta película como no sea con el conocimiento pleno de que se está viendo un experimento de “deconstrucción”, palabreja tan de moda por estos tiempos. Michael Myers es un personaje que tiene una mitología que va mucho más allá de la película original de Carpenter. Es verdad que las secuelas y remakes que intentaron revivir el fenómeno (a excepción de la tercera que es casi un explotation del título y nada más) fallaron más que acertar en cada entrega basada en la fundadora de ese estilo de slasher (si acaso hubiesen intentado mejorarla y no fueron más que la monetización del suceso). No obstante, contribuyeron a acrecentar el mito y, por sobre todo, a inyectar el hype en el que hace un año nos vemos inmersos con tanto avance y material promocional los que disfrutamos, como en mi caso, desde la butaca de un cine en su momento a la Halloween original. Por eso mismo es que resulta difícil reconocer que ese mítico asesino serial, casi sobrenatural y todopoderoso (recordemos que al final de la primera desaparece al caer baleado de muerte por el Dr. Loomis desde un primer piso), sólo haya cometido los cinco asesinatos de la primera parte, para poder apreciar Halloween desde el lugar que propone esta caprichosa continuación. Y lo intenta peligrosamente casi como si se tratara de una distopía o un elseworld que ignora una suerte de “historia oficial” para ir por otro hilo conductor. Recuerdo incluso, y perdón por lo auto-referencial, en haber visto “pegada” en función continuada a la segunda entrega a las que muchos tildan de inferior pero me pareció de un encastre perfecto. Sobre todo por el acoso a ritmo pasmoso de Michael hacia Laurie Strode, scream queen incipiente, que se intensificaba por los pasillos de ese hospital, huyendo enyesada y apenas pudiendo caminar, a tiro del asesino que nunca corre cuando luce su máscara y el cuchillo de carnicero en mano. Por eso creo que si bien la decisión es una premisa anunciada que no debe condenar al producto, le juega muy en contra. El desquicio y transformación de la misma Laurie casi que no tiene mucho sentido después de tantos años. Claro que es posible, pero se nota exacerbado así como estereotipado su comportamiento. Es casi una Sarah Connors en Terminator 2 esperando al juicio final pero aún más exagerada. ¿Realmente era para tanto, cinematográficamente hablando? Resulta mucho más fácil justificar ese tipo de reacción incluyendo al resto de los films de la saga en los que participó y como hermana revelada del mismo asesino (a pesar de que en uno de ellos finalmente muere), que con esa endeble conexión con el primer final abierto. Pero visto y considerando que no sirve desandar el camino por la decisión que se tomó, vayamos a la película en sí misma. El inicio es prometedor, en el que vemos a ese pseudo-periodista investigador sacudiendo la máscara desafiante frente al interno Myers que permanece encadenado. No es la mejor idea que se le pueda ocurrir a nadie que sepa quién es ese tipo, pero funciona como para abrir el juego. Lamentablemente, en todo el resto del metraje no habrá momentos de tensión como ese. El escape del asesino (no estoy revelando nada que no se suponga, desde ya) es tan convencional y tirado de los pelos que hasta sucede fuera de cámara. El director considera que no es lo más importante, y quizás no lo sea pero tampoco me parece bien que se subestime tanto al espectador. Laurie Strode lleva esperando 40 años a que el maniático escape, creo que nos merecemos saber al menos cómo lo logró con un digno twist de guión. ¿De verdad no es relevante la exposición de cada detalle del evento? Luego la masacre que ejecuta el asesino (o The Shape como se le ha dado en llamar en los créditos desde la primera película) es tan calculada que parece que en lugar de confinado por cuarenta años hubiera estado entrenando. ¿Tenemos que creer que no ha estado, este asesino convicto, involucrado en el universo de la saga ignorada? Porque así lo pareciera por su destreza instantánea y a pesar de su longevidad. Y ya en donde todo debe concluir, nos encontramos con mucha más gente a ser atacada en medio en un Haddonfield al que cuesta contextualizar en el presente, también con un suspenso que no llega o en su defecto juega con clichés permanentes. Y más intentos de recrear los planos secuencia que Carpenter ejecutó de manera magistral en el 78 y hoy son pobres imitaciones de su maestría. Por supuesto que tanto los guionistas como el mismo director Gordon Green son fanáticos y se nota el respeto por el original, los constantes homenajes, guiños y escenas que son como hipervínculos a la fuente, pero eso mismo también les dio poco espacio para hacer algo que sobresalga o se despegue de lo obvio. Ni siquiera se dieron el gusto de enriquecer debidamente la historia familiar. De cómo es que la familia de Laurie banca su locura sin creer que sea posible lo que espera hasta que acontece, sigue siendo de una obviedad pasmosa y que no da el menor atisbo de que existió esfuerzo por escribir un par de líneas que se destaquen y que se conviertan en el mejor motivo para haber puenteado a tres décadas de historia filmada sobre el monstruo de Haddonfield y su víctima recurrente. También hay momentos bastante vergonzantes como cuando uno de los personajes pretende “proteger” al asesino, y lo que hace raya en la comedia bizarra. Probablemente si hubiesen ido por ese lado la película hubiese terminado siendo más odiable, pero al menos ostentando cierta originalidad. Por último, Jamie Lee Curtis hace lo mejor que puede y sabe con su personaje, al igual que el mismísimo Nick Castle que repite bajo la máscara, pero se nota la ausencia de peso en las líneas de diálogo y hasta en las acciones del enfrentamiento, que son de una coreografía bastante torpe y básica de acuerdo a las expectativas generadas. Y así es como esta Halloween queda por debajo de la secuela directa, supera por poco (y de manera discutible) a las mediocres entregas posteriores a la tres y compite apenas con las de Rob Zombie, que por delirantes y cuidadas se destacan, pero no cumple con ese regreso esperado, de la manera que se esperaba. Habría que dejar de robar con Halloween por lo menos por otros cuarenta años.
AL SERVICIO INDISCRETO DE LA PARODIA Ya casi se puede perder la cuenta de la cantidad de parodias que existen sobre el más célebre de los agentes secretos y aún vigente, James Bond. Las hubo desde el principio con aquella Casino Royale que supo tener a David Niven como un 007 retirado y a un Peter Sellers tan histriónico como siempre completando una versión muy libre y desquiciada sobre el libro de Fleming. Luego vino el que quizás sería el más emblemático y el que tampoco pierde un ápice de gracia cada vez que uno ve un episodio y hablo de Maxwell Smart y su Súper Agente 86, clásico televisivo de Mel Brooks que no tuvo igual. Mención especial para Austin Powers y su personalísima versión de un agente secreto con todo el glamour y pop de las décadas pasadas y quizás algo del Frank Drebin de La pistola desnuda, que si bien era policía y no agente secreto supo hacer grandes escenas que parecían calcos de situaciones bondianas llevadas al extremo. Pero hoy hablamos de nada menos que una tercera entrega de Johnny English, un personaje que no disimula en absoluto el paralelismo con el agente creado por Fleming, y que incluso pertenece a la misma agencia gubernamental. Lo que quizás sea injusto es hablar de English cuando en realidad hablamos de un Mr. Bean más refinado, que recrea su estilo de humor, ese tan característico que un actor más que versátil como Rowan Atkinson sabe componer. Porque más allá de la popularidad que le diera ese personaje cuasi mudo y que además llegó al cine en más de una oportunidad, Atkinson tiene una carrera repleta de personajes con poco o ningún contacto con la comedia, además. Y entonces, una vez ubicados en lo que intenta hacerse con esta tercera historia de un agente torpe y suertudo como es English (puntos de contacto que también tiene con un tal Inspector Clouseau), podemos meternos en la misma y hacer un intento de comparación con sus predecesoras y sacar algo en limpio. Johnny English 3 comienza cuando una amenaza cibernética revela la identidad de todos los agentes secretos del servicio británico y eso los deja con la guardia baja y con máxima vulnerabilidad. La única esperanza queda en un puñado de hombres ya retirados entre los que está nuestro agente, pero enseguida se convertirá, por pura y genuina torpeza, en la única opción posible para llevar a cabo la misión. Claro que no está solo sino que se acompañará de su amigo y socio de anteriores aventuras, el bueno de Bough, que volviendo a la analogía con el detective de La Pantera Rosa, hará a las veces de su “Kato”. Completan el equipo Olga Kurylenko como la chica dual-doble agente que no puede faltar, Emma Thompson como una Primer Ministro muy particular y el villano, un gurú informático que podría haber sido encarnado por cualquiera. Si se preguntan si tres veces son suficientes para una saga paródica como esta, con un agente retirado y devenido en profesor de secundaria y vuelto a la acción con excusas cada vez más inverosímiles, la respuesta es un rotundo sí, aunque no porque esta sea la peor de la saga ni mucho menos. Los gags tienen timing, los chistes basados en juegos de palabras son efectivos y el humor físico está muy bien jugado. El argumento es casi lo de menos, pero creería que ya está y no se puede seguir estirando la cuerda, sobre todo cuando se llegó a una trilogía con una base de público que la sustenta. En definitiva, Johnny English 3 vale tanto la pena como las expectativas que despierta, porque cumple lo que promete y no va más allá; ni siquiera lo intenta.
VEN, DEPREDAME OTRA VEZ El Depredador que en su momento y de la mano de Arnold Schwarzenegger como enemigo clásico, se nos presentó en 1987 en un contexto bélico como parte de un mashup que combinó a este género con la ciencia ficción al estilo Alien (con una criatura espacial acechando y matando en la invisibilidad). Lo realmente potente de la primera entrega fue la posibilidad de ver como Arnold y su imponente musculatura fueron considerados dignos de que esta criatura espacial con increíbles recursos tecnológicos decidiese terminar el conflicto a trompada limpia. Tres años después llegaría la segunda entrega con Depredador 2 (1990), ya sin el austríaco pero con cierto encanto desde lo estético y con un Danny Glover que luego de ser casi un anciano característico al borde del retiro en Arma mortal se ponía en el rol del justiciero capaz de combatir al violento alienígena en medio de la ciudad y a los tiros y peleas entre mafiosos raperos. Finalmente se produciría un encuentro a pedido de los fans con los aliens diseñados por el maestro H.R.GIger en (Aliens Vs Depredador – 2004 y Alien Vs Depredador 2 – 2007) y una quinta entrega (Depredadores – 2010) con Adrien Brody en el elenco, que tampoco conformó demasiado pero que mantuvo viva a la franquicia. Y hoy, Shane Black, uno de los actores, guionistas y directores más queridos y respetados por el fandom, se hace lugar para relanzar al personaje con nuevos rostros y algunas vueltas de tuerca para darle un poco más de misterio, ritmo y humor negro. Si lo consigue o no, será tema de debate y sobre todo, de respuesta en taquilla. Quien escribe disfrutó mucho del material porque cumple con lo que propone y en ningún momento nos hace anhelar otra cosa. Todo comienza cuando Quinn McKenna (Boyd Holbrook), un francotirador en funciones -el mejor de su clase, no se cansan de aclarar-, es testigo del accidente en el cual una nave alienígena se estrella en una zona boscosa. Como “premio” por estar en el lugar menos indicado, el gobierno estadounidense lo conduce junto a otros sujetos de dudosa cordura a instalaciones secretas en las que seguramente serán “procesados” para que no queden rastros de su locura. Sin embargo, él se asegura de que no le puedan hacer nada al enviar a su casa, en la que viven su hijo y ex esposa, un par de artefactos que rescató del incidente como seguro. El niño (el solvente y sorprendente Jacob Tremblay) tiene una condición muy especial que le permite entender básicamente el funcionamiento de esos accesorios y termina haciendo contacto con un depredador en su nave, quien de inmediato se dirige a recuperar sus pertenencias. Siendo este el atractivo desencadenante, lo que sigue es una serie de eventos de ritmo trepidante y repletos de gags proporcionados por los secundarios que se turnan para lucirse, desde Thomas Shane componiendo a un enfermo con síndrome de Tourette, hasta el incansable Keegan-Michael Key y su verborragia imparable, armando un equipo que no siempre es el mejor respaldo para el bueno de McKenna pero sí para la audiencia. La inquieta doctora Bracket (Olivia Munn) y la ex esposa del francotirador (Yvonne Strahovski) completan el cuadro que intenta mantener un endeble equilibrio que apenas se sostendría sin alienígenas tratando de cazarlos a todos. El depredador no pierde tiempo en explicaciones, ni siquiera en generar suspenso ante lo desconocido, que no lo es porque todos sabemos de qué se trata y hasta cómo se ocultan estos bichos para acechar y atacar a sus presas. No tenía sentido un reboot porque nunca sería trasladable el auténtico espanto que mostraba ese escuadrón en la selva de la película del 87, al no saber a qué se enfrentaban. Black se pone a jugar como si fuese un niño (pero no como cualquiera sino como el mismo niño que recibe parte de las piezas del puzzle) y consigue un filme sumamente entretenido y lleno de perlitas más que disfrutables. El realizador incluso hasta se ríe del título con el que se los ha rotulado: “depredadores” aclarando, por intermedio de uno de sus personajes, que en realidad no lo son, porque el concepto no tiene nada que ver con la depredación aunque sí con la cacería. Black vino a llamar las cosas por su nombre y, en definitiva, es uno de los más autorizados para hacerlo, si hasta dio “la vida” en la primera entrega por ello.
EL ASESINO QUE NO SE CANSA DE TENER ORIGEN Mucho se ha dicho y escrito sobre la película del recientemente fallecido Tobe Hooper, aquella que lo marcara como un director de género digno de ser apreciado y que posibilitara la realización de Poltergeist, a pesar de los rumores que indican que fue el mismo guionista Steven Spielberg quien finalmente estuvo detrás de las cámaras. Lo cierto es que el clima de genuino espanto y el horror realista logrado en esa película hicieron historia y generaron secuelas de variable calidad. La masacre de Texas (1974) ni siquiera pertenecía a la categoría de slasher, ya que no era la del típico asesino en solitario dotado de un machete que buscaba adolescentes pecaminosos en un campamento, sino la de una familia de freaks asesinos en los que el exponente más enfermizo era el que portaba una motosierra y luego de matar a sus víctimas con ella, les quitaba los rostros para usarlos de máscara; de ahí su apodo recibido “Leatherface” que también es el título original de la producción que nos ocupa. La masacre de Texas (2017) se referencia vagamente a la original y descarta a todas sus secuelas, haciendo hincapié en un Jed Sawyer niño que sufre el proceso de transformación en asesino, paso por un manicomio mediante. En principio la historia parece centrarse en ese establecimiento, en donde los pacientes parecen ser mucho más mortales y peligrosos que la misma familia Sawyer, pero luego cambia el eje y vuelve a convertir la trama en algo distinto al hacer de Jed y sus amigos, un grupo de peculiares fugitivos. Los dos referentes de mayor peso interpretativo son aportados por Stephen Dorff, veterano del género, y Lily Taylor, que coincide con su colega en las incursiones frecuentes en el cine de terror que perfilaron su carrera. Lo bueno es que no son simples baluartes tomados a modo de excusa sino que componen personajes decisivos en la trama, uno como impulsor del destino del pequeño Jed, y la otra como quien se erige en la madre-mentora del futuro monstruo. Pero así y todo, los elementos presentados no llegan a formar un cuento digno del inicio de una leyenda. Ni siquiera pasan, por momentos, de una suerte de road movie o película de fuga sangrienta en la que casi ni hay héroes pero cualquiera puede ser víctima. La locura que impulsa a los asesinos parece impostada, sin forma, sin una motivación que lo sustente. También resulta difícil empatizar con los personajes, no porque sean demasiado malos o perversos, sino porque carecen de complejidad o de interés. El tiempo en el que se los presenta en ese loquero es tan escaso que no llegamos a identificarnos por el sufrimiento por el que pasan y que, en cierto modo, podría llegar a hacer que nos surja el deseo genuino de que tengan éxito. Por esa misma razón, por la ausencia de grises, es que la película termina siendo plana, vacía y apenas sostenida por la crudeza visual de ciertas imágenes que no hacen más que decirnos que estamos viendo una más de La masacre de Texas. Pero no alcanza, porque ni siquiera son lo suficientemente imaginativas como para que recordemos los episodios al detalle. No es que podía esperarse demasiado de La masacre de Texas en su octava entrega pero sin dudas sirve de presagio para esperar que en la próxima década sea probable que no tengamos más intentos de reflotar al personaje o a la historia. Y ya no sé si se trata de algo que creo que sucederá o que deseo, porque preferiría que se utilicen los recursos en algo mucho mejor motorizado que la misma motosierra de Leatherface.
EL LÍMITE DEL DELITO David Tennant es un actor cuya particular gestualidad le da la oportunidad de tener una base de seguidores. Desde que fuera uno de las encarnaciones de Dr. Who y habiendo logrado ser uno de los villanos más carismáticos del universo “netflixmático” de Marvel interpretando a Killgrave en la serie Jessica Jones, es uno de los actores que aseguran una base de espectadores extra. Y digo esto porque no es irrelevante cuando se construye la historia en base a su imagen y a un personaje que no deja de ser un villano cuyo atractivo reside en ser caracterizado por Tennant. El problema llega cuando quizás ese atractivo especial quiera utilizarse para darle base a toda la realización y caiga en un vacío notable cuando no lo logra. Latidos en la oscuridad narra la historia de Sean, un adolescente que tiene un don para la fotografía pero que, antes de volcarse de lleno al mismo y convertirse en un profesional, prefiere pasar las horas acomodando coches junto a su amigo, al tiempo que le roban a sus clientes aprovechando el momento de confianza que les brindan al cederle sus vehículos. Obviamente no le cuenta sobre su afición a su familia (madre y padrastro) y novia, al tiempo que les ofrece regalos que no son más que parte del botín. Pero todo eso cambia el día en el que Sean descubre algo en uno de los domicilios en los que ha entrado a saquear, que lo hace replantearse absolutamente todo de allí en más, y lo que en definitiva cambiará su vida. Este primer giro que mueve la historia hacia adelante debería ser sólo un mecanismo de inflexión, pero no el lugar común que lo relacione con otras producciones recientes que utilizan el mismo recurso, como El juego del terror, en el que un ladrón descubre que el domicilio al que ha entrado a robar contiene rehenes a punto de ser destazados por un asesino serial. Pero cuando luego de este giro, el “duelo” entre delincuente menor y criminal mayor se convierte en una pulseada a otro nivel y siguen produciéndose las coincidencias (ya no solo con la película citada) es donde se necesita de mayor originalidad en la línea argumental. Porque si bien el “camino del arrepentido” suena interesante como vía para empatizar con alguien que quiere estar por fuera del sistema pero con ciertas reservas morales, no es nada novedoso. Aunque lo más destacado y trabajado de manera correcta sucede con la evolución de los personajes. El joven Sean (Robert Sheehan) parece tener sus límites morales muy claros, aunque para ello tenga que pasar por una pequeña crisis -satisfactoria desde el ángulo de la interpretación-. En cambio, su compañero parece depender bastante de su mirada aunque no tenga tantos escrúpulos y le tire mucho más el delito como medio de vida (además del temor a ser atrapados). Así, todos van teniendo más o menos lo que se espera de ellos, a excepción quizás del villano, que tiene las líneas más obvias, sobreactuadas y planas de la composición, que a veces rozan el patetismo y el estereotipo del asesino malvado que no tiene justificativo para ostentar ese mal, aunque sí una (también innecesaria) historia previa que cuenta de lo que es capaz. En cuando a los métodos elegidos por el villano, Latidos en la oscuridad nos brinda una buena dosis de crudeza visual. Pero no alcanza para definir un tipo de estética demasiado dura o inquietante, apenas para dar unas pocas puntas de lo que el asesino puede lograr si se lo provoca. Y todo eso, más la ausencia de un argumento potente, llevan a que el film se desinfle, pierda intensidad y le quite ritmo sobre el final. Si bien los sustos y acciones predecibles aparecen casi desde el comienzo, también van en número creciente y nos dejan ver la fórmula aplicada, que es la misma que nos ofrecen infinidad de telefilms que olvidamos a los dos minutos de terminar de ver. No obstante, se puede intuir que se ahorraron un par de resoluciones que quedaron en la mesa de montaje, momentos que podrían explicar qué sucede con las relaciones entre personajes que otras de su tipo hubiesen detallado en escenas obvias, y se agradece la omisión. En el balance Latidos en la oscuridad (Bad Samaritan en el original, que por supuesto es mucho más adecuado) no sale tan mal, es un plato entretenido que logra mantener la tensión y a pesar del refrito de los recursos, está bien jugada.
EL AMOR EN TIEMPOS DE ENVASES DESCARTABLES Cuando Rhiannon (Angourie Rice) redescubre a su novio de secundaria Justin (Justice Smith) como a un caballero que la mira de manera especial y la tiene como prioridad, vive uno de los días más felices de su existencia. Pero eso sólo dura 24 horas y a la mañana siguiente, el chico con el que comporte su ocio y algunas horas de escuela, vuelve a comportarse como un adolescente más, que apenas la considera. La realidad es algo difícil de digerir, ya que la persona que se ha enamorado de ella y a la que ha seducido ese día tan especial, es un ser que no puede permanecer más de 24 horas en un cuerpo al azar, de su misma edad, de sexo variable, y en la misma zona. “A”, tal el nombre que se asigna, confiesa a Rhiannon el amor que le tiene y le propone vivir esos cambios como parte del condimento que se daría en una relación tan poco convencional. La premisa es bastante original, al menos en el formato comedia romántica, ya que en ningún momento la película se pone en modo explicativo o intenta brindar una base científica sobre lo que está ocurriendo. Como si en Hechizo del tiempo, Bill Murray despertara cada día en un cuerpo diferente y la aventura consistiera en adaptarse a la nueva realidad y no tener que ser él quien busca modificar lo que sucede una y otra vez de la misma manera -y un poco el montaje busca homenajear a esa misma película pionera en estas cuestiones-. Mucho menos aborda el terreno del suspenso sobrenatural o el terror, teniendo tanta tela para cortar al respecto. Pero sí en cambio utiliza el factor de cambio para plasmar con mucha precisión la idea de cómo una persona empatiza y llega a enamorarse de alguien desde su interior, sin importar cómo se vea. Rhiannon acepta el desafío en principio y esto le presenta muchas complicaciones, sobre todo familiares y sociales, ya que como era de preverse en su escuela comienzan a verla como una “zorra” promiscua, que va besando chicos y chicas día por día sin que le presente ninguna objeción. “A” toma la forma de asiáticos, negros, rubios, delgados, obesos y todo un muestrario de apariencias exteriores disponibles. La película es, en ese sentido, demasiado blanca y correcta, ya que a pesar de los besos multitarget, Rhiannon hace el amor con quien visualmente menos desentona, estándares hollywoodenses contemplados. Pero se le perdona por la osadía del formato de la premisa, que realmente logra que nos creamos que la chica ve en cada reencarnación a su amor, que ni siquiera intenta ser platónico. Mención aparte merecen los actores que le dan vida a las encarnaciones de “A”. Si bien no es muy complicado darle un hábitat determinado a alguien que no sabemos cómo se comportaría con un cuerpo propio, cada personaje logra traducir en su mirada la extraña sabiduría de una entidad acostumbrada a cambiar de envase. Incluso la manera en que la protagonista naturaliza el romance luego del breve proceso de adaptación no choca ni hace que nos quedemos fuera del proceso. Cada día no marca un antes y un después a la hora de contar historias románticas, pero tampoco abundan las referencias a clásicos del género. Es fresca, divertida, original y no es grosera en la metáfora de lo que intenta transmitir. Porque todo podría simplificarse a “lo importante es lo de adentro”, pero tampoco es que intente extinguir la atracción de lo exterior, de lo frívolo y efímero, sino que lo integra y termina aceptándolo como parte de ese todo lo que compone una relación.
GRINGO, NEGRO Y TRAFICANTE El problema con la comedia negra es que no siempre es fácil manejar ese tipo de humor y crear climas, al tiempo que se intenta generar empatía por los personajes y terminar preocupándolos por todo lo que suceda en pantalla, por inverosímil que sea. Algo por el estilo lograban Quiero matar a mi jefe o la más reciente Noche de juegos, en la que la sola química e histrionismo de sus personajes principales le daba un plus para disfrutarla sin demasiados condicionamientos. Con Gringo: se busca vivo o muerto sucede algo distinto, si bien David Oyelowo – alguien a quien no vemos seguido en comedias- le imprime un carácter dramático y sufrido a su personaje al margen de la comicidad que funciona por momentos (a pesar de que todo sucede alrededor y a costa suya), a veces la historia se transforma en coral y ahí es donde pierde fuerza. Pasan cosas con el personaje de Joel Edgerton y el de Charlize Theron, con el de Thandie Newton que es casi un cameo por lo poco que está en pantalla y a pesar de la incidencia de su personaje, y también con el de Amanda Seyfried que juega con su candidez y logra un par de momentos tan tiernos como hilarantes. Pero entre todos no llegan a consolidar una historia íntegramente atractiva. Incluso Sharlto Copley tiene un buen personaje, de esos escritos como para él, pero no se desarrolla lo suficiente. El director Nash Edgerton (hermano de Joel y más conocido por su trabajo de doble de riesgo) por poco desperdicia un elenco de lujo pero sería injusto decir que siendo su primer largometraje, hace agua, porque logra salir de la mediocridad a pesar de mostrar cierta confusión en los aspectos formales. Para ponerlos al tanto de qué la va la historia, todo comienza cuando Richard y Elaine (Edgerton y Theron) deciden dejar de venderle a un traficante mexicano su producto, una píldora en base a cannabis de la cual Harold (Oyelowo) es el único que tiene la fórmula. Pero cuando en México Harold se entera de que sus socios planean apartarlo del negocio, decide planear su propio secuestro para pedir un rescate y quedarse con ese dinero a modo de indemnización. Por supuesto nada será tan fácil, sobre todo cuando el secuestro se materialice y aparezcan nuevos jugadores, como la pareja de Sunny (Seyfried) y Miles (Harry Treadaway) que un poco por azar y otro por torpeza se ven involucrados en el rapto del hombre que tiene el dato más cotizado. Y sumando a eso la entrada de Mitch (Copley), el hermano mercenario de Richard, cuyo encargo será el de negociar la liberación de Harold, o en su defecto, su muerte. Lo bueno y apreciable de todo esto es que hay un grado importante de imprevisibilidad. No todo sucede como se espera aunque sí encause para un final convencional. El disparate está a la orden del día y el pretendido momento de angustia de ciertos personajes a los que se plantea como de hielo (por caso el de Theron) no alcanzan para arruinar la fiesta de situaciones incómodas o de peligro que logra verse real. Con respecto al título que elegí para la nota, no deja de ser tendencioso porque llegado el caso los delincuentes son todos los implicados en ese negocio y el menos malo de todos, es este gringo negro bonachón que vuelve a ser la víctima. Porque el progresismo hollywoodense llegó para quedarse a pesar del humor políticamente incorrecto, ¿o qué creían, gringos?
SE VA A NUBLAR Esta reinvención de los nuevos clásicos de aventuras (llámese Jurassic Park o Jumanji) nos obliga a ponernos un poco indulgentes, porque es difícil plantearse otros interrogantes que no sean el consabido “¿con qué necesidad?” cada vez que se anuncia alguno. En el caso que nos ocupa, la entrega rebautizada Jurassic World del 2015 no hizo más que confirmar un poco que hay que dejarse llevar para disfrutar de lo que ya no sorprende. Un personaje híper aventurero interpretado por el carismático Chris Pratt, una química innegable con Bryce Dallas Howard, niños traviesos y la consabida plana de dinosaurios buenos y malos en una reserva cuya seguridad está “garantizada” y listo, diversión asegurada. Pero hasta ahí, y muy lejos de dejarnos con la boca abierta con la obra maestra de Steven Spielberg de 1993. Claro que siempre existe una chance de reinvención, sobre todo cuando se le da la posibilidad de despliegue de talento a los nuevos directores, aquellos que han llegado a Hollywood llenos de aire fresco en sus claquetas y no están dispuestos a que se les pongan los límites que hacen que se licúe su identidad artística. Así es como J. A. Bayona (Un monstruo viene a verme) logra que esta Jurassic World: el reino caído realmente sea su película y los climas y personajes que construye no sean refritos de otros a los que los aceptamos sólo por haberles tomado apego en anteriores entregas. Jurassic Word: el reino caído, comienza cuando el doctor Malcolm (Jeff Goldblum) cuenta qué es lo que está sucediendo en la isla Nublar, convertida en reserva para las criaturas jurásicas, cuando una erupción volcánica inminente vaya a terminar con todas las especies a las que la ciencia ha traído a la vida a esta nueva era. Las opciones son claras, dejar que se extingan o promover un rescate al estilo “arca de Noé” y de este modo, salvar algo del trabajo que se logró en todos estos años. Es en ese momento en el que el ex socio del fallecido John Hammond, creador del parque original, se comunica con la ex directora Claire Dearing que a estas alturas es toda una proteccionista jurásica y le pide que vaya con un equipo a la isla a rescatar a un número de especies determinado para preservarlas. Y que cuente para ello con su ex compañero de andanzas, el bueno de Owen Grady, que se dedicaba a entrenar a los velociraptores en el parque ahora cerrado de la isla en peligro. Este punto de partida sería suficiente para plantear una vertiginosa aventura en el lugar más peligroso del mundo, ahora no sólo por los animales colmilludos gigantes sino por los impredecibles volcanes, pero el director decide que eso sea sólo el detonante de una historia de traiciones, suspenso y dramatismo al margen del acecho de las bestias. Y es así como la acción se traslada a una mansión con terribles recursos y gadgets que está preparada para un verdadero apocalipsis. Bayona dota a la historia de la oscuridad necesaria, de las relaciones familiares tortuosas, de los monstruos humanos que siempre son más temibles que los primitivos y de los secretos oscuros que se alejan de la aventura familiar con sustos que fuera cualquiera de las Jurassic anteriores. También le quita la densidad de gags humorísticos tan característica, no obliga a los personajes a estar en un constante desafío de diálogos ocurrentes o rompe-climas, lo que definitivamente provee al contexto de mayor temeridad. Y termina acertando y dando más muestras de que siempre se puede reinventar o elevar la vara de un clásico por insuperable que parezca. Porque Jurassic World: el reino caído no es mejor -ni intenta serlo- que la primera entrega en la que vimos dinosaurios “vivos” con tanto detalle, pero sí logra evitar en todo sentido, la extinción del interés por disfrutarlos.