LOS NUMEROS QUE CIERRAN Años después del estreno de Una mente brillante, aquel inquietante biopic del genio matemático John Nash (encarnado por Russell Crowe y dirigido por Ron Howard) sufriente de serios trastornos mentales que complicaban su vida y profesión, se puede intuir que pocas historias de esas características basadas en hechos y personajes reales tendrían ese nivel de intensidad como para ser llevadas a la pantalla y conmover de manera similar. Entonces llega El hombre que conoció el infinito para adentrarnos en la vida de Srinivasa Ramanujan, el matemático indio autodidacta que decía conocer fórmulas de particiones imposibles de resolver hasta para los científicos más encumbrados de la época, años en los que se libraba la primera guerra mundial. Los conflictos aquí, en cambio, pasan por otro lado que tienen que ver más con su etnia y religión de origen en momentos en los que pretende publicar su trabajo en Inglaterra por intermedio de la Universidad de Cambridge, cuna de grandes referentes de la ciencia y cultura del siglo pasado. Recién casado con una joven a la que apenas conoce y motivado por sus empleadores, el joven parte hacia el otro lado del océano -desobedeciendo las normas de su religión que lo convierten en un renegado instantáneo- para instalarse en el Reino Unido en el que, apadrinado por el profesor Hardy (Jeremy Irons) y apoyado por figuras de la talla del célebre Bertrand Russell (Jeremy Northam) o el profesor Littlewood (Toby Jones), tendrá la motivación necesaria para demostrar que las bases de su trabajo son sólidas y no producto de una intuición casi mística. Pero más allá de las desventuras que enfrenta el matemático, El hombre que conocía el infinito es una historia de lucha de clases, de discriminación, de diferencias irreconciliables tanto étnicas como religiosas y de competencia de egos, la que se produce con ferocidad en ese ambiente académico de verdaderos titanes del conocimiento y la investigación. El personaje de Ramanujan, interpretado sin esfuerzo por Dev Patel, elige como prioridad en su vida a la difusión de sus descubrimientos los cuales, en apariencia, le llegaban como revelaciones y a las que no le preocupaba en principio justificar con procesos racionales ni demostraciones. Por ello mismo abandonó a su madre y a su esposa (con la promesa de volver a estar juntos) porque sabía con la misma intensidad con la que creía en sus fórmulas, que su misión era rescatar lo que tenía en su cabeza y compartirlo. Paradójica y necesariamente el primer escollo lo tuvo en su futuro compañero de equipo -antes mentor y a la vez representante en la contienda por hacer que se valore su trabajo-, el profesor Hardy, que se empeñaba en hacerle entender que no bastaba con enunciar sus fórmulas si no era capaz de desarrollar de manera entendible cómo llegó a ellas. Pero este sería sólo el primer peldaño, la primera prueba de dureza en el camino que le serviría de entrenamiento para luego enfrentar a los reales opositores, aquellos que descalificarían su trabajo por provenir de un “negrito engreído” (lo mínimo que le dirían), invadidos por el miedo que les provocaba el ser superados por alguien de las características de Ramanujan. Y así los problemas se van acumulando en la carrera del matemático tratando de minar su confianza, aunque nada sería más erosivo que los inconvenientes que surgirían con su propio estado de salud. A pesar de lo interesante y rico del componente real de la historia, la narración tiene su ritmo pero no logra salir de las convenciones y se vuelve un tanto perezosa. Logra momentos fotográficamente preciosos y algunas situaciones conmovedoras, plenas de emociones contenidas que sólo puede lograr gente de mucho oficio como Jeremy Irons y en consonancia con actores de naturalidad manifiesta como Patel. La relación entre ambos es rica y con matices que se van definiendo a medida que avanza la trama, aunque a veces los contrastes se hagan algo groseros y esa profunda civilidad que se yergue en esa cuna de sabiduría se transforme en barbarie sin que llame la atención lo suficiente, como cuando el matemático, devenido en alumno, recibe un ataque físico de proporciones por parte de sus propios compañeros de clase sin que haya consecuencias compensatorias de ninguna clase. Pero por suerte está la urgencia, esa premura de motivación casi sobrenatural del genio por dar a conocer su obra que es confundida con un ego excesivo cuando en realidad resulta casi premonitoria. Patel logra transmitir esa sensación de frustración e impotencia al no obtener las respuestas que espera con una pericia que provoca la empatía inmediata. Y deja la reflexión, casi automática, de lo mucho que se pierde cuando se le pone coto a la genialidad. Sin ninguna intención de adelantar momentos clave del argumento (aunque muchos de ellos figuren en los libros de historia) este film en particular deja la incógnita de cuánto más hubiesen avanzado ciertos aspectos científicos si al bueno de Ramanujan se le hubiera dado rienda suelta en lugar de un entrenamiento que terminó limitando su capacidad creativa. Pero ese es el gusto agridulce necesario que deja esta correcta realización a la que los números le dan justo para aprobar.
OTRA HISTORIA FICTICIA DE NARCOS REALES Si a algo me cuesta acostumbrarme es a ver cómo se puede degradar un género o tema en base a la saturación de la explotación con todas sus variantes. Por dar un ejemplo, podemos ver cómo en el terror la temática zombie ha llegado a versiones y formatos tan disímiles como reiterativos, lo cual sin dudas desvirtúa ese universo de muertos-vivos al punto de que pierdan el efecto con el que fueron concebidos originalmente. Lo mismo sucede con los vampiros o las sagas distópicas juveniles que proliferan tan rápido como se volatilizan, en varias oportunidades sin siquiera llegar al estreno de una segunda parte de una saga programada como muy numerosa -generalmente proveniente de una serie de novelas exitosas-. Esta vez la redundancia en el subproducto le toca a las historias de infiltrados en mafia de narcos, y más específicamente en la organización del célebre Pablo Escobar, a quien ya tuvimos oportunidad de ver en una telenovela con su nombre (Pablo Escobar, el patrón del mal), una serie (Narcos) y hasta una película en la que Benicio del Toro lo caracterizó creyendo que después de hacer del Che Guevara con cierta dignidad cualquier latino es pan comido (Escobar: paraíso perdido). En ese sentido, El infiltrado tiene puntos de contacto con esta última pero más específicamente con Donnie Brasco, aquella en la que un agente encubierto interpretado por Johnny Depp le hace pisar el palito a un mafioso encarnado por Al Pacino. En este caso es Bryan Cranston el infiltrado del título, metiéndose en un personaje que le va como anillo al dedo: un agente encubierto que lleva una doble vida como mago de las finanzas y promete a los asociados de Escobar el lavado casi quirúrgico de su dinero con el fin de hacerlos caer. Para ello cuenta con la ayuda de la bellísima Diane Kruger haciendo de su prometida simulada; el inefable John Leguizamo como su colega/compañero y enlace con los delincuentes de más baja calaña; y un elenco de figuras como Benjamin Bratt y Olympia Dukakis que emparejan y jerarquizan a la producción, no como cuando en un reparto de ignotos aparecen Morgan Freeman o Anthony Hopkins con el mismo objetivo pero obteniendo resultados dispares. Por suerte la figura de Escobar es casi omnisciente y no tenemos que padecer a norteamericanos nativos o de crianza ensayando un español inadmisible: la mayor parte de la acción transcurre en Estados Unidos y eso evita el bochorno del doble estándar. Pero El infiltrado recuerda a Donnie Brasco por más de una razón, sobre todo la que marca la búsqueda de grises y códigos morales en el planteo de cualquier relación de amistad y de confianza más allá del ámbito en el que se desarrolle. La tarea del infiltrado es realmente sucia, es la del buchón que se gana la confianza de alguien para luego destapar sus miserias y exponerlo. Aunque el bien mayor sea el objetivo, no deja de ser un acto miserable. Robert Mazur (Cranston) lo sabe y por eso es sumamente cuidadoso. Preserva a su familia de su ambiente laboral y de sus “compinches”, y maneja un curioso código moral que no le permite engañar a su mujer pero sí a sus nuevos amigos, porque para él está claro que el fin justifica los medios. En todo caso será el espectador el que lo juzgue y allí quizás radique lo interesante, en que más allá de lo conseguido en pos del desbaratamiento de redes criminales, la conciencia de un hombre tendrá que convivir siempre con lo que dicte su propio código moral. Para Mazur (personaje basado enteramente en el homónimo real) por lo visto se ha convertido en una forma de vida, ya que la misma película reza que hasta hoy, y a pesar de su avanzada edad, sigue infiltrándose y escribiendo sobre sus hazañas, que quién dice no se terminen transformando en franquicia o serie, dadas las posibilidades. De todos modos, el film no intenta apologizar, se permite describir lo sucedido y las decisiones tomadas como pueden haber sucedido y haciendo hincapié en la vida familiar de Manzur. Tampoco cae en el exceso dramático como el que viéramos en la (una vez más debo citarla) Donnie Brasco en ese duelo interpretativo explícito y exagerado entre Depp y Pacino, cuando ambos se sinceran y se hacen cargo del papel que han jugado en la historia, dejando ver, con algo de excesivo dramatismo, cómo todavía puede pesar la amistad a pesar de la traición. En El infiltrado no pasa eso: es traición pura y resquemores una vez que se revela, es parte de un trabajo como el de los actores pero insano, indigno más allá de los resultados obtenidos y el director lo deja claro con cada actitud, tanto de los delincuentes como de los agentes de incógnito cuando avanza la movida policial. Tampoco hay confusión ni dilemas morales en Mazur, sí la decisión de brindar la oportunidad, como auténtico juez en la situación límite, de dejar que sus amigos criminales decidan cómo jugar: si huyendo de la situación de acorralamiento o siendo consistentes hasta las últimas instancias de la vida que han elegido y enfrentar sus consecuencias. No será esta la película que logre tomar distancia por excelencia del resto de las de su género pero sí se distingue como algo que se toma en serio y logra transmitirlo de esa manera. Y más allá del titánico esfuerzo que se ve en pantalla, tampoco fue Robert Mazur el que hizo caer a Escobar aunque haya contribuido a la causa, pero más allá del resultado es otro que, al igual que el Diego, puede decir que jugó infiltrado y tan mal no le fue, como al gordito.
LA AGOBIANTE RUTINA DE LA AVENTURA A pesar de llevar ya varias semanas en cartelera en otros países, Star Trek: sin límites llega a la nuestra coincidiendo en su estreno con el 50° aniversario de la primera emisión de un capítulo de la serie que le diera origen. Tal coincidencia, casual o no, nos obliga a replantear cuáles son los valores diferenciales de esta historia que la llevaron a ser tan popular y mainstream por un lado como también de culto por otro con hordas de fanáticos que desde hace varias décadas se adjudicaron orgullosamente el mote de trekkers y no tienen empacho en ir a las convenciones y estrenos en el cine ataviados con uniformes y disfraces incluso desde antes de que a cualquier fan de Star Wars se le ocurriese armarse un sable láser con un palo de escoba pintado de verde flúo. Recordemos que si bien esta nueva serie de films recobra el elenco de personajes originales de la serie, hubo una buena cantidad de spin-off’s televisivos en el mismo universo entre las que se encuentran Deep Space Nine, Voyager, Enterprise y, la real sucesora, The Next Generation que fue la única en la línea de tiempo oficial en la saga de films protagonizada por el comandante James T. Kirk que termina entregando el cetro al nuevo líder de la Enterprise, Jean Luc Picard, encarnado por el versátil y eterno Patrick Stewart y que finalmente llegó al cine. Esto fue hasta que a J.J. Abrahams se le asignó la difícil tarea de poner la piel de los personajes tan asociados a William Shatner y a Leonard Nimoy en actores más generacionales como Chris Pine y Zachary Quinto sin que el fan más ortodoxo comience a manifestar que lo han traicionado. Por fortuna este mago de las remakes y reboots hizo un excelente trabajo y logró aplausos y ovaciones con Star Trek, el futuro comienza (2009) y Star Trek: en la oscuridad (2014) en las que la identidad de la historia creada por el maestro Gene Roddenberry mostró más vigencia que nunca. Incluso con artimaña del viaje en el tiempo que desató un mundo de posibilidades alterando la línea temporal que deshace todo lo conocido en las películas anteriores, de calidad muy irregular. Ya nadie buscará comparar situaciones vividas por el equipo original porque todo cambió en su mundo y lo irán reconstruyendo junto a nosotros. Me saco el sombrero ante la elegante manera que tuvo Abrahams de quitarse ese problema de encima. Entonces con estos antecedentes y sin necesidad de más prólogos, Star Trek: sin límites comienza planteando un problema por demás de doméstico: el agobio por la rutina que embarga al capitán Kirk. ¿Es esto posible y creíble en un hombre sometido diariamente a la mayor diversidad de formas de aventura y enfrentándose a lo desconocido en cada viaje? Pues parece que ese es el mensaje inicial; plantear la idea de que no importa qué es lo que se haga si se torna repetitivo, cualquier persona, hasta el mismo James T. Kirk puede cansarse de hacer todo lo que quiso en la vida y pretender un cambio de rumbo. Es así entonces como presenta su renuncia y la sugerencia a su superior de que su cargo recaiga sobre su amigo, el Sr. Spock, quien parece, a su vez, estar atravesando por un terremoto de inestabilidad con su relación amorosa con la teniente Uhura. En medio de eso y como es de esperarse, un problema que requiere de urgente atención hace que la Enterprise deba partir en nuevo viaje y así, sumergirse en los problemas de los que todos disfrutan exceptuando su tripulación. Y la nave a la que ya es costumbre castigar de todas las maneras posibles, claro está. La espectacularidad, acción desenfrenada y rimbombante no escasean en ningún tramo de la película. Mucho menos en la escena inicial que hace gala de un humor y una creatividad por demás de disfrutables. Si bien el cambio de mando en la dirección es evidente y ahora es Justin Lin el que toma el timón, puede tomarse como parte de la propia evolución de la saga. Abrahams dotó de profundidad y conflicto a la historia y a sus personajes los hizo ricos e interesantes. Ahora que ya los conocemos, sólo quedaba esperar que el siguiente narrador respetara esa base y nos cargue de adrenalina. Star Trek: sin límites es casi un capítulo de la serie, tiene esa estructura y lo hace bien. Es probable que en comparación sea la más floja de la nueva trilogía, pero hablamos de decimales de diferencia en algo que lejos está de decepcionar tanto al trekkie tradicional como al nuevo seguidor, en parte también mérito de los aportes del propio Simon Pegg (Scotty) fan declarado de la saga. Como dato anecdótico hay dos despedidas en esta entrega, la del Sr. Spock original, el fallecido recientemente Leonard Nimoy, cuyo trabajo “en espejo” con su versión joven interpretada por Quinto constituyó uno de esos impactantes milagros visuales del cine, y la del joven pero prolífico Anton Yelchin, el Chejov que siendo el menos parecido físicamente a la versión original de su personaje, lo dotaba de un carisma singular. Nimoy tuvo en el guión un homenaje a la altura, a Yelchin supongo que se lo reemplazará en la próxima entrega, probablemente con algún guiño al actor desaparecido en circunstancias bastante curiosas. Cosas que nunca faltan y aportan sensibilidad y empatía en Star Trek, un viaje a lo desconocido que emprende gente a la que conocemos demasiado bien.
EN EL JUEGO DEL MEDIO Es imposible ver Nerve sin rememorar aquella Al filo de la muerte (The game, 2002) de David Fincher, en la que un depresivo millonario interpretado por Michael Douglas se deja tentar por su hermano -un contenido Sean Penn- para entrar en un juego cuyas reglas y premisas parecían ser cada vez más peligrosas y controvertidas. Nerve no es muy distinta, con la excepción del entorno juvenil que propicia este juego que se propone y la difusión del mismo que se apoya en la inmediatez de las redes. Y del final, claro, que quizás sea mucho menos enredado y sorpresivo pero responde a la lógica de estos tiempos. Vee (Emma Roberts) es una universitaria que vive a la sombra de su amiga Sydney, quien no sólo es estrella del juego Nerve (que propone desafíos desde la clandestinidad) sino que es la imagen de la osadía y el desenfado con el plus de tener una belleza también envidiable. Pero la suerte de Vee cambia cuando decide aceptar un desafío de Nerve por el cual conocerá a Ian (el ascendente Dave Franco) a quien el juego, avalado por millones de espectadores, propone como compañero inseparable de la chica hasta las últimas consecuencias, en las que parece superar y por mucho al desempeño de su amiga. Y cuanto más hablo de Nerve más referencias al cine de Fincher encuentro, como por ejemplo, aquella regla de El club de la pelea en la que no se podía hablar del club de la pelea, o el personaje central al que no sólo le pasan cosas por decisiones desacertadas y tiene que sortearlas hasta el final sino que también las promueve a conciencia por polémicas que sean como el Ben Affleck de Perdida. Así y todo y homenajes aparte, Nerve no pasa del entretenimiento medio y de hacer foco en la parejita teen y cool del momento (o que pretende instalarse como tal). Puede criticársele y con algo de razón, la liviandad de la consecuencia de los riesgos asumidos. Si bien la tensión es constante y no decae, el peligro siempre es latente; hace más foco en el anonimato de quienes gerencian ese juego, trasladando el peso de las decisiones a los espectadores que deciden con su voto. Probablemente el mensaje sea ese, no hace falta que un villano esté bien definido y caracterizado cuando todos en conjunto y desde las sombras, podemos hacer de esa sociedad un lugar infinitamente peor. Emma Roberts resulta ideal para el personaje de Vee, con una belleza discreta pero que cautiva cuando se descubre y esa apariencia de chica común que la convierte en alguien mucho más atractiva cuando se trata de animarse a la aventura y logrando la empatía total y admiración de sus seguidores, que hasta ese momento la ignoraban o más bien, la creían invisible. Dave Franco no hace mucho esfuerzo por diferenciar sus personajes porque gana con la sonrisa que la genética le dio al igual que a su hermano y vaya sí a veces no se necesita sólo eso. Aquí por lo menos, alcanza. El resto del elenco acompaña sin decepcionar, los directores -hermanados en casi todos sus trabajos-, Henry Joost y Ariel Schulman saben recrear esa atmósfera juvenil y pseudo futurista que en principio parece ubicada en un futuro lejano y en realidad es un riesgo del presente que, de darse, no tendrá para nada el glamour de lo que presenciamos en pantalla. Nerve tampoco es, ni pretende ser, parte de una saga distópica al estilo Los juegos del hambre. Espero que no lo sea al menos porque perdería el sentido de su mensaje final, que no es la gran cosa pero tiene coherencia. Porque el real villano sos vos cuando con el dedito y desde tu smartphone decidís quien “está nominado”.
EL AGUATERO DE JESUS Cada vez que escucho el nombre de Ben-Hur de boca de alguien la primera imagen en asociación libre que me viene a la mente es la de Charlton Heston en su carro de competición tirado por veloces caballos blancos, ataviado con las faldas y sandalias tan característicos del péplum y un látigo firme en su mano haciendo juego con su entrecejo adusto. Y luego de ver esta versión contemporánea la imagen seguirá siendo la misma por la simple razón de que no alcanza este intento de reflotar el clásico de la mano del ruso Timur Bekmambetov, al que probablemente sigamos recordando por su excelente Guardianes de la noche producida y rodada en su tierra natal y no por sus producciones hollywoodenses más mediocres como Se busca, Abraham Lincoln: cazador de vampiros o la misma Ben-Hur que nos ocupa. La historia de este príncipe judío desterrado y convertido en esclavo por obra y gracia de su propio hermano que regresa años más tarde por la redención en épocas de la crucifixión de Cristo, admite demasiados puntos de vista a la hora de reversionarla, algunos relegando el tema religioso a un segundo plano para apoyarse en la acción y la aventura y la otra, que toma esta versión, vinculando todo directamente con las enseñanzas de ese Cristo encarnado por Rodrigo Santoro, que siendo aquí un personaje secundario tiene más relevancia y presencia que varias de las representaciones fílmicas más conocidas hasta el momento de mismo personaje. Lo primero que se me antoja un problema es la selección de casting: Jack Huston podrá ser un actor de reparto sólido pero para la talla de un Ben-Hur que quiere traerse para suplantar a un péplum tan clásico le queda cortísimo. Lo mismo podría decirse de Toby Kebbell que interpreta a su hermano y para ser el personaje antagonista no resulta tan despreciable como debiera. Probablemente la intención haya sido esa, no polarizar hacia lo irreconciliable pero ¿cómo no hacerlo sin perder la tensión necesaria para que no se caiga el conflicto o no haga perder el interés? Ni siquiera Morgan Freeman, que como ese salvador, que al igual que en Gladiador de Ridley Scott con ese personaje póstumo de Oliver Reed se encarga de darle la mano al esclavo fugitivo para que llegue a convertirse en héroe, puede salvar al reparto bastante mediocre carente de brillo. Bromeando con mis colegas en la radio sobre mi candidato a encarnar a este héroe propuse a Dwayne Johnson, recordando un poco al fallido Hércules que interpretó hace un par de años, pero sin dudas que a esta superproducción le faltó una personalidad a la altura. Luego en la acción, el ritmo, el devenir de cada situación, el film cumple de manera convencional, no destila prodigiosidad en ningún rubro aunque en escenas como las del naufragio recordemos un poco el manejo subacuático que tienen directores como Wolfgang Petersen o en la más esperada de la carrera de cuadrigas nos pongamos un tanto pretenciosos y escépticos al compararla con la original, que dicho sea de paso, se destaca apenas por esa rigurosidad y realismo que en ese entonces carecía del poder del retoque digital. Lejos de decepcionar pero tratando de emparentarse, la carrera está filmada y editada a la usanza clásica pero con el vértigo y los cortes de los que requiere el cine actual, casi como si Vincent Toretto de Rápido y furioso cambiara el acelerador por un látigo sin perder un miligramo de adrenalina en pantalla. Los problemas mayores quizás se den en los diálogos y situaciones dramáticas que se ponen demasiado declamativas y llenas de sermones religiosos, lo cual curiosamente lleva a que las escasas -teniendo en cuenta el género- dos horas que dura el film rindan casi como las cuatro que ocupa la versión del 59, que de yapa tenía a Charlton Heston. En definitiva Ben-Hur no es una catástrofe, se disfruta más allá de su mensaje y de esos guiños forzados que intentan cruzar los caminos del protagonista con Jesucristo. Aunque por momentos pareciera que el mismo estudio fuese a encarar, según el éxito de esta entrega, una película más sobre el mesías más rendidor de todos los tiempos y esta suerte de spin off sirva de presentación. Quizás estemos ante la presentación de un universo cinemático como el de Marvel o DC pero con superhéroes bíblicos. Por favor, no lo hagan, Diosito los está mirando.
DEMASIADOS DOBLECES Mientras la veía, a medida que iba desarrollándose el argumento de Nada es lo que parece 2 me preguntaba: ¿cuántas veces se puede doblar una servilleta de papel sin que esta se deforme y convierta en algo irreconocible? Sin pretender un número como respuesta se me antojó un resultado similar a lo que sucede con esta película; da demasiados giros, demasiados intentos de sorpresa, demasiados artilugios que terminan desvirtuando el sentido de la historia y acabando con lo que debía ser la magia de una ilusión bien planificada. Una servilleta doblada tantas veces pierde su elegancia, su forma y su razón de ser, y aquí pasa lo mismo. Hay que recordar que la primera entrega de Nada es lo que parece contaba las andanzas de Los cuatro jinetes, una suerte de escuadrón de ilusionistas contratados por el magnate Arthur Tressler (Michael Caine), que decidieron dedicarse a desbaratar a estafadores hasta que se meten en problemas cuando van tras quien los contrata. En ese equipo lideraba Daniel Atlas (el entonces melenudo Jesse Eisenberg), seguido por el experimentado hipnotizador Merritt McKinney (Woody Harrelson), el pícaro principiante Jack Wilder (Dave Franco) y la bella del team, Henley Reeves (Isla Fisher). Su máxima travesura, la de robar un banco en París mientras daban un show en Estados Unidos y luego repartían el dinero entre su público, provocaba que el agente del FBI Dylan Rhodes (Mark Ruffalo) los persiguiese como un sabueso con la ayuda de su colega parisina, le hermosa Alma Dray (Mélanie Laurent) y un desmitificador de magos interpretado por el eterno Morgan Freeman. Todo transcurría con un escape ingenioso tras otro hasta que llegaba el desenlace que por supuesto “no era lo que parecía”. Hay que reconocer que esta primera parte tenía cierta “magia” y lograba que el espectador entrara en el juego y se dejara ilusionar como si fuese parte del truco y acompañara sin chistar los rebusques del guión y a las vueltas de tuerca aplicadas más allá de lo aconsejable. Los avances prometían algo que finalmente cumplía. Pero en el caso de su secuela, estos giros son mucho más inverosímiles, carentes de lógica y auto expuestos como artífices de un engaño que satura. En Nada es lo que parece 2 la historia se retoma con algunos cambios; el personaje de Ruffalo es cómplice de los jinetes aunque intenta seguir ayudando desde dentro de la fuerza, su ex compañera ya no está así como tampoco la jinete interpretada por Isla fisher que esta vez es reemplazada por la graciosa aunque un poco sobreactuada Lizzy Caplan, encarnando a la incansable Lula. Hay personajes nuevos, como el gemelo de Harrelson interpretado por él mismo como si fuese un villano del Batman de los 60, y una implacable agente del FBI que viene a ser la nueva sabueso que le pisa los talones a nuestros héroes. Retoma Bradley (Freeman), el maestro del engaño que comienza encerrado en prisión tal como quedó en la anterior y vuelve Tressler (Caine), afianzando a su villano a la vez que lo hace más pintoresco. La sorpresa la da Daniel Radcliffe, que hace de un joven millonario deslumbrado por las hazañas de los Jinetes y decide contratarlos, algo que, por supuesto, tampoco será tan simple como parece. Pero ni los agregados al casting ni los giros de la historia logran enganchar lo suficiente. Del mismo modo, los trucos pierden su gracia al servirse demasiado del método digital. Como ejemplo pongo la escena del naipe volador, en la que el espectador puede ver cómo una carta de baraja que contiene algo valioso sirve de transmisor entre los miembros del equipo, quienes van arrojándosela para burlar constantemente a la vigilancia y poder extraer de un lugar de máxima seguridad su contenido. Es tan burda y extensa la animación del naipe que termina aburriendo y borrando cualquier atisbo de sonrisa cómplice que se intente esbozar. Y como ese hay unos cuantos trucos más que pierden la gracia, ya que la ilusión fue retocada e imperdonablemente se le ven todos los hilos. El final también es lamentable en cuanto a lo retorcido y predecible con respecto a quién es quién. Tanto como las hordas de fans que acompañan a estos jinetes y que parecen estar al tanto al detalle y en masa de cómo realizan todos sus trucos para zafar, y logran así estar, hasta ellos, un paso más adelante que sus poderosos enemigos. Pero no cuestiono al verosímil, algo muy subjetivo y propio de quien desea ser convencido para disfrutar, sino a la lógica de ese universo que de tanto que va y viene y se retuerce, termina despedazado y con las piezas del rompecabezas puestas con calzador. Tienen razón ambos títulos, tanto el “Ahora me ves” si traducimos literalmente al original Now you see me que presume que luego y como en cualquier truco viene el “ahora no me ves”, como el “Nada es lo que parece”, porque parece divertida y una digna continuación y nada de eso es. Incluso da para sumarse al exitismo deportivo y decir que si viviera René Lavand y con una sola mano, a estos pibes se los come crudos. Sin post-producción, claro está.
BESTIA DE CORAZON Antes de escribir una sola palabra sobre la película en cuestión, debo sincerar un hecho: no soy ni de lejos cultor del animé. No lo consumo por simple preferencia y ni siquiera soy presa del prejuicio porque no lo considero un género menor. Por el contrario, creo que ha dado grandes obras que han servido de inspiración a muchas otras que tomaron de sus características y conceptos para incorporarlos al live action. Y si no, que lo desmientan los hermanos Wachowski. Pero también debo admitir que el visionado de El niño y la bestia fue una experiencia muy placentera y visualmente impresionante. Aclarado esto, hablaré sobre la película en sí sin atenerme a marcos referenciales que me son ajenos, una vez más, por pura elección. El planteo de la historia es simple en principio, un niño extraviado en plena urbe es tentado por un par de sujetos misteriosos para convertirse en aprendiz. El chico no reacciona de inmediato y se muestra parco pero cuando decide seguirlos se encuentra zambullido en un mundo de fantasía, una realidad paralela en la que todos sus habitantes son una suerte de animales humanizados regidos por divinidades que reencarnan en objetos místicos de su elección luego de disputar torneos en los que impera por sobre todo la honorabilidad. Ren, tal el nombre del protagonista, se pone bajo la tutela del hosco oso-humanoide que le da asilo -la bestia del título- pero en lugar de darse un camino aprendiz-maestro al estilo Karate kid, la simbiosis lleva a que ambos aprendan -quizás más el tutor-, a potenciar sus habilidades y que se logre una relación tan entrañable como extraña y poco definida. Ren crece en ese mundo, se convierte en un guerrero respetable pero en determinado momento vuelve a conectarse con el lugar del que proviene y comienza a alternar su vida entre uno y otro para encontrar y elegir una realidad propia. Lo ayudan en eso el riesgo en el que se pone su tutor encarando nuevos desafíos y un humano -ridículamente camuflado desde su niñez- que como él ha caído en ese mundo paralelo pero con el plus de tener tanto una habilidad telequinética muy poderosa como un rencor que no puede ser contenido y no tardará en explotar. Si bien a medida que avanza la trama se pone cada vez más bizarra para quienes no están acostumbrados a la elasticidad del género, la idea es siempre la misma y basal; la búsqueda de la identidad propia, del intento de redención, del enfrentamiento con los demonios internos que es mucho más peligrosa y ardua que la lucha contra el mal como entidad intrínseca. Ren -rebautizado Kyuta en el mundo al que ha viajado y que a su corta edad se ha convertido en un renegado de muy pocas pulgas- ve cómo su maestro lo supera en aspereza e intolerancia y sin justificación aparente, pero aún así decide buscar sus rasgos más positivos para copiar, aprender y hacer su propio camino. Todo esto transcurre sin golpes bajos, en un tono de comedia costumbrista y recurriendo a las expresiones de los personajes que en dos líneas gestuales resumen la complejidad de sus sentimientos. Tampoco falta el interés amoroso -convenientemente ubicado en el mundo real para que no se presuma una suerte de apología a la zoofilia- y tiene más de afinidad y compañerismo que de romance. Ni siquiera esa chica que se le aparece a Ren cuando más falta le hace a su proceso de reinserción es un factor de peso a la hora de motivarlo. Sus ganas de permanecer junto a él, en cambio, lo ponen más en peligro, lo cual es curioso a la hora de reflejar las derivaciones de un amor que ni llega a ser platónico. La parte más oscura y a la vez más pródiga en efectos especiales y espectacularidad transcurre en la ciudad y se apoya en un clásico que ha dado pie a miles de obras que desean reflejar la lucha contra los demonios internos; la historia del capitán Ahab y su némesis Moby Dick es traída con literalidad para ilustrar el enfrentamiento. Se lo hace inteligentemente y a la vez resignificando la metáfora, la del hombre que se esconde detrás del monstruo y que una vez revelado podrá permitirse vivir con plenitud y en paz. Intuyo que El niño y la bestia no es una obra maestra en comparación con la cantidad de películas del género que han sabido sobresalir, llenar salas y lograr el favor de la crítica. Aún así se encuadra en un tipo de cine que no se escuda en la animación ni para entrar en el catálogo infantil, ni para generar un contenido específico para adultos, sino que llena un multitarget sin pasteurizar que hace agradecer su estreno en pantalla grande, refrescando la oferta.
HOMBRE MONO A REGLAMENTO ¿Existían expectativas por una nueva versión de Tarzán? Teniendo en cuenta los avances técnicos en cuanto a la creación de personajes digitales y lo convincentes que son los nuevos monos y criaturas animadas en pantalla desde el King Kong de Peter Jackson y en las últimas versiones de El planeta de los simios, sonaba tentadora la idea de ver la interacción de estos animalitos virtuales con el humano mejor dotado de la selva y sólo por eso quizás se justificaba una película nueva. ¿Fue la elección del director la más acertada? David Yates viene de dirigir nada menos que cuatro películas de Harry Potter y se encuentra terminando un spin-off del mismo universo, más un abrumador trabajo en series de TV entre rodaje y rodaje. A pesar de eso, más que un director innovador o alguien que aporte algo de aire fresco, Yates resulta un piloto automático, un realizador que hace lo correcto pero tampoco arriesga o deslumbra con su trabajo detrás de cámara. Y dados los resultados, queda expuesto el plan para reflotar un personaje centenario casi a reglamento, cuando probablemente merezca un poco mas de respeto y creatividad. Pero no podemos avanzar sin hacer un poco de historia; allá por 1912 Edgar Rice Burroughs creaba a John Clayton III, un niño inglés perdido en la selva y criado por monos que una vez adulto se convierte en su líder e imparte justicia protegiendo a los inocentes -sin importar su especie- de la maldad del hombre blanco y de alguna que otra entidad que a veces alcanzaba ribetes sobrenaturales. La historia tuvo tanto éxito en los primeros pulps en los que surgió que luego se trasladó al formato novela hasta llegar a treinta y dos títulos oficiales sin contar las imitaciones y homenajes -como esas novelas de Bomba, el niño de la selva que leía de chico- y ni hablar de su trascendencia luego en comics, seriales de cine, largometrajes y series. A lo largo de su evolución que ya supera el siglo, Tarzán llegó a lucir tantas caras distintas y reversiones que difícilmente provoque hoy las quejas de algún club de fans por falta de fidelidad a sus orígenes, cada vez que se lo recrea. Y así, a pesar de todo lo expuesto, desde 1984 no hubo un film live action del personaje como aquella digna Greystoke, la leyenda de Tarzán, con Christopher Lambert, estrenada luego de la versión exploitation de John Derek en 1981 con su esposa Bo -ícono sexual de entonces- que tampoco estuvo mal, aunque la intención fuese más la de lucir los atributos de Jane que de John. Finalmente tuvo que pasar más de una década hasta la versión de Disney, sólo para nutrir a la leyenda de mayor colorido y darle acceso al público infantil que terminó apoderándose del personaje como pasa siempre que entra en juego el estudio del ratón. Y probablemente también haya sido ese un motivo más para que los estudios no se hayan tentado con reversionar la historia al ya quedar afianzada en ese multitarget. Pero entonces llega Yates y nos presenta a este John Clayton totalmente adaptado a la sociedad británica colonial y desposado con su hermosa Jane al que -recursos perezosos de guión mediante- en pocos minutos tendremos saltando de liana en liana en el ambiente que lo vio crecer y con momentos de flashback gracias a los cuales, los desprevenidos que no conozcan el pasado del hombre mono se podrán enterar de los orígenes de esa leyenda como si se tratara de cada película de Batman que sin importar quien la dirija, también apela a ese recurso que subestima tanto al espectador. El conflicto principal que saca a nuestro héroe de la burguesía y lo traslada a la selva es un tema de trata de esclavos, aunque ya sabemos desde la primera escena que alguien quiere su cabeza con la sola aparición del villano mercenario interpretado por Christoph Waltz -condenado a repetir el mismo personaje desde que Tarantino lo popularizara-. Este Tarzán -en la piel de Alexander Skarsgard-, cambia su taparrabos por unos bonitos pescadores y no sólo usa sus músculos para solucionar problemas, sino que apela a su sagacidad y capacidad de razonamiento, algo que sumado a su look nos recuerda a la versión del mismo personaje que interpretara Ron Ely en la serie de TV, de aspecto mucho más ejecutivo que salvaje. Si a eso le sumamos la presencia de Samuel Jackson como su ladero más citadino y locuaz aún, tenemos por momentos una fórmula buddy movie ecológica. Pero por suerte, al filo de que esto ocurra, irrumpe un puñado de gorilas o de nativos furibundos para recordarnos que no se trata del regreso de Richard Donner con Lanza mortal. Otra que salva al engendro con luz propia es, una vez más, Margot Robbie, quien da brillo a una Jane que a pesar de tener la mochila de víctima apta para ser rescatada, está lejos de esperar sentada -o encerrada o maniatada- y no se queda quieta un sólo instante. La industria ya tiene claro, luego de varios casos testigo como El lobo de Wall Street o la lista interminable de tráilers de Escuadrón suicida, que esta chica se pone al hombro cualquier proyecto hasta que se termina hablando de ella. No es que se robe la película ni que se haya filmado en función de ella como aquella de Bo Derek que citamos antes, sino que no hay modo de que no destaque. En definitiva La leyenda de Tarzán no es más que un cuentito menor, con escenas de acción que no impresionan pero entretienen, personajes estereotipados y sin profundidad, criaturas que nunca dejan de ser parte del decorado y un hombre mono que cruza las lianas respetando los semáforos. Que al menos sirva para traer al recuerdo a un personaje que todavía merece una versión digna del cambio de milenio, que no es ésta, claro está.
LA OLA ESTA DE FIESTA EN NORUEGA Con antecedentes como Lo imposible o la floja clinteastwoodiana Más allá de la vida, entre otros, no parecían existir demasiadas chances de la aparición de nuevas películas que narren historias sobre tsunamis devastadores que arrasen ciudades. Y menos que la historia se apoye en la separación familiar, más allá de cualquier conflicto doméstico, que provocan estos fenómenos cuando al retirarse sólo dejan devastación, confusión y muerte. El en caso de La última ola, película noruega con un presupuesto muy lejano al hollywoodense, todos los engranajes funcionan al no pretender hacer del fenómeno un atractivo especial de efectos especiales que ya estamos cansados de ver. De hecho la historia fluye de manera tan sólida y tranquila en ese pueblo montañoso, que el interés pasa por la relación entre los personajes más allá de lo que les espera o de lo que podemos intuir que les sucederá. La historia comienza cuando Kristian Eikjord, geólogo empleado de la oficina que controla los movimientos que pueda tener la montaña Åkneset, al filo del fiordo Geiranger, se despide de sus compañeros afectuosamente y prepara su mudanza para irse junto a su familia a probar suerte en otra ciudad tentado por otra oferta laboral. El pueblo tiene muy pocos habitantes pero una gran afluencia turística que pasa por las manos de Idun, esposa de Kristian y manager del principal hotel del lugar. Luego de ir a trabajar por última vez, el hombre detecta algunas irregularidades que lo llevan a pensar que puede suceder algo terrible con la montaña. Como es de esperarse nadie le cree y su estado cuasi paranoico lo lleva a descuidar a sus hijos para colectar más pruebas mientras su madre cumple su última jornada laboral. Cuando finalmente se desata el caos, ya es demasiado tarde para todos. Si en algo se diferencia La última ola de cualquier otra del género es en el desarrollo de sus personajes, el delineamiento de sus personalidades para nada complejas pero muy empáticas y que logra que realmente el espectador sufra con lo que les suceda, aunque sus rostros no nos sean tan familiares como ocurre en el resto de las mainstream del género, ni existan chistes de ese humor tan americano e inoportuno para descomprimir aún en las situaciones más escabrosas. Sin embargo es curioso cómo no puede evitar compararse el descrédito que sufre el personaje de Kristian con el que padeciera también el interpretado por Pierce Brosnan en Dante’s Peak, la furia de la montaña y su enfrentamiento con las autoridades de un pueblo al borde de un volcán al que él creía de inminente erupción. O bien pensar en Ewan McGregor con su niña en brazos buscando desesperadamente al resto de su familia tras otro tsunami en Lo imposible, fotograma que se copia con fidelidad absoluta en el poster promocional de esta realización que nos ocupa sin que sea nada casual. Son antecedentes que también pueden tomarse como guiños porque hay que reconocer que homenajes aparte, La última ola es superior a ambas y pudiese haber existido prescindiendo de cualquier antecedente similar. Por otra parte, la fotografía y efectos especiales resultan tan sobresalientes que se convierten en un valor agregado a la Noruega, país que nos acostumbrara tiempo atrás al minimalismo del danés Lars Von Trier y ahora se anima a proponernos otras cosas que, a diferencia del dogma, no se oponen a lo propuesto por la industria sino que lo toman y revalorizan. Porque esa ola omnipotente que crece, avanza y se impone como personaje marca el punto de inflexión que no propone que la historia comience recién allí, como pasa en los títulos que cité anteriormente, sino que logra que todo evolucione y se transforme en otra película en la que los cambios en la escena son tan radicales que el juego consiste en observar qué ha pasado con los personajes y cómo las prioridades en sus vidas pasarán a ser otras mucho más ligadas a la supervivencia. El director Roar Uthaug, que años atrás regaló el inquietante thriller vikingo Escape (Flukt, 2012) acaba de ser fichado y está en plena preproducción de una nueva entrega-reboot de Tomb Rider con Alicia Vikander. Nada hace pensar que pueda revolucionar la forma de hacer cine con otra mirada que diste de la acostumbrada en la industria, pero es de esperar que aporte cierta frescura, una “nueva ola” que sin tener la fuerza del tsunami que describe en esta, presumiblemente arrase también en taquilla.
CUANDO EL PISTOLERO SE VISTE DE PRADA Cuando Tilly Dunnage llega al pequeño pueblo de Dungatar -tan mínimo que en realidad es casi una estación o un paraje- en el que se crió y del cual tuvo que huir sin terminar su infancia, no lo hace con timidez. Algo malo la exilió, algo tan tremendo que ni ella ni su madre lo recuerdan con precisión pero que implica una muerte, la condena y el desprecio de sus ex-vecinos. Y ya es hora de que se haga justicia. Tal premisa es la que tendría cualquier western spaghetti al estilo de los dirigidos por Sergio Leone o su tocayo Corbucci, en los que el forastero entra al pueblo con su caballo a paso cansino escondiendo habilidades mortales bajo su gabardina sucia y ajada. La novedad es que en lugar de tener a Clint Eastwood o a Franco Nero en pantalla se nos aparece una elegantísima Kate Winslet con una máquina de coser en su estuche y un vestuario que dista mucho de verse sucio y ajado, pero resulta igual de imponente. Y en lugar de balas, la mujer promete hacer correr metros de tela aunque, ya sin distanciarnos de una de pistoleros, tampoco faltarán muertos. Porque Tilly sabe que la única forma de llegar a la verdad es haciendo uso de su talento -el diseño de modas- hasta las últimas consecuencias, aunque sea en ese pueblito al costado de las vías del tren y que parece achicarse a cada minuto. El planteo da a entender que nos enfrentamos a algo bizarro, difícil de digerir, o bien a una comedia al estilo de las de Adam Sandler, quizás de las últimas y más olvidables como Los seis ridículos, llena de anacronismos o guiños fuera de época pero nada más alejado de la realidad; El poder de la moda es una adaptación muy respetuosa de la primera novela de la autora australiana Rosalie Ham que en momentos de concebirla lo hizo sólo en forma de ejercicio narrativo y lejos estaba de imaginar que quince años después su historia llegaría a las pantallas con nada menos que Kate Winslet y Liam Hemsworth en los protagónicos. La directora Jocelyn Moorhouse (En lo profundo del corazón, Amores que nunca se olvidan) regresa luego de un período extenso sin estar detrás de cámaras y se adueña del relato comprometiéndose también con el guión hasta convertirlo en esta curiosa mezcla de géneros en los que la redención se vale de la frivolidad de la manera menos convencional. La historia de la modista que llega a su pueblo con la frente alta, trata con cordialidad y seduce con sus artes al excéntrico y fetichista comisario (Hugo Weaving), intenta enderezar la historia familiar con su sarcástica madre (Judy Davis) y se enreda, casi sin intención, con un apuesto campesino (Hemsworth), no se desvía del verdadero objetivo de su regreso que consiste en averiguar cómo fue que se la culpó de una muerte de la que no recuerda detalles. La señorita Dunnage no cree ser una asesina y eso es lo que se propone demostrar aunque todo empiece en medio de una serie de disloques vodevilianos y cueste creer que las cosas vayan en serio. La película se sostiene con trucos que van apareciendo con admirable pericia. Ya dijimos que comienza como un western y casi sin que nos demos cuenta se convierte en una comedia costumbrista, luego en una intriga sherlockiana para dar paso finalmente a un drama romántico intenso y sin que sus personajes caigan en el ridículo en todo ese peregrinaje. Como ocurre con el fetichista encarnado por Weaving, que sin recrear a un estereotipo amanerado conmueve con la frustración de su vicio reprimido, o la filosa e irónica madre compuesta por Davis cuyas líneas requieren de la máxima atención para ser captadas por su fina ironía. Todos ocupan su lugar de una manera estudiadamente teatral y eso le da a la producción una formalidad medida que logra que se la tome en serio a pesar de todas las licencias. Aún cuando las vecinas del pueblo comienzan a posar y a desfilar con sus impecables vestidos recién diseñados por el polvoriento paraje australiano como si estuviesen en medio de una pasarela parisina y no frente a sus rústicos convivientes. Y que no hace más que acentuar sus pretensiones y miserias, las mismas que a Tilly le costaron el exilio cuando lo importante eran las apariencias, aún mucho más que la misma verdad. Y cuando se llega a ese punto, a la revelación de lo que pasó en esa amarga tarde en la infancia de la modista antes de su transformación, también se completa un montaje que apreciamos desde los créditos con una velocidad que intenta ser casi subliminal, como dándonos un pequeño objeto que carece de significado pero que se nos promete, será trascendente al final. Un recurso mucho más logrado que en la composición de la reciente En la mente del asesino, cuyo puzzle de imágenes también intenta anticipar el desenlace pero con mucha mayor torpeza. Quizás habría que recomendarle al productor Anthony Hopkins que disfrute de este trabajo de montaje y quizás hasta le sirva de inspiración para futuros proyectos en los que decida comprometerse más. El poder de la moda es la traducción elegida por la distribuidora para The dressmaker (La modista) que increíblemente acierta como nunca antes, ya que no sólo remite a ese género al que venimos asociando a la realización, sino también porque esa moda de la que se vale el personaje central nunca será más poderosa que en sus manos, sin miedo a ser redundantes.