LA MENTE ES DEL OTRO Lejos quedaron los tiempos en los que una idea o un guión exitoso merecían una remake luego de diez años -como mínimo- de estrenada su versión original. Detrás llegaron las películas de similar premisa con estreno simultáneo o en el mismo año como ocurriera con Furia en la montaña y Volcano (1997), Impacto profundo y Armageddon (1998), o las más recientes Capitán América: guerra civil y Batman Vs Superman (2016). Y tal parece que en la actualidad la moda pasa por ir reciclando los guiones en base a los de producciones muy recientes, utilizar los mismos actores en papeles que son casi el calco de los que interpretaran meses atrás y así lograr, quizás de rebote, una recaudación similar a la del producto original. Tal es el caso de Mente implacable que resulta un mix con los mismos ingredientes y muy pocos aditivos de la reciente Inmortal, en la que Ben Kingsley ocupaba el cuerpo de Ryan Reynolds sin permiso y 3 días para morir, en la que el agente mercenario interpretado por Kevin Costner tenía un tiempo muy breve para cumplir una última misión que implicaba asesinar blancos asignados, salvar su vida y recuperar a su familia. Incluso esta última también se parece demasiado a la reciente Term life en la que un ladrón (Vince Vaughn) se ve forzado a ser padre en medio de tiroteos y peleas con la misma actriz en ese mismo rol que en la antes mencionada (Hailee Steinfeld). Evidentemente el juego de los seis grados de separación en el cine de Hollywood se da con mucho menos recorrido y a prueba de los espectadores más desmemoriados. Yendo en concreto a Mente implacable, entonces, ya sabemos a grandes rasgos con qué nos encontraremos. En principio con el agente especial del FBI Bill Pope (Reynolds) que es el único que sabe el paradero de un hacker con información trascendental de seguridad nacional. Cuando es asesinado a los pocos minutos de iniciada la película, su jefe (un Gary Oldman desbordado) decide probar un experimento por el cual un peligroso asesino convicto con cierta predisposición física (Costner) puede recibir los recuerdos del agente muerto y recuperar la información que necesitan. Por supuesto que todo se les irá de las manos y el asesino, ahora con habilidades y conocimiento de un agente entrenado, estará libre y con su sola conciencia -o falta de la misma- para resolver qué quiere hacer con su vida y con las de quienes se interpongan en su camino. Para ello contará con la ayuda del científico creador del experimento (un sobrio Tommy Lee Jones) y de la viuda del agente (la sólida Gal Gadot) que reconocerá en él a su esposo fallecido a pesar de su nuevo envase. Es evidente la intención de querer consolidar a Kevin Costner como al nuevo héroe de acción maduro que tan en boga están desde que el sesentón Liam Neeson comenzara a rescatar a su hija a los tiros con más virulencia que Nazarena Vélez denunciando los peligros a los que están sometidos los suyos en TV. Pero esto no le quita mérito a un entretenido film de acción que no sólo reúne a grandes figuras sino que recrea cada situación más que clásica en este tipo de historias y logra quitarlas del cliché. Gal Gadot vuelve a estar fresca y creíble en ese pequeño personaje que le toca y hasta Alice Eve, cuyos músculos faciales suelen estar paralizados, puede darle algo de emotividad a su participación. Jordi Mollá también repite personaje convirtiéndose en un tipo de villano que debiera tener el mismo nombre en cada película en la que lo encarna para darle cierta mística a su estereotipada aparición. Y también está Ryan Reynolds cuyo papel es prácticamente un cameo y hasta precario homenaje al que hiciese en Inmortal. Sobrevuela el deseo del realizador de no ahondar tanto en el terreno de la ciencia ficción y así no dejar afuera al espectador que busca el policial de acción crudo y sin más fantasías que la de la pirotecnia desmedida (de la que tampoco hay en exceso). Llegado el caso esta nueva versión de Jericho Stewart con recuerdos implantados de Pope que compone Costner también podría ser un viejo contacto/amigo/informante del agente que ha recibido el simple legado de proteger a la familia del difunto -y el combo de información que esto incluiría- y no habría demasiado que reclamar, la excusa tecnológica es más que digerible. En resumen, nada nuevo aparece en esta Mente implacable pero tampoco se lo anhela. Si se practica el ejercicio de adivinar qué vendrá luego de cada escena se podrá comprobar la cantidad de historias del estilo que hemos visto y así y todo esto no le quita cierto disfrute culposo. Porque si cuesta evitar querer ver películas de acción tan remanidas como ésta, no sos vos ni soy yo; es él, que decidió ser otro por un rato para que disfrutemos sin cuestionamientos de ninguna clase.
BASTA DE APELLIDOS SIN CONTENIDOS ¿Qué misterio inenarrable provocará que un mismo equipo de creativos al poco tiempo de ser partícipes de un éxito memorable en su propio país y de destacado suceso en el resto del mundo, produzca algo tan inferior y diferente a la obra original? Porque Ocho apellidos vascos -primera parte de esta historia- tampoco es una comedia que derrocha virtuosismo pero logra destacar. De hecho es de las que podemos asociar a muchas otras por su exacta parodia a la situación típica de Montescos y Capuletos. De esas historias de amor que envuelven a una pareja de tórtolos que buscan vencer diferencias y rivalidades irreconciliables en su entorno y en el camino provocan tanta risa y empatía en el espectador que lo dejan satisfecho y con la mandíbula floja. Algo que no pasa, ni con la mayor predisposición, al ver Ocho apellidos catalanes, que retoma el hilo argumental, agrega personajes, nos lleva a otros escenarios más pintorescos pero sin embargo, no logra conectar. Al momento de verla decidí hacerlo con mínima información y sin acudir antes a la original -que sería lo recomendable desde el sentido común-. Cuando iba el cuarto de hora y no lograba arrancarme una sonrisa me reproché el no haber hecho al revés, porque quizás el secreto de la secuela fuese el juego cómplice y los guiños a quienes ya hubieran adoptado a los personajes por la primera parte. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que ese no era el problema, la realidad es que Ocho apellidos catalanes no conmueve, no divierte ni genera otro sentimiento que no sea el aburrimiento y la decepción. Y lo logra por sí misma. Todo comienza cuando Rafa (Dani Rovira), separado de Amaia (Clara Lago) y gozando de una soltería descontrolada, es visitado por su ex-suegro Koldo (Karra Elejalde) quien le pide que lo acompañe a evitar la boda de su hija con un artista a quien obviamente no quiere de yerno. Rafa accede y viaja a Cataluña sólo para enredarse en la trampa del nuevo novio (Berto Romero), que ha creado toda una fantasía en torno a su boda a la cual pretende convertir en la primera celebrada en una Cataluña presuntamente independizada -al menos para su abuela Rosé (Rosa Maria Sardà), depositaria de la farsa-. A partir de allí los enredos se suscitan -de manera bastante forzada- mientras el desconsolado pero no resignado andaluz intenta recuperar el amor de la vasca Amaia en tierra cataluña. El problema no pasa sólo por el inverosímil del planteo -algo que fluye como cascada en la versión anterior- sino en parte en la deformación del perfil de cada personaje y los desaciertos en los gags que antes funcionaban con la exactitud de un reloj y ahora no le pegan al ritmo del segundero. El punto de vista elegido para la narración otra vez es el de Rafa a quien se ha exacerbado tanto en sus gesticulaciones que parece estar todo el tiempo bajo la influencia de alguna sustancia. Algo similar pasa con Koldo, que si bien mantiene el perfil, de su boca no sale nada que cause gracia y se convierte en un gruñón pasteurizado y poco útil. Curiosamente las nuevas incorporaciones -el novio Pau y la abuela Rose-, son los que tienen las líneas y gags más efectivos aunque terminan repitiéndose hasta el hartazgo y es finalmente Amaia quien pone el ancla a los desbordes y por esa misma razón termina aburriendo. Desaprovechado en su totalidad queda, por último, el personaje de Merche (Carmen Machi), cuya presencia apenas se justifica en ese contexto bizarro. Los enfrentamientos entre colectividades que serían el real motor de la historia, caen en el ridículo y se limitan a una rivalidad pseudo-futbolística. Probablemente se les escapen detalles a quienes no sean de las regiones citadas o no conozcan sus costumbres, pero teniendo de referencia lo bien que funciona, una vez más, Ocho apellidos vascos, se puede deducir que no es más que una gran falla en la construcción del esquema humorístico y una percepción muy errada por parte de los autores de lo que dio resultado también antes y no pudieron recrear ahora. La semana pasada me tocó hablar de Mi gran boda griega 2, otro fiasco salvado apenas por la magia de la recreación nostálgica de un producto concebido quince años atrás y el morbo de querer saber en qué condiciones han llegado sus protagonistas a la actualidad. Hoy es otra boda la que marca un nuevo descenso a los infiernos de las comedias románticas costumbristas que insisten en perpetuarse. Mi deseo es que tanto griegos como españoles -de la provincia que sean-, no sigan destruyendo sus propios logros cuando aggiornan comedias norteamericanas a su idiosincrasia, creyendo que tienen mucha más tela para cortar en secuelas infumables cuando sólo les queda una pelusa.
Comedias que dejan secuelas de gravedad Si bien Mi gran casamiento griego no fue más que una comedia de enredos que no hacía otra cosa que basar el conflicto en la relación entre Toula (Vardalos) y Ian (Colbert) gracias a la reticencia de la familia de la novia en aceptar a alguien que no fuese de la colectividad griega, la historia tenía su público cautivo y quizás pudo ganar algunos espectadores extra con ganas de divertirse con algo liviano y sin pretensiones pero con desenfado. Muy diferente es lo que sucede con Mi gran boda griega 2 -cuyo uso del sinónimo “boda” para describir lo mismo no se entiende demasiado en la traducción- en la que el humor y los momentos disfrutables brillan por su ausencia. Casi dos décadas después de que Toula se casara con Ian y se presente a la familia Portokalos con sus miembros originales a pleno, la historia continúa sumando a la familia a la hija de ambos, ya adolescente, a la cual su abuelo quiere conseguir un pretendiente “digno” para casarse. Pero no será ella quien brinde el motivo para la boda a celebrar -hubiese sido un tanto forzado dada su edad-, sino otro más “natural”: el padre de Toula descubre que no está casado en los papeles con su esposa ya que el sacerdote que ofició la ceremonia no firmó el certificado en su momento, motivo por el cual decide proponerle repetir la celebración, festejos incluidos. Y a partir de allí los problemas más grandes pasarán por un poco de histeriqueo de la anciana novia hasta último momento, el agobio de la hija/nieta adolescente por la familia que no la deja buscar tranquila sus propias relaciones y cierto desencuentro, muy leve, ínfimo, apenas perceptible a pesar del esfuerzo, entre Toula y su esposo Ian por las ocupaciones absorbentes de ella en lo que respecta a trabajo y familia. Algo que se resuelve en una escapada que hacen ambos con la sola excusa de que ella deje de parecer una ama de casa fregona y zaparrastrosa, y se luzca con un look más vistoso, aunque sea por unos minutos. A pesar de la chatura del guión podrían salvarse las situaciones con algo de timing y buenas interpretaciones, pero aquí tampoco aparecen. Las escenas son como pequeños sketches filmados con tanta carencia de pericia que hasta tienen el tiempo en el que podrían ir insertadas las risas al final -y favor que le hubieran hecho si se hubiesen animado a usar el recurso-, incluyen planos y contraplanos extensos con los gestos necesarios para que quede claro el chiste, por malo que sea, y una lentitud narrativa que se justifica cuando los que intervienen son los ancianos pero resulta bochornosa y hasta incómoda cuando les toca a los demás. El problema es que no estamos ante improvisados; el director Kirk Jones nos ha regalado la refrescante El divino Ned (1998) o la medianamente entretenida Nanny Mcphee (2005) entre otras pocas obras menos recordadas, pero que están lejos de este piso; John Corbett -que hay que reconocer que aquí hace lo que puede-, tiene una trayectoria extensa en la comedia y hasta Nia Vardalos tiene en su currículum casi la misma producción que ostenta el actor -su marido en la vida real-, pero aún así no puede ocultar su insufribilidad en el doble rol de intérprete y guionista. Tampoco es justo responsabilizar a la pobre Vardalos de insistir con lo suyo, Tom Hanks produce este engendro en el que se ha asociado a su esposa Rita Wilson -que también aparece en un breve personaje- y eso hace que comprendamos con claridad que un actor que ha sabido colarse en los roles más icónicos del cine contemporáneo y hacerlos inolvidables, no necesariamente debe ser además un productor con buen ojo. Lamento no haberme enterado de que Mi gran boda griega 2 estaba en preproducción, porque de ser así le hubiese sugerido a Vardalos que ensayara convertirla en un biopic de nuestra griega más popular, Miss Xipolitakis, cuya boda narrada en pantalla, con el exótico personaje que tiene por prometido, hubiese causado mucha más hilaridad y divertimento, cualquiera fuese el punto del mundo en el que se estrenara. Ahora ya es tarde.
A bordo del tren fantasma Que los muertos gusten de comunicarse con la gente de este lado para resolver asuntos que no pudieron en vida no es novedad en el cine. Quizás la primera remembranza que tengan algunos al ver Ellos vienen por ti los lleve a evocar Sexto sentido, pero por mi parte me remito casi de inmediato a aquella Ecos mortales en la que Kevin Bacon era acosado -luego de pasar por una sesión de hipnosis- por un fantasma interpretado por la entonces adolescente Jennifer Morrison para que la ayude a resolver su propio asesinato. No conviene ahondar en similitudes para no revelar demasiados aspectos en la trama de la historia que nos ocupa, que de por sí, pocas sorpresas alberga para quien tiene cierta predilección por el género. Lo que sorprende es que alguien apueste a que los seguidores de estas historias ya no se conozcan todos los atajos, los recursos, las maneras de provocar el sobresalto de antemano como para no aguarles la fiesta o sumergirlos en un imperdonable mar de tedio. Ellos vienen por ti comienza cuando el psicólogo Peter Bower (Adrien Brody) nota ciertas anomalías y datos recurrentes en los pacientes a los que atiende gracias a la ayuda de su colega (Sam Neill), quien se los ha derivado luego de que perdiera en un terrible accidente a su pequeña hija por el cual se siente responsable. Bower intenta recomponer su vida junto a su esposa pero es tan incapaz de olvidar y superar lo sucedido como de recordar detalles de otros secretos oscuros de su pasado que podrían estar vinculados a su reciente tragedia. La estructura de la película se divide en tres actos construidos de manera casi matemática. De hecho de los noventa minutos que dura el film, en los primeros treinta se plantea una situación que cambia a otra en los siguientes treinta y vuelve a virar en los últimos a fuerza de cronómetro. Esto no sería un problema, por el contrario podría ser tomado como un mérito si los giros fuesen el disparador de algo relevante y no una cuestión forzada para que la historia funcione, pero en realidad este capricho en el uso del reloj en los actos sólo sirve para mostrar a Brody cada vez más atormentado, con los ojos más grandes y llorosos, sobreactuado como Guillermo Francella cuando le toca tratar de conmover en lugar de hacer reír en su pose más característica y menos natural. Distinto es lo de Sam Neill, que sin exagerar alcanza el aplomo que tienen la mayoría de sus interpretaciones y con poco esfuerzo su personaje logra inquietar. Pero el problema no pasa por las actuaciones mayormente, en Ellos vienen por ti se recurre a lo sobrenatural de manera burda, con espectros que a veces son deliciosamente sutiles como cuando algunos desaparecen dejando una silla vacía en un parpadeo para revelar su naturaleza pero al momento siguiente se desfiguran en criaturas generadas por computadora -que deben estar catalogados en alguna librería de archivos de fantasmas japoneses- para asustar al protagonista sin más razón que la de hacerle pasar un mal momento. Fantasmas que parecen necesitar a los vivos para revelar secretos que se han llevado a la tumba pero que luego actúan de manera física y palpable para resolver las situaciones que los incomodan, como trabarles pestillos de puertas a sus víctimas mortales o simplemente tirar de sus extremidades para causarles algún daño directo. Y esto resulta curioso porque al final todo resulta ser parte de un puzzle, un rompecabezas en el que cada personaje tiene una pieza, un rol, una pista que le dirá al pobre atormentado de Bower qué debe hacer para llegar a la verdad, al destino final de ese tren fantasma que lo arrastrará en principio hasta su misma infancia que convenientemente ha olvidado con una facilidad que envidiaría más de una víctima de bullying. Entonces, cuando las situaciones no decantan por su peso y se comete la torpeza de hacer que un fantasma olvide su naturaleza etérea y ponga manos a la obra, es porque se está tratando de dibujar la pieza faltante y nunca encajará igual. El camino de la redención, el redescubrimiento de algunos personajes cercanos al protagonista y la confirmación de las miserias de otros serán lo que sigue y el motor de la historia. Lugares comunes, clichés, revelaciones sin sorpresas, son muchas de las cosas que molestan y promueven el bostezo en un film demasiado correcto, demasiado respetuoso del manual del thriller sobrenatural clásico que no arriesga nada como para convertirse en algo medianamente interesante. Ellos vienen por ti ni siquiera es mala sino mediocre, lo cual es doblemente negativo ya que ni siquiera podrá ser recordada por algo en particular. O quizás sí porque como dije unas líneas más arriba, es el Adrien Brody que me recordó -aunque pareciera imposible- a Guillermo Francella. Hubiese sido impagable verlo decir una salida al estilo “me estás cachando”, algo que definitivamente hubiese valido la entrada.
Cuentos que nacen de otros cuentos No toda vez que se parte de la explotación de una idea previa exitosa, se intenta repetir punto por punto lo que sirvió de la fórmula para lograr un nuevo suceso. Este tipo de decisiones de voltear el timón y hacer algo distinto, a veces resulta una decepción y otras, como en El cazador y la reina del hielo, una pequeña sorpresa. Recordemos que al igual que La leyenda de Blancanieves y el cazador, esta historia se basa en el cuento infantil dándole un tono más realista y oscuro a un cuento de brujas, caballeros y princesas. En la versión anterior, Blancanieves le cedía protagonismo al personaje del cazador y en esta, el musculoso del hacha hace lo propio con una compañera guerrera con quien comparte cartel (Jessica Chastain) y hasta con la hermana de la bruja Ravenna (Charlize Theron), la todoterreno Emily Blunt personificando a la Reina del Hielo. Pero el desafío no sólo se queda en abrir el juego con la incorporación de tanto personaje de relevancia casi propia de un film coral, sino en la forma de presentar al producto: es precuela porque comienza a narrarse mucho antes de la historia de Blancanieves, luego se convierte en secuela porque su segunda parte transcurre a partir de lo que sucede allí, y no deja de ser un spin-off ya que desarrolla las historias de personajes secundarios dándoles líneas argumentales totalmente diferentes a las conocidas en el cuento clásico. Por fortuna todo eso funciona y la película brilla con estilo propio. El director Cedric Nicolas-Troyan tampoco juega a convertir a este nuevo cuento en algo épico lleno de batallas al estilo El señor de los anillos como sí las tenía la anterior, pero no por eso deja de incluir efectos especiales efectivos ni combates cuerpo a cuerpo emocionantes. También le da el interés amoroso a nuestro cazador que no estaba destinado a Blancanieves y desarrolla una nueva villana con sentimientos contradictorios al estilo Maléfica resultando, también como en aquella oportunidad, manipulada por un ser superior. La historia comienza cuando la reina Ravenna (Theron) decide eliminar secretamente a su sobrina bebé cuando el espejo le revela que será más linda que ella. Esto provocará que la madre de la niña, su hermana Freya (Blunt), explote de ira y dolor y se convierta, una vez exiliada en el norte, en la Reina del Hielo, sin creer de allí en más que sea posible el amor. Y con esa premisa cría y entrena a un ejército de niños a los que les impone esa condición que implica privarse de sentimientos, o al menos exteriorizarlos para no mostrar ninguna debilidad. En ese grupo se encuentran Eric (Hemsworth) y Sara (Chastain) que al crecer se enamoran sin poder impedirlo y son separados al ser descubiertos por la reina. Para ello Freya apela al engaño -en una creativa escena- tras lo cual se produce el exilio de Eric, convertido de ahora en más en el cazador que da nombre a su personaje. Tiempo después, ya luego de lo transcurrido en la historia de Blancanieves que detona una nueva intervención de Freya ante la muerte de su hermana, Eric tendrá la posibilidad de impedir que la Reina del Hielo siga expandiendo su fuerza y dominio tratando de evitar que se apodere del espejo más famoso. No puede negarse la influencia de Frozen y de tantas otras historias en esta película que no tiene empachos en hacer uso de todo tipo de ideas recientes sin temer a las comparaciones, pero si así resulta es por la pericia de su director y guionistas en construir la trama de modo que no existan fisuras ni que se puedan hacer demasiadas preguntas en cuanto a la coherencia de los sucesos o acciones de sus personajes. Hay un par de lugares comunes, eso sí, y una historia romántica que se apoya más en la química que puedan lograr Hemsworth y Chastain que en la lógica de su comportamiento frente a las circunstancias, pero todo fluye y se hace disfrutable sin disrupciones molestas. Emily Blunt hace un buen trabajo dotando de expresiones creíbles a su Reina del Hielo sin verse obligada a cantar como Elsa y evitando de esa manera comparaciones un poco más vergonzosas. A Charlize no se le puede reprochar nada en la continuidad de su personaje, tan bello como perverso y tampoco a esos enanos reflotados y separados de su grupo original ahora con historias propias y mayor lucimiento de su gracia. En definitiva El cazador y la Reina del Hielo no va camino a convertirse en un clásico, ni siquiera a ser reversionado en un libro que decore una biblioteca y pida ser leído por un niño ávido de cuentos, pero consigue la solidez de una película de aventuras con todos los elementos indispensables para pasarla bien. Incluso hasta con la capacidad de hacernos olvidar de que Thor blande una espada y no un martillo.
La verdad está afuera Cloverfield: Monstruo (2008) tuvo la particularidad de ser uno de los primeros estrenos masivos de ese subgénero aturdidor que es el found footage, es decir, las películas de tono documental -falso- que se reconstruyen a partir de material en video que las víctimas de una catástrofe han dejado como legado. El fenómeno se había iniciado (más allá de viejos fenómenos de culto) con El proyecto Blair Witch (1999), y no paró hasta tener subproductos por lo general en el ramo de la fantasía, el terror o la ciencia ficción hasta saturar de manera tal que la gente ya no las elige como antes. En Cloverfield: Monstruo en específico se narraba cómo, en medio de una fiesta de boda, un muchacho vivía una historia de amor frustrada y paralela a la celebración que intentaba retratar en video, hasta que un símil Godzilla irrumpía en la ciudad -más precisamente en la calle Cloverfield pero sin ser estricto en los límites urbanísticos- arrasando todo a su paso en un caos de destrucción. Ocho años después, J.J. Abrams decide, junto al director de la misma, producir una secuela con otra premisa, diferente pero no tan original como la anterior, contando la historia desde un bunker cerrado en el que se intuye que el mundo está siendo arrasado por una suerte de ataque químico o invasión, manteniendo al espectador tan a oscuras como a los protagonistas pero sin apelar al recurso de que las imágenes sean el registro tembloroso de sus cámaras. Se destaca que a pesar de todos los detalles y guiños que marcan que la historia es una secuela directa de Cloverfield, ni siquiera los mismos actores sabían que se trataba de eso mientras cumplían su trabajo ya que el proyecto fue mutando desde el guión original -de ahí que tantos nombres figuren como creadores y adaptadores de la historia- y todo se decidiera cuando la pequeña productora que encaró el proyecto fuese absorbida por la Bad Robot de Abrams y le diera los giros necesarios para establecer la conexión. Detalles comerciales que no hacen a la calidad final del film pero que en cierta medida justifican otras cosas, como la intención inicial del director sobre el destino de sus personajes. La historia comienza cuando Michelle (Winstead) tiene un accidente con su vehículo mientras discute por celular con su novio -la voz de Bradley Cooper- y al recobrar la conciencia aparece inmovilizada en un cuarto con aspecto de celda de confinamiento. Su auxiliador -y presunto captor al mismo tiempo-, de nombre Howard (Goodman), le explica que estará a salvo siempre que se mantenga allí porque afuera es todo caos y destrucción. Claro que su credibilidad se pone en juego mientras le impide comprobarlo por sí misma. Y como es de esperarse, la chica se resiste a creer en la historia aunque luego la irá corroborando en parte por el testimonio del tercer integrante del bunker (Gallagher) que coincide con el de Howard. A partir de allí todo será un tema de descubrir verdades y mentiras de lo que realmente sucede, tanto dentro como afuera y en la cabeza de Howard, que no parece una persona demasiado equilibrada. No se puede escapar en ningún momento de comparar esta películas con muchas otras situaciones en películas de género, circunstanciales o intencionales, como disparador del comportamiento de sus personajes hasta desnudar su naturaleza, y por eso mismo es que resulta una suerte de ensayo o reversión -y hasta una especie de puesta teatral- de cualquier historia de encierros al servicio del lucimiento de sus intérpretes. El ejemplo más reciente que se me ocurre para ilustrar la comparación es la agobiante Retreat (2011), con Jamie Bell en el papel de un soldado que asalta a una pareja y la recluye en su cabaña en una isla denunciando una plaga que amenaza con exterminar a toda la población, sin que sus prisioneros puedan comprobarlo hasta el final. En Avenida Cloverfield 10 John Goodman se destaca como el patriarca protector que de tan estricto puede terminar siendo un peligro, Winstead juega con su habitual naturalidad a la víctima que no se resigna a terminar de serlo y Gallagher a ser el balance que a pesar de eso también puede constituirse como un motivo más para el conflicto. Avenida Cloverfield 10 se convierte entonces en un juego de tensiones en un lugar claustrofóbico, un drama que se basa en la relación entre esas dos personas que siguen las reglas de Howard con mayor o menor desgano pero sabiendo que ese hombre en sí mismo es alguien de quien deben cuidarse, quizás con el mismo esmero que lo hacen de lo que los acecha afuera. La película se sostiene pero también abusa de este cuadro de situación, tiene actores sólidos para construir esa realidad pero no logra innovar, no es más que una de esas tantas historias que ya hemos visto y que son más logro de las interpretaciones y climas generados por el encierro mismo que de los giros de un guión que juega con el engaño, la trampa y el peligro de lo que no se ve. Por eso mismo sorprende en su final, que se juega en los últimos minutos a compensar en contenido visual y mostrar lo que no se vio pero se imaginaba acechante. Podría denunciarse algo de exceso en los detalles luego de tanto silencio en la información, pero es lo que se espera en una historia de ciencia ficción y no es cuestión de defraudar, ni siquiera con ese enfrentamiento exagerado tan al estilo de David contra Goliat. Y luego llega el desenlace, que se debate en una gran decisión -que hasta tiene un final alternativo que probablemente se vea en sus versiones en Bluray y DVD-, y que en definitiva nos ayuda a terminar de definir el carácter de nuestra protagonista por si no quedaba claro en los cien minutos de película en que la cámara no se le despegó de encima. La pregunta es ¿tendría la misma aceptación esta película si no llevara “Cloverfield” en el título? ¿Hubiese tenido el mismo peso a la hora de recaudar si nos hubiésemos enterado de ese detalle sólo con el guiño del cartel de la calle que nos señala en dónde estamos parados? En la respuesta -puramente especulativa- se intuye que ese lazo al film con el que comparte pocos elementos fue fundamental en su valoración. En definitiva, en la era del aprovechamiento ilimitado de ideas viejas y recicladas, Avenida Cloverfield 10 no es una secuela convencional: puede tomarse como un spinoff o como pieza de un universo expandido al estilo a que nos están acostumbrando las ediciones cinemáticas de cómics. En todo caso, no importa porque funciona como unidad, aunque deje la duda de si hubiese tenido la misma aceptación sin ese nombre al que evidentemente ya han convertido en una marca registrada y emblema de una nueva religión: los Cloverfield believers. La verdad está ahí afuera, esta vez a pasitos de una franquicia a la que ya se le empezó a tener fe.
Londres bajo tedio Ataque en la casa blanca fue una película de acción desprejuiciada y sin pretensiones de convertirse en otra cosa, que recordó, por momentos, a esa Duro de matar emblemática -luego de la cual el cine de acción jamás sería el mismo- que propone al héroe ubicado en un tiempo y espacio en el que se constituye como la única salvación posible a un ataque criminal de proporciones épicas. Allí Gerard Butler no era Bruce Willis, pero con Morgan Freeman en el elenco hasta el inocuo Aaron Eckhart personificando al presidente más anodino de la historia del cine ocupaba el espacio sin molestar. Completando el cuadro de situación con tiroteos, explosiones y la destrucción de la Casa Blanca casi en su totalidad -algo tampoco tan novedoso-, la película resultó un producto entretenido y -en apariencia- merecedor de una secuela. Entonces este año llega Londres bajo fuego que reanuda la historia del agente del servicio secreto Mike Banning (Butler), custodio e íntimo amigo del presidente Benjamin Asher (Eckhart) al que no se anima a tutear ni mientras hacen ejercicio y termina sobrando por su estado físico. Banning espera el primer hijo de su esposa, a quien no aparta de su obsesiva preocupación por la seguridad -manifiesta a través de ocho cámaras en la habitación, entre otras cosas-, al tiempo que evalúa su retiro y propone a su colega (Angela Bassett) el madrinazgo de la criatura, anticipando, con ese solo dato y a puro cliché, que algo terrible atentará con la buena resolución de tales proyectos. Todo eso en medio del plan de viaje de escolta presidencial a los funerales del primer ministro británico que acaba de fallecer en una confusa situación en pleno Londres. Como resulta imaginable, lo que les espera en ese destino lejos está de ser una ceremonia protocolar sin sobresaltos. Si bien toda la intro en el primer acto -que se toma casi media hora, algo excesivo en una película de acción de poco más de noventa minutos- es bastante vergonzosa en cuanto a los lugares comunes en los que cae, el problema más grande llega luego de las primeras secuencias de acción, cuando entre balas y explosiones los diálogos se hacen cada vez más planos y hasta con mensajes cuestionables -como el que deja entrever la tortura casi por gusto por parte de Banning a un terrorista- y las situaciones de supervivencia se suceden careciendo de un sostén argumental, de un guiño que las justifique aunque sea para sacar una sonrisa cómplice en el espectador. Las “salvadas por un pelo” al estilo Indiana Jones y la calavera de cristal volando dentro de una heladera para huir de una explosión nuclear, aquí son sólo fruto de la buena fortuna de los protagonistas. Y ni siquiera de todos, sino de los necesarios para que no se termine todo a los 40 minutos. Es curioso que el director iraní Babak Najafi debute en Hollywood luego de dirigir algunos episodios de Banshee -curiosamente una serie exquisitamente balanceada en sus dosis de drama y acción- aquí falle en todos los flancos, salvo, quizás, en el dejar bien en claro el discurso imperialista del film que pinta a los “héroes americanos” como auténticos exterminadores de sus contrincantes sin que puedan exhibir ánimos de buscar grises o de repensar tácticas menos letales a la hora de desmantelar un complot de gran envergadura. Podría decirse que -sin ser casual la nacionalidad del director- todo forma parte de una comunión que pretende ironizar o auto parodiar al sistema de gobierno americano cuando es sometido a la presión terrorista, pero lamentablemente Najafi no es ni Paul Verhoeven ni Jonathan Demme como para lograr el nivel requerido de ironía. Entonces esta respuesta brutal del héroe encarnado por Butler, no es más que eso y rodea a “los buenos” de un manto de tosquedad y apatía difícil de reconciliar con el espectador. Y eso mismo es lo que le sobra al film, personajes toscos con líneas de diálogo ridículas y acciones exacerbadas que van más allá de lo temerario. Un presidente que parece desactivar su capacidad para liderar cuando está en peligro y no tiene ni una sola objeción o reproche para hacerle a su custodio, que no deja de mostrarse como un cavernícola con buena puntería, y un campo de batalla enmarcado por cientos de terroristas armados y entrenados que no pueden con un solo hombre sin que haya un mínimo intento por justificar esa disparidad. No es que se juzgue el verosímil, sino la falta de recursos para simularlo. En Comando Mark Lester tenía a Schwarzenegger como el héroe que se cargaba a un ejército completo y jugaba a esto perfectamente porque se burlaba de ese virtuosismo para la masacre del personaje central, pero aquí el director pretende tomárselo en serio sin tener en cuenta que para eso hace falta apostar al realismo minucioso y detallista y una vez más, vuelve a fallar. Al igual que lo hiciera su colega Anthony Hopkins, Morgan Freeman en reportaje promocional de esta misma película volvió a confesar que su única motivación para aceptar estos papeles es el dinero y que la construcción de su personaje se suscribe casi con exclusividad a lo que esté escrito en el guión. Y así y todo, con las pocas ganas de sostener la mitología que predica que un actor de semejante prestigio busca un desafío tras otro, Freeman gana sólo con su sinceridad. Pero puede darse el lujo de hacerlo porque cumple con su tarea dignamente, cubre ese mínimo para que el producto sea creíble porque sabe de qué se trata y juega su rol sin mayores pretensiones. Lamentablemente ni el director ni los productores de Londres bajo fuego llegaron a cubrir ese mínimo, necesario para que una secuela de acción que hubiese sido bien recibida termine transformada en un panfleto fascistoide sin gracia.
Entre la igualdad civil y la chatura de ideas Si en algo puede y debe diferenciarse el cine de hoy es en contar las mismas historias de siempre pero atento a respetar el ojo y la sensibilidad del espectador contemporáneo. Y eso no significa apuntarle a un nivel de exquisitez distintivo, sino a buscar las variantes para que una película basada en una anécdota dramática de las que existen por millares, no sea relacionada con otra mucho mejor retratada y sea rápidamente olvidada. Por ejemplo, no es posible ver De ahora y para siempre y no pensar, casi de inmediato, en que esto ya lo vimos en (polémica de acuerdo al tiempo de su estreno) Filadelfia (1993). Porque en ambas realizaciones se plasma el tema de la discriminación sexual, de la enfermedad que desnuda desigualdades y de cómo la ley no se hace cargo ni contempla a una minoría -que ya ni debe ser tal- cuyos derechos deben valer lo mismo que los de los demás. Que el guionista Ron Nyswaner haya participado en ambos proyectos no es para nada casual. En el caso de De ahora y para siempre la historia nos ubica junto a la oficial de policía Laurel Hester (Julianne Moore), dedicada al trabajo hasta que aparece la joven y desenvuelta Stacie Andree (Ellen Page) que la lleva a reordenar su vida de acuerdo a su homosexualidad y a blanquear la situación a pesar de los prejuicios. Su compañero, el oficial Wells (Michael Shannon) en principio se resiente por el ocultamiento de la verdad al que lo sometió su compañera pero luego comprende e intenta ayudarla sobre todo cuando se le diagnostica cáncer terminal. Y como no podía ser de otra manera, el conflicto mayor surge cuando la ley se niega a reconocer a la pareja de Laurel como para que reciba en caso de deceso su pensión. La historia no es más que el reflejo de lo que sucediera realmente en el 2005 en New Jersey, incluso manteniendo en el film el nombre de los protagonistas reales. La lucha por ese derecho, la toma de conciencia de sus compañeros y conciudadanos, la mediatización y la presión sobre el aparato burocrático y vetusto del condado son el eje y motor de esta película de la cual nadie espera un final feliz pero sí muy emotivo. Y en cierta forma lo tiene aunque predecible y sin ningún encanto especial. El problema surge cuando esa emotividad es acotada, no explota, no revoluciona al espectador o logra que estalle de bronca ni impotencia. Por supuesto que debiera ser así, que debiera incomodarnos y hacer que analicemos todo lo que está mal en esa situación, y esto sucede porque se está contando la misma historia que vimos ya muchas veces sin nada que se pueda agregar. Ellen Page es una militante ferviente por los derechos de la comunidad gay y por eso quizás extrañe su tibieza en la interpretación. Moore también está correcta, pero casi no hay química entre ellas, algo fundamental en esta anécdota que intenta plasmar el dramatismo de una pareja cuyo destino está signado. Y con eso, se logran destacar las labores de Michael Shannon y Steve Carell que se lucen con solidez y sobriedad, aún sobreactuando y parodiando un poco como en el caso del comediante. Esto hace deducir que la dirección de Peter Sollett (Una noche de música y amor) también fue pobre y acotada, y no supo moldear su materia prima para estar a la altura. Y la cartelera ya está llenándose de películas cuyo tema central es el conflicto social frente a la aceptación de la diversidad sexual, la reciente La chica danesa (2015) o la más lejana Los muchachos no lloran con la increíble interpretación de Hilary Swank, además de la ya mencionada Filadelfia. Todas ellas tienen una marca distintiva, algo que las hace recordables y de lo que la producción que nos ocupa carece. Probablemente cause algunas lágrimas porque Moore sabe lograr empatía a pura sobriedad y transparencia en su mirada, tal vez nos indigne la actitud persistente de los magistrados -o freehelders según el cargo original- que determinan en esa corte que la comunidad gay no tiene los mismos derechos que sus pares. Pero sigue faltando esa vena abierta que pulse y marque el ritmo del problema de raíz, de lo importante que es que no exista en estos tiempos una gota más de esa intolerancia. Como decía antes y con respecto a los secundarios, Carell se destaca en la composición de un rabino gay muy colorido, Shannon sorprende con su personaje que se aleja del desquicio habitual de sus psicópatas, mafiosos o policías trastornados y hasta estos freehelders -entre los que se puede reconocer la cara de ese villano frecuente que suele encarnar William Sadler- son los que se encargan de darle el contexto adecuado a la historia para que pueda ser tejida por la pareja protagónica con la que no se termina de conectar por alguna razón que se intuye en falta de esmero por parte de la dirección. Lamentablemente, De ahora y para siempre no será recordada como un punto de inflexión en el cine de denuncia social o en el intento por movilizar al espectador a reconocer a las minorías sexuales como a sus pares sin ninguna clase de discriminación, quedará en el archivo como una película correcta sobre cómo la unidad de toda la ciudadanía es la única que puede lograr un cambio en la mentalidad de las propias autoridades que ellos mismos han puesto allí. Y de esas ya tenemos bastantes.
El silencio de lo trascendente Las historias bélicas que no pretenden mostrar un patriotismo exacerbado ni justificar acciones militares como el mal menor o la panacea de la salvación de la humanidad al enfrentar a un enemigo despiadado y genocida, por lo general van por el camino de la autocrítica. Tal es el caso de A war -candidata al Oscar 2016 como mejor película extranjera y perdedora contra El hijo de Saúl (2015)-, cuyo entramado de ritmo muy tranquilo intenta exponer la fragilidad de la vida de inocentes cuando una persona, tan débil y frágil como ellos, es la que puede decidir con cierta arbitrariedad sobre su destino. La historia transcurre en dos etapas: la primera en el frente de batalla en el que un líder de equipo -el comandante Pedersen (Asbaek)- intenta mantener el orden y el ánimo entre sus compañeros luego de la pérdida de uno de sus miembros en la patrulla. Esto ocurre casi desde el arranque y en pleno territorio de dominio de talibanes pero a la vez con muchos civiles inocentes en medio, cuyas vidas dependen de a quién ayuden o sean leales. En paralelo se puede ver la vida de su joven esposa y tres hijos pequeños -el comandante no llega a los 40- que se hace algo difícil sin su padre en el seno de una familia tradicional. Y a la suma de esas dificultades llega, más tarde, un episodio que pondrá en peligro el cargo, libertad y honor del militar, que deberá dirimirse en un juicio que colma la segunda parte del film. El problema se da con el tipo de narrativa elegida para contar la historia, con un movimiento de cámara en mano constante hasta para mostrar al protagonista durmiendo que es totalmente injustificado, secuencias que no logran que el espectador conecte demasiado con los personajes ni con lo que les está pasando, y la insufrible elección de mostrar todas las acciones posibles en una escena como la de sentarse, tomar un vaso de agua o quitarse un abrigo, algo que muchos directores saben usar para crear un clima determinado pero en este caso no hace más que redundar y dar cuenta de una impericia manifiesta para tal fin. Más allá de esos desaciertos, las actuaciones son sobrias, se agradece la naturalidad con que interactúan los niños de ambas culturas sin que sean objeto de líneas vergonzosas que jamás dirían en su realidad. En el juicio, la dureza de los fiscales y jueces se hace también natural, pero sin el dramatismo y la épica de esas batallas en tribunales al estilo Cuestión de honor (1992), Hombres de honor (2000) o muchas de esas películas en las que el “honor” era puesto en juego en un tribunal más allá de decorar un título. No hay casi emociones en ese duelo de testimonios, no hay discursos que nos pongan en un dilema o nos cierren la garganta, en A war es todo tan frío que sólo nos queda meternos en la conciencia de ese comandante interpretado sin mucho esfuerzo por Pilou Asbaek (Lucy), quizás la única cara reconocible en el elenco, y sufrir (o ser parte de sus remordimientos) con él por si la justicia decide condenarlo y alejarlo una vez más de su familia. Tampoco se excede -o destaca- esta realización en crudeza visual. Los golpes de efecto, a veces de dudoso gusto en los que se ven -en otras realizaciones- niños mutilados o muertos por esas inconcebibles acciones de guerra, aquí están como emprolijadas, suavizadas para que nadie aparte sus ojos de la pantalla. Hablamos del país del que salió Lars von Trier y su dogma descarnado, algo cuya única herencia aquí parece ser el dudoso buen pulso del cámara, quien se rehúsa a utilizar trípodes o estabilizadores. Hay mucha tibieza al afrontar un género que no debe ser suave ni gentil, mucha corrección en lo que necesariamente debe ser crudo y descarnado. Entonces no nos queda más que otra película que se queda a mitad de camino, que plantea un tema interesante pero que necesita de bases de referencia sólidas que le den un peso real y palpable a las acciones de sus personajes y que así puedan lograr empatía por las situaciones límites que están viviendo. Lindholm -que no es Eastwood, ni Bigelow ni Spielberg, ni nadie que haya hecho un drama bélico decente- también se hizo cargo del guión de esta historia, lo cual lo hace doblemente culpable, porque sus diálogos ni siquiera pueden llenar los huecos que tiene el film. Uno de guerra que no tiene un fuego cruzado que duela o un drama que arranca más lamentos que reflexiones.
Decadencia y redención A pesar de haber tenido la posibilidad de contar en su elenco a una figura de la talla de Sean Penn cuando estrenara Este es mi lugar (2011), el guionista y director Paolo Sorrentino logró el reconocimiento mundial necesario con La grande bellezza (2014) en la que contaba con un elenco de desconocidos, sobre todo si la comparamos con la producción que nos ocupa hoy. Porque nadie dudaría de que Juventud tiene varios motivos desde sus piezas gráficas promocionales para invitar a ser vista, como el afiche con la figura de la imponente rumana Madalina Ghenea dejando impávidos a Harvey Keitel y Michael Caine mientras se mete en la misma piscina en la que ellos reposan. Y aunque se preste un poco a la confusión -o intención promocional- de creer que estamos ante una película picaresca o una comedia sexista liviana, en realidad se trata de todo lo contrario, a pesar de que el humor y las situaciones procaces no estén ausentes como parte de algo mucho más interesante y profundo. Los dos ancianos compuestos por el dúo Caine-Keitel son el eje de la historia y quienes se ponen el peso encima de la misma. El primero es un compositor resignado a pasar sus últimos días sin ejercer que trata de congeniar con su hija con problemas matrimoniales (Rachel Weisz) y el otro un director de cine apasionado que combina el descanso con el trabajo junto a su equipo de jóvenes colaboradores, en la búsqueda de concretar su última producción. Ambos intentan reconstruir, al mismo tiempo, recuerdos de una larga amistad que remontan desde su infancia y tratan de salir de los problemas que se les van presentando en esta vejez que llega sin preguntar y a la que intentan adaptarse a su manera. Juventud es una pieza con múltiples referencias culturales y una herencia fellinesca innegable. Las formas, los colores, los encuadres de cada plano en cada escena viven por sí mismos y cuentan micro historias independientes del relato principal. Y hasta los personajes secundarios cobran una relevancia que en muchos casos supera a la de las historias centrales o les ayudan a dar un peso extra. Porque lo importante no es hablar de los personajes en sí mismos sino de cómo viven y aceptan su decadencia o tratan de descubrir ese proceso inverso que significa buscar la juventud perdida. Entonces también tenemos al actor que no logra superar la frustración de ser reconocido -y encasillado- sólo por su papel más impersonal (Paul Dano), a la hija/asistente (Weisz) del compositor que acaba de ser abandonada por su esposo por otra mujer más “exitosa”, la reina de belleza que deja desnudo en su ego al mismo actor infravalorado justamente por traducir en pedantería su frustración y por último al Diego. Sí, Maradona mismo está presente -personificado por Roly Serrano- en uno de sus peores momentos, físicamente hablando porque, siendo coherentes, se trata de mostrar decadencia y vaya si el ex-jugador ha pasado por eso aunque cual delfín, cada tanto saque la cabeza y salte para luego caer alternativamente en ese mar de miserias en que ha convertido su existencia. Incluso es curioso cómo se separa la admiración por el ídolo mundial de la mirada objetiva sobre alguien cuya fama y genialidad no están en su razonamiento o forma de expresarse más allá de la devoción que el público argentino tenga sobre él. Cuando se asoma a decirle a un pequeño artista “yo también soy zurdo” y el personaje de Dano le espeta con “eso lo saben todos”, se intuye una irreverencia al hablar del astro que pocos realizadores se atreverían a mostrar. Por mi parte, agradezco esa falta de condescendencia que ya nos tiene un poco cansados en el mundo extra-futbolístico. Y luego está el sexo, no como ingrediente de carácter explícito sino como un desfile de cuerpos al natural, la desnudez como algo desvencijado y carente de erotismo prefabricado, reflejo de esa decadencia y sin ninguna intención de expresar más que la idea de que el tiempo no hace excepciones y tampoco entiende de pudores, algo que tampoco parece afectar a ninguno de los residentes de ese lugar. La excepción que sirve de parámetro es la irrupción de ese cuerpazo tallado que exhibe la Miss Universo -Madalina Ghenea, segunda mención en esta nota- con el sólo objetivo de ofrecer un contraste impiadoso. Y por supuesto las miradas, los cruces a veces descarados e inquietantes entre mayores y niñas que hablan de otras cosas sobre las que conviene no profundizar por si el espectador tiene una visión más ingenua o menos malintencionada de la obra. Pero en realidad Juventud es mucho más esperanzadora de lo que pretende perturbar porque además busca, sin sutileza pero con efectividad, demostrar que el arte es el agente salvador por excelencia. No hay manera de que nuestras vidas fluyan sin dejar que el arte las atraviese como bien comprueba el compositor cuando vuelve a escuchar las melodías que compuso ejecutadas bajo su batuta, o el actor vanidoso cuando se caracteriza de Führer en público como si se tratara de un juego. Y no sólo le ocurre a los artistas, sino a los otros que disfrutan de las obras como partícipes necesarios de las mismas. Todos y cada uno de los personajes tendrán su forma de entenderlo y de ser catalizadores de esa experiencia. Todos -menos una impactante excepción- tendrán su momento de gloria y comprenderán de qué se trata eso a lo que llamamos vida, aún cuando llega a su ocaso. Podrá reprochársele -y con justa razón- a Sorrentino el evocar con demasiado descaro a Fellini, el intentar convertirse a los empujones en sucesor sin que esto sea posible con la sola voluntad y un par de planos pretenciosos. O también que los diálogos que pone en boca de sus personajes parezcan extraídos de un librito de autoayuda que intenta aleccionar sobre el funcionamiento de ciertas cosas que se aprenden sobre la marcha -es decir, viviendo-, pero todo eso no le quita mérito a una obra que se sostiene por sí misma. Juventud, esa edad que llevamos dentro y que sólo se escurre si la dejamos morir por ausencia de arte, pensamiento que me permito porque a veces me inspiro en los papelitos con mensajes que vienen en los bombones, al igual que el director italiano.