CORAZONES ABOLLADOS Cuando el entretenimiento se busca como evasión rara vez se eligen obras que nos pongan a prueba. Esto es, que se metan con nuestros miedos, con nuestras elecciones de vida, con las fobias, con el dolor que provoca el rechazo y con lo que nos pasa cuando se nos ocurre enamorarnos. La La Land es de esas películas que uno no creería que pueda bucear tan profundo en nuestra conciencia y hacer que nos duela el corazón al recordar lo que fue, pudo y no pudo ser de nuestra propia vida en un impensado y colorido musical. Claro que no se trata de desmerecer al género, reconozco que no es de mi preferencia y salvo Cantando bajo la lluvia, Los hermanos caradura, La tiendita del horror o ¿Puede una canción de amor salvar tu vida?, podría contar con los dedos de una mano los musicales que recuerde como memorables en mi lista. Cuestión de gustos y prejuicios que, una vez más, debo reconocer como algo a corregir urgente. El comienzo es avasallante, muy al estilo Broadway: en una carretera llena de autos atascados sus ocupantes salen, muy prolijos pero a toda potencia y se ponen a cantar y a bailar un tema que va creciendo en intensidad y es acompañado por un travelling virtuoso en el que se perciben -desde el principio- las abolladuras de los vehículos antes de que sean pisoteados por los bailarines -sus reales dueños, cuenta la leyenda-. Esto indica que al director -detallista extremo como para pensar que fue un descuido- no le interesa disimular ni un poco que esa escena fuera ensayada muchas veces antes y considera, en cambio, meritorio mostrar todos los efectos colaterales que implicó su preparación. Y a la vez no deja de ser una señal de lo que se viene: color y brillo en una historia rosa y romántica, repleta de gags y momentos de dramática superficialidad como en los musicales, clásicos y no tanto. Pero claro, los abolladuras también quedan a la vista y nos hacen ver lo real y palpable de los problemas a los que se enfrentarán los protagonistas. Mía (la increíble Emma Stone) es una aspirante a actriz que trabaja en la cafetería de un estudio y se la pasa audicionando en busca de una oportunidad para convertirse en una de las estrellas que atiende a diario. Sebastian (el Ryan Gosling más histriónico al momento) es un pianista de jazz clásico que se indigna con la decadencia de su género musical favorito y sueña con hacerlo resurgir en el lugar más emblemático, históricamente hablando. Ambos, casi agua y aceite en gustos y preferencias, se conocen y reconocen luego de varios encontronazos que ponen en evidencia lo fortuito del amor a puro cliché. Hasta aquí todas son risas, incluso las complicaciones que vendrán no salen de lo cotidiano y del uso de recursos habituales en la comedia romántica tradicional, aunque todo brille mucho más en medio de grandes momentos musicales que, lejos de desconectarse de la historia, la hacen fluir. Luego el tema principal se vuelve más descarnado y pasa por las elecciones, por la renuncia a los sueños y los motivos que llevan a los personajes a eso. El director se mete con un fantasma que debe ser el demonio más grande que llevamos dentro y al que la mayoría de nosotros tarda demasiado -o no llega- a derrotar. En ese sentido es notoria la ausencia de un villano tangible, de un antagonista que provoque tensiones en la historia. ¿Se tratará de los implacables encargados de castings que rebotan a Mia sistemáticamente en cada audición? ¿Será el carismático pero implacable Bill (J.K.Simmons), encargado de frustrarle el repertorio a Sebastian, el más odiado del film? Nada de eso, el verdadero monstruo es el miedo al fracaso personal, algo que Mia no deja de expresar con increíble naturalidad. Esta situación es la que rompe con la estabilidad necesaria para que ambos vivan con tranquilidad su historia de amor y eso provoca que todos nos preguntemos qué es lo más importante en la situación que viven. Y la respuesta se complica porque el amor que Sebastian profesa por Mia es de los más puros, es de una nobleza que duele y deja chico a cualquier aspirante que quiera bajar la luna y las estrellas para el objeto de su afecto. Pero eso no tiene que ver con dejar todo por ella, sino en evitar que renuncie a sus sueños, aunque quepa la posibilidad de que no sigan juntos o ni siquiera vuelvan a verse. Es amor desprovisto de egoísmo. Damien Chazelle -superando ampliamente su trabajo en Whiplash– logra transmitir todo eso no sólo con hechos sino con pequeños diálogos que nos hacen entender todo. Incluso con gestos, con pequeños gestos como “esa sonrisa” que nos dice lo que les pasa por dentro a esos dos con precisión en un momento clave. También nos regala uno de los finales más emotivos de los últimos tiempos y sin golpes bajos, apelando sólo a nuestra sensibilidad. El director/guionista demuestra conocer la fibra íntima y motor que nos mueve a aquellos que tenemos una vocación, una pasión por lo que hacemos o quisiéramos hacer y por cómo luchar contra las concesiones que nos impiden lograrlo. La La Land es mi primer 10 desde que escribo en Funcinema. Si bien me parece un puntaje desprovisto de mesura y muy cercano a lo más subjetivo que uno pueda ser, no es antojadizo ni fanatizado. Es probable que la película presente detalles o algún que otro problema que tenga que ver con su estilo narrativo. En lo personal no me molestó en lo más mínimo y como me pasa cada vez que un director logra cautivarme, los asimilé como parte de una historia que hoy se me antoja perfecta. Tampoco me gustaría que Chazelle pase a ser un nuevo niño mimado de Hollywood y el ego lo desborde -teléfono para Iñárritu-. Espero que siga experimentando con distintos géneros para contar sus historias pero, por sobre todo, que no deje de abollar corazones, nos hace falta.
EL ASESINO CONFESO Mentiría si dijera que soy un gamer apasionado que ha dedicado muchas horas a jugar al Assassin’s Creed como para saber de todos sus vericuetos y elementos que sí o sí debieran respetarse en su versión fílmica. De lo que estoy seguro es de que los fans tienen material tanto para odiar el producto como para respetarlo. En lo personal ya desde el trailer veía una simbología característica que no dejaba dudas de lo que se trataba: el arte, vestuario, movimientos de cámara y tipo de acción eran calcados del juego original, algo que pude confirmar al ver la versión cinematográfica completa. Yendo a lo que nos ocupa -licencias argumentales tomadas en una muy libre adaptación-, la historia comienza cuando el pequeño Callum Lynch (Michael Fassbender) presencia el asesinato de su madre a manos de su padre, miembro de la organización Assassin’s Creed (Credo de Asesinos), que lleva varios siglos funcionando entre nosotros. Treinta años después, Cal es ejecutado por asesinato falsamente para permitir que otra organización (de caballeros templarios opuestos a los Assassin’s Creed originales), esta vez más moderna y con toda la tecnología en su poder, disponga de su cuerpo y mente en un experimento que lo trasladará al pasado, para meterse en la piel de uno de sus ancestros biológicos, el Assassin Aguilar, y revelar pistas sobre la ubicación del fruto que encierra el secreto del libre albedrío del hombre que terminaría con la necesidad de la obediencia. La directora del experimento es la Dra. Sofía Rikkin (Marion Cotillard) y el dueño de las instalaciones su padre (Jeremy Irons). Los viajes que experimenta Callum se producen al ser conectado a una máquina capaz de recrear el pasado con fidelidad y de convertir el registro que va creando, en el propósito final. Pero los riesgos asumidos son grandes para la vida de Cal, algo que Sofía está dispuesta a discutir con su padre, que se intuye con otros objetivos muy diferentes. La estructura narrativa, si bien resulta ominosa por momentos, no cae en fallos que imposibiliten la comprensión. La historia es simple y las revelaciones que se van produciendo son bastante lineales a pesar de los saltos temporales. Este recurso enriquece la trama y es el verdadero motor que permite que los seguidores del juego disfruten de la acción que han ido a ver. Incluso les puede resultar poco lo que se vive en esa Andalucía de 1492 en la que viven los personajes más interesantes para la historia y a los que se le da poco desarrollo mientras todo tiene que ver con la acción. Es como si lo que viviese Cal en el presente formara parte de las cinemáticas del juego y cuando se conecta a la máquina, la increíble Animus, el espectador tomara el joystick. La analogía es inevitable. Hablando de la acción misma, a veces resulta un tanto excesiva en su duración. Se agradecen los planos secuencia aunque se abuse de los empalmes y entornos digitales con los que se desmerece un poco la técnica que supo definir la pericia de muchos directores, pero una vez que los Assassins encapuchados comienzan a saltar por los techos, daga en mano, la adrenalina empieza a fluir. Con respecto a los personajes, si bien son bastante lineales y poco profundos, no necesitan de mucho más para entrar en acción. La explicación del comportamiento agresivo tanto de Callum como del resto de sus compañeros prisioneros es un tanto sosa, los dilemas morales de la Dra. Sofía son demasiado obvios al igual que la perversidad de su padre, que no es más que la respuesta fiel al objetivo que su organización persigue. Una pena que los personajes del pasado, (el inquisidor Torquemada y la Assassin María, entre otros) apenas aparezcan como para formar parte de la acción y no se hayan desarrollado en plenitud, lo cual hace pensar que puede obedecer a necesidades de generar cabos sueltos para continuar la franquicia, pero nunca debemos dejar de pensar que estamos hablando de un producto unitario, no del capítulo de un serial y como tal debe funcionar. De todos modos, la duración del film es acotada y estos detalles no hacen más que acentuar la premura por llegar al final a buen ritmo, algo que se consigue sin esfuerzo. El tema central es interesante como punto de partida: ¿puede existir un elemento mítico que determine cuándo y por qué el hombre debe obedecer a alguien o simplemente seguir los lineamientos de su propia voluntad? Es atractivo el juego psicológico que se plantea con esto y sobre el personaje de Fassbender, cuyo quiebre al enfrentar a su padre le provoca la necesidad de tomar una decisión. Si hubiesen incluido más matices en el comportamiento de cada uno de los personajes, así como frases más interesantes y profundas, el producto hubiese exhibido un nivel como para destacar. En definitiva, Assassin’s Creed no es la adaptación concluyente de una historia por demás de exitosa en su formato de videojuego, es un blockbuster de acción, ciencia ficción y fantasía con una premisa interesante que no llega a desarrollar todo su potencial pero que aún así no defrauda en cuanto a lo que promete y entretiene en toda su extensión. Probaría con un cambio de director -y por qué no de guionista- en la siguiente entrega para pulir la idea y afianzar la franquicia, sugerencia que probablemente prospere siempre y cuando y como corresponde a un producto comercial, se refleje en los números de la taquilla.
LA IMITACION ENCARNADA De todas las vueltas de tuerca que se le han dado a los films de posesiones satánicas en los últimos años (en los que ha habido un claro exceso de la explotación del tema), algunos intentos son realmente dignos y sugieren que con mucha cintura y un necesario pulido de guiones hay más tela para cortar. El caso de La reencarnación es como para tener en cuenta a la hora de elegir variantes que salgan un poco de lo tradicional, sobre todo cuando la mayoría de las historias se reduce a relatar lo que sucede con las víctimas inocentes de una posesión demoníaca y a sacerdotes renegados devenidos en exorcistas como la última opción, sin más recursos que recrudecer las imágenes para hacerlas más realistas y repugnantes. La reencarnación cuenta la historia de una madre (Carice Von Houten) recientemente separada de su violento esposo y su hijo (David Mazouz, el Bruce Wayne de Gotham) que acaba de ser poseído por una fuerza maligna que le transmitió un mendigo. Ante tal situación, una agente del Vaticano se pone en contacto con un especialista en posesiones, el doctor Ember (Aaron Eckhart) que, lejos de considerarse religioso, practica el “desahuciamiento” de la energía maligna a través de la intrusión en la conciencia dormida del poseso. Algo así como si en La celda de los sueños de Jennifer López en lugar de un asesino en serie se hubiese filtrado el demonio Pazuzu de El exorcista o si en El origen en lugar de doblarse los edificios se hubieran juntado a festejar los poseídos en la casa de los Warren como en El conjuro. El exorcista infiltrador de mentes se rehúsa a atender al chico hasta que se le menciona que el espíritu o fuerza demoníaca responde al nombre de uno que se atribuyó tiempo atrás el asesinato de su familia y el hecho de que él mismo quede postrado en una silla de ruedas. La idea, que no deja de ser un mix, prende por simple remisión a muchas otras cosas vistas, añadiendo a la mencionada La celda, la cabina de teléfono en la que se escapaba de la matrix -aquí devenida en cuarto de color favorito del poseído-, el Vaticano como organización de reclutamiento de profesionales mercenarios -al estilo Vampiros de Carpenter- o el juego de la mancha venenosa de los espíritus contagiosos como en aquella Poseídos con Denzel Washington. Hay que reconocer que al menos la “inspiración” fue hallada en films que de un modo u otro fueron característicos y/o emblemáticos en el género. Es decir, se copiaron de donde debían hacerlo. Por otra parte no hay grandes problemas en la construcción de la historia aunque sí cierto atropellamiento: no es que diera para más de los noventa minutos que dura pero cuesta engancharse con los problemas de cada personaje más allá de los planteados de manera lisa y llana. Por ejemplo, resulta un desperdicio tener a Van Houten como madre de un niño maltratado por su padre y no explotar su capacidad dramática, con lo que un poco de background para conocer la historia de esa familia no hubiese estado de más. Lo mismo con lo escaso de la relación entre la agente vaticana y el doctor Ember, o entre los mismos ayudantes nerds: pasan por la pantalla como en un suspiro y no se los llega a conocer como para empatizar y sentir de manera más profunda lo que les suceda. Ni siquiera hay chistes bobos, que por algo existen en todos los blockbusters hollywoodenses a falta de genialidad. Floja resulta la presunta redención de Ember que se reconoce fuera del sistema religioso en su práctica pero acude a su símbolo más característico cuando las papas queman. Y el final -o debería decir “los finales”- en donde el autor no se conforma con sugerir, dar una idea, inquietar o cerrar con moño sino que los usa a manera de bises que no tienen razón de ser. La película se resuelve en tres ocasiones como mínimo. La más obvia y facilista es la escogida para el final definitivo. Más allá de que el producto no sea abominable, utilicemos nuestra fe para pedir que no “reencarne” en secuela. No hace falta.
LA ANESTESIA QUE MEJOR DUERME Jamás entenderé el criterio de los responsables de las distribuidoras al traducir los títulos del original. Sobre todo porque en este caso Anesthesia es inmejorable en todos sus sentidos. De manera bien intencionada porque la película habla de esa parte dormida que tenemos todos y nos hace ir por la vida insensibilizados hasta que algo nos parte como un rayo y las cosas comienzan a cambiar, a veces de manera casi imperceptible pero sin dejarnos enteros ya nunca más. Y en el modo cruel, Anesthesia le viene como anillo al dedo porque puede llegar a dormirnos más rápido aún que la propia droga y quizás tan profundamente como para soportar una operación a corazón abierto. En todo caso Crímenes y virtudes tiene un solo crimen (o un par si se computa por víctimas) y de virtudes algunas que tampoco servirían en conjunto como para justificar el contenido de la historia. El profesor Walter Zarrow, a punto de jubilarse, es atacado de gravedad cuando va camino a su casa luego de cumplir un ritual en el cual le compra un ramo de flores a su esposa. Pide ayuda en un edificio de departamentos y consigue la atención de un habitante ocasional (Corey Stoll) que interrumpe un encuentro con su amante para auxiliarlo. Luego de este comienzo intrigante, la historia comienza a vagar (y a divagar) por diálogos y escenas breves de muchos personajes de distintas generaciones, cuya conexión con Zarrow es muy cercana o familiar, a excepción del sujeto que lo ayuda en ese incidente. Todo esto sucede a modo de precuela de esa primera escena en la que sabemos la suerte final del profesor, al menos hasta que se retome el hilo minutos después. El problema mayor pasa por la poca profundidad a la que puede llegarse como límite al dispersar tanto el protagonismo. De las historias corales que vi debe ser la que más reparte en atención entre sus personajes. Tanto que no llega a desarrollarse ninguno -salvo quizás el de Zarrow- como para que el espectador pueda empatizar un poco con cada situación. Todos son simpáticos y agradables, recitan con gran capacidad de análisis filosófico y pensamiento, son mordaces pero, a pesar de todas esas “virtudes”, mortalmente aburridos al ser empalmados con tanta torpeza argumental. Nada malo puede decirse de las actuaciones a las que Blake Nelson presta mucha atención, ni de su propio ego ya que se reserva un papel discreto a pesar de ser director y guionista, pero no así de la pretenciosidad del mensaje ni de la evolución dramática de ese conjunto de sketches que de tan uniforme resulta plano y soso. Volviendo al tiempo en pantalla de cada personaje y/o a su relevancia, Kristen Stewart tiene lo mismo que sus pares pero queda como la más descolgada haciendo de la estudiante depresiva de Zarrow, teniendo en cuenta que casi todos los demás son familiares del profesor. No está mal ni descolla y sin su presencia la película sería lo mismo. Aunque a decir verdad, quitando de a uno por vez es probable que pase de igual manera. Siempre a excepción de Zarrow (Sam Waterston, de The newsroom) cuya solidez interpretativa acaso nos dé el mínimo interés necesario para llegar al final. Glenn Close, Corey Stoll y Gretchen Moll completan un elenco interesante pero no logran remontar con su buen trabajo algo tan lleno de languidez y sensiblería discursiva. Ni siquiera la cámara nos enseña nada interesante, jugando a completar el argumento repitiendo la misma escena en distintos planos. Un puzzle de recursos tan obvios que bordea la subestimación. En definitiva, Crímenes y virtudes nos deja la enseñanza amarga de que mejor que hacer planes es vivir el momento porque la vida es corta, efímera y de final incierto. Tanto que debiera recomendar -de manera enfática- aprenderlo de otra manera mucho menos aburrida.
DESCARRILANDO BELLEZA Teniendo en cuenta las repercusiones de la novela que le dio origen, La chica del tren era de esas historias que uno suponía que podían utilizarse a manera de proselitismo feminista aunque terminara siendo un producto un tanto lavado para no sesgar el alcance hacia el gran público o que la salida en pareja al cine terminara convirtiéndose en una batalla campal provocando “unos cuántos novios menos” luego de cada proyección. Nada de eso se ve directamente o se deja traslucir en esta adaptación, y lo que se plantea apenas como un thriller interesante de naturaleza enrevesada se convierte en cambio en un drama denso de resolución muy pobre e intrascendente. El film presenta al personaje de Emily Blunt (Rachel) como a una mujer con problemas de alcoholismo, separada de manera traumática de su marido y obsesionada con una pareja a la que supone idílica y que contempla desde el tren en el que viaja diariamente hacia Nueva York. En realidad se trata de dos parejas de residencia vecina: la de su ex Tom (Justin Theroux) que vive con su nueva novia Anna (Rebecca Ferguson) y el bebé de ambos, y la niñera Megan (Haley Bennett) con su novio Scott (Luke Evans) a metros de distancia. No tardará en involucrarse con ellos y en especial con la nueva pareja de su ex marido con quien ha tenido una criatura, algo que no pudo conseguir ella misma por problemas de fertilidad y se convirtió en el motivo principal de su tormento. A partir de la desaparición de Megan, Rachel se involucra y comienza a traer los fantasmas de su pasado, surcado por el odio y la traición y complicando todo con episodios de amnesia. Cuando luego de varios giros dramáticos la verdad sale a la luz en medio de revelaciones bastante obvias y llenas de clichés, todo es mucho más sórdido y cruel de lo que parecía desde un comienzo, aunque demasiado predecible. Los cambios de puntos de vista, el intento de forzar la perspectiva narrada de lo sucedido desde distintos personajes, en lugar de aportar originalidad y frescura brindan una confusión que, lejos de ser valorada como truco de realizador avezado, se parece más al mareo que provoca el girar a una persona con los ojos vendados para complicarle que rompa una piñata. Tampoco el sentido estético ayuda, la fotografía está muy bien cuidada así como la dirección de arte, pero no dejan de lucir artificiales. Le dan un look de telefilm que se preocupa más por la combinación de cortinas y colores de los sweaters de los personajes que por la intensidad dramática a transmitir en cada plano. Hasta las escenas eróticas en la ducha son poco verosímiles por lo excesivamente cuidadas. Y siguiendo con el tema estético lo primero que pensé fue en lo lindo que luce el cast femenino. ¿Para qué nos vamos a engañar?: tener a Blunt, a Ferguson y a Bennet como el trío de femmes fatales para defender la historia es un lujo visual, que también se convierte en un duelo dramático porque todas aportan lo suyo con solidez. Y así como siempre responsabilizo al director por las malas actuaciones, debo reconocer que el trabajo de Tate Taylor (Historias cruzadas, Lazos de sangre) es muy respetable en cuanto a lo que consigue con sus personajes femeninos, no así con el fluir de la historia misma que se pierde en una complejidad que no tiene sentido alguno. Emily Blunt se destaca sobre todo en el primer tramo porque luego su perfomance decae aunque se deba, lamentablemente, a defectos narrativos que la exceden y tiene que ver con la impericia del realizador sobre lo que mencioné anteriormente. Es también un contrasentido lo que se intenta hacer desde el supuesto mensaje feminista que alberga el film. Tres mujeres hermosas pero a su modo atormentadas como para no lucir su plenitud que viven su estado emocional de manera totalmente dependiente del hombre que las acompaña. Los personajes masculinos dejan bastante mal parado al género, es verdad, pero el patetismo en la conducta de las mujeres es tan notorio que no se entiende bien qué es lo que se está denunciando o reivindicando. No hay personajes femeninos “fuertes” en el guión, por el contrario son sumamente imperfectos y sufrientes, víctimas de su dependencia a su complemento masculino. Quizás sea esa la óptica deseada, la de intentar empatizar desde la lástima como contrapunto a todos los blockbusters en los que se nos muestran heroínas todo poderosas y autosuficientes. Si esa fue la estrategia no creo que se haya logrado. No de manera clara, al menos. En definitiva a este tren le faltan varios vagones, el del suspenso que se da de manera sostenida y creciente, el de los climas que van creándose con cada situación, el de la riqueza de los personajes impredecibles que tengan más de un matiz y no se constituyan sólo en víctimas y victimarios, y el de el golpe de gracia, el de la contundencia en el final que aquí descarrila torpemente sin que se nos mueva un pelo por lo que le pase a esa chica aunque tenga la cara de Emily Blunt.
PARA REGRESAR ASÍ, MEJOR QUEDATE La instalación de un personaje para que se convierta en legendario en el cine de acción y suspenso parece una cuestión fácil para el mainstream pero cada tanto y a pesar de que las cartas sobre la mesa sean las mismas, resultan un caso fallido. Las pequeñas intros o latiguillos de las secuelas de las desventuras de John McClane en Duro de matar o el regreso a la acción en emergencia familiar del agente de élite protagonizado por Liam Neeson en Búsqueda implacable son un claro ejemplo. A veces basta un latiguillo para que el espectador cómplice se predisponga a disfrutar de lo que ya sabe que vendrá. Y es lo que promete esta secuela de Jack Reacher desde el primer trailer: una situación policial con varios heridos y el hombre que la provocó sentado en un bar esperando a las autoridades locales parece el disparador de algo intenso, de acción sorprendente e inevitable, de un desarrollo con adrenalina sin igual. Otra vez será, porque Jack Reacher: sin regreso está muy lejos de cumplir con esa premisa y de convertirse en el siguiente peldaño de una marca registrada exitosa. Haciendo un poco de memoria, recordemos que la primera parte de esta saga nos presentaba al policía militar del nombre del título (inspirado en el personaje de las novelas de Lee Child pero sin demasiada fidelidad en sus características) que vive entre las sombras y es capaz de aparecer y desaparecer como un fantasma sin necesidad de vestirse de murciélago ni de usar gadgets especiales. Tiene habilidades tácticas destacadas y un olfato de sabueso que lo hace anticiparse a las jugadas de sus rivales y colegas. Y además le cuesta expresar sentimientos. Nada que no tenga cualquier otro héroe de acción de los que mencionaba al principio y siendo que el mismo Tom Cruise tiene a su Ethan Hunt como el legendario agente de su saga de filmes de Misión: Imposible como para intentar superarlo con otro de características más “retro”. La entrega dirigida por Christopher McQuarrie no ofrecía nada especial pero lo hacía con cierta dignidad y ritmo sostenido como thriller de acción y suspenso setentero, de esos que tranquilamente podría haber protagonizado Steve McQueen. Porque la estética se remite inequívocamente a esa década, desde los vehículos utilizados por Reacher y su vestuario, hasta la forma de presentar al film, aunque sólo quede en un look que no termina de conformar una identidad ligada a una época. El caso de Jack Reacher: sin regreso es curioso porque la última novela en la que se basa escrita por Child data del año 2013, luego de que se estrenara la versión cinematográfica y ya influida por la misma, lo cual, luego de ver esta entrega, no significa para nada un parámetro de calidad. Primero, por la dirección bastante soporífera de Edward Zwick que aún no ha superado esa gran película que fue El último samurái (también con Cruise); segundo, por el guión convencional, predecible y carente de sorpresas de Richard Wenk (al que debemos agradecer esa revitalización de Los indestructibles en su segunda entrega); y tercero, por un abanico de personajes bastante chato en el que ni los villanos ni los compañeros de andanzas logran ser recordados por grandes momentos en escena. Ni la belleza de Cobie Smulder (Los Vengadores), ni la frescura de Danika Yarosh (Heroes reborn), ni la rudeza de los policías militares a los que se enfrenta pueden sacar a flote a una historia que se puede predecir en cada fotograma. Cruise entiende que el personaje no puede exhibir otro sentimiento que no sea enojo o estado de alerta y eso le quita empatía, y en una historia en la que es importante su reacción frente a la revelación de ciertos vínculos familiares, es un camino sin salida. La acción llega tarde y tampoco es contundente: hay un par de escenas, como la de un escape de prisión o la de un tiroteo con cierta intensidad, que logran que intentemos volver a la historia y conectar, pero se demoran demasiado en aparecer y habrá más de un bostezo como devolución. Hay muchas más novelas de Jack Reacher, pero si se decidiese insistir en llevarlas a la pantalla, sugiero pulir bien las adaptaciones para que no resulten en un “never go back” a las salas de cine.
TONTOS Y MAS TONTOS Si algo debe quedar claro en el ámbito de las adaptaciones de historias basadas en hechos reales es que por fieles que pretendan ser nunca debieran ser tomadas con seriedad. Sin ir más lejos, el otro día veía cómo en la reciente Anthropoid un ejército de alemanes entraba en una iglesia de a un soldado por vez a enfrentarse con enemigos atrincherados, como si intentaran cabecear las balas y yendo hacia una muerte segura a pesar de tener todas las chances de ganar casi sin bajas. La historia decía otra cosa pero era mucho menos atractivo visualmente ceñirse a la narración con fidelidad. En el caso de Locos de mentes, comedia que cuenta uno de los robos más cuantiosos en la historia estadounidense, se eligió pararse en el absurdo, elegir a algunos de los comediantes más representativos del género en la actualidad y colocarlos en el plató para que simplemente hagan lo suyo, lo que los hizo conocidos, famosos o muy queridos como para rendir en taquilla. Zach Galifianakis es uno de esos actores de rebote inmediato, lo amás o lo odiás pero no te es indiferente a pesar de que hace siempre del freak con un sentido de la realidad muy trastornado y explotando ese universo con todas sus variantes. Podría decirse que ésta debiera ser su película definitiva, la que también, si así lo quisiera, pudiera marcar el punto de inflexión a su carrera y comenzara a experimentar la composición de otros personajes propios de un actor que no quiera ser encasillado. ¿Por qué no? Kristen Wiig por su parte también se divierte con las variantes del suyo, haciéndolo fresco y desenfadado y así podríamos seguir con el resto del elenco que no se ve exigido y pasa por cada escena como jugando a ser un tonto más tonto que sus compañeros en la misma. Como una gran competencia de fuga de cerebros del cuerpo que los aloja. Porque de eso se trata esta comedia, de un robo perpetrado materialmente por un bobo de cabotaje y planificado por otro que pretende quedarse en las sombras impune pero es traicionado por su propia estupidez y la de los que lo rodean. ¿Funciona la idea? ¿Es válido tomar un suceso delictivo real y transformarlo en una comedia absurda? En principio sí para los seguidores de este elenco de amigos jugando a hacerse los tontos. También para los que disfruten del humor físico o de los chistes de composición más básica. Es verdad que funcionaría mejor si existiese un contrapeso, un cable a tierra porque, seamos realistas, es raro que en al menos cincuenta metros a la redonda en cualquier grupo de personas no haya uno solo que muestre un poco de sensatez o de sentido común. Pues bien, en Locos de mentes ese personaje prácticamente no existe y si bien divierte al principio se hace un poco difícil de aceptar al avanzar el metraje. Si hasta los mismos agentes del orden actúan con total despropósito. La historia narra el robo de una empresa transportadora de caudales por parte de uno de sus empleados, David Ghantt (Galifianakis), en una cifra que hizo historia: 17 millones de dólares que fueron sustraídos casi en un trámite por esta sola persona impulsado por una falsa promesa de amor de su ex compañera (Wiig). Exiliado por su consejo, el ladrón se marcha a Brasil para esperarla pero ella nunca llegaría aunque si toma su lugar un asesino a sueldo (Jason Sudekis) por mandato del autor intelectual del robo (Owen Wilson). Atrás quedó también la real prometida del ladrón (Kate McKinnon) en uno de sus personajes más bizarros (si fuese masculino probablemente lo hubiese encarnado Will Ferrell). Luego de cometido el atraco, el FBI comienza la investigación y la verdad va saliendo a la luz sólo a raíz de las estupideces cometidas por cada inepto delincuente participante en la cadena criminal. El final es lo de menos. De todos modos no cuesta engancharse, recordemos que si llegamos a darle play es porque de alguna manera el elenco nos cae bien y vamos a disfrutar de lo que propongan. Quizás pudiera describirse cada suceso de la anécdota completa y parecer un total disparate. Es probable que el robo original y sus consecuencias hayan tenido ribetes absurdos, pero jamás podrían llegar a tal nivel de magnitud (nosotros tuvimos una reciente versión fílmica con Al final del túnel, del robo con boquete incluido a un banco de San Isidro pero en tono de thriller dramático). Esta comedia se toma todo tan en solfa que hasta se intuye que la estadía en prisión de los involucrados -si es que aún tratamos de suponer una conexión real de los personajes con las identidades que los inspiraron-, podría haber sido una verdadera fiesta de tortazos en la cara. Locos de mentes podría haber sido mejor en muchos sentidos, dudo que su realizador finalmente lo haya pretendido.
LA MUERTE LE SIENTA MAL Toda vez que me toca escribir sobre un film nacional, sobre todo del que no cuente con el apoyo de un estudio grande o un multimedio, intento despojarme tanto del prejuicio como de la expectativa. Es decir, trato de asumir que estoy viendo una historia que debe conquistarme por méritos propios sin importar de dónde provenga. A lo largo de los años, la tarea ha sido cada vez menos ardua gracias a una profesionalización evidente y a una compartimentación de rubros que antes quedaba fuera de las prioridades o se menospreciaba. Hoy se puede decir que nuestro cine cuenta con excelentes directores de arte, de fotografía, maquilladores y expertos en post producción que dejan sin excusas al realizador a la hora de evaluar cómo luce su film. Sobre todo cuando se trata de alguna de las nuevas producciones de la generación de realizadores que presuntamente llegan para renovar estilos y, en caso de animarse a abordar el cine de género, de darle una nueva identidad o impronta que provoquen cierto entusiasmo con cada estreno para sus cultores. Pero paradójicamente los errores más grandes siguen cometiéndose en los guiones o en la dirección. Es decir en los recursos que se basan más en las decisiones humanas que en las técnicas. En ese sentido, Ecuación: los malditos de Dios da un ejemplo cabal de ello. Primero porque nos recuerda los problemas narrativos que suelen tener los directores debutantes o poco experimentados y la falta de recursos de antaño cuando el espectador se permitía ser bastante más complaciente. Con los costos elevados del celuloide a duras penas podría repetirse alguna toma y el resultado dependía casi en partes iguales de la cantidad de ensayos como del factor suerte al realizar las tomas. Pero con los medios y tecnología de hoy no hay tantas excusas. No hay justificación para que se pase del dinamismo de los encuadres de una primera escena vistosa (que una hora después se repite calcada como si hubiese sido parte de un teaser) y de la interesante secuencia de créditos de presentación, a la chatura bidimensional y estatismo de las siguientes imágenes. No hay explicación posible para que el personaje principal nos llene de pudor por su sobreactuación constante y la participación de los secundarios sea demolida por líneas de diálogo tristes y obvias. No hay motivo para que las situaciones que requieren del hondo dramatismo que debe generar la muerte, sean tan ridículas, de efecto fallido y hasta graciosas sin que se presuma que esa sea la pretensión. En definitiva no hay derecho en que en la era digital y del monitoreo constante de lo registrado, un director no pegue una escena, no logre conectar ni empatizar con el espectador y eso llegue fielmente reflejado a la pantalla. Disculpen si me adelanto con las impresiones pero me resultan impostergables, porque son las que sopapean al espectador sin pedirle permiso desde que comienza la proyección. Ecuación: los malditos de Dios nos presenta al médico de guardia Hermes Vanth (Carlos Echevarría) en plena acción en momentos en los que sus pacientes comienzan a morir en número preocupante. Casi al mismo tiempo, los fantasmas de esas personas se le van apareciendo en visiones y pesadillas. Y como si esto fuese poco, para acentuar los malestares de Hermes, surge una crisis con su pareja Ana (Verónica Intile) que concluye de la peor manera. A partir de allí todo lo que le sucede al doctor Vanth forma parte de un puzzle de pistas y datos de una historia que deberá completar partiendo de una ecuación (que se le hace llegar misteriosamente) si es que pretende llegar al fondo de la verdad y comprender este caprichoso accionar de la muerte. Los problemas con la premisa, que no deja de parecer interesante cuando se explica con pelos y señales sobre el final, es lo mal presentada que está. La cámara se apoya en Hermes todo el tiempo como si su presencia resultase cautivante y lamentablemente no se rescata un sólo segundo de la actuación de su intérprete. Las apariciones de los fantasmas son grotescas y mal diseñadas, el maquillaje es lamentable, el timing de los momentos presumiblemente aterradores brilla por su ausencia y los efectos de sonido sólo atinan a anunciar (tarde) cuando debemos asustarnos por si no resulta evidente. Los diálogos son sosos y si bien las capacidades actorales del resto del elenco son dispares (lo que indica a las claras la falta de dirección actoral), las líneas son tan pobres y obvias que atentan contra la construcción de climas. Climas que terminan siendo jocosos, como por ejemplo en el accidente automovilístico en el que la víctima atropellada parece haber muerto por la aparición súbita de una manchita roja en su camisa que podía haber sido tuco y no por los daños o politraumatismos provocados por el impacto que quedan muy poco evidenciados. O como cuando los fantasmas rodean al pobre Hermes en una escena en una escalinata desprovista de todo misticismo u horror sobrenatural para lucir como en el video de un aficionado tomado en una convención de zombies de escasos recursos. Y mejor olvidar la escena final, la que debiera desarrollar el máximo clímax pero en la que en cambio las revelaciones se recitan con la solemnidad requerida en un acto escolar mientras el personaje principal parece a punto de explotar de sobreactuación. Es cierto que a veces el relato desconcierta, como si hubiese planos dirigidos por otro realizador o quizás por el mismo acreditado que logra pegar alguno con mínimo gusto o un toque de virtuosidad. La pena es que el combo no llega a ser algo genuinamente bizarro y que se pueda disfrutar desde otro lugar, que termine siendo un objeto de culto por lo pésimo y que gane en el rebote desde el encuentro con lo inconcebible. Pero Ecuación… lamentablemente es sólo una película de mala factura, un film que expone falencias en la dirección de actores y falta de pericia en el relato audiovisual. Una obra cuyo guión no sabe explotar una idea interesante y sólo acompaña la caída. Hace tiempo que los seguidores del género nos venimos quejando de lo mucho que Hollywood nos subestima con cada estreno -sea mainstream o de bajo presupuesto- con fórmulas que apenas se permiten jugar con las variantes históricamente exitosas. Al mismo tiempo disfrutamos de la aparición de joyas como Insidious, It Follows o la reciente No respires del uruguayo Fede Alvarez que nos llenan de regocijo y esperanza. Pero el cine argentino nos sigue debiendo algo en la materia y la idea sería pagar, no acrecentar esa deuda con ecuaciones malditas a las probablemente sólo pueda salvar Dios y su inagotable misericordia. Conmigo no cuenten, nunca fui bueno en matemáticas, mucho menos esperando milagros.
LA TRAICIÓN TIENE CARA DE PENDRIVE Tuve oportunidad de ver hace poco otra adaptación de una novela de John LeCarré, esta vez para TV, The night manager, con el contrapunto efectivísimo entre un Hugh Laurie villanizado y un Tom Hiddleston probándose smoking para entrar en conversaciones por la candidatura del próximo James Bond. La miniserie resultó interesante, mucho más que la novela que le dio origen a decir verdad, en la que los enredos en las idas y vueltas en el tiempo del personaje central más los propios de las intrigas internacionales, sumados a una serie de descripciones bastante confusas causaban más mareo que placer en la lectura. Tampoco es que sea un devoto de los best-sellers de Le Carré pero hay que reconocer que es una gran fuente generadora de historias para adaptar a la pantalla grande, con El topo y El hombre más buscado entre los últimos de una larga lista. En el caso de Un traidor entre nosotros la historia cae en las tramas del tipo más convencional, con un planteo simple aunque prometedor: una pareja inglesa que busca recuperar la pasión en sus vacaciones en Marrakech se encuentra casualmente con un millonario ruso (Stellan Skarsgård) de nombre Dima que los invita a una fastuosa fiesta en su casa. La pareja asiste y al caerle muy en gracia al anfitrión, Perry (Ewan McGregor) termina recibiendo un pendrive con archivos comprometedores de la mafia rusa que debe entregar a las autoridades del gobierno británico con la promesa de proteger a Dima de la gente a la que está por traicionar. Un poco sorprendido, Perry acepta, no sin antes sostener una breve discusión con su esposa Gail (Naomie Harris) y entrega el recado al agente del servicio secreto británico Hector (Damian Lewis) que sospecha de la pareja desde el primer momento como si estuviesen implicados y no fuesen simples turistas inocentes a los que alguien utiliza de mensajeros. Claro que las cosas, lejos de terminar allí, marcan un punto de inicio en el que Perry y su esposa estarán cada vez más involucrados y en peligro de muerte. Si bien la historia tiene sus momentos de tensión y escenas a puro clímax, cuesta digerirla como al gran entretenimiento que debiera ser. La directora Susanna White no hace uso de una gran pericia para manejar el thriller político y de espionaje y se le va de las manos al punto de apoyarse sólo en el carisma y poder de resolución -y construcción de personajes- de los actores de renombre con los que cuenta. Esto no significa que la película no funcione en absoluto, aunque sí que se diluye en varias escenas en medio de discusiones un tanto obvias y pierde ritmo para recuperarlo recién en el último tramo de la historia. Al menos tiene el mérito de un cierre correcto que logra que el espectador no sienta que ha perdido el tiempo. La base del relato está en el trípode que se da entre Dima, Perry y Héctor, en el que Perry hace de nexo ante la desconfianza manifiesta del traidor por el servicio secreto británico (y con razón). En la medida en que el personaje de Ewan McGregor intenta proteger los intereses de interés humanitario de Dima para que la negociación no se convierta en un mero tema político y deje desprotegida a su familia, la tensión crece así como la violencia por conservar las distintas posiciones. Nada nuevo, nada que nos genere verdadera intriga y empáticamente apenas resulta interesante. Un traidor entre nosotros no es lo peor del año en el género pero quizás está entre en el grupo de lo más olvidable, uno de esos films que antaño se disfrutaban un sábado por la tarde en cualquier canal de aire y al que ni siquiera merecía prestársele mucha atención porque por más que se intentara complejizar la trama, podía intuirse perfectamente cuál sería el final. A eso se reduce todo y ténganlo en cuenta porque entre nosotros, quien avisa no traiciona.
UN MECANICO A DOMICILIO QUE NO SIEMPRE TE MATA Desde que Guy Ritchie lo reinventara como personaje de acción en Juegos, trampas y dos armas humeantes o en Snatch, el ex atleta y ex modelo publicitario Jason Statham nos viene dando parejo en cuanto a la imposición de personajes de similar estructura pero con ciertos matices o diferencias que le permiten experimentar en sus capacidades actorales, en apariencia limitadas. Tal es el caso de sus villanos despiadados (Celular, Rápido y furioso 7), los hombres de perfil psicológico atormentado (Redención, Revolver) o los héroes jocosos y satíricos (Crank, Spy: una espía despistada). Pero volviendo a lo seguro lo que más rédito le da es jugar al héroe de acción más convencional como en El transportador, Los indestructibles o Carrera contra la muerte. El especialista: resurrección no es la excepción ya que si bien habla de la historia de un asesino (un “mecánico” en el título original) que se especializa en matar por contrato de modo que “parezca un accidente” siempre termina obedeciendo a una reserva moral propia que genera empatía inmediata como para convertirlo en héroe. La primera entrega del 2011 ya era una remake del film homónimo de 1972 The mechanic, en la que el personaje central era interpretado por Charles Bronson y, a decir verdad, cuesta distinguir entre el film de Michael Winner (director de la saga de El vengador anónimo) y el de Simon West que no hace más que aggiornarlo agregándole el ritmo del cine de acción del nuevo milenio. En la anterior entrega Arthur Bishop (Statham) era puesto a prueba a la hora de tener que matar por encargo a su mejor amigo (Donald Sutherland) y así logra ganarse la rivalidad de su hijo (Ben Foster), para terminar solucionando las cosas a su modo y desaparecer del radar, dado por muerto como no podía ser de otra manera. En esta, ya retirado en un lugar paradisíaco de Brasil y con nueva identidad, se lo tienta nada menos que con Jessica Alba como cebo para que caiga en la trampa de la doncella en peligro y así acceda a volver al trabajo que consiste en eliminar a tres blancos estratégicos a los que se presenta como gente muy mala sin la cual tendríamos un mundo mejor. Pero uno de ellos, un traficante de armas multimillonario (Tommy Lee Jones), lo hace recapacitar en la finalidad de quien lo manipula para que lo elimine y allí es donde surge esa reserva moral de la que les hablaba, que hace que nuestro asesino acabe siendo el héroe. La película del alemán Dennis Gansel, cuyo mérito mayor fue el de habernos regalado La ola (Die welle, 2008), no arriesga demasiado en lo que sabe debe manejar sin demasiadas innovaciones. Desde el guión juega a destapar las obviedades desde el principio casi en tono de broma o juego cómplice con el espectador para que luego terminen corroborándose en una maraña de extorsiones, traición y habilidades sobrehumanas que sólo pueden marcar una diferencia en base al realismo en cada situación de acción explícita. Porque es realista que Jessica Alba parezca una damisela sufrida en apuros, que se ocupe de tareas humanitarias aunque sea el más grande cliché y que alguien la use para enamorar a este duro tan difícil de engañar por aquello de lo poderoso e invencible de la feminidad frente a otras cosas como las yuntas de bueyes o los ejércitos de mercenarios armados hasta los dientes, pero en realidad a lo que me refiero es al realismo de las escenas de acción. Hay dos cosas que esperamos en una película con Statham: que se quede en cueros en medio de una rueda de agresores que vengan a pelearlo de a uno, y que haga malabarismo con toda clase de armas y partes del cuerpo de sus oponentes hasta hacerles crujir sus huesos. El especialista: resurrección cumple en eso con creces y con una muy buena edición de imagen y sonido nos logra meter de lleno en la peligrosidad que vive la pareja protagonista, ya sea tierra adentro o en un lujoso yate. No se explica cómo de repente el pollito mojado y asustado al que interpreta Jessica Alba se convierte en una rehén que sabe pelear mejor que cualquier maestra promedio y causarles problemas serios a la gente que se dedica a lidiar con presas mucho más peligrosas, pero no deja de ser un detalle de color que completa absurdo por verosímil y cumple su función. Es destacable el cambio de look y simpatía del personaje de Tommy Lee Jones -la villanía le sienta mejor que los amargados agentes de gobierno que le toca interpretar siempre-, así como el desperdicio de Michelle Yeoh, ícono de acción del cine de artes marciales y ex chica Bond a quien aquí no la vemos más que hacer de celestina entre Bishop y su nueva amiga. El especialista: resurrección no es ni más ni menos de lo que se espera de ella, también asegura en todo caso una nueva entrega si se mantiene cierto nivel o en todo caso si Statham no se aburre de la saga como le pudo haber pasado con El transportador, si no es que consideró que pasar de chofer a mecánico fuese un verdadero ascenso.