Ejemplo notable de amor a la vida y predicadora de la autosuperación, María Fux es una reconocida bailarina y danzaterapeuta argentina que hoy, a sus 94 años, sigue dirigiendo su escuela en la avenida Callao. Entre sus alumnos se cuentan personas con síndrome de down, minusválidos, sordos y muchos otros que quieren explorar las posibilidades de su propio cuerpo a través de la danza. Apoyado por unas pocas imágenes de archivo (entre los hitos de Fux está su participación en Gillespiana, la película sobre el trompetista Dizzy Gillespie), el documental del italiano Iván Gregolet evita la narración biográfica para centrarse en el presente de María. Allí la vemos cual encantadora de serpientes frente sus discípulos, que sucumben ante su carisma. Sin embargo, no es el testimonio de María el que sobresale sino el de aquellos a los que estas técnicas de expresión les cambiaron la vida (entre ellos, el de la mujer del propio Gregolet, quien conoció a María cuando estaba de gira por Italia). Como epílogo, impacta el caso de una indígena hipoacúsica que fue literalmente rescatada de una caverna por María y cuya historia merece un capítulo aparte. El reencuentro entre ellas es una síntesis de una película cálida, espontánea y cuidadosa de los detalles técnicos, atributos que también le caben a la protagonista.
Dentro de la irregular filmografía dedicada a Malvinas, sea en clave de ficción o documental, el cine argentino siempre adoptó el punto de vista de aquellos que fueron enviados a pelear allí. Gana originalidad, entonces, la propuesta de Federico Palma, que se ocupa de quienes desandaron el camino de manera inversa. Son los llamados kelpers, malvinenses nativos pero que se consideran soberanamente argentinos. La película describe los casos de tres personas diferentes entre sí (un trabajador de YPF, un artista plástico y un biólogo marino) que se vieron obligadas, cada una por su motivo particular, a dejar las islas y asentarse en la Argentina continental. El primero de ellos es Alexander Betts, quien siempre asumió su origen argentino y se enfrentó con su familia pro-inglesa. Luego de la guerra, recaló en un pueblo de Córdoba (donde fue concejal) y se convirtió en un activo defensor de la soberanía nacional sobre las islas. Por su parte, James Peck es un pintor que vive en Buenos Aires y tiene una relación ambigua con Malvinas, ya que fue y vino varias veces, pero su romance con María, una "argie" que conoció en una visita, generó el repudio de la población y no le quedó otra alternativa que emigrar. En tanto, Mike Bingham fue contratado para estudiar y censar a los pingüinos de la región (unos 6 millones), hasta que denunció a una poderosa empresa petrolera, causante de la progresiva desaparición de la especie. Bingham fue amenazado por el propio gobierno malvinense y hoy continua su actividad en Río Gallegos. Más allá de echar luz sobre estas inusuales (e interesantes) historias de vida, el documental tiene una duración justa para que los testimonios articulen de manera fluída con los rubros técnicos (hay un especial cuidado en los planos, mérito de la DF Ayelén López). En ningún momento hay una bajada de linea grosera respecto a la guerra, que es evocada con prudente distancia. Es, más bien, una película sobre las convicciones. Otra forma igualmente valiosa de contar Malvinas.
A Pierre lo vemos sonreir recién en el instante final de A la sombra de las mujeres. Es que la vida de este desapegado cineasta interpretado por Stanislas Merhar es tan gris como las imágenes de la película (fue rodada en blanco y negro). Realizador de bajo presupuesto, no logra avanzar en un documental dedicado a la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial y la relación con su esposa (que es también su editora) va camino a echarse a perder como una salsa fuera de la heladera. Ni siquiera el hecho de conocer a una pasante con la que comenzará a intimar le inyectará algo de pasión a esa existencia vacía. Pierre justifica la infidelidad con el peor de los argumentos machistas: "Soy hombre". Pero su mujer Manon (Clotilde Courau) también tiene lo suyo fuera de casa. Así, con las cartas sobre la mesa, la relación se tornará por algunos momentos simbiótica (nadie está dispuesto a abandonar al otro) y por otros psicótica (Pierre espía a Manon en la calle). Deudor de la Nouvelle Vague (y sobre todo de Truffaut), el film de Phillippe Garrel no consigue que el espectador empatice con esta no-tan-joven pareja bohemia y sus deliberaciones sobre el amor y la poligamia. De esta manera, la escasa duración de la película (poco más de una hora) se volverá insólitamente eterna.
Las últimas (y escasas) referencias del cine paraguayo que tenemos en Argentina vinieron de la mano de 7 cajas y Luna de cigarras (la primera, un pequeño fenómeno de taquilla y permanencia en la cartelera). Aquellas películas, deudoras del vértigo de Quentin Tarantino y Guy Ritchie, contrastan con una propuesta mucho más reposada y climática como Guaraní. El film está dirigido por Luis Zorraquín, un argentino que, por su trabajo de publicista, visitó frecuentemente Paraguay y se impregnó de su historia y su cultura. Mucha de la idiosincrasia del país limítrofe está puesta en Atilio (Emilio Baretto), un anciano que vive con varias de sus hijas y su nieta Iara (Jazmín Bogarín) en un rancho junto al río. Fundamentalista del idioma guaraní (de ahí el título) y apegado a las tradiciones locales, Atilio va de orilla a orilla en su desvencijado bote transportando licores y otras cosas no especificadas (¿contrabando?) en compañía de Iara. Ella, en plena pubertad y un poco cansada del agrio carácter de su abuelo, recibirá una carta de su madre desde Buenos Aires, donde trabaja, en la que anuncia que tendrá un hijo varón. La noticia es recibida con alegría por Iara, pero aún más regocijo siente Atilio, que por fin tendrá asegurada la descendencia masculina. Pero la alocada idea de que el bebé nazca en Paraguay hará que Atilio arrastre a Iara rumbo a Buenos Aires para traer a su hija de vuelta. A través de Atilio, Zorraquín deja colar durante el viaje algunas referencias a la Guerra de la Triple Alianza y a viejos mitos guaraníes, además del machismo imperante en esa región. Para Iara, en tanto, el periplo significará una oportunidad para madurar a la fuerza. Esta road movie de opuestos complementarios (abuelo y nieta también en la vida real) evoca a Las acacias (2011) no solo por su similar recorrido (aunque aquí vivirán situaciones más accidentadas), sino también por la excelente fotografía (mérito de Diego de Garay) que acompaña a las no menos notables interpretaciones. Bienvenidos los matices del cine paraguayo.
Una sencilla y entrañable película llega a nuestras salas coproducida por Georgia y Estonia, frías regiones cuyas filmografías son prácticamente desconocidas por aquí. Se trata de Mandarinas, film que estuvo nominado a los Oscars de hace un par de años en calidad de Mejor Película Extranjera y que aborda la llamada Guerra de Abjasia, que tuvo lugar en la década del 90, cuando una provincia georgiana proclamó su independencia. Como contraofensiva, se formó un grupo paramilitar caucásico destinado a barrer de georgianos el territorio. El conflicto llevó a que muchos estonios residentes allí regresaran a su país. Pero algunos se quedaron, como Ivo (Lembit Ulfsak), un carpintero que colabora con su compatriota Margus (Raivo Trass) en una plantación de mandarinas. A ese páramo llega una patrulla caucásica que, tras interrogar a Ivo, es atacada por un grupo georgiano. El saldo del enfrentamiento deja dos hombres vivos, uno de cada bando. Malheridos ambos, Ivo los lleva a su casa y los atiende, procurando que entre los convalecientes no recrudezca la violencia. Suerte de metáfora sobre la guerra, en la que un arbitro neutral convoca un armisticio, Mandarinas no está exenta de momentos de humor que suavizan lo que sucede en el exterior del hogar (para destacar, las chicanas entre los dos soldados). El dato que la película se reserva para el final no modifica demasiado una propuesta que, a fuerza de una ajustada fotografía, buenas actuaciones y sensibilidad en el tono, resulta de por sí valiosa.
Si uno de los méritos de la recientemente estrenada Carol era exponer los prejuicios de las clases altas ante un romance lésbico, De ahora y para siempre, mucho más cercana en el tiempo y basada en una historia real, no hace más que confirmar que el conservadurismo en algunos sectores de la sociedad norteamericana continúa vigente. Aquí hay también un amor entre dos mujeres de distinta edad, pero, a diferencia del film de Todd Haynes, la trama toma ribetes legales (de hecho, este caso marcó un precedente para que Estados Unidos sancione el matrimonio igualitario recién en junio pasado). La historia pone en escena a Laurel Hester (Julianne Moore), una aguerrida policía de New Jersey que, en un ambiente rebosante de testosterona y machismo, debe mantener oculta su homosexualidad. Laurel conoce a Stacie Andree (Ellen Page), casi veinte años menor, se enamoran, se mudan juntas y deciden blanquear la relación a través de un acuerdo de convivencia, que contempla menos aspectos -sobre todo, económicos- que el matrimonio. Las cosas se complican cuando a Laurel le detectan un cáncer de pulmón que avanza a pasos agigantados. Consciente de que su vida se acorta, ella quiere que Stacie pueda acceder a su pensión, pero las leyes del condado no dejan lugar a que la "viuda" salga beneficiada. A partir de allí, la pareja protagónica se corre del eje de la narración para que cobre relevancia el punto de vista de los actores secundarios: un compañero que en principio tuvo onda con Laurel pero ahora se desvivirá por ayudarla, un histriónico activista gay judío, un díscolo integrante del inflexible concejo deliberante del lugar. La intervención de estos personajes intentará que a la película no se la devore el drama íntimo y la solemnidad, pero estas pequeñas bocanadas de humor y política no logran darle al film el aire fresco necesario. A favor de De ahora y para siempre, hay que destacar las interpretaciones principales, favorecidas por la dirección de arte (impacta ver a Moore rapada a cero y la caracterización de Page es fiel a la original Andree). Son, sin embargo, escasos méritos en relación a sus descontadas buenas intenciones.
La fórmula da signos de agotamiento pero, a juzgar por buena parte de las películas de terror estrenadas últimamente, algunos directores se empecinan en exprimirla hasta el último gajo. La premisa es la siguiente: una pareja que, tras un suceso trágico, se recluye en una casa en el campo (si es junto a un bosque, mejor) y ella comienza a tener extrañas visiones que él, por supuesto, no advierte, y así, la paz soñada se volverá pesadilla. Yo vi al diablo es un ejemplo de este argumento convencional y, al igual que sus antecesoras, no tiene demasiados matices para ofrecer. Luego de sufrir un accidente automovilístico que casi le cuesta la vida, Eveleigh (Isla Fisher), embarazada de tres meses, decide acompañar a su marido David (Anson Mount) en su sueño de tener un viñedo propio, y se instalan en una bucólica casa rodeada de cultivos de uva. Mientras David trabaja en la plantación, Eveleigh empieza percibir extraños fenómenos (un misterioso encapuchado acechando, sangre en las paredes, botellas que estallan, una vendedora de vino en trance). Él lo atribuye al estrés postraumático y a las ansiedades lógicas del embarazo, pero algunas averiguaciones sobre los anteriores propietarios y las creencias religiosas de los estibadores le dan al lugar un halo de misterio. A Eveleigh solo parece comprenderla Saddie (Gillian Jacobs), su nueva amiga en el pueblo, también también próxima a dar a luz. Realizador formado en el género (dirigió, entre otras, las últimas partes de El juego del miedo), Greutert apela a los golpes de efecto (visuales y auditivos) pero jamás logra profundizar más allá de algún susto esporádico. Ni la vuelta de tuerca del final (algo previsible, por cierto) logra que la película despegue de un guión elemental y una propuesta que termina resultando insulsa. Esta película (de terror) ya la vimos.
Aquel limbo entre la juventud y la adultez que son los treintaypico es el eje del film de Jonás Trueba, que integró la Competencia Internacional durante el último BAFICI y resulta una secuela de su anterior trabajo, Los ilusos (interviene prácticamente el mismo equipo). Vito (Vito Sanz), Luis (Luis Parés) y Francesco (Francesco Carril) son tres amigos que parten de España a Francia en una furgoneta sin rumbo aparente. Quizás sea la última cana al aire antes de hacerse hombres, una suerte de viaje de egresados. Pero más bien el periplo tiene como excusa saldar cuentas con ellas, las chicas. No hay mucho más que risotadas y diálogos vacuos mientras la camioneta surca las rutas, por lo que será el aporte femenino el que le otorgue nervio a esta road movie que irá de menor a mayor. En una parada en el pueblo Annency se suma Renata (Renata Antonante), quien había tenido un encuentro fugaz con Francesco. El ahora cuarteto se dirige a Toulouse, donde quedan cenizas del fuego pasado entre Luis e Isabelle (Isabelle Stoffel). Queda Vito, acaso el más apocado de los tres, pero es quien protagonizará la mejor escena de la película, en los mismísimos jardines de Luxemburgo, en París. Trueba se encarga de intercalar conversaciones intelectuales (la idea central de una novela italiana, el exilio en el cine) y existencialistas (el deseo de ser madre, la confesión de un amor) con momentos de belleza cinematográfica (las imágenes de las ciudades francesas, la participación de la cantante folk española Miren Iza). A riesgo siempre de perderse en los clisés del indie, Los exiliados románticos es un film pequeño pero de gran corazón.
Ambientado en Tumbaya, un localidad jujeña al pie de la Quebrada de Humahuaca, el film de Luján Loico se centra en Isabel (Mercedes Burgos), una quinceañera que vive con su madre y hermano, y que transita las incertidumbres y el afán de nuevas experiencias propios de la edad. Como sucede con muchos jóvenes, el pueblo le va quedando chico y se obsesiona con la idea de partir a la capital, inquietud que comparte con su amiga Sara, la hija del intendente. La inminente construcción de un HOTEL SPA resulta todo un acontecimiento para el lugar. Hasta allí llega un contingente de obreros e Isabel, de personalidad curiosa y extrovertida, comenzará a verse con uno de ellos bastante mayor (Manuel Vignau). Pero lo que hasta el momento podría a evocar, por contexto (el Norte argentino) y argumento (una menor atraída por un treintañero), a la amable Una estrella y dos cafés (2005), aquí se convierte en un relato que resulta de a ratos pertubador, donde entran en juego el estupro, el despertar sexual, los códigos machistas y la comidilla típica de los pueblos. Estrenada en la sección Panorama del último BAFICI, la opera prima de Loioco muestra a una cineasta segura de qué contar y cómo contarlo, con tópicos en común (ese limbo entre ser una nena y una MUJER, la pérdida de la inocencia, las angustias adolescentes) con otras jóvenes realizadoras como Inés Barrionuevo y Milagros Mumenthäler. La joven Burgos, que caracteriza con total naturalidad a un personaje casi diez años menor (ella tiene 23), es toda una sorpresa y una actriz para seguirle los pasos.
"Si la realidad no coincide con la historia, problema de la realidad", enuncia, palabras más, palabras menos, un viejo dicho que circula dentro del mundo del periodismo. En tiempos donde la credibilidad de la profesión está más desprestigiada que nunca, resulta valiosa una película que aborda una investigación periodística desde la ética y rigor de quienes la llevan adelante, aunque luego quede trunca (y el medio donde trabajan se desentienda ante cualquier dificultad). En ese sentido, puede verse a Sólo la verdad como la contracara de la ganadora del Oscar En primera plana, donde la información develada logra su cometido (desbaratar una red de pedofilia) Basada en un caso real, la película transcurre en 2004 y tiene como escenario a la poderosa cadena CBS News, donde se emite el prestigioso programa "60 minutes", conducido por el no menos prestigioso Dan Rather (Robert Redford). Allí, la experimentada productora Mary Papes (Cate Blanchett) y un grupo de colaboradores planean un informe que promete ser una bomba: el mismísimo George W. Bush, que va por la reelección en su país, habría eludido responsabilidades en su rol como piloto durante la guerra de Vietnam. La hipótesis se sostiene con las viejas herramientas del periodismo de investigación: algunas fuentes (ex compañeros de Bush que afirman que éste fue favorecido por su padre, entonces diputado) y un par de documentos (memorandos donde se afirma que el entonces soldado se ausentó a evaluaciones). La primicia es anunciada y la adrenalina corre por todo el equipo periodístico, pero las fuentes irán desdiciéndose y la veracidad de los documentos será puesta en duda. Mapes y su gente, incluído Rather, pasan de ser valientes cuestionadores del poder a meros vendedores de pescado podrido. Sólo la verdad muestra los claroscuros de un oficio que, aún actuando de buena fe, siempre corre el riesgo de cegarse y querer imponer su versión a toda costa. También indaga sobre la doble moral de la corporación mediática, que si todo sale bien se arrogan el mérito, pero si algo falla dejan desprotegidos a sus empleados (luego de someterlos a una investigación interna, Mapes fue despedida y Rather obligado a renunciar). Las más de dos horas que dura la película no resultan excesivas en absoluto. La trama es ágil, por momentos vertiginosa (aunque toma un poco a la ligera las presunta falsedad de los documentos), y cuenta con una actuación notable (otra vez, y van...) de Cate Blanchett como una adalid del periodismo noble, acompañada por un sólido Redford. Periodismo en estado puro.