Poco y nada parece suceder en el agreste pueblo costero donde transcurre Vientos de agosto. No hay mucho más para hacer que trabajar en una plantación de cocos, pasear en bote, copular de vez en cuando o escuchar punk rock de cara al sol. Al menos eso vemos en Shirley (Dandara de Morais) y Jeison (Antônio José Dos Santos), dos jornaleros que son algo así como una pareja. Mientras ella cuida a su nonagenaria abuela, él se obsesiona con un cadáver que aparece en la costa, quizás como un acontecimiento excepcional ante el tedio diario. Tanto como los vientos que azotan la región. Con un registro cercano al documental, la cámara se vale de varios planos fijos y mantiene una prudente distancia de los protagonistas, al mismo tiempo que entrega unas hermosas imágenes de la naturaleza de aquel paraje. La destreza fotográfica es mérito de Gabriel Mascaró, hombre orquesta de la película (es además director, guionista y hasta interpreta a un investigador que llega al lugar para captar la velocidad de los vientos). La apocada acción dramática no impide disfrutar de un film lleno de matices contemplativos y belleza cinematográfica.
Quizás El tesoro sea la película más austera de la ya de por sí austera filmografía de Corneliu Porumboiu. Sus recursos tradicionales siguen ahí (largos planos fijos, diálogos secos, humor asordinado, puesta sobria), que son, por caso, las características distintivas del cine rumano reciente. Pero en esta oportunidad todo estará reducido a la mínima expresión, empezando por la trama, escueta como nunca. Una noche, Costi (Cuzin Toma), un cuarentón que vive con su mujer y su hijo en un departamento de Bucarest, recibe una propuesta no menos que insólita. Agobiado por las deudas, su vecino Adrian le pide prestados 800 euros para costear un detector de metales destinado a buscar un tesoro que su abuelo habría enterrado previo a instalarse el comunismo en Rumania. De encontrarlo, Adrian le dará la mitad a Costi. Sin evaluar demasiado la veracidad del encargo, Costi, cuya situación económica tampoco es la ideal, consigue el dinero y se embarca en el emprendimiento. Es allí cuando la película deja atrás su morosidad inicial para adentrarse en terrenos más inquietantes. Si el mentado tesoro aparece o no, es lo de menos (de todas manera, no develaremos la resolución). Ganadora del premio Un Certain Talent en la última edición de Cannes, El tesoro es una película pequeña, ajustada en todos sus aspectos, conformada por herramientas que su director utiliza cada vez con mayor pericia. Un exponente que confirma (una vez más) que el cine rumano es algo más que una moda de festivales.
¿Qué tienen en común Antonio Birabent, Ángela Molina, Arturo Ripstein y un joven director israelí? Todos forman parte de este singular experimento llamado Internet junkie, que, cómo su título indica, apunta los cañones a la adicción que provoca Internet, las relaciones artificiales, los limites disfumados entre lo virtual y lo real, y la alienación que esto conlleva. Planteada de forma coral, la película traza un puñado de historias que se rozan y que transcurren en Argentina, México e Israel, siempre con la Red como denominador común. Birabent interpreta a un misterioso coronel que visita regularmente a su amante Lorena (Paula Carruega), a quien conoció por Internet (obvio), y desde su computadora juega al ajedrez con un joven israelí (Nicolás Baksth). A su vez, Lorena tiene una "amiga" en el DF cuyo único vínculo con sus hijos parece ser el poco tiempo en que los tres no están frente a la pantalla. Uno de estos chicos es adicto al sexo virtual, medio por el que conoce a una profesora de gimnasia en pareja con un apático treintañero (Nicolás Mateo). Así de enrevesada es la estructura de un film que tiene pocos elementos atractivos. Despojada de su razón de ser (el tiempo transcurrido frente a la pantalla y las dificultades para relacionarse fuera de ella), la propuesta es errática y nunca logra encontrar un tono. Ni siquiera las breves apariciones de Ángela Molina y Arturo Ripstein salvan las flojas actuaciones.
La French Conection, aquella usina proveedora de drogas oriunda de la ciudad de Marsella, fue protagonista de la exitosa película de William Friedkin que en castellano se conoció como Contacto en Francia (1971). El film estaba narrado desde el punto de vista norteamericano (la acción transcurría en Nueva York), pero faltaba mostrar lo que sucedía en la ¿apacible? costa francesa. De retratar ese submundo se encarga Conexión Marsella. Corría la mitad de la década del 70 cuando la French Conection azotaba la región a sangre y fuego. Encabezado por Tany Zampa (Gilles Lellouche), el grupo de mafiosos tenía dominado el negocio de la droga, hasta que el juez Pierre Michel (Jean Dujardin) llega hasta allí para combatir el crimen organizado. A fuera de eludir los protocolos legales, Michel va ganando prestigio en su lucha contra el hampa, pero la contracara de este quijotesco accionar es que comienza a quedarse aislado (no sólo desconfiará de los policías que lo secundan sino que también sufre el abandono de su mujer). Por el lado del capo Zampa, al principio no reparará en el ascendente magistrado, pero poco a poco irá formándose un cerco alrededor de él.. Prolija en lo formal y en lo narrativo, la película de Cédric Jimenez evoca a los buenos thrillers norteamericanos de mafiosos. El director plantea una cinchada entre la justicia y el delito, cuya cuerda puede primero tensarse y luego romperse, quedando ambas partes de traste contra el piso. El duelo personal de Michel y Zampa (¡que encima son parecidos!) genera momentos de interés pero se alarga un poco más de lo necesario.
Menudo desafío tenían por delante el director Juan Taratuto, el guionista Pablo Solarz y los actores Adrián Suar y Valeria Bertuccelli (vale agregar, por caso, al productor Alejandro Cacetta, actual presidente del INCAA y ex gerente de Patagonik). Ellos habían sido el equipo base de la exitosísima Un novio para mi mujer (2008), por lo que el siguiente paso cinematográfico del reencontrado grupo imponía dar vuelta la página y dejar atrás las desventuras del Tenso y la Tana Ferro. Claro que estas nuevas búsquedas no están exentas de poner los ojos en la taquilla, como lo refleja el marketinero título del film. Previo a convocar nuevamente a la popular dupla protagónica, Taratuto había dejado descansar los conflictos de pareja con La reconstrucción (2013), acaso su mejor película, y Papeles en el viento (2014), adaptación de la novela de Eduardo Sacheri. En Me casé con un boludo, el director retoma las ideas de sus primeros films, pero las sitúa en un inédito escenario de ficción dentro de la ficción. Fabián Brando (Suar) es un egocéntrico y caprichoso actor con un currículum difícil de comprobar (alardea con haber sido dirigido por Roman Polanski y compartido elenco con Brad Pitt, entre otras celebridades) al que acompaña cual perro fiel su representante (Norman Briski). En tanto, Florencia Córmik (Bertuccelli) es una actriz mediocre cuyo único mérito parece ser convivir con un prestigioso director (Gerardo Romano). Ambos se cruzarán en un set de filmación y terminarán casándose. Él, por amor genuino; ella, sorprendida por ver en su flamante esposo cualidades que no imaginaba: Fabián es atento, buen compañero, sensible. Pero así es también el personaje que interpreta, entonces, ¿cuál es el verdadero Fabián? ¿El hombre ideal que muestra en su papel o el "boludo" del título? El velo no tardará en correrse. Los cameos de famosos y de periodistas del espectáculo buscan darle una cuota irónica a la idea de la doble faz de la farándula y las tilinguerías de su mundillo, juego al que Fabián (y acaso el propio Suar) conoce y sabe jugar y al que Florencia (y acaso la propia Bertuccelli) prefiere mirar de lejos. El problema es que, en su intento por tomar con sorna ese universo y sus respectivas miserias, Me casé con un boludo queda peligrosamente cerca de convertirse en el objeto parodiado. La faceta actoral de Suar suele estar opacada por su rol al frente de Pol Ka, pero las veces que le toca salir a escena responde como pocos comediantes locales lo hacen. Con tics devotos de la mejor neurosis woodyallenesca, el ex Golden Rocket se mueve como pez en el agua dentro de un personaje que parece diseñado a su medida. Es Bertuccelli, sin embargo, la que aparece en principio más desdibujada que otras veces, performance que acompaña el progresivo ritmo la película: cuando su Florencia gana intensidad, idéntica fuerza logra la trama. Pero las buenas interpretaciones (ni los rubros técnicos, otro mérito y una constante en el cine de Taratuto) no logran salvar una película que cae víctima de sus propios clichés
La moral, la ética y las consecuencias de la guerra son los ejes de la nueva película del danés Tobias Lindholm, quien nuevamente quedó a las puertas de ganar un Oscar a la mejor película extrajera (fue guionista de la recomendable La Cacería, que compitió por el mismo premio en 2013). Y aquí, otra vez vuelve a poner a un hombre ante el dedo acusador de un tribunal, sin más armas para defenderse que su propia convicción. A war divide su trama en dos. La primera parte, a su vez, reparte el punto de vista. Por un lado, la acción se centra en las peripecias de una tropa danesa en Afganistan. Al frente del grupo está el comandante Claus Pedersen (Pilou Asbaek), respetado jefe de operaciones que, lejos de digitar las estrategias a control remoto, comparte la linea de fuego con sus soldados. Pero Claus, además de su cargo jerárquico en el ejercito, es esposo y padre de tres hijos que lo extrañan. Es entonces donde la linea narrativa se intercala con los días de la mujer de Claus (Tuva Novotny) ocupándose como puede de la casa y los chicos. La segunda parte, que reunirá involuntariamente a la familia, es la más atractiva del film. Claus está de vuelta en casa debido una "mala praxis": ordenó un bombardeo sobre un complejo que, al parecer, estaba habitado por civiles y deberá someterse a un juicio con posibilidades de prisión. Allí aflorarán, todas juntas, las contradicciones, las autocríticas y las heridas abiertas de la post guerra. Claus es consciente de su accionar erróneo, pero la presión de su mujer y un solvente argumento que prepara un abogado tratarán de evitar la condena. El aplomo de Asbaek resulta fundamental para esta película que, si bien no juzga el conflicto bélico (en ningún momento, por ejemplo, se escucha la palabra "terrorista"), tampoco está exenta de algún golpe bajo (la escena en que Claus superpone los pies de su hijo con los de un afgano muerto). Su idea central es mostrar la guerra que da inicio después: la guerra con uno mismo.
El debut detrás de cámara del actor peruano Salvador del Solar (protagonizó, entre otras, Pantaleón y las visitadoras, de Francisco Lombardi) muestra un descorazonado retrato de la Lima que no figura en los folletos turísticos. Esa ciudad gris, cuyas entrañas albergan informalidad, traumas pasados y frustración colectiva, es la de Harvey Magallanes (el mexicano Damián Alcázar), un ex soldado del ejercito peruano que participó en la guerra contra Sendero Luminoso. A Magallanes parece haberle pasado la vida por encima: vive en una cochambrosa habitación, maneja un precario auto que hace las veces de taxi y debe lidiar con la senilidad de un veterano coronel (Federico Luppi), al que asiste como chofer permanente. El encuentro casual con Celina (Magaly Solier), una joven que cuando era menor de edad fue capturada por el ejército y abusada por el coronel, hace que Magallanes vea la oportunidad de aliviar su conciencia y, de paso, sacar a flote su situación económica. Hay una foto, ergo, hay un chantaje. Será el inicio de una serie de situaciones donde la desesperación del protagonista hará que sus métodos sean tan amateurs como el taxi que conduce. Oscilando entre el thriller y el drama, Del Solar traza un ensayo sobre la culpa y las heridas que no cierran, al mismo tiempo que lanza sus dardos sobre la indiferencia de las clases acomodadas. Si bien la película tiene más de un momento interesante (la secuencia en la que Magallanes es extorsionador y víctima al mismo tiempo, por citar alguno), el déficit está en las interpretaciones, tanto las principales (da la sensación de que Alcázar le pudo haber sacado más jugo a su Magallanes y que Luppi está puesto apenas para justificar la coproducción) como las secundarias, que no logran el desarrollo necesario. La catarsis final de Solier redime no sólo a su personaje sino también al propio film.
Cuando no son pocos los que firman el acta de defunción del blog, plataforma seminal de discusión en la web, hoy relegada por la voracidad de otras redes sociales, el caso de Cinescalas no deja de ser significativo. El sitio nació en 2010 como una forma de aplacar un trastorno de ansiedad que padecía su creadora, la crítica Milagros Amondaray. La sorpresa fue que, a diferencia de otras páginas dedicadas al cine, el blog se convirtió en un refugio para muchos otros que también acarreaban sus propias cruces, llegando a reunir una comunidad de 500 personas. No estás solo en esto está basada en aquella experiencia. Compuesto casi en su totalidad por testimonios y unas pocas imágenes de films, el documental recoge las voces los comentaristas más destacados de Cinescalas, incluida la propia Amondaray. Allí cada uno cuenta su relación con el blog: cómo llegaron a él, la existencia de un espacio de contención, la posibilidad de expresarse y compartir vivencias, cómo se conocieron en persona con otros visitantes. Todo esto tamizado por las películas que marcaron la vida de los participantes. ¿Que algunos testimonios pierden fluidez por su extensión? Es probable. ¿Que los recursos técnicos son apenas los justos? Puede que sí. Pero si el análisis frío (como el que intenta profesar este texto) no puede evitar ocuparse de criterios éticos y estéticos, de todas maneras es para celebrar que el cine siga siendo, aún desde este curioso rol terapéutico, un lugar de encuentro e identificación. Que no es poca cosa.
La lentitud y el mal funcionamiento de la Justicia no son exclusivamente patrimonio argentino, tal como lo demuestra La acusación, gran ganadora en el último BAFICI. La ópera prima de Chaitanya Tamhane parte de un hecho anecdótico que desencadena en un periplo judicial con reminiscencias kafkianas: Narayan Kamble, un cantante de protesta (aunque con más contenido místico que social en sus letras) de 65 años, es arrestado en pleno escenario mientras actuaba en una humilde zona de Bombay. ¿El cargo? Incitación al suicidio. Al parecer, un vecino que trabajaba en las alcantarillas se mató luego de escuchar una canción de Kamble que hablaría de “ofrendar la vida” y de "sumergirse en las alcantarillas". El modo potencial es atinado, ya que en las casi dos horas que dura La acusación no hay una sola certeza. Kamble no recuerda exactamente si ese día cantó algo relativo al suicidio (pero tampoco niega haber compuesto alguna canción alusiva) y la mujer del muerto pone en duda que su esposo se haya dado muerte él mismo. Los abogados de ambas partes tratan de llevar agua para su molino, pero algunas de sus artimañas (plantar un testigo falso, recordar el pasado político de acusado, allanar ilegalmente una vivienda) no hacen más que dilatar el caso, ante un juez más preocupado por el inicio de la feria que por emitir un fallo pertinente. Tamhane utiliza largos planos fijos (que recuerdan por momentos al cine rumano reciente) para mostrar las resquebrajaduras de la Justicia india, no sólo institucionales sino también edilicias. Si bien la columna vertebral del film son las burocráticas sesiones -que por detalles insólitos se van alargando y, por ende, demorando la sentencia-, la cámara de Tamhane sigue a los dos abogados (mujer para la querella, hombre para la defensa) por separado fuera de los tribunales. Allí vemos la cotidianeidad de estos personajes de la ley, sobre todo en sus vínculos familiares (la relación del abogado con sus imperativos padres arranca una sonrisa). La acusación podría haber tenido un buen epílogo de no ser por la innecesaria secuencia final, que aporta poco y nada. De todas maneras, se trata de un atendible debut procedente de una cinematografía poco conocida aquí.
Aquellos que, como quien escribe, no estén familiarizados con el ajedrez no se verán impedidos de aproximarse a esta biopic de corte clásico sobre Bobby Fischer, campeón norteamericano que brilló entre los 60 y los 70 y que posteriormente descendió a los infiernos de la locura. En La jugada maestra se estudian estrategias minuciosamente y cada movimiento en una partida corta el aire, pero el juego resulta apenas un excusa para mostrar hasta qué punto los deportes individuales (aunque está en discusión si el ajedrez es efectivamente un deporte o se trata de mera ciencia) pueden corroer la psiquis de quién los practica. La elección de que Tobey Maguire encarne al errático Fischer es más que acertada pues su rostro parece ideal para captar el progresivo deterioro del astro del ajedrez. Narrada en forma cronológica, la película comienza con los días en que el pequeño Bobby era un niño prodigio en Brooklyn hasta su veloz ascenso, cuando en paralelo va volviéndose un ser egocéntrico, mesiánico y paranoico. Cabe destacar que el apogeo de Fischer sucede en plena Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia, lo que produce que el protagonista lleve su delirio de persecución a niveles inimaginables (es capaz de revisar los teléfonos de cada hotel donde se hospeda en busca de micrófonos escondidos). Seguido de cerca por su abogado (Michael Stuhlbarg) y un cura que hace las veces de padrino (Peter Sarsgaard), Fischer será una efímera celebridad en su país, tan chauvinista para encolumnarse detrás de un héroe como para luego condenarlo al ostracismo (Fischer vivió sus últimos años prácticamente como un homeless, con un franco deterioro mental). Merece un capitulo aparte el eterno duelo entre Fischer y el ruso Boris Spassky (Liev Schreiber), su eterno rival, cuyas partidas paralizaban a dos naciones. Son estos los mejores pasajes de una película que nunca llega a consumar el jaque mate.