Hay películas en las que los títulos iniciales dan un indicio sobre su idea central. En Soleada dicen mucho: un juego de palabras entre "soleada", "soledad" y "sola". Puede afirmarse que el debut de Gabriela Trettel es un exponente del ya-no-tan-Nuevo Cine Cordobés (etiqueta que agrupó a un puñado de films de la provincia mediterránea que tuvieron visibilidad en algunos festivales), pero también establece lazos con otras películas filmadas en el interior como las recientemente estrenadas Camino de campaña y Pantanal, donde se sugiere mucho más de lo que se dice. Adriana (Laura Ortiz) y su familia (marido y dos hijos adolescentes) se INSTALAN en un apacible pueblo para pasar unos días de vacaciones. Pero una urgencia laboral hará que el esposo vuelva a la ciudad y ella quede a cargo de la casa y los hijos. Mujer entrada en los cuarenta, esta soledad forzada la llevará a cuestionarse cuál es su rol, no sólo en la familia sino en la vida misma. No pasa gran cosa en esas jornadas, más allá de vigilar a los chicos -que, por otra parte, ya tienen vuelo propio- y algún otro quehacer, pero es notoria una insatisfacción que Trettel se encarga de mostrar con tacto y sensibilidad. Soleada es una película sencilla, íntima y, por qué no, existencialista, cuya cámara mantiene un tono de observación cercano al documental. También debutante en cine, Laura Ortiz tiene una gestualidad y un manejo del cuerpo ideal para el papel que representa. Es ella el motor de un film que, si bien tiene algún altibajo respecto a las subtramas de los jóvenes, puede resultar un espejo para más de una mujer actual.
Al igual que otros héroes anónimos, el procurador general alemán Fritz Bauer fue reivindicado tiempo después de su muerte. A mediados de los años 50, en su rol de jefe de los fiscales, inició una quijostesca investigación sobre el paradero del tristemente célebre Adolf Eichmann, oficial del SS y responsable de la deportación masiva de judíos. Bauer había recibido la información de que Eichmann estaba viviendo en Argentina y decidió rastrearlo y llevarlo a juicio a como de lugar, cosa que logró, pero su propósito no contó en su momento con el apoyo estatal. De ahí que a la película inspirada en su caso le sienta mejor como título la traducción del original Der Staat gegen Fritz Bauer (El Estado contra Fritz Bauer) que su "bautismo" local Agenda secreta. Encarnado por Burghart Klaubner (con un sorprendente aire al escritor Ricardo Piglia), el Bauer de Lars Kraume es un viejo zorro de las leyes, tan astuto como mañoso. Su condición de judío y socialista le basta para estar enfrentado al poder de turno, que, a más de diez años del fin de la Segunda Guerra Mundial, todavía parece mirar con nostalgia al nazismo y se niega a colaborar en la búsqueda de Eichmann. Bauer sólo contará con la ayuda de Karl Angermann (Ronald Zehrfeld), un fiel fiscal al que aprecia, quizás por ciertas preferencias en común que no conviene develar. Juntos, desafiarán al sistema judicial alemán y recurrirán al Mossad, jugándose no solo el cargo sino también el pellejo. Apoyado por la sólida pareja protagónica (el maestro y el alumno), el film oscila entre las convicciones y la burocracia que impide llevarlas adelante. Es cierto que las pistas que recibe Bauer respecto a Eichmannn son algo endebles (una carta proveniente de nuestro país y un presunto cambio de identidad), por lo que el guión se esfuerza en otorgarles la verosimilitud necesaria para que la trama no pierda vigor. La película también le da espacio a la vida personal de Angermann, que se sacrificará en beneficio de la investigación (habrá que remitirse a los hechos reales para verificar esas circunstancias) Una curiosidad respecto a la elección de las locaciones. Antiguos vecinos de la zona norte de Buenos Aires podrán dar fe de que en esa época el lugar donde se ocultaba Eichmann era poco más que campo, pero, ¿una playa en San Fernando? (quizás haya una confusión con Villa Gesell, donde también se afirma que hubo desembarcos nazis). Si se omiten esas observaciones (proclamadas, claro está, desde nuestro país), Agenda secreta es una película correcta, tanto desde lo político como de lo estético, que no descolla, pero que recupera una figura fundamental para que en Alemania rija la justicia.
Val (Regina Casé) pasa sus días trabajando como mucama en la casa de un acaudalado matrimonio de Sao Paulo y su hijo adolescente. Bárbara (Karine Teles) y Carlos (Lourenço Mutarelli), sus patrones, la tratan prácticamente como a una integrante más de la familia, derecho que Val se ganó a fuerza de eficiencia, educación y mimos al pequeño Fabinho (Michel Joelsas), a quien vio nacer y consiente como una segunda madre (de ahí el título del film). Pero la calma en ese microclima burgués se verá alterada con la llegada de Jéssica (Camila Márdila), la hija de Val que, luego de una década de estar distanciada de su madre, viene a la ciudad para dar el examen de ingreso a la universidad. Los dueños de casa aceptarán en principio que la joven se INSTALE junto a ellos, pero con el correr de los días la personalidad de Jéssica (curiosa, inteligente, desenvuelta) hará mella en la pareja y en la propia Val. Premiada por el público en la sección Panorama en la Berlinale de 2015, Una segunda madre plantea una mirada sobre los conflictos de clase, pero no lo hace con los rancios y obvios modos que podría exponerlos el costumbrismo televisivo sino que aborda estas tensiones sociales con una sutileza que resulta por momentos inquietante. Son estos los pasajes más valiosos del film, en los que el aparente orden y un trato cordial -e incluso afectivo- no inhibe las diferencias entre patrones y servidumbre. Para bien o para mal, Jéssica será una figura de peso y la casa bailará al ritmo de ella. Aguda observadora de un universo al que quizás no pertenezca pero sin duda conoce, Anna Muylaert logra un film certero y crítico de estas pequeñas estructuras de poder. Lo único objetable es una emotiva revelación al final que, de haberse obviado, el film no perdía ni un ápice de vigor. Una cereza innecesaria para un postre ya de por sí sabroso.
Hace quince años se estrenaba en nuestras salas Cien años de perdón, película dirigida por José Glusman que de alguna manera preanunciaba lo que ocurriría en diciembre de 2001. Dos hombres desclasados, movidos por el hambre y el desempleo, se ven obligados a secuestrar a un tercero sin ninguna experiencia previa en el "rubro". No podría ser más distinto el flamante film homónimo a cargo del español Daniel Calparsoro. Aquí, además de tratarse de una superproducción con rostros conocidos e impecable desde lo formal, estamos ante verdaderos profesionales del delito. Ladrones de guante blanco, con códigos (según las leyes no escritas del mundo del hampa), dispuestos a no desperdiciar ni un solo tiro...a menos que las circunstancias dispongan lo contrario. Sin embargo, a partir del título, ambas propuestas definen un enemigo que justifica el accionar de sus protagonistas: las instituciones .La policía, por el lado de Glusman, y los banqueros, por el de Calparsoro. Son ellos los malos de la(s) película(s). Coproducida por, entre otras compañías, K&S Films y Telefónica Sudios (tándem detrás de éxitos como Relatos salvajes y El clan), la "nueva" Cien años de perdón sitúa su historia en una lluviosa mañana de Valencia. Como si se tratara de una metáfora impiadosa, el clima tampoco es mejor dentro del Banco Metropolitano de esa ciudad, no sólo entre los clientes (la crisis española aun está vigente y peligran algunas hipotecas) sino también en su junta directiva (circula una lista con eventuales despidos). El mal humor se disipa cuando, de golpe, irrumpe un grupo de asaltantes que toma de rehén a todos los que están allí. La banda está liderada por El Uruguayo (Rodrigo De la Serna), seguido de cerca por El Gallego (Luis Tosar). y mas atrás, El Loco (Joaquín Furriel) y Varela (Luciano Cáceres). Con total "educación" irán despojando a los presentes de sus pertenencias, pero lo que buscan son las cajas de seguridad. Y El Uruguayo, más precisamente, la del político Julián Soriano. No queda muy claro el interés por la caja del tal Soriano. Al parecer, es un hombre de peso dentro del oficialismo y tiene consigo una información que perjudicaría a sus propios compañeros. Atentos a este posible "carpetazo", el gobierno mueve cielo y tierra para que estos datos no salgan a la luz. De ahí a la conexión con el cabecilla de la banda hay un solo paso. Pero, por circunstancias que no develaremos, El Gallego también está al tanto de esa data candente, y así comenzarán las primeras fisuras y pases de facturas dentro del grupo. Calparsoro logra generar un inteligente thriller con ritmo intenso, al que le adosa pinceladas de humor que permitirán que el film respire entre tanta tensión (hay mérito del talentoso guionista Jorge Guerricaechevarría, colaborador permanente de Álex de la Iglesia). Excediendo el típico molde de las películas de estafas, se agrega aquí un trasfondo político actual con sus consiguientes juegos de poder. Lo mejor del film son las actuaciones protagónicas, con un De la Serna en estado de gracia (va siendo hora de que desplace a Federico Luppi del puesto, en caso que lo hubiera, de "Mejor puteador del cine nacional") y un Tosar que no se queda atrás (por estos días, al actor de lo pudo ver en algunas películas del ciclo Espanoramas). A la saga están Furriel (menos convincente que su rol en El patrón) y Cáceres, lo mismo que la escudería española ( Raúl Arévalo, Marian Álvarez, Patricia Vico), que apenas cumple. Si se exceptúa esta (mínima) observación y alguna situación inverosímil (cuesta creer, sin embargo, cuánto hay de ficción y cuánto de realidad en las altas esferas), aunque recién transcurre marzo, Cien años de perdón puede convertirse en una de las películas del año. Todavía se puede apuntar a la masividad sin dejar atrás la calidad.
"Vas a ver cosas extrañas, pero ninguna es real. Todo está es tu cabeza", le dice a Sara el guardia del bosque de Aokigahara, un lugar que la mitología japonesa le otorgó un aura suicida. Al parecer, muchos de los que están cansados de la vida se internan allí y no vuelven. A ese "mar de árboles" llega Sara (Natalie Dormer, conocida por su participación en Game of Trones y Los juegos del hambre) buscando a Jess, su díscola hermana gemela, que se perdió en Aokigahara tras una excursión con el colegio donde enseña. ¿Otra película sobre bosques encantados y fenómenos sobrenaturales? Sí, y sin demasiadas novedades que ofrecer respecto a sus similares. El debutante Zada juega con la premisa de que nada dentro del bosque puede ser cierto, lo cual lo habilita pasa mechar sustos aislados en un guión que presenta más de una fisura. Sino, ¿qué aporta a la historia que Jess haya visto los cadáveres de sus padres? ¿Y qué papel juega la adolescente que Sara encuentra en el bosque ? Por no hablar de la tosquedad en las actuaciones y de algunas situaciones colocadas a puro torniquete. El Aokigahara existe en realidad en Japón, país que posee una de las tasas de suicidios más altas del mundo. La película al menos tiene un mérito: le hace una propaganda tan poco inspirada al bosque que quienes tengan en principio la idea de dejar el mundo quizás lo piensen un poco mejor.
Las vimos mejores, las vimos peores, pero, por sobre todas las cosas, las vimos antes. Son las sensaciones que acompañan los primeros minutos de Una noche de amor, que aborda un tema remanido no sólo en el cine local: la rutina que comienza agobiar a los matrimonios entrados en la cuarentena y su consiguiente crisis. Por apelar a la empatía del público, el estrato social de sus protagonistas y hasta por compartir elenco (el caso de Carla Peterson), acaso el antecedente más cercano a la película de Hernán Guerschuny sea Dos más dos (2012), de Diego Kaplan. Pero si allí la válvula de escape apunta a la excentricidad (las prácticas swingers), el cable a tierra aquí es tan terrenal como una cena a solas (aunque quienes viven rodeados de hijos, trabajos y demás saben que concretar una cita de esas características es una proeza). Paola (Carla Peterson) y Leonel (Sebastián Wainraich) son una típica pareja de clase media (tirando a acomodada) porteña. El es guionista y ella, psicóloga. Tienen dos hijos, muchas obligaciones y el lógico desgaste de los años. Pero un suceso los pone en alerta: sus mejores amigos se separan justo el día en que habían arreglado una salida juntos, lo que les hace replantear su propia relación. Cancelado el compromiso grupal y con los chicos en lo de la abuela, Paola y Leo ven la oportunidad de ponerse a prueba y deciden salir solos. Claro que esa larga noche les deparará una serie de encuentros e imprevistos... Guerschuny, que ya había mostrado dotes para la comedia romántica en su debut El crítico, aquí suma a Wainraich para el guión, lo que le da luz verde al conductor para las autorreferencias. Algunas de ellas funcionan (es indudable su timing standapero, aunque en su justa medida) y otras resultan un tanto excesivas (la cita al tornado de Atlanta, sólo para mencionar al club del cual es su hincha más famoso). Hay, además, una clara búsqueda de interpelar al espectador al poner sobre la mesa temas que dividen a la progresía bienpensante (los trapitos, las mucamas con cama adentro) pero lejos de sentar posición se disuelven en el chiste oportuno. Fuera de estos reparos, la química de la dupla protagónica lleva de la mano una película que tiene más de un momento logrado. Un ejemplo es el encuentro el encuentro de la pareja con un arrogante creativo (interpretado por Rafael Spregelburd), que muestra sin tapujos la tilinguería del mundo de la publicidad. O la discusión entre Leonel y el dueño de un garage, donde se pone de manifiesto el orgullo masculino. Una noche de amor tiene muy en claro adónde apunta y logra inevitablemente (al menos en los de este rango etario) la identificación en varios pasajes ¿Se ha formado un nuevo tándem para la comedia local?
Relato de iniciación, idealización del sueño americano, drama romántico...Todo eso está condensado en Brooklyn, película de John Crowley (basada en la novela homónima del escritor irlandés Colm Toibin) que competirá por varias nominaciones en los inminentes Oscars. Entre ellas, la de Mejor Actriz para Saoirse Ronan, que había brillado en Expiación (2007) como reparto y aquí vuelve a destacarse, esta vez para competir por el rubro protagónico. Ronan encarna a Eilis Lacey, una joven que vive en un pueblo irlandés en los años 50 y, sin chances de progresar en su lugar de origen, parte a Brooklyn, Nueva York, para trabajar en una boutique y estudiar contabilidad gracias a los contactos de un sacerdote amigo que vive allí (el distrito neoyorquino es un bastión de la colectividad irlandesa). Como indican los cánones, los días de Eilis en la Gran Manzana no serán fáciles al comienzo (deberá adaptarse a las modas, a su nuevo empleo, a sus compañeras de pensión), pero con el correr del metraje poco quedará de esta chica modosita y aflorará una mujer cada vez más segura de si misma. Cuando encuentra al amor (el bonachón Tony, personificado por Emory Cohen) es prácticamente una ciudadana norteamericana, hasta que un suceso trágico la devolverá provisoriamente a su país y la hará replantearse sobre cuál es su lugar en el mundo. La previsibilidad de Brooklyn no la convierte en una mala película, al contrario: entre sus méritos, la factura técnica es impecable y las actuaciones, no sólo la de Ronan, son muy sólidas. Pero todo aquí es tan clásico, tan prolijamente empaquetado, que hace suponer que un poco de riesgo no le hubiese venido mal al film.
No puede negarse que la ópera prima de Brian Maya (conocido por actuar en Palermo Hollywood y Peligrosa obsesión) tiene características propias de un buen debut: innovación, ganas, desenfado, riesgos y, sobre todo, intención de sorprender. El problema es que Expediente Santiso no logra encauzar esos elementos, que deberían ser virtudes, lo que la convierte en una película más ampulosa que ambiciosa. Carlos Belloso es un actor de indudable talento, pero da la sensación de que últimamente está destinado solo a encarnar a outsiders y/o desequilibrados. Aquí interpreta a Salvador Santiso, un prestigioso corresponsal de un diario porteño que, en compañía de su mujer (Leonora Balcarce) y su hija, viaja a Irak para cubrir la invasión de Estados Unidos a ese país, en 2003. Producto de un confuso episodio en el que abundan las explosiones, la pequeña desaparece y es dada por muerta. Pero Santiso se niega a aceptarlo; es más, asegura verla. Como consecuencia, es encerrado en un neuropsiquiátrico, del que sale diez años después dispuesto a averiguar lo que pasó con su hija y recomponer su matrimonio. La película sorprende desde la disparidad de su forma. Hay un esforzado trabajo de montaje con vértigo de videoclip que sobrevuela todo el film (con especial atención en los planos de Buenos Aires y las "alucinaciones" de Santiso), estética que contrasta con los tradicionales fundidos a negro que separan algunas escenas. Pero esta cáscara dispersa no difiere de lo impreciso del contenido. La rocambolesca teoría que explica la desaparición de la chica (un entramado que incluye nazismo, ciencia y mucha, pero mucha fantasía), expuesta con propulsión a chorro, no consigue informar (ni empatizar), sino más bien confundir. Tampoco ayudan las actuaciones, cuyos diálogos recitados y sus cliches (algunos sobre el oficio del periodista, por ejemplo) hunden aun más las propuesta. En una época donde hay viento de cola para el cine de terror/fantastico/bizarrro en nuestro país, Expediente Santiso -que supo pasar por la Blood Window de Cannes y el criollo Buenos Aires Rojo Sangre- resulta un pastiche que no logra ordenar toda la información que despliega. Una pena.
Desde su debut con Acción mutante, en 1993, el español Álex de la Iglesia supo forjar una trayectoria a base de un cine cargado de provocación, desmesura, excesos y humor negro, despiadado con sus personajes y hasta con su propio país. Con su última película, da la sensación de que el director padece el "síndrome Tarantino", es decir, un cineasta cada vez más regodeado en su caos y vuelto una parodia de sí mismo. Pero estos atenuantes no impiden que Mi gran noche sea un film absolutamente disfrutable. Aunque con el vasco nunca se sabe para dónde van a ir los tiros, todo lo que se espera de una película suya está aquí. La acción transcurre en un estudio de estudio donde se graba un especial de fin de año, tradicional en la televisión española. La tensión que se vive en el set hace pensar en un cercano desmadre, con técnicos a las corridas, conductores histéricos, extras nerviosos y cantantes excéntricos. Pero aquel microclima alterado tendrá su correlatividad en el exterior, donde acecha una protesta de empleados que el canal despidió masívamente (cualquier semejanza con la realidad de los medios argentinos es pura coincidencia). El film trabaja múltiples lineas narrativas pero estará centrado en el antihéroe característico de De la Iglesia. Será en esta oportunidad José (Pepón Nieto), un apocado cuarentón que es contratado como extra para dicho programa. Ya en el estudio, conocerá a Paloma (Blanca Suárez), una "colega" con fama de mufa y con la que terminará intimando. Solterón, José debe cargar también con una absorbente madre que reclama atención. Pero esto es solo una parte de una trama que dispara personajes como un regador automático. Está también la imponente presencia de Raphael (que vuelve a la actuación después de 40 años y de quien De la Iglesia vuelve a tomar un tema suyo para titular un film) intepretando a Alphonso, un megalómano divo de la canción que humilla a su hijo adoptivo y asistente (Carlos Areces), y que a su vez despierta un compulsivo amor/odio en un fanático (Jaime Ordóñez) que se cuela en el estudio para asesinarlo. La variopinta galería se completa con el ídolo teen Adanne (Mario Casas), que tras un touch and go con una bailarina del set se ve implicado en un chantaje, la pareja de conductores (Carolina Bang y Hugo Silva) que traslada sus problemas de alcoba a la grabación y el taimado director del canal (Santiago Segura). Todos ellos conformarán esta bizarra ensalada, anarquista por (muchos) momentos, que critica sin pruritos al circo de la televisión en todos sus escalafones (desde su impostado frenesí al aire hasta los oscuros manejos detrás de cámara). Mi gran noche tiene pasajes muy logrados, como la performance de Raphael (haciendo prácticamente de él mismo) y una andanada de gags que se suceden uno tras otro como trompadas en el mentón, por no hablar de su exhaustivo despliegue visual, A riesgo siempre de morderse la cola víctima de sus propios excesos, Alex de la Iglesia lo hizo de nuevo.
¿Quién fue Antonio Puigjané? Es la pregunta central de este documental de Fabio Zurita que propone acercarse a la figura de este sacerdote franciscano, conocido más por su vinculación a la toma del regimiento La Tablada, en 1988, que por su trayectoria previa en distintos movimientos sociales. No tuvo la popularidad (ni el destino trágico, claro está) de Carlos Mugica, pero su compromiso y su lucha por los derechos humanos no dejan de ser significativos. Utilizando como base una entrevista a Puigjané hecha en 2005 y otras a distintos compañeros de ruta, Zurita narra cronológicamente el derrotero del "Piru" resaltando sus eslabones más significativos. Desde su temprana decisión de ser cura, pasando por su trabajo social en la VILLA El Martillo (Mar del Plata) y en Anillaco (La Rioja), donde en ambas oportunidades él y su grupo fueron echados por el poder político de turno (el inefable clan Menem ya era amo y señor en La Rioja), hasta su relación con las Madres de Plaza de Mayo. Pero es la radicalización del sacerdote y su incorporación al movimiento Todos Por La Patria, con el posterior copamiento al cuartel, a lo que el director le dedica más espacio. A través de su voz y otros testimonios, se intenta dejar en claro que, si bien Puigjané adhirió a las ideas de la agrupación de Gorriarán Merlo, nunca estuvo al tanto del golpe que se cocinaba. De poco le sirvió, ya que pasó diez años en la cárcel de Caseros junto a otros presos políticos. Zurita trabajó quince años para este documental de perfil clásico (cabezas parlantes intercaladas con material de archivo) y consigue interesantes testimonios de referentes como Nora Cortiñas, Osvaldo Bayer y Adolfo Pérez Esquivel. Aunque no le sobre nada en los recursos técnicos, la propuesta bien vale para conocer a este carismático personaje que aun hoy, a sus 88 años y postrado en una silla de ruedas, mantiene intactos sus ideales.