Música con algunas disonancias. Película de encierro sin salida, de clima que oscila entre lo depresivo y lo opresivo, de crimen sin castigo, la ópera prima Armonía del caos no es precisamente una celebración de la existencia. La fotografía en blanco y negro (con más de lo segundo que de lo primero, desde ya) y la ausencia de música completan un panorama que tal vez admita algún parentesco con el universo ficcional de Juan Carlos Onetti. Pero sin el consuelo que la conquista amorosa asume en la obra del autor uruguayo. Aquí, lo más parecido a eso es un acercamiento en la cocina de un hombre anciano a su nuera embarazada mientras ésta lava los platos. Acercamiento que por suerte queda sólo en eso. De otro modo hubiera sido patético. “El hombre es el tono de la música que lo rige”, se lee de entrada, anunciando una grandilocuencia que es de agradecer que no pase de allí (y del título). La alusión a la música viene dada por el hecho de que el personaje de Lorenzo Quinteros, Alberto, da clases de esa materia. O de lo que antes se llamaba teoría y solfeo. En su casa, por supuesto: aquí todo ocurre en esa casa chorizo de la que la cámara no saldrá en los 83 minutos de proyección. Alberto vive con su hijo, Fernando (Carlos Echevarría) y su nuera (María Laura Belmonte), que trabajan afuera y, por lo visto, no tienen plata suficiente para alquilar por su cuenta. Porque bien no la pasan en compañía del viejo, que los trata lisa y llanamente como el culo. Alberto vive sumido en una profunda depresión, con la cual algo tiene que ver su condición de viudo. Su vida sexual consiste en armarse un simulacro de la finada con una almohada y un vestidito floreado, y frotarse contra ella a la hora de la siesta. Esta sórdida rutina será alterada una tarde con la intrusión de un pibe chorro al que Alberto logrará encerrar en una habitación (de modo algo improbable), y Fernando decidirá, en lugar de llamar a la policía (“¿para qué, para que lo larguen al día siguiente y vuelva?”), llamar a un pesadito medio de tres por cuatro al que conoce de la infancia (Sergio Pangaro), y que se comporta como una especie de gurú de la violencia por mano propia. Armonías del caos logra lo que se propone, que es incomodar. Todo es aquí molesto, abrumador, indeseable. Tanto, que se vuelve unilateral, excesivamente monocorde, y eso debilita la ópera prima de Mauro Nahuel López. Las actuaciones son sumamente ajustadas, con sendos picos en Lorenzo Quinteros –en un papel muy ingrato– y Sergio Pangaro, componiendo un personaje que quiere ser temible y por eso mismo está más cerca de lo ridículo.
Suspenso en la clase por unos “levs”. El cine de los hermanos Dardenne presenta de modo invariable un dilema moral que el héroe o heroína debe resolver en un período acotado, y que lo lleva a poner en cuestión sus valores y, a veces, los del entorno. Lo mismo sucede en La lección, primer largometraje de ficción codirigido por los realizadores búlgaros Kristina Grozeva y Petar Valchanov, que tienen cortos, documentales, trabajos previos para televisión y un largo de ficción posterior (La lección es de 2014). La clave para que la moraleja no se vuelva demasiado evidente (la clave para tenerle terror al lobo en lugar de andar cuidándose de los hombres en la calle, en otras palabras) es lograr que el cuento pese más que la moral. Es lo que hacen los Dardenne. Más nervio, más urgencia, más incidentes, más construcción de personajes, más suspenso incluso, dejando que el factor moral se imponga por decantación. En La lección, una película prolijamente armada, escrita, actuada y contada, sucede lo contrario. Se siente que la fábula está entera y puntillosamente pergeñada en función de la conclusión moral a la que se quiere arribar. Lo que en otras épocas se llamaba “film de tesis”, formato que por otra parte admite una única conclusión posible para el dilema, lejos de la inquietud y ambigüedad que suelen cerrar el cine de los Dardenne. Exhibida en unos cuantos festivales y ganadora del premio Nuevos Directores en San Sebastián, Urok (tal el título en búlgaro) empieza con el nudo mismo de la cuestión: la profesora Nadezhda (Margita Gosheva) plantea a los alumnos de una división de colegio secundario que quien robó unos levs (moneda búlgara) a una compañera deberá devolverlos. Es el comienzo de una guerra entre la profesora y el ladrón, que no se da a conocer, con el resto de la clase entre esos dos fuegos y sin que ninguno de los dos dé el brazo a torcer. La profesora ofrece algunas formas de negociación (hacer una “vaca” entre todos para compensar a la damnificada, darle al ladrón la posibilidad de devolver la plata cuando nadie lo ve) pero no hay solución. Al mismo tiempo, las cosas no andan nada bien en casa de Nadezhda, básicamente porque la irresponsabilidad de su marido puso a la familia frente a una deuda impagable, y queda a cargo de ella intentar resolver lo que parece irresoluble. Así como fuerza notoriamente los acontecimientos para poner a la heroína entre la espada y la pared –lo cual quita credibilidad–, algunos de esos acontecimientos están muy bien “vestidos”. La situación con el padre de Nadezhda, a quien ella no ve desde hace años y ahora se ve obligada a pedirle dinero, y el prestamista al que recurre in extremis, son momentos dramáticos de primera agua, que generan mucha tensión. La lección no sería concebible, por otra parte, sin la actuación de Margita Gosheva, a quien la cámara acosa durante los 106 minutos de película. En lugar de perseguir al protagonista de espaldas, como en las películas de los Dardenne, aquí se lo hace de frente.
“Un abusador de la imaginación” Sustentada en la relación de un abuelo de Terence Stamp siempre elegante y su nieto, el film Miss Peregrine y sus niños peculiares se lanza a una serie de batallas y aventuras entre niños buenos con poderes y sus enemigos con otros poderes. ¿Cuándo desfallece un artista? Cuando su apellido deja de ser tal para convertirse en marca, sin que él haga nada para impedirlo. García Márquez, a la altura de El amor en los tiempos del cólera. Salvador Dalí, explotándose explícitamente como producto para llenarse de oro, a partir del momento en que se convirtió en celebridad. Louis Armstrong, al aceptar el rol de cantante melódico de vozarrón excéntrico y dentadura XL. Fellini, Almodóvar y Brian de Palma, en el momento en que se rinden ante los modismos de lo felliniano, lo almodovariano y lo depalmiano (en La ciudad de las mujeres, Todo sobre mi madre y Femme fatale, respectivamente). El riesgo de la marca en el orillo estuvo presente desde el minuto cero en la obra de Tim Burton, en tanto lo suyo siempre pasó por el desborde imaginativo, el derroche icónico y la extravagancia visual. Ese riesgo se venía acentuando en los últimos tiempos, en la misma medida en que su cine tendía a adelgazar en términos de verdad humana. La cosa alcanzó una sima en su versión de Alicia, se recompuso con la injustamente subvalorada Sombras tenebrosas, Frankenweenie y Big Eyes y ahora vuelve a patinar con Miss Peregrine y los niños peculiares, una película casi tan vacua como la basada en Lewis Carroll. “Este Tim Burton es un abusador de la imaginación”, comentó a la salida de la privada, con desarmante agudeza, el mítico Luis Pedro Toni. Imposible ser más exacto. Basada en una exitosa novela escrita un lustro atrás por un blogger neoyorquino llamado Ramson Riggs, Miss Peregrine… se sostiene, en principio, sobre una típica relación de afecto entre abuelo (Terence Stamp, elegante hasta cuando está loco, convaleciente y paranoico) y nieto (Asa Butterfield, el chico de La invención de Hugo, de Scorsese). Se hace presente aquí el tópico del abuelo como aventurero romántico, con padres pragmáticos como fetas del sandwich. Siguiendo un encargo de aquél, Jake, el chico, va a parar a Gales en 1943, donde en el mes de setiembre se produce un bucle en el tiempo, que hace que éste se repita sin cesar. En ese bucle, Jake dará con la Miss Peregrine del título (Eva Green, que como todas las actrices de Tim Burton es su actual pareja), que protege a los niños peculiares que este muchacho Riggs parece haber concebido mientras miraba las películas de la serie X-Men. A ellos los quieren destruir unos malos provistos también de poderes (como mutantes buenos y mutantes malos) y liderados por un Samuel L. Jackson con pupilas blancas y cabellos también blancos, que le dan aspecto de zombie haitiano. Hay muchos combates fantásticos entre los chicos y los malos, que se llaman “huecos” (y se alimentan de ojos humanos) e ymbrynes (la zoología fantástica hace pensar en Harry Potter), un montón de efectos especiales y un modo de construcción por acumulación, en el que un signo tapa a otro y lo mismo sucede entre escenas, imágenes, personajes y actores (Judi Dench, el reaparecido Rupert Everett, Allison Janney), de modo que todo tiende a perderse en el montón. El abuelo lega por ejemplo al nieto un volumen de Ralph Waldo Emerson, dando a pensar que eso tendrá mucho peso en la formación de Jake. Y sin embargo no. El nombre de “huecos” de los malos es una autorreferencia involuntaria tan evidente que se comenta sola. El abuelo es de origen polaco, y en algún momento el padre de Jake comenta, desde su racionalismo, que esos chicos peculiares de Segunda Guerra a los que aquél se refiere no son niños con superpoderes, sino otra clase de infantes, obligados al exilio. Lo cual permitiría abrir una rica vertiente comparativa entre la dura realidad de la ocupación polaca y la fantasía desbocada. Pero no, nada de eso. Ocupado en burtonismos, a Tim Burton no le da aquí para llegar hasta ahí.
Un modo de ponerle belleza a la vida. Con una formación inusual, en la que aerófonos como quenas y sikus conviven con violines, contrabajos y bombos, la Orquesta El Tambo se constituyó con alumnos de la Escuela 188 del barrio homónimo de La Matanza y hoy ya cuenta con una segunda generación de integrantes. Hay películas que no se destacan por su forma, sino por la experiencia de la que dan cuenta. Es el caso de Orquesta El Tambo, la música en buenas manos, que presenta al espectador un hecho tan loable que no salió nunca en ningún noticiero. Se trata del Programa Social Andrés Chazarreta de Música Latinoamericana, emprendido en 2006 en barrios carenciados de catorce provincias argentinas para promover el conocimiento musical en medios que no contaban con él. Uno de ellos es el Barrio El Tambo de La Matanza, levantado sobre tierras fiscales improductivas que fueron adquiridas por una cooperativa. Con una formación sumamente curiosa, en la que aerófonos como quenas y sikus conviven con violines, contrabajos y bombos, la Orquesta El Tambo se constituyó entre los alumnos de la Escuela 188 de ese barrio, a iniciativa del insospechable Luis D’Elía, a la sazón docente del establecimiento. Al día de hoy la orquesta, dirigida por el maestro Carlos Álvarez, cuenta con una segunda generación de integrantes de entre 7 y 14 años, en cuyas manos los instrumentos resultan a veces de tamaño gigante. El esquema de representación elegido por los realizadores Líber Menghini y Jorge Menghini Meny es el más tradicional del documental: filmaciones en tiempo presente más declaraciones a cámara. Una lástima, ya que el tema era ideal para recurrir a técnicas de cine directo que registraran ensayos, indicaciones del director, vida familiar de los chicos-músicos y, por qué no, vida escolar, que aquí está enteramente ausente. Así como está no es que esté mal, pero la cuestión es qué se prioriza: si los hechos o las declaraciones. Aquí está claro que es lo segundo, con el inconveniente agregado de que a la mayoría de los chicos la expresión oral no se les da fácil, lo cual lleva a redoblar la pregunta. Igual, puede que les cueste la expresión oral, pero no la facial. No a muchos de ellos, al menos. No tienen desperdicios las sonrisas que no puede impedir el chico cuya madre cuenta sobre su obsesión de 24 x 7 con el violín recién descubierto. O la de la contrabajista que quiere tocar “en un teatro grande, con gente grosa”. O la del pibe que se plantea que la opción es entre el fútbol y la música. Si en términos estéticos llega con lo justo, éticamente le sobra a Orquesta El Tambo. No hay el menor indicio de pobrismo, miserabilismo, buenismo, paternalismo ni ningún otro ismo en la película de ambos Menghinis. Si no fuera porque en un momento alguien lo señala de modo colateral, ni nos enteraríamos de que muchos de estos chicos son hijos de padres de- socupados, que viven de planes sociales. Los padres y madres que aparecen ante cámara son dignos, orgullosos de su condición, contenedores y articulados. ¿Producto de una cuidadosa selección por parte de los realizadores? Es muy posible, coherente en tal caso con un cierto punto de vista. Es buenísimo que en lugar de salir a robar, o a prostituirse, o a fumar paco, los chicos toquen huaynos, merengues, candombes o bambucos. El tema es que además lo hacen bien: la Orquesta El Tambo no representa una actividad recreativa o terapéutica sino una auténtica formación musical intensiva.
Misterio de la creación matemática. Título con tufillo trascendental, actores que pronuncian inglés como en el British Council, protagonista paupérrimo y sin embargo genial, peleándola contra la crema conservadora del Imperio Británico, fondo de Primera Guerra y, para rematarla, un lindo brote de tuberculosis. El hombre que conocía el infinito tenía todo, pero todo lo que se requiere para una de esas películas que podrían llamarse quality & humanity, y que hacen tan felices a los miembros de la tilinguería porteña y de todas partes. Sin embargo este film más británico imposible atraviesa esa cáscara para conectarse con la verdad de sus personajes, con la suficiente sobriedad como para que incluso los tópicos más adocenados del folletín pasen como si no fueran tales. La película escrita y dirigida por Matthew Brown se basa en una novela que reconstruye la peripecia de Srinivasa Ramanujan (basada en una historia real: otro tópico de temer), matemático genial sin formación académica, nacido en Madrás a fines del siglo XIX. Dev Patel lo interpreta con la misma ansiedad con que lo hacía en ¿Quién quiere ser millonario? Ansiedad justificada aquí: Ramanujan tiene veinte años, no puede parar de plantear los infinitos problemas y soluciones de su país y la subdesarrolladísima India de su tiempo no está en condiciones de contenerlo. Para que pueda desarrollarse hay que enviarlo a la metrópoli. Allí, en el Trinity College, dependiente de la Universidad de Cambridge –donde alguna vez estudió el mismísimo Isaac Newton– hay un académico llamado Godfrey Hardy (Jeremy Irons), que, a diferencia de la mayoría de sus colegas, no teme a los desafíos de la razón. Lo que viene es de imaginar: la reacción de la casta dominante de Trinity ante la llegada del morochito de la colonia, a quien el colega presenta como un genio en bruto (desarrolla fórmulas y teoremas por intuición, sin atenerse al sacrosanto método científico) y la lucha de Ramanujan y Hardy para torcer el brazo de los reaccionarios de los números. El hombre que conocía el infinito resulta menos esquemática que su sinopsis. El espectador se ve enfrentado al misterio no ya de la creación artística sino de la creación matemática, que parecería precisar de una formación sistemática que el arte no necesariamente requiere. Para Ramanujan no hay diferencia entre arte y ecuaciones: para él todo es cuestión de formas, y todas ellas son igualmente bellas. Aunque formado en la más rigurosa academia, Hardy coincide con ello –de hecho se haría conocido por un ensayo sobre la estética de las matemáticas– y ésa es una de las líneas de combate entre ellos y el burocrático establishment matemático de Trinity. Otra línea de conflicto, ahora entre pupilo y mentor, enfrenta el racionalismo a la pura e inexplicable inspiración. A la segunda, que en su caso toma la forma de visiones religiosas, Ramanujan le da el nombre de Dios. La película termina con el muy ateo Hardy al borde mismo de la conversión, tras el paso fatal del ventarrón del melodrama. De perdonar o no ese pecado (el de la conversión, se entiende) dependerá la apreciación final que se tenga de El hombre que conocía el infinito.
La parte afectada. Como ya es hábito en el documental contemporáneo, el film de Arruti provee momentos de una emotividad a la que el cine de ficción, paradójicamente, parece haber renunciado hace rato. Producto de la cisura ocasionada en el cuerpo social por la última dictadura, el de la busca del padre perdido, desaparecido o asesinado es casi un género aparte dentro del documental argentino de las últimas décadas. A Los rubios (A. Carri, 2003), Papá Iván (M. Inés Roqué, 2004) y M (N. Prividera, 2007) se suma ahora El padre, que a su vez representa el esperado retorno, tras largos doce años, de Mariana Arruti, realizadora de un título poco menos que mítico, Trelew (2004), donde reconstruía la masacre del 22 de agosto de 1972 extensivamente, a través de las voces y recuerdos de las víctimas, del modo en que la literatura de no ficción lo viene haciendo desde los tiempos de Operación masacre y A sangre fría. Al igual que los títulos mencionados, pero tal vez más, la busca de la realizadora, que la tiene por protagonista, asume las formas del relato policial, con una forma de resolución que satisface a lo que en los estrados judiciales se llamaría “la parte afectada”. “Luego de eso mi padre murió”, dice brutalmente la voz en off de la realizadora, cortando unas filmaciones caseras que la muestran de pequeña junto a su familia, festejando su cumpleaños. En realidad ésa no es ella, ésa no es su familia y ésas no son filmaciones caseras: todo está fraguado. Juan Arruti murió cuando Mariana era muy pequeña, y ella no guarda recuerdos de su padre. Tampoco guarda filmaciones, por lo cual optó por la vía de la ficción para reproducir las de su padre cuando ella era chica, y las de su padre de chico en otra serie distinta de imágenes, en blanco y negro. Ciertamente hubiera cabido la opción de no llenar el vacío de imágenes, o de hacerlo sólo con las que la realidad proveyera (fotos, por ejemplo). Lo cual no quita validez al recurso de la ficción. Arruti opta por ambas opciones: fotos del padre real y filmaciones del padre actuado. Juan Arruti, padre de Mariana, es hallado muerto en setiembre de 1973, junto a las vías de un tren. Se supone que se trató de un accidente, y desde aquel momento esa fue la versión aceptada. “Hoy quiero saber qué fue lo que pasó”, dice la realizadora y se toma un tren (justamente) que la lleva a Monte Hermoso, donde su padre, oriundo de Coronel Dorrego, se radicó tempranamente. Allí habla con un tío y sus primos, primero, y con compañeros de militancia, después. Además, Arruti charla reiteradamente con su madre y con un tío de la rama materna de la familia. Modelo acabado de dosificación de información, crescendo narrativo y construcción de un personaje, en El padre Juan Arruti (que al comienzo no tiene ni nombre) pasa de ser un hombre “jovial y fornido”, al que le gustaba cantar tangos, a sindicalista combativo, desencuadrado del PC luego de que la burocracia de su partido lo acusara de “trotskista y extremista”. Sin que en ningún momento se formule en palabras, la propia narración va desarrollando una lógica que permite decantar distintas hipótesis conspirativas posibles para la muerte de Arruti, quien en los relatos de la gente cercana a él aparece como un tipo tan ejemplar que hasta su propia hija desconfía de tanta falta de mácula. Como ya es hábito en el documental contemporáneo, a la inversa de lo que el lugar común presupone El padre provee momentos de una emotividad a la que el cine de ficción parece haber renunciado hace rato. Son varios los que se quiebran frente a cámara, al recordar a un hombre que dejó sin duda un recuerdo fuerte. Dos de ellos resultan particularmente tocantes. Uno es su hermano, uno de esos tipos que parecen llevar tatuado en la frente el cartel “Hombre bueno”. Está haciendo memoria lo más tranquilo frente a su sobrina, cuando de pronto le viene como una ola de adentro, que le hace pegar un cachetazo sobre una mesa que tiene frente a él, y taparse la cara con esa misma mano rugosa de albañil. El otro es uno de los primos de la realizadora, que hablando sobre las convicciones del tío de pronto se larga a llorar porque “fue al pedo”. Lo otro que El padre termina por redondear, siempre sin manifestarlo expresamente, es su carácter metonímico, con su muerte altamente sospechosa y la trama de silenciamiento, ocultamiento y complicidad que la rodearon.
Conocido mix de mafiosos, narcos y banqueros. A mediados de los años 80, en plena eclosión del tráfico de cocaína colombiana en Estados Unidos, mientras seguía el hilo del cartel de Roberto Escobar la DEA dio con una red hipermillonaria de lavado de dinero, que llevó a descubrir que un banco panameño había tomado posesión ilegal del First American Bank de Washington. Con Bryan “Walter White” Cranston en el papel del agente a cargo de la investigación y un amplio elenco repartiéndose los roles de narcos, sicarios, agentes y resbalosos personajes de la banca, El infiltrado narra esa historia, echando mano de todas las películas de mafiosos, infiltrados y estafadores habidas y por haber. Es como si la propia película se infiltrara en otras para robarles, mimetizada con ellas. Con bigotes y una “biaba” importante en el pelo (que no es parte del disfraz, sino del personaje), Cranston es Robert Mazur, agente de la DEA y padre de familia, que para cumplir con el operativo adopta la personalidad de un financista llamado Bob Musella. Por indicación de su superior (Amy Ryan, una tipa bastante jodida, no queda muy claro por qué), se le suma el agente latino Emir Abreu. Lo cual es una muy buena noticia, ya que lo interpreta el gran John Leguizamo, quien deberá servir como “facilitador” ante colombianos y panameños. Uno de estos es un narco gay que viste como Eduardo Bergara Leumann (todo de blanco, con sombrero aludo y chal) y siguiendo la línea se llega hasta los hombres de confianza del mismísimo Escobar. Por algún motivo aparece la tía de Cranston (Olimpia Dukakis) y, para introducir la posibilidad del triángulo amoroso, una falsa prometida (la rubia Diane Kruger, equivalente de la Michelle Pfeiffer de Scarface). Acá es al cuete, porque Mazur es un señor tan fiel a la patrona que ni cuando necesita ganarse la confianza de los narcos acepta los regalos sexuales que éstos le hacen, arriesgándose a que los tipos se ofendan. Cosa que no hacen porque el guion se los impide, nomás. Desde ya que hay “préstamos” de las películas de Scorsese (no podía faltar la secuencia de montaje acelerado del conteo de billetes), un montaje alterno estilo El padrino y un largo plano secuencia también como en Scorsese. Disfraces y vestuario de época como en La gran estafa americana y algún tiroteo operístico como en Scarface. El director, Brad Furman, tiene una película previa llamada The Lincoln Lawyer (2011), que a algunos les había gustado. El guión de ésta lo escribió… su mamá, la señora Ellen Brown Furman. Debe ser un caso único.
Esos chicos son como bombas pequeñitas. Una de las cuestiones clave de la narrativa contemporánea radica en cómo reformular aquello que la hiperproducción de relatos convirtió en tópicos o clichés, de modo de devolverles la frescura que alguna vez tuvieron. Es lo que hace la guionista británica Sally Wainwright con el motivo de la mater dolorosa en la excepcional serie Happy Valley. Lo que acaba de lograr la argentina Lorena Muñoz con la historia de la maestrita que quiso ser artista en la biopic de Gilda, y lo que consigue Rudi Rosenberg con su ópera prima Le nouveau, historia si se quiere típica del chico “impopular” en un colegio secundario dominado por los más cancheros de la clase. Historia típica, materia nada típica: lo que se gasta son las historias, no los materiales con los que están hechas. Nunca antes hubo en el cine un protagonista como el Benoît de Le nouveau. O su amigo Joshua. O Aglaée. O Constantin, o el tío Greg. O el propio Charles, que vendría a ser algo así como “el malo” de la película. Nunca antes hubo nadie como ellos, porque se les permite ser del modo en que sólo ellos saben ser. Benoît (Réphaël Ghrenassia) es nuevo en París. Viene de Le Havre, el mismo puerto en el que Aki Kaurismäki situó la más reciente de sus fábulas de perdedores a mucha honra. A Benoît le cuesta hacerse amigos. Para peor, en el primer día de clase su hermano menor hizo ocho. Es la primera escena, la única en la que aparece su familia. En el resto de la película, los únicos adultos que se ven son dos o tres profesores, además del tío del protagonista: está claro que lo que le interesa a Rosenberg son los chicos en su propio mundo. “Convidá a tus amigos con chocolates”, recomienda el padre, y ahí está Benoît en el aula, con una caja gigante de Ferrero Rocher, sin animarse a ofrecerlos y sin que ninguno de sus compañeros se entere de él ni de sus chocolates. En las primeras escenas es desesperante la impotencia de Benoît para entrar en cualquier conversación de sus pares: penetrar ese bloque parece, para él, como perforar el granito con caramelos. Benoît deberá atravesar varias humillaciones hasta que los favores de la linda chica sueca (que también es nueva, como él) y el círculo de chicos freakones que se va formando a su alrededor lo vaya consolidando como un pibe más dentro de esa constelación escolar. No el mejor sino uno más: ésta no es una de Hollywood. Como corresponde a una historia de adolescentes, Le nouveau –ganadora del Premio del Público en el último Bafici– está hecha de encuentros y desfases. Un encuentro mayor, a partir de un fracaso mayúsculo, es la fiesta que organiza Benoît en casa de sus padres por sugerencia de su tío, un tipo más o menos vagoneta y por eso mismo con buena sintonía con su sobrino y amigos. Da la sensación de que más que los personajes son los actores los que la pasan bomba en esa fiesta con DJ (el tío), y el aporte de un perro pug es esencial, como siempre que intervienen estos primos lejanos de ET. Otro tanto sucede durante unas jodas telefónicas, clásica broma de tiempos analógicos. A propósito, toda Le nouveau parece transcurrir en una era predigital, libre de celulares, tablets y otros dispositivos, en la que apenas hay lugar para alguna que otra Playstation. Altos desubiques son los de otra fiesta, en la que Joshua –entre cuyas costumbres figuran las de hacer listas de mil cosas, tocar el acordeón y traficar electrónicos– entra sin estar invitado y se manda una macana que es para matarlo, antes de calzarse con Benoît sendos forros en la cabeza. “Estábamos borrachos”, se excusa Joshua, antes de enterarse de que la cerveza era sin alcohol. Los chicos tienen 13, 14 años: si no se comportan como pavotes a esa edad, cuándo.
Una pequeña guerra de supervivencia. En un género donde no abundan las sorpresas, el film del director de Evil Dead hace gala de concisión y buen pulso narrativo. Es la historia de Cenicienta, teñida de rojo. Supongamos que sos un fan del terror y el cine fantástico, pongámosle que uruguayo. Con unas compus caseras armás un corto sobre robots gigantes que invaden Montevideo. Lo subís a Internet. Un corto muy corto, 5 minutos. Se llama Panic Attack. Tiene una circulación viral. Lo ve Sam Raimi, el creador de la saga Evil Dead y El hombre araña, y le parece que si con un par de compus hiciste eso, con unos millones de dólares vas a podés hacer mucho más. Te dice que te vayas para allá, te ofrece filmar la remake de The Evil Dead, la primera. La filmás, te va bien de crítica y de público. Rodás tu segunda película en Hollywood, siempre con apoyo de Sam Raimi, y repetís. Tu nombre es Fede Alvarez, tenés 38 años, naciste en Montevideo y esa segunda película es No respires, un cuento de encierro y de sangre que volviste a escribir con tu compatriota Rodo Sayagues, que ya te había dado una mano con Evil Dead. En el sitio Rotten Tomatoes, que recopila las críticas de los medios estadounidenses, No respires saca un 86 por ciento de promedio, equivalente a 8.6 sobre 10. Y 83por cientio de parte de los espectadores. Estás hecho, Fede. Respirá. Del cine clase B, No respires toma el minimalismo de su concepción general y la pintura de personajes con unos pocos trazos. Básicamente, un único escenario y cuatro protagonistas, librando una batalla a matar o morir. Tres chicos veinteañeros de Detroit se dedican a robar casas cuando los dueños no están. No necesitan forzar cerraduras: entran con las llaves, que le quitan por un rato al padre de uno de ellos, dueño de una empresa de seguridad. Dos de ellos son novios. La chica tiene buenos motivos para querer huir a la soleada California: su madre, de vida promiscua, no la trata precisamente bien, por lo cual quiere llevarse con ella a su hermana menor. Para eso necesita plata, y les acaban de pasar el dato de que un veterano de guerra que vive solo en un barrio abandonado (Detroit, que hace décadas dejó de ser el paraíso automovilístico que fue alguna vez, está llena de barrios abandonados), cobró 300 mil dólares como compensación, de parte de una mujer que mató a su hija en un accidente automovilístico. En un scouting, los tres chicos descubren que el tipo (el veterano Stephen Lang, visto recientemente en Avatar) es ciego. Pan comido. Salvo que no será precisamente pan comido. Entre otras cosas porque es veterano de guerra. Y porque además guarda varios esqueletos en el ropero. Concisa y con una precisa dosificación de las sorpresas narrativas, No respires no es un juego del gato y el ratón sino una pequeña guerra de supervivencia, en la que en algún momento aparecerá un prisionero y se develará el paso a la locura. Álvarez y Sayagues echan leña al fuego con cantidad de detalles que riegan meticulosamente. La guerra de No respires es también un sistema de trampas y de ingenio. Lo primero dicho tanto en sentido de cacería como, en cierta medida, de fullería para con el espectador, casi inevitable en esta clase de cuento. La tensión mantiene su crescendo y la moral del relato cierra con un notable nihilismo, que lleva a preguntarse cómo habrán hecho los vecinos rioplatenses para sostener, en tierras en las que el crimen no paga, que se puede robar, matar y hacer cosas mucho peores sin que nadie se entere siquiera.
La ironía de Austen en la gran pantalla. Es una película de época, pero no “de qualité”: el realizador de Barcelona toma un relato de la escritora británica para construir una historia en tono de comedia sarcástica. Una de las protagonistas de Metropolitan, ópera prima (1990) del estadounidense Whit Stillman, estaba encandilada por la obra de Jane Austen, en particular por la Fanny Price de Mansfield Park. Un cuarto de siglo más tarde, Stillman le da el gusto a su heroína y filma una nouvelle de la autora de Sensatez y sentimientos y Orgullo y prejuicio, demostrando que su obra será escasa, pero sus amores no son fugaces. Quinta película del realizador de Barcelona y Los últimos días del disco, Amor y amistad (que para enrevesar un poco las cosas no se basa en el cuento homónimo escrito por Austen a los 14 años, sino en la novela Lady Susan, que la autora de Persuasión habría completado a los 19, pero se publicó póstumamente) es su primera película de época. De época, pero no de qualité: como casi todas las historias de Austen, Amor y amistad es una comedia. En ella no importan nada la platería o los cortinados, sino las tramoyas de los personajes. De hecho, según Stillman su fuente de inspiración cinematográfica fue Dos pícaros sinvergüenzas, aquella comedia de los 80 en la que Michael Caine y Steve Martin estafaban a señoras adineradas en la Costa Azul. Acá, con todas las licencias del caso, los alter egos de Martin y Caine serían, como se verá, Kate Beckinsale y Chloë Sevigny. Beckinsale es Lady Susan Vernon, viuda muy deseable que al comienzo de la película parte en carruaje junto a su hija, en medio de un pequeño drama familiar de sus ex anfitriones. No está muy claro el motivo de los gritos y las lágrimas, pero más tarde se sabrá que se deben a la excesiva confianza que la dama se habría tomado con el apuesto dueño de casa, Lord Manwaring. De allí, Lady Susan decide prestar una visita a su cuñado y esposa, quienes justo en ese momento se hallan en compañía del joven hermano de ésta, Reginald DeCourcy. Llamativamente, Lady Susan prolonga su visita, prodigándose en paseos en compañía del joven Reginald. Para su sorpresa llega su hija Frederica, expulsada del internado al que concurría, por haber intentado huir de allí. La novedad no le hace mucha gracia a su madre, tal vez porque Reginald podría ser un candidato para ella. Sin embargo pronto llega Sir James Martin, un bobalicón que podría ser perfectamente “colocable” como prometido de Frederica. Mientras tanto, en Londres, Alicia Johnson, confidente estadounidense de Lady Susan (Sevigny) la ayuda a seguir tramando hilos que incluirán convenientes partidas y regresos de Frederica, a quien su madre mueve como a una pieza de ajedrez. Un dato rotundo del triunfo de la adaptación –a cargo del propio Stillman– es que la novela original está escrita, como Sensatez y sentimientos, en formato epistolar. Salvo una voz masculina que aparece en la brevísima escena inicial (y que de hecho no se sabe a quién corresponde) no hay voz en off en toda la banda sonora de Amor y amistad (título bastante poco apropiado, en verdad, ya que hay algo de lo primero en la historia, pero nada de lo segundo). Stillman da con un recurso de gran efectividad para imponer un tono y una forma de comunicación, al presentar a cada personaje parafraseando una modalidad del cine mudo, con viñetas que los describen de manera generalmente sarcástica. “Buen partido”, por ejemplo. “Algo atolondrado”, para el torombolo de James Martin. El estilo irónico, eventualmente vitriólico de Stillman hace sincro con el de Austen, lo cual permite a la película funcionar como una pista de patinaje del subtexto. Y una montaña de texto: Stillman nunca tuvo ningún complejo de que el cine no tuviera que ser dialogado. Sigue sin tenerlo, así que el espectador deberá afilar sus oídos. En ese sentido hay otra influencia no dicha, aunque sí confesada entre bambalinas por este nativo de Washington, que es la de Eric Rohmer. Influencia que parece extenderse a la puesta en escena, que manifiesta un claro predominio de planos americanos, que imponen una cierta distancia con respecto a un mundo en el que lo aparente y lo real también la mantienen entre sí.