Un nuevo carnaval criminal. La primera entrega de la saga se centraba sobre una familia que se defendía de un ataque a su casa. La segunda reunía a un grupo de desconocidos intentando sobrevivir a través de la ciudad, y ésta termina de explicitar el trasfondo político que siempre subyació a la saga. Wikipedia define a The Purge como una saga “de horror y acción de ciencia ficción social”. Suena a un abuso de la sumatoria de palabras, pero no podría concebirse fórmula más precisa. En el futuro próximo imaginado por el guionista y realizador James DeMonaco para esta serie fílmica iniciada en el año 2013, la nueva clase política que rige a los Estados Unidos ha hallado un modo tan radical como paradójico de pacificar a la sociedad. Consta de la llamada “depuración”. Durante una noche al año los ciudadanos tienen derecho, en una suerte de carnaval criminal, a cometer todas las tropelías imaginables sobre el prójimo, incluidos el saqueo, el crimen y la tortura. La primera entrega de la saga, que aquí se conoció en DVD, se centraba sobre una familia que se defendía de un ataque a su casa. La segunda, estrenada en cine como 12 horas para sobrevivir, reunía a un grupo de desconocidos intentando alcanzar lo del título a través de la ciudad, y ésta termina de explicitar el trasfondo político que siempre subyació a la saga. La profusión de armas de todo calibre, la paranoia extrema, el festival de tiroteos, un hombre negro perseguido por una patota de jóvenes blancos ricos y, sobre todo, la provocativa idea de una Estados Unidos refundada por unos nuevos Padres de la Patria que daban vía libre al crimen más perverso hacían de la primera de la saga una alegoría extremadamente perturbadora y claramente alusiva. La segunda daba un paso más, con una repulsiva fiesta de ricachones que todos los años se reunían para cazar y matar pobres, y su contracara, un grupo de resistentes que denunciaban a La Depuración como una forma de limpieza social y se oponían a ella armas en mano. Ahora es tiempo de elecciones y los Nuevos Padres Fundadores, que quieren mantener el orden establecido y están convencidos de que la justicia social es una idea en la que sólo una manga de estúpidos puede creer, tienen su propio partido y su candidato, un ministro protestante que todas las noches de Depuración preside, en una iglesia de Washington, una serie de sacrificios públicos. Al Partido de los Padres Fundadores se le opone la senadora Charlie Roan (Elizabeth Mitchell), candidata liberal cuya principal promesa electoral es terminar con la Depuración. Sus razones son ideológicas, pero también personales: dieciocho años atrás fue obligada a presenciar, un 21 de marzo, el exterminio de todos los miembros de su familia. Liderados por el repulsivo Caleb Warrens (Raymond J. Barry, veterano secundario de montones de thrillers y films de acción), los miembros del PPF están muy nerviosos ante el ascenso de “la conchuda” en las encuestas (¿suena a algo conocido?), por lo cual se proponen recurrir a “medidas extremas” en la próxima noche de Depuración, para no permitirle llegar viva a la elección. Rodeada de su gente de seguridad, al frente de quienes se halla Leo Barnes (que en la entrega previa había estado a punto de cometer una “purga”, arrepintiéndose a último momento), la senadora se abroquela en su casa. Como es de imaginar, habrá una filtración de seguridad y ése es sólo el comienzo de la guerra, que será sangrienta. En las películas anteriores, DeMonaco, que tiene apenas una película previa y ninguna otra además de las de esta saga, se había mostrado tan certero con el procesador de palabras como en el campo de batalla del set. Aquí lo confirma, multiplicando subtramas convergentes y no dejando que el fuego se apague a lo largo de los 105 minutos del metraje. Fábula populista, la mayor parte de El año de la elección tiene lugar en dos espacios simbólicos: la residencia de la candidata y el modesto minisúper de barrio de un morocho, donde trabaja un joven inmigrante mexicano y donde suelen caerse a matar el tiempo libre otro morochón jubilado y una latina, alguna vez pesada legendaria y ahora retirada. Todos ellos –emblemas de la clase de gente a la que los miembros del PPF quieren borrar de la faz de la tierra y la senadora Roan defiende– terminarán haciéndose uno con su candidata, en una literal unión en la acción. Y atención, mucha atención a la relación que se establece, sobre el final, entre el inmigrante mexicano y el líder del PPF, porque se trata de la más extrema proposición pública apenas veladamente anti-Trump que se haya hecho hasta la fecha. Es verdad que la explicitez política le quita sugestión y por ende poder perturbador a esta tercera parte de The Purge. Era mucho más chocante cuando en la primera los vecinos querían asesinar a la familia protagónica porque envidiaban su éxito económico, o los ricachones babeantes de crimen de la segunda parte, que este enfrentamiento político derivado a la sangre, algo finalmente no tan monstruoso, por habitual. Aun así, DeMonaco mantiene la presión alta de una punta a otra del metraje, con escuela clásica, ideas revulsivas (el “turismo criminal” de visitantes extranjeros) y pinceladas de exuberancia: el legendario monumento a Lincoln y una pintada que dice purge en la misma imagen, una guillotina que trabaja a pleno en un pasaje, una patotita sangrienta de party-teen-girls asesinas a bordo de un auto todo tachonado de lentejuelas brillantes, y un sacerdote del infierno, con pinta de Nosferatu.
El juego de las diferencias. La mayor inocencia de La inocencia es llamarse como se llama, teniendo por protagonistas a dos niñas de seis años. Un chico que llora para llamar la atención, algunos otros que juegan a pegarse, uno que inventa mentiras, celos a la hora de elegir al mejor compañero y ciertas intrigas femeninas no bastaron para modificar el título de este documental dirigido por Eduardo de la Serna, uno de los tres realizadores de El ambulante. Seguramente no es casualidad que aquel otro documental de 2009 hiciera foco en un niño grande, un hombre casi septuagenario que recorría pueblos perdidos invitando a los vecinos a filmar películas caseras, mientras dormía de prestado en edificios públicos. En este caso, De la Serna opta por comparar las infancias de una niña urbana y una del interior provinciano a lo largo de un año, haciendo hincapié en la escolaridad de ambas. Aunque toda comparación suele llevar a una conclusión, en este caso no es así en lo más mínimo, ya que el realizador se cuida muy bien de no imprimir una dirección de sentido a ese paralelismo, dejando que las paralelas corran solas. Morena es morocha y de ojos tan grandes como el cliché suele atribuirles a los chicos. Gaby no. Morena vive junto a su mamá en un departamento y no hay rastros del padre, más allá de una mención durante una reunión con una psicóloga, en la que queda claro que a ella no le resulta fácil elaborar su ausencia. ¿Quiere decir acaso que el padre falleció, que se fue lejos? Se supone que si se tratara de una simple separación el padre debería aparecer a lo largo de ese año. A menos que haya sido muy traumática. Documental de observación que lleva sus postulados de no intervención al límite, La inocencia deja este hiato gigante tal como está: intocado. Gaby vive junto a sus padres en una humildísima casita de material, en un paraje curiosamente llamado La Ciénaga, en la localidad de Jáchal, en San Juan. Cursa primer grado en una escuela rural en la que son media docena de alumnos en total, con una única maestra para todos, en una única aula, por lo que puede verse. Como es de imaginar, aprender a leer y escribir se le hará más fácil a Morena que a Gaby, producto de una mayor estimulación del ambiente y de la escuela misma. La política de observación adoptada por De la Serna es extrema, poniendo incluso en riesgo el factor comunicación. El realizador aplica un formato por el cual sigue alternativamente a ambas niñas de mes en mes, desde el comienzo del año lectivo, en febrero, hasta su finalización en noviembre. No hay otro eje, estructural, organizativo o temático, más allá de ese. Como tampoco hay un punto de vista que se desprenda del film. Queda a cargo de cada espectador hacer su propio recorrido a través del film. En tren de impresiones personales, al cronista lo tocaron distintas formas de autismo institucional, que aparecen en la película como obvio reflejo de una realidad exterior. Durante un recreo en el colegio privado de clase media al que asiste Morena, un chico se escuda detrás de una maestra, como si ésta fuera un objeto, mientras otro chico lo busca, dando vueltas alrededor del objeto-maestra. Esta mira a lo lejos, como sin registrar a ninguno de los dos, aturdida tal vez por algo que no puede controlar. Luego se quejará del “caos absoluto” que fue el recreo. Tanto las maestras como la directora tratan a los chicos de primer grado de usted. Un trato absolutamente artificioso, ostensiblemente falso. Durante la celebración del Día de la Independencia en la escuelita sanjuanina, la directora no imagina angustias patrióticas ni se excusa por su estado de agotamiento, pero se expresa ante su media docena de alumnos y una docena de padres humildísimos con un lenguaje que sólo puede calificarse de escolar, en el sentido de que es como un idioma extranjero. Idioma que ninguno de los presentes está en condiciones de entender. Sin embargo aplauden, cerrando un círculo de mentiras compartidas, en el que una hace como si la entendieran y los otros como si les interesara.
Antes y después de los Titanes en el Ring. A comienzos de los años 60, de los cuatro canales de televisión que emitían en la Argentina (el Canal 2, predecesor de América TV, todavía no existía), en tres de ellos había programas de catch. El 9 tenía al líder, Titanes en el ring. Por el 13 iba El Ancho, con Rubén Peucelle, y en el 11 estaba Demonios del ring. Ese solo dato testimonia el nivel de popularidad que llegó a tener esa forma de espectáculo en la Argentina, y hasta no hace tanto tiempo: Titanes en el ring estuvo en pantalla, con interrupciones, hasta el 2001 y después lo sucedió 100 % Lucha. Lo que tal vez no sea tan conocido es que el catch no empezó aquí con Martín Karadagian sino treinta años antes. Esa larga historia es la que este documental de realización tripartita evoca con abundante y variado material de archivo, combates de mentirita en vivo y testimonios de primera agua, de showmen del ring tan veteranos que en muchos casos fallecieron en el tiempo que pasó entre el rodaje y la edición final. Lo de “agárrese como pueda” es porque antes de llamárselo catch, en la Argentina se le daba ese nombre, por traducción directa de catch-as-catch-can, designación que se le puso en Inglaterra hacia fines del siglo XIX a esta forma de lucha libre, adaptada a las ferias de diversiones. Los ingleses lo introdujeron aquí en las primeras décadas del siglo XX, celebrando combates en una Misión Inglesa ubicada en San Juan y Paseo Colón. Allí se inició un pionero local llamado Tobías Giordano, que siendo un anciano de bastón llegó a prestar testimonio a cámara en el film. En aquella Misión Inglesa practicaba también sus primeras tomas el mismísimo William Boo, el más célebre “referí bombero” de Titanes. En aquellos tiempos, Boo era cátcher malo y de esa condición de villano tomó su apelativo, derivado del abucheo que le dedicaban los habitués. La historia pasa después por un Luna Park con tribunas de madera y calefacción a puro tronco, el Circo Shangri-La en el Parque Retiro, un cartel que en una foto aconseja “Cuidado con los sombreros”, el relato del luchador Sarkis Tchirichian de cómo aflojaban a cajonazo limpio a los que se animaban a desafiar a los peleadores del circo, más tarde los guardavidas-patovicas del balneario El Ancla de Olivos, después Titanes y desde allí su ruta. Entre los testimoniantes de Agárrese como pueda están los mismísimos Indio Comanche, Rubén Peucelle (ambos fallecidos tras el rodaje), Mercenario Joe y hasta La Momia dando la cara, y entre los dorados fragmentos de archivo, las peleas de Karadagian contra Gatica (¡que lo quiso fajar en serio!) y el Capitán Piluso, así como la afeitada del patrón a Tchirichian en vivo. Extremadamente larga (dura 2 horas y 1 minuto) y dividida en partes, Agárrese como pueda encabeza cada sección por fragmentos del célebre ensayo de Roland Barthes “El mundo del catch”. La distanciada, brillante revalorización de esta forma de espectáculo hecha por el autor de Fragmentos de un discurso amoroso entronca limpiamente con el lúcido análisis que de esta variante de la farsa hace el teatrista Pompeyo Audivert. Los realizadores del documental prefieren celebrar a estos “titanes” como si en lugar de haber jugado a ser superhéroes en un país de la infancia en verdad lo hubieran sido. Y hasta lo siguieran siendo.
En busca de la eterna bellota perdida. Durante sus primeros cuarenta y cinco minutos, la quinta entrega de La era de hielo corre arrastrada por un frenesí de acontecimientos, gags, personajes, tramas y chistes, pero en la segunda parte pierde algo de vapor. No faltan, sin embargo, citas cinéfilas. En el fútbol moderno, sostenido en la presión, el esfuerzo físico y la disciplina táctica, con frecuencia uno se pregunta, a los diez o quince minutos de comenzado un partido, cuánto tiempo sostendrán los equipos tanta intensidad. Algo semejante sucede en ocasiones en el cine contemporáneo. Sobre todo en el de Hollywood, que apuesta a parecerse a una montaña rusa, para subir en ella a un espectador sediento de emociones estomacales. Durante media hora o cuarenta y cinco minutos (equivalente al primer tiempo de los partidos de fútbol), la quinta entrega de La era de hielo corre arrastrada por un frenesí de acontecimientos, gags, personajes, tramas y chistes. En la segunda parte pierde algo de vapor, desnudando un poco sus limitaciones temáticas. Manteniendo la premisa de la serie, Choque de mundos narra a la vez un desarreglo cósmico y las minucias de la convivencia de las especies terrestres. Líneas de relato que en algún momento, como indica el título, habrán de chocar. El cataclismo es producido una vez más por la ardilla Scrat. En su eterna busca de la bellota perdida, este émulo físico y espiritual del Coyote da con un plato volador enterrado en el hielo del polo, sale disparado hacia el cosmos, juega al pool con los planetas, funda una galaxia que lleva su forma, se incinera junto al sol y desencadena una lluvia de meteoritos que salen disparados hacia la Tierra, poniendo a prueba la capacidad de sobrevivencia del mamut Manny, el tigre Diego, el perezoso Sid, la comadreja Buck y sus familias (los que las tienen). Más próxima al modelo Dreamworks que a Pixar, la serie La era de hielo no se apoya en la solidez narrativa sino en el chiste, el anacronismo, el humor físico. Este último queda, claro, en manos –en patas– de Scrat, cuyo estado de permanente mutación física revela que el fantasma de Tex Avery participó de su procreación. Lo narrativo se reduce al tema de la dinámica familiar, con Manny padeciendo celos de suegro ante el botarate de su futuro yerno (conmovedor el momento en que papá hace el gesto de proteger a la nena y se encuentra con que a ésta ya la está abrazando el novio), la pareja de tigre y tigresa angustiados porque dan miedo a las crías (buenísimo el gag en que dos hilitos de sangre delatores asustan a dos cachorros) y el torombolo de Sid rebotando con candidatas varias, hasta que… En términos de citas y anacronismos, allí están las referidas a los protagonistas marchando en ralentí a desactivar un asteroide como en Armageddon, o el hallazgo de una Shangrilá estilo Barbie, rosada y poblada de unicornios, donde la vida es eterna y reina una llama-gurú escupidora y hipona llamada Shangrillama. Emblema del vértigo es Buck (voz del cómico británico Simon Pegg en la versión subtitulada), que con su cuchillito, su parche en el ojo, sus saltos coreográficos, su hipervelocidad y su predisposición a la aventura sonriente es un inconfundible Errol Flynn zoológico.
Juegos y asociaciones alrededor de Flaubert. “No se puede hacer más lento”, desafiaba el fabuloso ilusionista René Lavand, cuando quería incrementar la participación del público en sus trucos. Así, como un moroso guiño hacia el espectador, se desenvuelve, de atrás hacia delante, el título original de La ilusión de estar contigo. Primero se lee “Bovery”, después “emma”, finalmente el título completo, Gemma Bovery. Gemma Bovery, qué manera de llamarse, para una mujer que va a parar justo a Normandía, donde un siglo y medio atrás vivió su casi tocaya Emma Bovary. Para más casualidad –imposible casualidad “de biógrafo”, guiño compartido de juego de salón–, el marido se llama Charles, igual que aquel médico de provincia junto a quien se aburría Emma. Cuánto se parecen Emma y Gemma y hasta qué punto un vecino que leyó la novela parece estar reescribiéndola en vivo, sin advertirlo, como un Pierre Menard en acción: de eso se trata La ilusión de estar contigo, desdichado título local, que en tren de adocenar barre con el fondo mismo de la cuestión, que el original expone con perfecta concisión. “Hace siete años que volví a mi pueblo, tras haber trabajado como editor en París”, cuenta Martin (el impagable Fabrice Luchini) desde el off, en la escena introductoria. Editor: conviene retener ese dato. Como todo film lúdico, La ilusión de estar contigo exige estar atento a los detalles, que como en los policiales pueden encerrar claves que permiten participar del juego. Martin ahora trabaja como panadero, la profesión del padre, y lleva una vida tranquila en un pueblo tranquilo, junto a su esposa e hijo adolescente. Tranquila hasta que a la casa de enfrente se mudan unos vecinos ingleses: los Bovery. Charles (Jason Flemyng) es restaurador de muebles, y su esposa Gemma (Gemma Arterton) se dedica al diseño de interiores. Joven y pecosa, sexy y atractiva, para Martin es verla y caer flechado. “En un segundo, con ese gesto insignificante, se acabaron para mí diez años de tranquilidad sexual”, piensa para sí cuando su nueva vecina se da vuelta para saludarlo. ¿Cuánto tiene que ver en ese flechazo que la chica se llame como se llama? Es una pregunta para hacerse, teniendo en cuenta que Martin es bibliófilo, flaubertiano y amante del opus magnum del autor de Bouvard y Pécuchet. Inteligentemente, la película dirigida y coescrita por Anne Fontaine (Cómo maté a mi padre, Coco antes de Chanel) junto a ese guionista siempre filoso que es Pascal Bonitzer (ex crítico de Cahiers du Cinéma, autor de conocidos libros sobre teoría cinematográfica y guionista de cantidad de películas de Jacques Rivette, André Téchiné y Raúl Ruiz), a partir de una novela gráfica de Posy Simmonds, plantea un juego de asociaciones y disociaciones. Gemma se comporta y no se comporta como su antecesora. Tiene un amante, el joven castellano Hervé (Niels Schneider, el chico rubio como El Principito de Yo maté a mi madre, de Xavier Dolan), pero no motivada por una necesidad de fuga romántica. Tampoco se trata de una trágica, y en este punto la novela de Simmonds guarda en la manga hasta último momento una ridiculización verdaderamente envenenada de la novela de Flaubert. Asociaciones, disociaciones y permutaciones: quien no distingue realidad de fantasía, como consecuencia de su excesiva frecuentación literaria, no es Gemma sino Martin, quien además, a partir de determinado momento, comenzará a intervenir como “editor” en la vida y, sobre todo, los amores de su amor imposible. “Me pasó algo curioso, me sentí un director de cine, dirigiendo desde lejos a ella y a Hervé”, dice otra vez Martin para sí. A partir de ese momento será imposible saber con certeza –deliciosas ambigüedades de la primera persona en el relato cinematográfico– cuánto de lo que se ve sucede en realidad y cuánto es imaginado o “editado” por el narrador. Que además –precioso detalle– le cuenta el cuento a su perro en el off. Una persona que tiene por interlocutor a quien no puede entenderle ni contestarle no está del todo bien. Así como están algo descuidados los personajes de Gemma y Charles (¿qué lleva a ella a serle infiel? ¿qué cosa del decadente Hervé la atrae? ¿cómo vive él la infidelidad de su esposa?), el de Martin no podría estar mejor atendido. Visto en mil películas y seguramente menos reconocido de lo que merece (entre ellas Las noches de la luna llena y El árbol, el intendente y la mediateca de Eric Rohmer, Potiche y En la casa de François Ozon), al genial Fabrice Luchini, maestro de la autorridiculización, le basta abrir un poco los ojos para dejarse ver como un niño grande, tan digno de piedad como de la más cómica de las tragedias.
Negociar con el pasado y el presente. El opus 20 del realizador manchego presenta una relativa sencillez narrativa que marca una diferencia. Su base fue una serie de relatos de la canadiense Alice Munro, punto de partida para una historia de pérdidas con tono espistolar. La tragedia griega se llama el libro que la filóloga clásica Julieta lee en el tren, poco antes de conocer, en el vagón comedor, a quien será su marido. Fatalidad, destino y repetición: si pudiera concebirse una tragedia griega sin catarsis y con final feliz (feliz, aunque pasajero quizás), tal vez el nuevo Almodóvar se parezca a eso. Por más que se base en relatos de una escritora realista, la canadiense Alice Munro, Premio Nobel de Literatura 2013. Relatos que Almodóvar se ocupó de hacer encajar en una sensibilidad mediterránea, introduciendo un componente de culpa que en el original no había. Pero esa culpa no deriva en catarsis sino en angustia y depresión, según Almodóvar porque el original pedía contención emocional e internalización. Pero si al cada vez más sideralmente lejano chico fiestero de la Movida no le importó incorporar en los relatos de Munro una culpa que no había, ¿por qué habría de importarle mantener una implosión que no fuera propia? Desde hace tiempo que las películas de Almodóvar se ponen cada vez más tristes; años ha que aquel Pedrito desde hace rato canoso pasó los 60, su cuerpo le trae dolor y, según parece, su ánimo también. De modo siempre indirecto, frecuentemente laberíntico, en sus películas el realizador de La ley del deseo siempre habló de lo que le pasaba. La malherida Julieta no parece ser la excepción. Es llamativo que uno de los encuentros recientes que más huella dejaron en Almodóvar haya sido el que tuvo, de modo casual, con la escritora estadounidense Joan Didion, autora de dos libros de duelo: uno en el que relata la muerte súbita del marido y otro, la de su hija. Interpretada en la juventud por Adriana Ugarte y en la madurez por la reaparecida Emma Suárez, la heroína titular de Julieta parece signada por la enfermedad y la muerte. En algún caso, de gente a la que apenas conoce. En otros, de seres queridos. Y sin embargo, lo que más le duele no es una enfermedad ni una muerte sino el distanciamiento de su hija Antía, a partir del momento en que ésta sale de la adolescencia. El comienzo del film toma a Julieta a los 50, cuando había logrado olvidar la definitiva partida de Antía y se halla a punto de iniciar una nueva vida junto a su nueva pareja, el escritor Lorenzo Gentile (un trabado, teatral Darío Grandinetti). El Destino hace su primera aparición bajo los rasgos de la mejor amiga de adolescencia de Antía, a quien Julieta se cruza azarosamente por la calle, y que le trae su recuerdo, como si fuera un puñal. Julieta pone en suspenso su vida presente e inicia una larga carta para su hija, dispuesta a pasar en limpio para ella su vida pasada. Esa carta, que marca el regreso de la novela epistolar al cine, en pleno tiempo de chats y tweets, le da su estructura al relato, que como es frecuente en Almodóvar viaja hacia atrás. Lo que no es frecuente es la (relativa) sencillez narrativa y sobre todo visual y de puesta en escena del opus 20 del manchego. El relato es fragmentario, pero una vez establecido el plano del racconto tiende a avanzar cronológicamente, salvo dos o tres puntuales vueltas atrás, para finalmente volver al presente del comienzo. No hay exuberancia, disrupción humorística ni de ninguna otra clase (llamativamente, Rossy de Palma, en un papel que en otra época hubiera sido para Chus Lampreave, compone aquí un ama de llaves que más recuerda a la de Rebecca), no hay digresiones narrativas y casi no hay subtramas, como no ser la de las visitas de la protagonista a sus padres. Que en realidad entroncan temáticamente con el nudo central, y hasta funcionan como un espejo invertido o deformante (y anticipatorio), en relación con lo que más tarde sucederá con su hija. Contrariamente, algunas notaciones que parecen exclamar a gritos su carácter significante tal vez sean inconducentes. El caso del ciervo macho que corre junto al tren en la noche, bella imagen que no conecta con ningún otro elemento de la trama por el lado sexual, como tampoco lo hacen cierta escultura príapica que se muestra con reiteración, o la idea del pontos griego: el mar como aventura. Aunque esto último podría verse como indicio anticipatorio, cruelmente irónico. La idea de Almodóvar de reducir la puesta en escena a la mayor sencillez, como forma de concentrar en las emociones, desdice la esencia del melodrama y de su propio cine previo, que cree/creía en exacerbarlas por medio del manierismo. La sencillez de Julieta hace que la puesta se deslice en el borde de la transparencia –que da vía libre al juego de la verdad, a cargo de Ugalde y Suárez– y la chatura, que suele sobrevenir cuando no son ellas las que están frente a cámara. Podría decirse de Julieta que en ella funciona el núcleo duro, el sentimiento del dolor, encarnado en sus portadoras (y en este punto el libro–cita es uno de Marguerite Duras) y no tanto sus partes blandas –todo aquello que las rodea–, buena parte de lo cual en otros tiempos recibía el apelativo de "Almodovariano".
Película de living, en la que se luce el living. Se te ven los hilos, Chirolita. Basada en la misma obra que tiene en este momento su versión porteña en el Metropolitan, con Guillermo Francella, Jorge Marrale y Arturo Puig compartiendo cartel, Nuestras mujeres no es sólo teatro filmado, sino teatro “de hilos” filmado. O sea, esa clase de dramaturgia hecha de calculadas vueltas de tuerca, pistones que hacen girar sobre sí una máquina diseñada para enganchar, divertir, sorprender y, paradójicamente, emocionar a un espectador sobre todo cincuentón, edad de los personajes. Que a pesar de lo maquinal y calculado de todo el dispositivo algo de emoción se filtre a través de alguna hendija, obedece a dos factores: la sorpresa que pueda generar alguna (una) de esas vueltas de tuerca (que tomó al menos al cronista desprevenido) y las dosis de verdad que dos de los tres actores logran inyectarle sobre el final a un par de escenas. Claramente dividida en actos a la manera clásica, el primer acto presenta a los protagonistas constituyendo un grupo indestructible. Con lo cual sabemos que unos veinte minutos más adelante algún giro de la trama pondrá esa cohesión bajo amenaza de destrucción. Presentados colectivamente en off (el gesto “moderno” de la obra), Max (Richard Berry, coguionista y director ademas) es un radiólogo soltero, que todavía no encontró a la mujer ideal; Paul (Daniel Auteuil), reumatólogo casado y con dos hijos; Simon, finalmente (Thierry Lhermitte, el más ligado del trío a esta clase de comedias), dueño de dos peluquerías y casado, es el seductor del grupo. Los tres llevan un nivel de vida propio de cualquier comercial de televisión. Factor esencial de esta clase de películas u obras de teatro, en las que la empatía del espectador se gestiona, en primera instancia, por identificación o aspiración de clase. Recién después viene la empatía psicológica o emocional. El segundo acto, y el resto de la obra hasta poco antes de la “sorpresa” final, giran alrededor de un crimen que, es de sospechar, es muy posible que no haya sido tal. Detalle llamativo, la presunta muerte violenta de la esposa de uno de los amigos no interrumpe el clima de comedia. Algo que, puesto en relación con el comentario “¿Dónde viste que los hombres y las mujeres se comuniquen?”, no habla muy bien de la política sexual de estos tres señores. Teniendo en cuenta que funcionan como alter egos del espectador, y no precisamente para incomodar sino más bien lo contrario (la película termina con tres happy endings matemáticamente provistos), se supone que ese punto de vista es compartido por el relato, que además en sendos flashbacks hace quedar a la víctima como una buscona. Un ataque de sinceridio de guión, finalmente (lo coescribió Eric Assous, autor de la obra original), teniendo en cuenta la condición burguesa-conservadora de estos tres tipos. El presunto crimen genera presión sobre los dos amigos, y la presión conduce al juego de la verdad, infaltable en esta clase de obra, pero que en este caso, como es una comedia, se ve reducido a una única escena. Película de living en la que si algo se luce es el living del tremendo piso del radiólogo (que da justo frente a la torre Eiffell, no sea cuestión de que falte un lugar común), Berry, como es el director, roba cámara en una escena en la que baila un rap, mientras Auteuil hace un trabajo de grito y transpiración, más que de actuación. Sin embargo y ante sendas revelaciones que no son más que volantazos de libreto, ambos dejan colar, sobre el final, una verdad humana que no parecería corresponderse con esta maquinaria que si no huele a aceite es porque en estos interiores, de tan primorosamente aliñados, nada huele.
Un pastiche ocasionalmente disruptivo. La directora australiana, recordada por su película La prueba, reaparece ahora con un extraño paseo a través de distintos géneros, que van de la historia de amor y venganza a un final “gore”, con otro espléndido protagónico a cargo de Kate Winslet. Zapatos blancos, guantes blancos, sombrero blanco de ala ancha y abrigo negro, la chica baja del ómnibus, apoya las valijas en el piso, saca un cigarrillo de la finísima cigarrera y mientras se lo coloca entre los labios con la mayor elegancia susurra, mirando hacia el pueblito: “Regresé, desgraciados”. Historia de venganza en la que la heroína deberá vencer primero la amnesia psicológica que la lleva a borrar la escena crucial –para develar si ella cometió o no el crimen del que el pueblo entero la acusa–, el factor pastiche es el que permite levantar al film australiano The Dressmaker (que en Argentina se estrena con el improcedente título El poder de la moda) de la eventual recaída en el cálculo y el cine de fórmulas. De más está decir que el hecho de que el protagónico esté a cargo de la infalible Kate Winslet, que invariablemente pone lo mejor de sí al servicio de cada uno de sus papeles, es otro puntazo a favor, reforzado por la reaparición de Judy Davis, siempre al borde de la crisis de nervios. Los responsables de The Dressmaker no son desconocidos. El guión lo coescribió P. J. Hogan, guionista y director de El casamiento de Muriel, y detrás de la cámara estuvo su esposa Jocelyn Moorhouse, que en los años 90 había dirigido La prueba, en Australia, antes de pasar a Hollywood, donde estuvo a cargo de la “película de mujeres” How to Make an American Quilt, estrenada aquí como Amores que nunca se olvidan. Después de eso Moorhouse desapareció por dos décadas, hasta su reaparición con esta película. Si El casamiento de Muriel releía el cuento de hadas desde el camp, The Dressmaker se pasea a través de diversos géneros, aunque más que relectura lo que hay aquí es combinación. Pastiche. Un pastiche ocasionalmente disruptivo, y en otros pasajes complaciente y/o simplista. Simplista es la idea de un pueblo compuesto de gente maligna, con un intendente abusador, un farmacéutico chupacirios, mujeres sometidas, damas de bien arpías y algún hijo digno de esos adultos, por un lado, y por otro unos pocos vecinos-víctimas, que incluyen a la protagonista, la diseñadora de modas Myrtle, su madre loca, Molly (Judy Davis, sucia, arrugada, desarreglada y con una comadreja por mascota hogareña) y la mujer del intendente. Si es muy divertido el jefe de policía que interpreta Hugo Weaving (el agente Smith de Matrix, que había sido fotógrafo ciego en La prueba), que suspira de ilusión cuando ve los vestidos que diseña Myrtle y no duda en ponerse uno negro para un funeral, y son divertidos los acompañamientos musicales de spaghetti western, que hacen aparecer a Myrtle fumando, y vestida para matar, como una reencarnación chic del Clint Eastwood de Sergio Leone, la historieta romántica de la protagonista con el galán Liam Hemsworth, que con su metro noventa y sus camisas abiertas parece escapado de la tapa de una novela romántica, pone a la película más allá de lo complaciente, al borde mismo de lo intolerable. Pero debe reconocerse, a su vez, que el brusco, disruptivo destino de esa love story la redime sobradamente, dando paso a una especie de “alargue” de media hora que mejora la película, cuando ésta había terminado con un empate tibio su tiempo oficial de 90 minutos. Ese alargue incluye una escena de gore que nadie podía haber previsto cuando Hemsworth y Winslet se daban besitos, y que es como el golazo inspirado que sacude la modorra. Aunque deje un par de gruesos cabos sueltos, la explosividad del final también echa ricino sobre el amenazante dulzor previo, inclinando la balanza para el lado del aprobado.
Centro geográfico, frontera mítica. La Plaza Congreso como centro geográfico, frontera mítica y punto nodal histórico y político de la ciudad y, tal vez, de la Nación toda, al menos en su carácter de representación. Esa es la hipótesis que el realizador Mario Levin persigue en Km 0, ficciones urbanas, su regreso al cine tras la lejana Sottovoce (1996) y la jamás estrenada Sola, como en silencio (2004). Más que de hipótesis, concepto que hace pensar en un desarrollo posterior sistemático, cuasi científico, convendría hablar de quimera, término cuya resonancia mítica parece sentarle mejor no sólo a la clase de referencias a las que en muchos casos recurre Levin sino también al estilo libre, sin ataduras, como de quien va hilando pensamientos en voz alta, cercando aquellas ideas. “Buscar ideas, pero partir de una sola: la Plaza Congreso como Km 0”, sostiene la narración en off, a cargo del periodista especializado en policiales Ricardo Ragendorfer. ¿La Historia argentina como relato policial? Es una hipótesis tentadora, pero la voz de Ragendorfer no está por eso, sino porque sí. Collage de imágenes e ideas, montaje de choque de matriz eisensteiniana, relaciones entre cine y política, asociaciones inesperadas, carteles como consignas: ya desde los primeros planos de Km 0, ficciones urbanas queda bien clara la marca a fuego de Jean-Luc Godard. El Godard de Historia(s) del cine, más precisamente. A escala, desde ya: hay menos juegos con el montaje, menos ambición, menos maximalismo, menos loops visuales. Una hora y un minuto contra las dos horas y media de la serie televisada de Godard. Dedicado a la memoria del realizador Sergio Bellotti, el film-ensayo de Levin –que a pesar de lo que sugiere su subtítulo no trata de ficciones– discurre en todas direcciones, siguiendo el hilo del discurso del realizador, verbalizado por Ragendorfer. El artista plástico Daniel Santoro, vecino de la zona, ve en la Plaza de los Dos Congresos el límite entre el Norte civilizado y el Sur imaginariamente bárbaro de la ciudad, antes de presentar su proyecto de duplicar el Pasaje Barolo, uniendo ambos con un puente que atraviese la Avenida de Mayo. El arquitecto Julio Colotti hace ricas asociaciones entre el Sur, los proscriptos y la indiada del siglo XIX, recordando cierto refrán que sostiene que el Congreso y la Avenida de Mayo fueron pensados por argentinos, copiados de los franceses, construidos por italianos y habitados por españoles. La narración, rapsódica, evoca escenas literarias de la avenida Rivadavia, imaginadas por Borges y Onetti. Y sin embargo, de pronto se sigue un hilo histórico que nace en el 1900 y recorre la historia de la inmigración europea, las luchas sociales, la represión del 1º de mayo de 1909 en Plaza Lorea (vecina a la de los dos Congresos), el atentado de Simón Radowitzky a Ramón Falcón, el apoyo de Salvadora Onrubia a Radowitzky, una impresionante carta abierta de ésta al general Uriburu… Más tarde sobrevienen imágenes de los bombardeos del 55 (que fueron en Plaza de Mayo), de los desaparecidos, las marchas por ellos, las del Orgullo Gay… El collage deviene línea, las imágenes dudan entre el documento naturalista y la intervención modernista. A Km 0 parece faltarle la necesaria cuota de orden secreto que requiere toda obra de estructura libre.
Otra mirada por la ventana indiscreta. Aunque hubo quien se apresuró a definirla como “un thriller psicológico”, nada hay de ese género en la película de Muntean, que presenta a un hombre ordinario en circunstancias extraordinarias y hace gala de un destacado trabajo de encuadres. “¿Te gusta escuchar detrás de las puertas, no?”, le echa en cara el vecino del 2º piso a Sandu Patrascu, así como en La ventana indiscreta el hombre de enfrente le preguntaba a “Jeff” Jeffries qué quería de él. Ni Sandu ni Jeff tienen respuesta para dar. El héroe de Hitchcock, porque no es del todo consciente de aquello que lo mueve. El de Radu Muntean, no se sabe bien, porque sus razones permanecen en ese fuera de campo que es el detrás de la máscara. Sin duda que el dilema moral y hasta el propio nudo argumental de El vecino, opus 5 del realizador de Aquel martes de Navidad, son muy semejantes a los de la hiper obra maestra de Hitchcock (en algunos casos da la sensación de que con obra maestra no alcanza). A lo que hay que salirle al cruce es al slogan de que El vecino “es un thriller psicológico al estilo de Hitchcock”, que algún atolondrado se apresuró a chambonear y a la publicidad local se le ocurrió reproducir. El vecino no tiene nada de thriller, como no tiene nada de cine de género el cine rumano en su conjunto, y saldrá totalmente defraudado quien vaya en busca de eso. Lo que le interesa a Muntean no es tener al espectador en vilo sino, como en Boogie (2008) y Aquel martes de Navidad (2010), plantearle una situación que lo ponga en problemas. También como en Hitchcock, Patrascu es un hombre ordinario en circunstancias extraordinarias. Pero, otra vez el juego de espejos entre ambos: de la ecuación, Hitchcock elegía narrar lo extraordinario; Muntean, lo ordinario. Como todo el cine rumano. Sandu vive con su esposa e hijo adolescente en un edificio post–Ceausescu, y lleva adelante con la esposa lo que con alguna exageración llama “sociedad comercial”, consistente en la gestión de todo tipo de trámites vinculados con el registro automotor. Un día como cualquier otro, cuando pasa por el segundo piso oye, desde uno de los departamentos, una pelea a gritos de una pareja, que incluye amenazas y violencia. Se para a escuchar, da la impresión de dudar si intervenir, en ese momento se asoma Vali, vecino del tercero, y Sandu se va. Unas horas más tarde la chica del segundo piso aparece muerta, un policía viene a interrogar a Sandu y éste niega haber oído nada. ¿Por qué lo hace? El mecanismo básico del film se ha puesto en funcionamiento. De aquí en más, a Patrascu se lo verá actuar, pero no sabremos qué lo mueve. Sólo puede conjeturarse. Al mismo tiempo, un elemento colabora con la paranoia y es eso lo que llevó a algunos a empujar las cosas para el lado del thriller: Vali comienza a rondar a su vecino del piso de arriba. Ahora la situación remeda la de otro film de Hitchcock: Pacto siniestro, donde el patológico Bruno Antony no dejaba de acosar a su doble débil Guy Haines, una vez producidos los crímenes cruzados. Como Bruno, como una especie de Droopy preocupante, Vali empieza a aparecerse en todas partes. Sandu se asoma por la ventana y ahí está él. Llega a su casa y lo encuentra, después de haber arreglado la X–Box del hijo y haberse autoinvitado a almorzar. Más tarde quiere hacer la transferencia del auto, y el gestor tiene que ser Sandu sí o sí. Sandu descubre varias facturas impagas y el peso de la culpa lo lleva a pagarlas. La cosa se pone cada vez más espesa y, como suele suceder con lo reprimido, terminará por explotar como un vómito. Muntean no filma lo reprimido sino la represión. Por eso sus encuadres son precisos, límpidos, calculados, como lo eran en Aquel martes de Navidad, otra historia de superficies ordenadas y caos subyacente. Como allí y como es prototípico del llamado Nuevo Cine Rumano en general, Muntean coloca la cámara siempre en la posición que le permite el mejor aprovechamiento de la escena, con la menor cantidad de cortes y sólo los movimientos imprescindibles. Esa elección hace que en cada escena el espectador se vea enfrentado a toda la situación, ignorando sin embargo todo aquello que no sea visible. Qué pasó con la chica, si la mataron o no. Si Vali es o no su asesino. Por qué calla Sandu. Lo que el espectador no puede ignorar, si está dispuesto a aceptar el reto, es qué haría él en esa situación. De eso tal vez trate en verdad El vecino. Así como la pregunta de Lars Thorwald en La ventana indiscreta quizás estuviera tan dirigida a “Jeff” Jeffries como, por elevación, a ese otro ser atrapado, después de haber pagado su entrada, en una silla llamada butaca.