Vecinos y parientes en clave de sol La notable ópera prima de Nante, que tiene como eje a la familia Tiempo, todos pianistas, trata sobre una dinastía de músicos argentinos para quienes en una nota, una inflexión, una tonalidad, puede llegar a jugarse el destino del mundo. Película de cierre del último Bafici, en La calle de los pianistas lo único que importa tanto como cada sonido es cada silencio. Es lógico que así sea: la ópera prima de Mariano Nante (Buenos Aires, 1988) trata sobre una dinastía de músicos argentinos para quienes en una nota, una inflexión, una tonalidad, puede llegar a jugarse el destino del mundo. Son los miembros de la familia Tiempo, pianistas todos ellos. Protagonista: Natasha, miembro destacado, a los 14 años, de una cuarta generación que ya parece contar en su primita de 3 con una segunda representante. En la musicalidad de su forma, la película de Nante espeja la de su contenido.“Pasame el pie de la clave de sol”, pide Sergio Tiempo a la inminente niña prodigio del clan, su hija Mila, para colocarle el zapatito en el pie derecho. Sergio, de cuarenta y pico, es hermano de Karin, ex niña prodigio que lleva el apellido Lechner. Karin es la mamá de Natasha Binder, que supo tocar en el Colón a los diez, y en el presente de la película está por dar un concierto en Bruselas, donde viven todos. Incluyendo a babascha Lyl, madre de Sergio y Karin e hija de Antonio de Raco, legendario formador de músicos argentinos. Para completarla, todos ellos son amigos y vecinos de Martha Argerich, que vive en la casa de al lado. De allí el título.“Escuchá, ésa es Martha”, avisa Alan Kwiek, otro pianista que vive en esa asombrosa Rue Bosquet, durante un almuerzo de domingo con amigos. Que, por supuesto, son músicos. Y todos dejan de comer y paran la oreja, para escuchar gratis a la genial vecina de al lado. La calle de los pianistas es, entre otras cosas, una oda a la burbuja creativa, al territorio de unos pocos metros cuadrados en los que se gesta arte. ¿Arte sublime? Tal vez, pero ejercido, practicado y trabajado como duro oficio. Para decirlo en términos musicales, uno de los leitmotiv de La calle de los pianistas es la vecindad. En todos sus sentidos: el endogámico, el protector y también el persecutorio: Alan Kwiek confiesa que no lo pone nada tranquilo eso de que otros pianistas anden escuchando sus ensayos a través de las paredes.Otro leitmotiv es, claro, el de la familia, que curiosamente entraña exactamente los mismos sentidos que la vecindad. La familia aparece claramente centrada en el eje abuela-mamá-nieta: un matriarcado en pleno funcionamiento. El abuelo ocupa el rol de actor (muy) secundario. Hasta el punto de que lo único que se sabe es el apellido. Se lo ve, siempre al lado de su esposa, en dos o tres reuniones familiares. Cosa que no sucede con el señor Binder, a quien no se lo nombra ni se lo ve, ni en lo que dura una semicorchea. Un tercer leitmotiv, algo más oculto, es el de la transmisión de afectos y conocimientos, que se manifiesta entre las tres generaciones del clan. “Mi amor” es posiblemente la frase no musical más reiterada a lo largo del metraje.No por estar ingresando en la adolescencia, ese encanto de chica que es Natasha (encanto natural, a diferencia de los sobrecargados niños prodigio del cine de ficción) deja de amar a mamá Karin. Mamá mira a Natasha y los ojos negros se le derriten. Basta que se siente a tocar una canción infantil con su otra nieta para que la abuela, severísima idische bobe, se convierta en otra miel. Y sin embargo, ¿cuánto habrá de mandato, de imposición latente, en ese destino familiar del piano? La película, que es cero periodística, no pretende responder eso ni ninguna otra cosa. Cine puro, La calle de los pianistas no investiga. Muestra, filma, encuadra, corta. Permite adivinar la severidad de babascha Lyl, la hipertensión de Karin cuando se pone exoftálmica, cierto grado de presión en Natasha, que en una escena llega a quejarse, casi sin que se advierta, del amoroso hinchapelotismo de mamá Karin.Como viene sucediendo últimamente (ver Carta a un padre, de Edgardo Cozarinsky, El color que cayó del cielo, de Sergio Wolf, la actualmente en cartel Damiana Kryygi, de Alejandro Fernández-Mouján, la próxima Al centro de la Tierra, de Daniel Rosenfeld, productor ejecutivo de ésta, la mismísima Bloody Daughter, de Stéphanie Argerich), un documental vuelve a tener un grado de elaboración visual, de exquisitez incluso, que desmiente que sea éste el campo exclusivo de lo urgente. En términos narrativos Nante deja coexistir, de modo absolutamente orgánico, todas las líneas –la de la vecindad, la de la burbuja, la de lo familiar, la del matriarcado, la de la transmisión, la de la producción familiar de niños prodigio– sin permitir que ninguna predomine.La seguridad en el uso de los materiales que exhibe Nante es asombrosa, teniendo en cuenta que filmó la película a los 26. ¿Joven prodigio? Lo más prodigioso de este film de prodigios (Natasha es, más allá de lo musical, un prodigio de calma casi zen, en medio de una familia en la que la tensión subyace) es la absoluta invisibilidad de la cámara, el drástico borrado del aparato cinematográfico. Lo cual da por resultado una muestra de cinéma verité en la que, paradójicamente, los planos parecen tan poco librados a la improvisación como las notas que los Tiempo tocan al piano.
Retrato cubista de Daniel Melingo Como en un cuento de Cortázar, Daniel Melingo se mete en el metro de París y cuando sale, está en Callao y Corrientes. Buena síntesis del porteñismo internacional del ex Twist, protagonista excluyente de esta suerte de retrato cubista en blanco y negro, premiado como Mejor Película de la Competencia Argentina en la última edición del Festival de Mar del Plata. Filmada básicamente durante una gira europea del actual cantor de tangos, milongas y camperas, como el título lo indica Su realidad busca reflejar, como un espejo roto, no a Melingo en la realidad sino la realidad de Melingo. Lo del espejo roto es porque la película está armada en pedazos, combinando fragmentos documentales con partes de presentaciones, escenas de ficción, misceláneas y hasta algún que otro sueño. Todo lo cual hace de ella, antes que una película orgánica, una serie discontinua de “piezas con Melingo”.“No puedo parar de pensar y, a la vez, no sé muy bien qué estoy pensando”, afirma en una de las primeras escenas el hombre del vozarrón arrabalero, como si fuera una mezcla de Pepe Biondi, Lacan y Brian Jones versión 1969. En el resto del metraje Melingo hace como que vuela por las calles de París, habla con frases de canciones (de otros) y divaga sobre cierto mariscal ruso. De la gira, el realizador, Mariano Galperin, elige, como en su primera película (1000 boomerangs, 1995), los tiempos muertos: habitaciones de hotel, seguimiento de mujeres misteriosas por la calle, Melingo jugando con un yo-yo Russell, improvisando grafogramas o cantando en un tren, junto a sus músicos, un mash-up de “Canción para mi muerte” y la marchita. “Vamos, Melingo”, llama Galperin, que hace de su representante. “Se va el tren, se va lejos”, dice. “No voy en tren, voy en avión”, le contesta el autor de “La canción del linyera”. Como otros fragmentos, el diálogo puede considerarse simpático o bobo, según como lo tome cada uno.El resto son partes brevísimas de conciertos (quien quiera ver a Melingo en vivo está poco menos que frito), de los que se han elegido los actings más excéntricos del multiinstrumentista, encuentros e improvisaciones con músicos famosos (un tema de Pappo con Calamaro, una jam con Jaime Torres), breves esquicios con famosos de otras profesiones (los actores Iván González y Guillermo Pfening, el ex futbolista francés Jacques Lafitte, el escritor Sergio Bizzio, un Miguel Zavaleta totalmente pasado de revoluciones), el propio Galperin haciendo de manager enojado o de hombre que duerme en una caja de contrabajo, los músicos transcribiendo pentagramas verbalmente, un baile de borrachos en el Pêre Lachaise, la preciosa fotografía en blanco y negro de Diego Robaldo. Y sobre todo, claro, el aguardiente vocal del protagonista, una columna sonora por sí sola.
Viendo Chappie se tiene la impresión de que es la clase de película que, como aquella que parodiaba Blake Edwards en S.O.B., empezó como una cosa y, en la medida que fueron metiendo mano productores, ejecutivos y guionistas varios, fue mutando hasta terminar en un embarre importante. Mezcla rara de película para chicos con Robocop, high tech barata, ternurismo con toques gore, reescritura elemental de ET, confusión entre cine para chicos y cine infantlizado, Chappie no es sin embargo, por lo visto, un caso de “productora mete mano en proyecto ajeno”, sino un proyecto de lo más personal. Eso indica el hecho de que su director sea también su productor y guionista. Rara coproducción entre Estados Unidos, México y Sudáfrica, con un elenco que incluye a un actor indio, un australiano y un sudafricano, su realizador es el cineasta de este último origen Neill Blomkamp, que se presentó en público con esa corrosión llamada Sector 9, se normalizó después (en el mal sentido) con Elysium y ahora patina en forma con Chappie.Película de robots, en Chappie todo está armado en función del androide titular, el ET del caso. En una Sudáfrica del futuro inmediato hay una corporación, presidida por Sigourney Weaver (podría ser cualquier otra, daría lo mismo), que se dedica a la fabricación de seres de titanio, que prestan servicio en la fuerza policial. En la corporación trabaja Hugh Jackman (que por lo visto se halla en pleno trip esteroideo), ex policía calzado que por algún motivo anda siempre en bermudas, vestido como de guía de Temaikén. Jackman luce, además, un flequillito alto, bigote y barba: como puede notarse, Wolverine no pasa por su mejor momento en términos de look. Tampoco en términos de actuación. Pero eso tal vez tenga que ver con que le toca hacer del malo-muy-malo, estilo Profesor Neurus o algo así.Jackman diseñó un superrobot al que las autoridades policiales no dan el OK. Motivo por el cual, despechado, desencadenará el infierno en Johannesburgo. Pero eso, recién al final (la película tiene una duración de dos horas, a la que calificar de desproporcionada es poco). Antes, el protagonista de Slumdog Millionaire, que es el científico bueno (el siempre bastante insoportable Dev Patel) provee de un cerebro artificial a un robot policial de desecho. Con lo cual el nudo de la película consiste en la relación filial que el androide, que se comporta como niño (el Chappie en cuestión) establece con los adultos que lo rodean. Sobre todo el científico, a quien llama Creador, y una chica a la que le dice, de una, mamá. La chica es miembro de una banda de criminales, a quienes la presencia de Chappie enternece en bloque, mientras siguen con su piratería del asfalto y otras prácticas deportivas, de las que invitan a participar a este nuevo R2D2 (otra “fuente de inspiración” de los autores). Las tramas y tonos se superponen de modo tan desordenado como ciertos colores flúo que, identificables con la infancia (rosas y amarillos, sobre todo) conviven aquí con el negro de los agentes policiales.
El rito de una pareja al borde del estallido Con dos únicos protagonistas (un soberbio trabajo de Pilar Gamboa y Juan Barberini), un tiempo acotado y pocos escenarios, el film aborda con acierto una historia en la que siempre hay cierta violencia contenida y que deja un final felizmente abierto. “Ah, ¿querés pelear?”, provoca Marcelo (Juan Barberini) a Lucía (Pilar Gamboa) en la secuencia inicial, enfrascándose en un pugilato de mentiritas, en el que ella se defiende tanto como ataca. Después la siguen en la cama, aunque un compromiso impostergable los obliga a posponer el placer para más tarde. La escena tiene pluralidad de sentidos. Por un lado, deja ver en clave lúdica la dinámica real de esa pareja, anticipando además, como farsa, lo que cuando se cierre el círculo rozará la tragedia. A la vez, que Marcelo y Lucía se hagan tiempo para jugar a que se pelean, pero no para hacer el amor, resulta significativo del estado o la forma de su relación. Cuando lo hagan, será en clave de juego sadomaso, canalizando las altas dosis de violencia de la relación pero no expurgándola, como confirman las escenas posteriores. Por lo demás hay un elemento engañoso en esa primera escena, que es el hecho de que Lucía dé pelea de igual a igual: la que constituye con Marcelo es una típica pareja despareja, en la que la amenaza física del macho es permanente, con la hembra optando por callar y echar paños fríos. Hasta que Lucía no aguante más y se plante en medio del ring.En su primera película en solitario (codirigió de a cuatro El amor (primera parte), 2004, y de a dos el rockumental Grande para la ciudad, 2007), Juan Schnittman (Buenos Aires, 1980) hace de esa pareja su interés exclusivo, concentrando todo sobre ellos. Tiempo (la diégesis se desarrolla en poco más de 24 horas), acción (todo se reduce a esperar que llegue “la hora señalada”), personajes (dos únicos protagonistas, el resto aparece en una escena cada uno), y es algo más flexible en términos de espacio (el departamento de ellos, sobre todo, pero también sus lugares de trabajo, el consultorio de un médico, una inmobiliaria, la casa de unos amigos). La peripecia es la mínima indispensable para servir como disparador: Lucía y Marcelo se mudan, por lo cual su departamento está ocupado por pilas de cajas, con todo embalado. Originalmente iban a firmar el boleto de compraventa hoy (el hoy del relato), pero surgió un inconveniente y deberán hacerlo mañana. Entonces, tensión por tener que andar con semejante cantidad de billetes encima y más tensión, porque en lugar de tenerlos consigo durante un rato deberán guardarlos por 24 horas. El plazo prefijado sirve, a la vez, como un tercer factor de tensión.Pero Lucía y Marcelo no parecen necesitar de esa circunstancia para estar tensos. El, al menos. Ella es puro abrazo, tragar para adentro y, llegado el punto, estallar en lágrimas. Marcelo contesta agresivamente a primera hora de la mañana (en el primer minuto de la película), cuando ella le pregunta algo mientras él se está despertando. De allí en más, de su parte todo serán caras de culo, enojo, gritos, algún ataque de furia digno de un chico peligroso, rompiendo todo lo que tiene a mano y, lo más preocupante, zamarreos y sacudones muy violentos, dando la sensación de que Lucía está a un paso de convertirse en mujer golpeada.Aunque ambos son gente de clase media, y ése es un detalle muy interesante (él es docente secundario; ella trabaja como cocinera en un buen restaurante), Lucía no parece advertir, o tal vez prefiera hacerse la zonza, su condición de mujer en peligro. Hasta que no aguanta más y reacciona pasando al frente, como en la primera pelea de mentiritas. Pero enseguida convierte la pelea en polvo. Un polvo violento, con elementos sadomaso y cierto coqueteo tanático por parte de ella. ¿Están sublimando la violencia entre ambos o la están actuando? Las dos o tres escenas siguientes (las finales) se ocupan de responderlo, de modo felizmente abierto y alusivo.En términos de puesta en escena está todo bien en El incendio. La cámara varía de punto de vista (la película está narrada desde una tercera persona variable), encierra en ocasiones a sus muy aprisionados protagonistas, abre el encuadre cuando se requiere (el grave ataque de un grupo de alumnos al profesor), se mantiene fija, expectante, o sigue los movimientos de los actores (el plano secuencia en travelling que acompaña a Lucía y Marcelo, desde las cajas de seguridad del banco hasta la calle). El espacio puede adquirir una significación extra, sin necesidad de caer en la alegoría unilateral: los barrotes de las cajas de seguridad aluden a la situación de los protagonistas. La iluminación aprovecha las zonas oscuras del departamento para funcionar también con sentido expandido.En su debut como protagonistas cinematográficos, Pilar Gamboa y Juan Barberini, ambos con amplia experiencia teatral, están magníficos, en roles que les exigen mantener presión desde el comienzo hasta el final de cada plano. Si El incendio no llega a ser una película mejor, es en parte por un par de desbalances (en una escena de interior se cae en el teatro filmado; la escena con los amigos trastabilla), pero sobre todo porque su horizonte parecería ser, a la larga, demasiado corto: ¿cuánto interés puede tener una pareja que no para de pelearse, por la misma clase de disputas de poder doméstico que suelen larvar a millones de otras parejas?
Demasiados detalles Ben Stiller y Naomi Watts son una pareja cuarentona que busca ser “otros” a través de nuevas y más jóvenes amistades: a pesar de un par de buenos gags, la historia se enreda demasiado. Compinche de Wes Anderson, con quien coescribió Vida acuática y El fantástico Mr. Fox, el guionista y realizador Noah Baumbach (Nueva York, 1969) hace girar su obra sobre el desajuste. Aquello que está o se pone fuera de lugar, sobre todo en las relaciones íntimas. En Historias de familia, lo que se desajustaba era una familia entera, a partir del momento en que los padres anunciaban su separación. En Margot y la boda y Greenberg, lanzadas aquí en DVD (2007 y 2010), las relaciones entre hermanas y hermanos. En Frances Ha, el desfase de la protagonista parecía ser con su propia vida. Cuarentones, los protagonistas de Mientras somos jóvenes se sienten incómodos con la edad, limitaciones y círculo de amigos, lanzándose a explorar la posibilidad de ser otros.Nada por lo que otros coetáneos no hayan pasado o vayan a pasar. El problema es que los otros que Josh y Cornelia quieren ser ya existen y tienen nombre. Se llaman Jamie y Darby y son una pareja de veinteañeros largos por la cual aquéllos sienten, a partir del momento mismo en que los conocen, lo que cabría definir como un flechazo. Documentalista, Josh (Ben Stiller) ganó fama y prestigio entre quienes conocen del tema con su primer largo. Pero en el segundo quiere abarcar tanto que no puede desarrollar nada. Josh está más insatisfecho, más conflictuado, más en crisis que Cornelia (Naomi Watts), con la que parecería haberse casado por ser la hija de un legmaestro del documental (el veterano comediante Charles Grodin).Josh está, en verdad, más todo que Cornelia, por la sencilla razón de que los personajes femeninos de Mientras somos jóvenes están tan subescritos como sobreescritos los masculinos. Es Josh el que se siente flechado por Jamie (Adam Driver), por el motivo por el cual un hombre suele rendirse ante otro: la admiración, cara luminosa de la envidia. Admiración sobreactuada de Jamie, documentalista en formación, por Josh. Admiración de Josh por la pasión, la exuberancia, la juventud de Jamie. Y sus mujeres, a la rastra de ellos. Josh empieza a usar sombreritos estilo Elvis Costello, Cornelia aprende a bailar hip hop (gran escena de Naomi Watts). A ninguno de los dos le despierta sospechas que Jamie sea adulón hasta el límite mismo de la náusea.Fábula de dislocación y crisis de identidad, pero también variante masculina de La malvada, Mientras somos jóvenes se disloca también entre demasiadas vertientes, como le sucede a Josh con su documental inabarcable. Baumbach se excede tanto en la(s) trama(s) como en la cantidad de detalles, diálogos y referencias que intenta meter por plano. Desde ya que su opus 7 no carece de grandes gags (toda la secuencia de los vómitos por ingestión de ayahuasca es divertidísima), observaciones lucidísimas (la secuencia de montaje que confronta el chic vintage de los hipster veinteañeros con la puesta al día tecno de los cuarentones) o perturbadoras (que Josh y Cornelia “rompan” con su anterior pareja de amigos para “meterse” con Jamie y Darby). Pero se pierde entre tanta minucia, cultivando el “no todo es lo que parece” de cualquier thriller paranoico y rellenando de información lo que en películas previas era pura, misteriosa inconclusión.
Dos actores solos no salvan una película Dos actores en dos interiores: ése parece haber sido el esquema de producción de Tokio, segunda película de un realizador (Maximiliano Rodríguez) cuyo debut (El vagoneta en el mundo del cine, 2014) no había sido precisamente recordable. Protagonizada aquélla por un grupo de actores poco conocidos, en ese terreno la apuesta es aquí incomparablemente más alta. Como que la pareja protagónica la integran Graciela Borges y Luis Brandoni, ambos con carreras últimamente espaciadas (lo último de ella fue Viudas, cuatro años atrás; él hizo un secundario en La suerte en tus manos, del 2012). “Por primera vez juntos”, se supone que es el gancho aquí, quedando demostrando que si no se los acompaña con algo más, dos actores solos no salvan una película.La de Tokio es la historia de un breve encuentro, al que se le intenta inyectar, sobre el final, un futuro artificial. El encuentro de dos desconocidos en un bar, que oficia como club de jazz. Ella tiene una historia previa, contada en una suerte de clip inicial: su última pareja la llevó de viaje a Roma, donde le metió los cuernos con una chica varias décadas más joven. De él no se sabe nada. Lo cual puede justificarse en términos de punto de vista: la historia está contada por ella. Lo de “él” y “ella” es producto de que ambos juegan a no decirse sus nombres, signo de su voluntad de empezar de cero, con lo cual él pasa a llamarse Goodman y ella, Nina. El apodo de ella remite a Nina Simone y tiene que ver con que él es pianista de jazz. De allí proviene el de él, producido en verdad por una confusión referida al clarinetista que toca en su cuarteto.Más que historia de amor, la de Tokio es la historia de un levante. Como podría serlo en tiempos de Mau Mau. Es el cumpleaños de ella, un amigo la clavó, él se comporta como indica el manual del picaflor veterano y ella no quiere pasar la noche sola. Producto de esto, de la iluminación con velas en el bulín al que él la lleva y de los boleros de Mario Clavel con los que ambos bailan, hay un trasfondo más de última oportunidad que de segunda en Tokio. La película se impregna de un clima espeso y fúnebre, en sentido contrario del optimismo ligero que seguramente se buscaba transmitir. Graciela Borges está conmovedora en una escena en la que logra ir más allá de las apariencias, mientras que a Brandoni se le pide que se mantenga en ese mundo: el de las apariencias. Punto álgido de una planificación caprichosa, una inexplicable serie de planos-detalle, que incluyen un ralenti y un corto travelling, convierten a una pava de agua hirviendo en involuntaria protagonista de una secuencia entera, en el bulín prestado. 4
El sostén de una cultura que resiste Tomando como centro de irradiación la historia de la protagonista, una adolescente de la tribu de los aché apropiada a principios del siglo pasado, el director expone la clase de relación que el conquistador sostuvo con los pueblos originarios del Cono Sur. La chica mira a la lente con la clase de mirada de quienes no se sienten amados por ella. En la foto está desnuda, en el plano no. Damiana Kryygi se niega a exponer a Damiana Kryygi a la misma humillación a la que la sometió el antropólogo alemán que le tomó la foto, con la intención de estudiar rasgos y características de los aché, a quienes el hombre blanco llamaba guayaquíes. En el momento de la placa, tomada en el frío mes de mayo en 1907, Damiana Kryygi tenía catorce años y sufría de tuberculosis. Dos meses más tarde murió. Haber posado desnuda, en un exterior, no debe haber colaborado con su restablecimiento. Tomando como centro de irradiación la historia de la protagonista, en Damiana Kryygi, Alejandro Fernández Mouján expone la clase de relación que el conquistador sostuvo con los pueblos originarios del Cono Sur. Yendo y viniendo desde fines del siglo XIX al presente, el documental revela sorprendentes continuidades y esperanzadores signos de ruptura.“Cuando miro esta foto me pregunto si es posible reconstruir su historia”, piensa Fernández Mouján, incluyéndose más que nunca en el relato. En la maravillosa Pulqui, un instante en la patria de la felicidad (2007), el realizador de Las Palmas, Chaco (2002) aparecía en cámara, porque ésa era la consigna. Aquí la narración en primera persona presupone un gesto más fuerte, una voluntad de implicación no sólo con el material, sino con el destino mismo de los protagonistas. Teniendo en cuenta el carácter protagónico que el realizador asigna a los aché, Damiana Kryygi también podría llamarse Los resistentes, su producción para televisión de 2010, que tenía por protagonistas a héroes y heroínas de la Resistencia Peronista.En Damiana Kryygi la relación entre contenidos y herramientas cinematográficas es tan meditada que la placa del comienzo la identifica sólo como Damiana, reservándose el Kryygi para el cierre. Sentido que la forma da: Damiana es el nombre que los blancos pusieron a la muchacha, Kryygi el apellido que los suyos le asignaron. El que va de la apropiación a la recuperación de la identidad es el recorrido histórico que los aché, pueblo de cazadores-recolectores del Paraguay oriental, hicieron desde tiempos de la conquista hasta hoy. Arco dramático que la película reproduce, imponiendo, en lugar de la linealidad histórica, una circularidad en la que pasado y presente tienden a replicarse.Damiana fue apropiada en 1896, a los cinco años, luego de que el grupo con el que se hallaba resultó masacrado por unos colonos, en punición por el carneo de un caballo. Llevada a casa de una familia blanca (así como casi un siglo más tarde los aché serían trasladados del bosque a la pradera), fue puesta como parte del servicio. Práctica conocida como “criadazgo”, vigente hasta hace muy poco tiempo. Tan poco que un hombre de menos de 50 años cuenta, en un dificultoso castellano –sometimiento al idioma dominante que no termina de consumarse–, su propia experiencia al servicio de una familia de hacendados. Una mujer más joven recuerda, entre lágrimas, la de su madre, cambiada en su juventud por una yunta de vacas.Tras su internación en el “manicomio” Melchor Romero –castigo a una sexualidad que se expresaba sin ataduras–, los restos serían estudiados y catalogados por el antropólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche, que terminó seccionando y enviando su cabeza a Berlín en 1907, para el examen de sus “caracteres raciales”. El relato no sólo hiela la sangre, sino que testimonia la clase de relación que el conquistador estableció con el conquistado, presentando a la vez una obsesión que es imposible no ver como huevo de la serpiente nazi. De modo imprevisto, la Historia se ocuparía de dar un par de vueltas de tuerca reparadoras a la historia de Damiana. En consecuencia, a la de los aché en su conjunto, en tanto éstos tienen a la muchacha por icono del destino de su pueblo.Teniendo en cuenta el respeto que Damiana Kryygi guarda con la dosificación dramática y narrativa, esas vueltas de tuerca no deben ser contadas. Con una estructura pensada pieza a pieza –el pozo que se cava en las primeras escenas adquiere sentido en las últimas– y un tratamiento del espacio dirigido a envolver al espectador occidental y urbano en la espesura del que fue alguna vez hábitat de los aché (la soja se ocupó de que ya no lo sea), la técnica visual que Fernández Mouján impone con ayuda de Diego Mendizábal es de exquisitez infrecuente. Pero siempre al servicio de un sentido. Un travelling que asciende por el tronco de un árbol no representa un mero paseo decorativo, sino una lenta forma de inmersión en el sostén de una cultura que resiste.
Comedia argentina al modo de Hollywood El nuevo film del realizador de Cara de queso consigue cumplir efectivamente con varias reglas de las películas de encuentros y desencuentros amorosos. Y a pesar de sus virtudes termina ateniéndose demasiado a esos mismos esquemas. Opus 4 de Ariel Winograd (Cara de queso, Mi primera boda, Vino para robar), Sin hijos es lo más parecido a una comedia de Hollywood que el cine argentino haya dado desde Carlos Schlieper para acá. Schlieper se movía dentro de la screwball comedy, género cuya propia esencia permitía altas dosis de subversividad, permitiendo jugar con infidelidades, roles sexuales y relaciones de poder. Sin hijos es una comedia romántica y en las comedias románticas las convenciones y el ideal quedan más a la vista: flechazo, relación soñada, distanciamiento, consumación. Allí donde Schlieper usaba el género, Sin hijos parece aspirar a él, haciendo de lo que debería ser base de lanzamiento su meta. Todo lo cual la limita, la encierra. Eso sí: quien quiera pasar un rato agradable con una película argentina “que parezca de Hollywood”, acá tiene esa rareza.La escena inicial presenta un encuentro entre los futuros enamorados tan atípico como las tradiciones piden. En una oficina pública, Gabriel (Diego Peretti) y Vicky (Maribel Verdú) se sientan uno al lado del otro para sacarse una foto, como dos perfectos desconocidos, pero de pronto se miran y se saludan efusivamente: se conocen desde la adolescencia. Es obvio que para Gabriel Vicky siempre fue la chica imposible y allí ocurre lo que no suele ocurrir: ella, que parece dispuesta a todo y ya, lo invita a acompañarlo de inmediato en un viaje. No debe revelarse cómo se resuelve la situación, pero tampoco disimular que a la escena siguiente hace su aparición una de las fantasías más de- sagradables del hombre medio porteño. Uno que no aparecía tan crudamente desde las películas de Eliseo Subiela (No te mueras sin decirme adónde vas, por ejemplo), y que por suerte el resto de la trama atenuará.Unos años más tarde, Gabriel está separado y Vicky reaparece, tan arrebatadora como la vez anterior, por lo cual será suficiente con que aquél se deje arrastrar por ese huracán morocho, de ojos grandotes y chisporroteantes. ¿Qué hace una madrileña acá? Trabaja como agente turística, modo elegante de resolver la necesidad impuesta por la coproducción. ¿Qué hace él? Se la pasa diciendo que le faltan tres materias para recibirse de arquitecto, pero administra la casa de música fundada por su padre y no se decide a ser músico de una buena vez. Pero el verdadero problema es Sofía, la mujer que absorbe la vida de Gabriel. Tiene 8 años y a una velocidad mental que triplica a la de su padre le suma una madurez como del doble de su edad, así como un carácter inteligentemente tiránico (es la clase de tirana a la que no se puede dejar de servir). Retirado de las pistas del amor desde su separación, Gabriel es incapaz de estar más de dos minutos con una chica sin hablarle de Sofía (divertidísima la escena en que una pareja amiga le presenta a una candidata). Y sucede que Vicky es una fundamentalista de la militancia anti-hijos. Por lo cual Gabriel deberá intentar lo imposible: no hablar de Sofía. Peor aún, lo imperdonable: negar su existencia.Con rubros técnicos cubiertos por profesionales de primera (de Félix “Chango” Monti en más) y un elenco se diría que ideal (Diego Peretti se confirma como el comediante perfecto del cine argentino; Maribel Verdú brilla por donde se la mire), Sin hijos tiene el timing que tiene que tener, no presenta lagunas rítmicas o narrativas y ofrece cuatro o cinco momentos cómicos muy logrados. Pero no carece de desniveles. Si bien se nota la atención puesta en los personajes secundarios, algunos (el amigo médico interpretado por Guillermo Arengo, con su pragmatismo extremo, que contrapesa la escasa practicidad del protagonista) están mejor desarrollados que otros (el hermano menor de Martín Piroyansky, de quien se conoce poco más que su cuelgue hippón). En el papel de Sofía, la debutante Guadalupe Manent roba escenas a lo loco. En más de un momento, demasiado. Pero el problema de fondo de Sin hijos es su ambición, que parecería terminar allí donde debería empezar: en ajustarse a las reglas de composición del género. Lo logra, a costa de no permitirse ni un pasito que desajuste un poco tanta pauta.
Un marginal en plena distopía Entre persecuciones, cacerías, vehículos y armas estrafalarias, toneladas de explosiones digitales y personajes raros, la saga recupera el espíritu de las dos originales, que puede verse como hipérbole trágico-feminista del clásico La diligencia. A tres megasecuencias de acción y dos de reposo se reduce la estructura narrativa de la nueva Mad Max, que se estrena en la Argentina a la par de su lanzamiento planetario. Que ese lanzamiento tenga lugar en la luminosa vidriera de Cannes no deja de tener su lógica, teniendo en cuenta que fue la crítica francesa la que treinta y cinco años atrás supo descubrir en la primera de la saga la condición de “western sobre ruedas”. Reconectándose con un espíritu que la onda megaconcierto de Más allá de la cúpula del trueno (1985) había interrumpido tras las dos primeras (1979 y 1981), Furia en el camino puede verse como hipérbole trágica-feminista de La diligencia. Empezando por su estructura –el clásico de John Ford también alternaba grandes escenas de acción con otras intimistas– y siguiendo por su moral.Despojado de aquello que aún lo ligaba a lo social (la familia), Max Rockatansky siempre fue, como el Ringo Kid de John Wayne, un outsider, un marginal, un tipo que no se sabe bien de qué lado de la ley está. Si está en alguno. “En este mundo no se sabe quién está más loco, si ellos o yo”, duda hamletianamente Max (Tom Hardy, con voz raspada de Mel Gibson), mientras se traga una lagartija viva. Escrita por George Miller junto a Brendan McCarhty y Nick Lathouris, la nueva Mad Max se abre del modo clásico para una distopía: con imágenes y textos documentales (o seudodocumentales; algunos están fraguados), que cuentan los desastres que llevaron al fin de la humanidad. Por primera vez la saga, que siempre se mantuvo en el terreno de la parábola, se relaciona con la Historia, el mundo tal como se lo conoce, lanzándolo al futuro.Lo que sigue es el mundo tal como no se lo conoce. Uno en el que sólo se trata de sobrevivir. Alguna vez director de fotografía favorito de Peter Weir, el veterano John Seale extrae al desierto tonos azafranados que lo cubren todo. Allí, como es lógico, los líquidos escasean. La nafta, el agua, la sangre y un fluido que va a inclinar la trama hacia una zona inédita: la leche materna. Para convertir en “bolsa de sangre” al loco Max, unos seres pálidos como muertos, a los que se conoce como “media vida”, lo cuelgan de un guinche, le conectan una sonda y le incrustan una máscara como la que lució Robert Lewandowski en los dos partidos de la Champions contra el Barça. Los media vida necesitan sangre y la comunidad a la que pertenecen necesita nafta. Para proveerse de ella, el líder envía un convoy que, atravesando el desierto, deberá llegar a la Ciudad de la Nafta.El líder es Immortan Joe, que también usa máscara y una extraña coraza plástica (Hugh Keas-Byrne, el Homúnculo de Mad Max 2). La nafta la tiene que ir a buscar Imperator Furiosa (una calva y excelente Charlize Theron), conductora del camión cisterna, que lleva contrabandeadas a las cinco esposas a las que el líder usa como “paridoras”. Para qué y dónde las traslada y quiénes van a recibirlas, son cuestiones que no deben revelarse. Apenas cabe anticipar que el loco de George Miller inaugura aquí el feminismo combativo de la tercera edad. Al camión de Furiosa se subirá el fugado Rockatansky, e Immortan Joe lanzará tras ellos a sus motoqueros salvajes, que, como los apaches en La diligencia –o bucaneros en una de piratas– intentarán abordar el vehículo.En el origen, Max fue un trágico, un torturado por sus recuerdos, y en ese sentido Furia en el camino representa un regreso. Con un muñón por brazo y cojeando en algún momento de la pierna opuesta (como Mel Gibson en la primera Mad Max), la dura y lastimada Furiosa es, claramente, su versión en espejo, tiñendo de gravitas las escenas de reposo. El harén del cacique, el rol que se asigna a sus esposas y unos combatientes autosacrificados a los que se les promete el Valhala permiten relacionar, en una fina tangente, a los habitantes del desierto de Furia en el camino con algunos de sus contemporáneos. El resto es el bizarro batifondo que constituye marca de fábrica. Redoblando su pasión pastichera, Miller multiplica al infinito persecuciones, cacerías (que incluyen referencias a Hatari, de Howard Hawks), vehículos como de Los autos locos, las armas y dispositivos más estrafalarios, toneladas de explosiones digitales, personajes raros (infaltable enanito deforme) y un montaje que, atento a los tiempos rápidos y furiosos que corren, en las escenas de acción roza de a ratos el clip. Sin que nunca deje de entenderse lo que pasa, eso sí.
Otra que “Tocando el viento” El film de Yurkovich documenta con sensibilidad y precisión la séptima edición del Festival Internacional de Bronces de Isla Verde, celebrada un par de años atrás, con participación de un centenar y medio de músicos de todo el mundo. Al pie del escenario, algunos, al fondo del salón otros, los cien integrantes del Ensamble de Bronces de Isla Verde soplan y soplan en la noche de cierre. Un bóxer, venido seguramente de la calle, avanza lo más pancho hasta llegar casi hasta donde están los músicos, sin que a nadie le moleste. Si hubiera que elegir una imagen emblemática de Bronces en Isla Verde seguramente sería ésa. O la del concierto de cornos en la vereda. O los ensayos en la calle, la plaza del pueblo y hasta la canchita de fútbol. O la sorpresa de un extranjero ante un sifón. El film de Adriana Yurkovich documenta la realización de la séptima edición del Festival Internacional de Bronces de Isla Verde, celebrada un par de años atrás, con participación de un centenar y medio de músicos de todo el mundo. Incluidos algunos muy “capos”. ¿Dónde queda Isla Verde? ¿El algún país europeo, en Estados Unidos? No, queda en pleno interior de Córdoba, a unos kilómetros de Río Cuarto. El festival se hace a puro pulmón, alojando a los invitados en casas de familia (casi no hay hoteles en Isla Verde) y celebrando sus galas, a falta de un teatro o sala de conciertos, en el Club Sportivo y la escuela parroquial del pueblo. Aun con esa precariedad y gracias a una mezcla de talento y voluntarismo bien argentinos, el festival, que incluye clínicas de formación de músicos locales, tiene un nivel excelente. Lo mismo puede decirse del documental de Yurkovich, que se hace uno con su material. “En Córdoba te tomás el ómnibus a Río Cuarto, de ahí vas hasta Chazón y de Chazón a Isla Verde”, indica alguien por celular. Todos llegan puntualmente, empezando por el trompetista estadounidense Ronald Romm, el tubista del mismo origen Jon Sass, el trombonista inglés Brett Baker y el cornista francés André Cazalet, que además de presentarse vienen a dictar masterclasses. “No lo pude alojar al negro porque no conseguí un colchón de 2 metros 10”, le chusmea una señora a sus vecinas, en referencia a Sass. “Además, una mujer sola conviviendo una semana con un negro, imaginate...” “Un sueño”, remata otra. Correalizadora de El ambulante (aquélla sobre ese personaje que proyecta cine por los pueblos), Yurkovich tiene oído para los diálogos y ojo para el detalle. El detalle de color, como los mencionados (o el cartelito de “No se fía más”, colgado de la pared de un boliche donde se juega a las cartas mientras dos muchachos tocan una versión broncínea de “Brazil”) o el detalle específico, como el ejecutante que lleva el ritmo con los dedos mientras lee una partitura. O el afinador que transpira mientras trabaja con el piano, en pleno febrero serrano y a la hora de la siesta. El detalle de contexto: Yurkovich documenta no sólo la vida del pueblito (los carros tirados por caballos, la peluquería del papá del director del festival, los parroquianos en el bar) sino sus alrededores. Allí, en los alrededores, se asienta la actividad económica (pasturas, corrales, animales) y se asienta también la mirada, con planos contemplativos (pueblerinos) sobre la laguna, los juncos, una bandada de aves que atraviesa el cielo. De hecho, si hubiera que encontrarle un tema al documental de Yurkovich, ese tema sería la relación entre el pequeño pueblito y el gran festival. Contemplación y sentido: Bronces en Isla Verde no es de esos documentales que se conforman con filmar lo que pasa por delante de cámara, aunque no pase nada. No hay un solo plano que no muestre algo, sea central o tangencial. La clase magistral de quien, al enseñar una canción tradicional armenia, observa que en la zona se acentúa el comienzo de las palabras, y lo mismo sucede con los acordes. O las conversaciones telefónicas de Don Isaía, manager general del evento, en busca de chanchitos y corderos para atender a unos doscientos comensales. O el músico francés Thierry Caëns, tirando tremendos pelotazos sobre un voluntario en el patio del colegio y dando un campanazo (literal) de un zurdazo. O la extraordinaria soprano argentina, capaz de no desafinar mientras se arroja sobre el regazo del tenor. Que a su vez canta a voz en cuello y con afinación perfecta, sin sacarse jamás la mano de la barbilla. Yurkovich tiene oído, tiene ojo, tiene sentido del encuadre y tiene ritmo. No porque se ponga a castañetear los dedos detrás de escena, sino porque sabe cuánto tiene que durar cada plano, qué clase de corte y secuenciación conviene más, si sirve para algo montar en paralelo el ensayo y el concierto, como hace en un par de ocasiones. Por lo que puede verse, el Festival Internacional de Bronces de Isla Verde no sólo es loable sino –más importante, tratándose de un evento artístico– disfrutable. Bronces de Isla Verde es loable en su condición de film da sola, completamente disfrutable gracias a su sentido cinematográfico y modélico, en tanto enseña, como las masterclasses de los músicos que lo protagonizan, cómo filmar, con pocos medios, un documental bueno, bello y justo.